La fontana de oro/V

De Wikisource, la biblioteca libre.
La fontana de oro
Capítulo V
La compañera de Coletilla

de Benito Pérez Galdós
Capítulo V




En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró a los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos a organizar allí una partida considerable que hostilizara a Ney en su salida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparole el cielo o el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la Naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba a su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífonas y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuando decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba de conciencia y de pecados, empezaba a mentar los de todo el mundo, sacando a la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando a este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de casa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven o algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida volandera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

La tercera metamorfosis de doña Clara fue peor. Le dio por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera a afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie a todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los baños minerales de España, desde Ledesma a Paracuellos, desde Lanjarón a Fitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato de sus males que hacía a todos los teatinos, franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió a entablar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó a aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba a su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma, había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo a las cosas de la Iglesia, tomándolo tan a pechos, que no había día que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba a contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía a Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba a su hija ni a su esposo, y este, que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche a la mañana se marchó a Portugal a tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fue al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre, sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto a lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba a quedar en la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse a Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba a España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían a pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo de ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente a su hija, que, al ver llorar a su padre, lloraba también sin saber por qué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir a la nación en aquella crisis, seguro de que le pagarían sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y este le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir a los regimientos franceses que iban a unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando a su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse a un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar a lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron a los nuestros. El combate fue encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. «¡Son tres veces más que nosotros! -dijo Chacón-; pero no importa: ¡adelante!».

Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fue horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba a los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida uniose al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

El pueblo todo les siguió, con Chacón a la cabeza; pero aún no había andado este veinte pasos, cuando fue herido por una bala: dio un grito, y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron a su casa. Antes de llegar a ella ya estaba muerto.

Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón. Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó a llamar con fuertes voces a su padre, cuya muerte no comprendía.

«¿Qué niña es esta?» preguntó Elías.

-Es su hija -contestó una mujer que la tenía abrazada.

-¿Y no tiene madre?

-No, señor.

-¿Y qué vamos a hacer de ella? -dijo Elías mirando al cura de Carrión y a los demás cabecillas del tumulto.

Todos se encogieron de hombros y besaron a Clara.

«Nosotros nos quedaremos con ella» dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

-No -dijo Elías-: yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.

Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero, al tenerla a su lado la condenaban a ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban a don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por tanto, en dejarle la niña.

Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época en que el realista dejó las armas y se retiró a Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco a mirar cara a cara a su protector, porque le daba mucho miedo.

Grande fue su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban a las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener un claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanle unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar a las niñas, y unas antiparras verdes que, más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajo, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego por espacio de dos horas sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria a las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico, que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno a su caña a los tristes ángeles del muladar.

Después de comer, llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, a causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra a la culpable, esperando a que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios!, le sacudía un cañazo, seguido de una retahíla de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos a diestra y siniestra.

Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo. La madre Angustias les decía:

«Ahora el ca... ca... tecismo. Madre Brí... Brí... Brígida, la que no sepa, al ca... ca... caramanchón».

Y se marchaba a acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.

Clarita y otras niñas de la escuela creían a pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiolas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó a no comer ni jugar aquel día. ¡Qué horas pasaron las pobres!

Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele a un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquel fue el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron a mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba a principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle a la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata y fue a pararse ¿dónde creeréis?, en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.

«Cla... Cla... Cla... rita -exclamó la madre Angustias ciega de furor-. ¡Niña mal... mal criada! ¿Qué desaca... ca... cato es este? Esta noche al ca... ca... caramanchón».

Clara fue condenada aquella noche a dormir en el caramanchón, ultima pena, que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde a los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó con su cacareo hasta que vio cumplida la terrible orden; y a la hora en que acostumbraban a recogerse. Clara fue llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó a aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros, que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.

Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó a su casa.

El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurriole hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla a su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía toda clase de labores.

La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fue mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez a la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso con ella. Los domingos la solía llevar a la Florida o a la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó a oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición la acompañaba una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado a su servicio.

Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó a creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar a otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y a veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.

Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fue amigo y servidor de una antigua e ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban a visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban a Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha, y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó a tomar antipatía, porque siempre que iban a la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.

En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en sus fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo; la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas a la infeliz: «Clara, te has echado a perder». Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba o la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.

Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó a hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente a la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: «Si usted no manda a esta chica al campo, se muere antes de un mes».

El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.

Escribió dos letras, y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.

Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados a la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte; sus pasos la llevaban a grandes distancias; su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.

Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos a referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido a no abandonarnos.