La farisea : 03

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La farisea
de Fernán Caballero
Capítulo II

Capítulo II

D. Claudio Fajardo pasaba por uno de los propietarios más ricos de aquella colonia. Era viudo y tenía tres hijos.

La mayor, que se llamaba Bibiana, había pasado de los treinta años sin haber amado a nadie, ni haber tenido pretendiente alguno para su mano. Lo primero consistía en tener Bibiana uno de esos egoísmos, que tan comunes se van haciendo, y que enfrían a la criatura para todo amor que no sea el de sí mismo: es esto sin duda un antídoto eficaz para las pasiones del corazón. ¡Lástima grande que el remedio sea peor que el mal! por la sencilla razón de que los daños del egoísmo no tienen cura. Lo segundo, esto es, permanecer soltera, consistía en que ninguno de los pretendientes que se habían presentado había satisfecho su altivo orgullo, que era el digno compañero que con el egoísmo formaba todo el ser moral de la hija mayor del señor de Fajardo. Fuese por indiferencia, dejadez o desdén, Bibiana rara vez se alteraba, y no sabía interesarse en nada ni por nadie. Las personas frías, o aquellas que guardan todo el calor que tienen para sus intereses individuales, suelen adquirir la fama de prudentes, reservadas y sensatas, formándose esta opinión sobre los efectos, y no sobre la causa que los produce. Así sucedía que Bibiana pasaba en su casa y fuera de ella por una mujer de madurez anticipada, de excelente carácter, de buenos sentimientos y de intachable conducta: ella admitía este incienso como merecido, y es dable que lo creyese así. ¿Quién se conoce?-Nadie. El amor propio pinta a gran parte de las criaturas lo negro blanco, como la cal de Morón.

Bibiana no era bonita: su tez era biliosa y no tenía frescura; sus marcadas facciones tenían algo de fuerte y de varonil poco ameno; en sus ojos negros había algo, no de altivo, sino de seco y descortés que repelía, y desde luego se notaba que aquella mujer no estaba satisfecha, no iluminando nunca su impasible rostro ni un rayo de satisfacción, ni un reflejo de contento interior, ni un destello de simpatía. Ella, que conocía su falta de belleza, no se curaba de su rostro, contentándose con alisar su cabello, y desdeñando todo peinado o tocado de cabeza. En cambio cuidaba con esmero de su talle, y siendo alta y bien formada, tomaba aires y porte de princesa con admirable propiedad.

El segundo de los hijos de D. Claudio, que se llamaba como su padre, era un inculto jibaro (así denominan allí a los campesinos), que pasaba su vida, o a caballo, o tendido en una hamaca, fumando y bebiendo café, ya en sus ingenios, ya en sus cafetales.

La tercera, que se llamaba Feliciana, era una niña bastante bonita, sin vicios ni virtudes, criada a su amor, y sin más ideas que aquellas que unas a otras se trasmiten las vacías cabezas de las niñas desocupadas y sin educación, sobre modas, sobre flores, sobre novios, y sobre chismes. ¡Qué no resultaría de semejantes entes superficiales, si no tuviesen las niñas de esta especie, que son muchas, dos grandes maestros en la vida, que son el amor de esposa y el amor de madre! Así vemos que niñas insufribles para todos los que no sean pollos, se hacen amantes y ejemplares madres de familia, las cuales dicen de corazón y enseñan a sus hijos la santa palabra de Dios que antes repetían como papagayos. Abolid, abolid la familia, vosotros que osáis apellidaros regeneradores, que con ella desaparecerán las virtudes religiosas, morales y sociales de que son la fuente, y que tan noblemente se oponen a vuestro desenfreno.

Pocos días después de la conversación que hemos referido en el anterior capítulo, tenía lugar esta otra entre las dos hermanas, que acabará de darlas a conocer:

-¿Con que, dijo la hermana mayor a la menor, decididamente has autorizado a Villareza para que te pida?

Villareza era un capitán del regimiento que mandaba el brigadier, y paisano suyo, y era novio de la interpelada.

-Sin hacerme de rogar sino lo necesario para dar valor a mi consentimiento, contestó esta: así, pues, aunque no tenga el tuyo, puede darse mi casamiento por hecho.

-O no, opinó Bibiana.

-¿Que no?... ¿Y por qué?

-Porque puede que el sí del padre, no sea tan fácil de conseguir como lo ha sido el de la hija.

-Pues ¿qué es lo que puede oponer padre a Villareza, que es español, que es tan bueno, y a quien su mismo jefe celebra tanto?¿Sobre qué fundaría su negativa?

-Sobre que no es más que un alférez poca ropa, un triste capitán.

-¿Y sería alegre por ser coronel? Preguntó con impaciencia Feliciana.

-Su boda, al menos, no sería una triste boda.

-Las bodas de los que bien se quieren, nunca son tristes, repuso Feliciana.

-Te aconsejo por tu bien y por el lustre de la familia, que no te cases, dijo en tono grave Bibiana. Cumplo con mi deber de hermana mayor aconsejándote que no insistas con poco seso en hacer un disparate.

-¿Para que me suceda lo que a ti, que te has quedado para vestir santos?

Prefiero vestir santos en mi esfera, a no descender de ella, repuso Bibiana: además, me parece que tú te apresuras más de lo que lo hace el tiempo en colocarme entre las solteras incasables.

-¡Con treinta y cinco años acuestas! exclamó la niña.

-Tengo treinta, repuso Bibiana; no tengo la mezquina vanidad de negar mi edad, como la tendrás tú en breve.

-Pues aparentas más, respondió Feliciana; será a causa de tanto estar soltera o impaciente de que no llegue un infante de España a sacarte del infeliz estado. Por mi estoy en que así que te mires esa cana sobre la sien, te arrepientes ya de no haberte casado con el cirujano mayor que estaba muy enamorado de tu dote. ¡Ojalá hubiese cargado con ambos, contigo y con el dote!

-De otra suerte hablabas, repuso Bibiana sin alterarse, en los momentos en que me necesitabas a tu cabecera, cuando estuviste tan mala; lo has olvidado, según parece.-No he olvidado que cuando agradecida te quise abrazar, pensando que iba a morir, me rechazaste por temor de que te pegase el mal.

-No era necesario abrazarte para cumplir con mis deberes de hermana.

-¡Deberes! ¡Deberes! Yo no agradezco nada de lo que se hace por deber.

-Y yo nada hago para que me lo agradezcan.

-Y lo logras.

-Pues si no agradeciste mis cuidados, menos agradecerás mis consejos, y me excuso de darlos, dijo Bibiana levantándose erguida y encaminándose hacia la puerta.

-Eso se llama un porte de Reina... dijo Feliciana, y añadió riéndose: ¡Reina sin vasallos! ¡Qué dolor! ¡Toda esa majestad en vano!

En aquel momento entró un negro y anunció al brigadier coronel del regimiento recién llegado.

-¿El viejo? exclamó Feliciana: por fin viene a esta casa que se le ofreció desde su llegada. Mira, Bibiana, ese Matusalén es un jefe, y por lo tanto, digno de tratar contigo de igual a igual. Ve de conquistar ese torreón, y serás coronela y brigadiera; te podrás poner galones en una manga y entorchados en la otra. Por lo que a mí hace, que voy a ser subalterna, me alejo respetuosamente de este estado mayor.

Diciendo esto, desapareció.