La fontana de oro/VII

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Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto a vivir siempre de lo imaginario. Nadie le igualaba en forjar incidentes venideros, enlazándolos para hacer con ellos una vida muy dramática y muy interesante; trabajaba involuntariamente con el pensamiento en la elaboración de estas acciones futuras; y siempre tenía ante la imaginación aquella gran perspectiva de hechos en que desempeñaba la principal parte una sola figura, él solo, Lázaro. Esta visión perpetua, fenómeno propio de la juventud, tenía en él proporciones extraordinarias; su fantasía tenía una poderosa fuerza conceptiva, y puede asegurarse que esta gran facultad era para él un enemigo implacable, un demonio atormentador.

Con este carácter, fácil era que brotaran en él todas las grandes pasiones expansivas, y que crecieran hasta llevarle a la exaltación. En épocas como aquella, la política, el proselitismo, el espíritu de secta engendraba grandes pasiones. El heroísmo cívico, la abnegación y esa tenacidad catoniana que brillan en algunos personajes de todas las revoluciones, la venalidad solapada, la traición, la sanguinaria crueldad y el encono vengativo que se han visto en otros, provienen de la pasión política. Lázaro tuvo esta pasión: sintió en sí el ardor del patriotismo; creyose llamado a ser apóstol de las nuevas ideas, y con ardiente fe y noble sentimiento las abrazó.

¿Pero existen estas resoluciones inquebrantables sin mezcla de egoísmo? Egoísmo sublime, pero egoísmo al fin. Lázaro tenía ambición. ¿Pero qué clase de ambición? Esa que no se dirige sino al enaltecimiento moral del individuo, que sólo aspira a un premio muy sencillo, a la simple gratitud. Pero la gratitud de la humanidad o de un pueblo es la cosa de más valor que hay en la tierra. El que es digno de ella la tendrá, porque un hombre puede ser ingrato; pero un pueblo en la serie de la historia, jamás. En una vida cabe el error; pero en las cien generaciones de un pueblo, que se analizan unas a otras, no cabe el error, y el que ha merecido esa gratitud la tiene sin remedio, aunque sea tarde.

Lázaro aspiraba a la gloria; quería satisfacer una vanidad: cada hombre tiene su vanidad. La del joven aragonés consistía en cumplir una gran misión, en realizar alguna empresa gigantesca. Cuál era esta misión, es cosa que no sabía a punto fijo. Los jóvenes como aquel no gustan de concretar las cosas porque temen la realidad; creen demasiado en la predestinación, y engañados por la brillantez del sueño, piensan que los sucesos han de venir a buscarlos, en vez de buscar ellos a los sucesos.

Después de que se retiró de Zaragoza y fue a Ateca, una figura iba perpetuamente unida a la suya en aquellas escenas futuras. ¡Insensato! ¿Qué piensas hacer de ella? Una reina. ¿De dónde? Será simplemente la mujer de un gran hombre. Menos tal vez: la mujer de un hombre obscuro... Concluía por concretar el objeto de todas sus quimeras a un retiro pacífico, a un matrimonio feliz.

Pero era preciso meditar, trazar un plan, ver la manera más fácil de unirse a ella.

Clara era huérfana, él pobre. He aquí dos contratiempos ocurridos desde el principio. ¡Ah! Pero él trabajaría; sería activo, ingenioso, astuto. Bien sabía él que tenía talento. ¿Pero debía ser un simple agricultor? No: eso era poco para él. Debía ir a Madrid, hacerse oír, buscar un nombre, un puesto. Esto sería cosa muy fácil para quien tenía tales aptitudes. ¿No era seguro que al llegar Lázaro a la corte, centro entonces, como ahora, de la actividad intelectual del país, adquiriría nombre, posición, fortuna? Sin duda. Ya debían conocerle de oídas por sus discursos pronunciados en Zaragoza. En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrepita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponían infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. Él se creía superior, ¿a qué negarlo? En la profundidad de su conciencia sentía una voz que sin cesar decía: «Yo valgo. Es preciso buscar los sucesos antes que ellos vengan a buscarnos. Animo, pues».

Estos pensamientos eran los que ocupaban la mente de Lázaro en los días que siguieron a la partida de Clara. Cuando su determinación se hizo firme, vio con entusiasmo que su inteligencia adquirió más vigor, y su pecho más osadía. Parecíale que su voz era capaz de emitir los más profundos, los más calurosos, los más verdaderos acentos en defensa de los nobles principios de la época; le parecía que nada igualaba a su facilidad de expresión, a su lógica terrible, a su frase pintoresca y expresiva. En lo más callado de la noche, cuando en parajes solitarios se entregaba a sus meditaciones, se oía, se estaba oyendo. Una voz elocuente resonaba dentro de él, y mudo y reconcentrado asistía a las maravillas e internas manifestaciones de su propio genio. Era auditorio de sí mismo, y le parecía que jamás había tenido el verbo humano frases más bellas, lógica más segura, entonación más vigorosa. Se aplaudía; le parecía que en torno suyo multitud infinita de sombras aglomeradas le aplaudían también; que resonaba un intenso palmoteo, cuyo fragor llenaba toda la tierra.

De vuelta a su casa dormía, y durante el sueño continuaba resonando en su cerebro la misma voz que hacía estremecer miles de corazones; que llevaba el entusiasmo o el espanto a ejércitos enteros de ciudadanos; y entonces se le figuraba que dentro de su ser había una misteriosa entidad sonora, un espíritu locuaz, que sostenía constantemente allá en su profundo núcleo la más brillante y enérgica peroración.

Lázaro tenía el genio de la elocuencia. Él lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de sí. No había tiempo que perder.

Dijo a su abuelo que se iba a Madrid. El pobre viejo se puso a llorar, y dijo entre sollozos y babas que aquella resolución era muy grave y convenía meditarla.

«¿Y qué vas tú a hacer allá? -decía después, queriendo aparecer incomodado-: ¡tienes una letra tan mala!...».

Estaba entonces en Ateca un tal don Gil Carrascosa (el mismo personaje a quien vimos disputar con cierto barbero en el primer capítulo de esta historia), el cual tenía amistad con Coletilla. El abuelo consultó con el ex-abate la resolución de Lázaro, y este opinó que se debía escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el realista pocos días después:

«Querido y respetable señor: Lazarillo, mi nieto y sobrino de vuesa merced, quiere ir a Madrid. Se le ha puesto en la cabeza que ahí podrá hacer fortuna: dice que no puede estar en el pueblo. Y, en efecto, querido señor, esto está malo. La cosecha de este año no nos da ni la simiente, y el pobre chico tiene más afición a los libros que al arado. Le diré a vuesa merced, respetable señor, que Lázaro es un mozo muy despierto: sabe muchos libros de memoria, y ha leído cuatro veces de la cruz a la fecha un tomo que llaman Los grandes hombres de Plutarco, el cual me ha asegurado no ser cosa de herejía; que si lo fuera no lo había de leer en mis días. Entiende de leyes, y a veces se pone a escribir y llena unos cuadernos de cosas muy buenas, aunque yo no las entiendo. Es buen cristiano y muy respetuoso y cortés con todo el mundo. No ocultaré sus defectos, respetable señor; y por lo mismo que le quiero, diré a vuesa merced cuál es su gran defecto, para ver si con su talento y su gran sabiduría le puede corregir. Es el caso que difícilmente podrá hacer cosa buena en la Corte, porque tiene muy mala letra, y no le luce lo que sabe. Siento mucho tener que revelar esta flaqueza suya; pero antes que nada es mi conciencia, y por todo el oro del mundo no ocultaría sus defectos. Creo, sin embargo, que con un buen maestro, como los hay en la Corte, podrá corregirse si se aplica. De este modo llegará, andando el tiempo, a ser apto para desempeñar una plaza de dos mil reales en alguna covachuela, como mi señor abuelo, que en paz descanse. Yo deseo que haga fortuna, porque le quiero con toda mi alma; y así, deseo que vuesa merced, con su gran tino y universal sabiduría, me informe si será posible sacar algo de provecho de este muchacho, diciéndome al mismo tiempo si puedo contar con su protección. Hágalo vuesa merced, por Dios, que es el único hijo de su hermana, y nosotros, que estamos pobres, no podemos hacerle feliz.

Su respetuoso y reverente servidor,
FERMÍN».

Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin contestó, advirtiendo que esperara un poco; que avisaría si podía venir o no. Un mes después escribió de nuevo, llamando a Lázaro a su lado, y añadiendo que de su comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna.

Lázaro no cabía en sí de gozo. Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron a aguardar dos más.

El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.

La carta de Coletilla fue recibida en los primeros días de Septiembre de 1821, en que ocurren los primeros acontecimientos que hemos referido. Poco después de la lamentable escena de la barbería y de la entrada del militar en la casa de Clara, ocurrió el viaje de Lázaro a Madrid. Clara no lo supo antes del día en que debía llegar.

Ahora podemos seguir naturalmente el curso de los sucesos de esta puntual historia. Dejaremos a Lázaro preparándose a partir. Su madre y su abuelo le despiden llorando; el alcalde le abraza diciendo que ya ve en él nada menos que un secretario del Despacho; el cura le da dos bollos maimones para el camino y le echa un sermón fastidioso. El estudiante sube a la galera, y con más ilusiones que dineros toma el camino de la Corte.