La fontana de oro/XIX

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Al día siguiente, la casa de las tres ruinas contenía en su estrecha capacidad seis personas: las tres Porreñas, Clara y dos visitas.

Clara y la devota estaban encerradas en la habitación interior, destinada a las prácticas ascéticas. La santa, concluida la oración mental, se había sentado en un taburete, y poniendo un gran libro sobre sus rodillas, leía con la cabeza inclinada a un lado, arqueadas las cejas, bajos los párpados, y cruzadas las manos en ademán muy humilde. Clara estaba a su lado, y como no debía llegar, en su flaca naturaleza, a aquel alto grado de perfección, cosía como una pecadora, como una infeliz mujer no acrisolada por las inflamaciones de amor divino. La devota no se permitió otra expansión que referir a su compañera6 los gozos y visiones que aquella noche había tenido. Después empezó un examen de doctrina, y le hizo varias preguntas morales y teológicas, a que contestó Clara con sencillez, guiándose por lo poco que sabía positivamente y por lo que su buen sentido le sugería. Pero es el caso que a doña Paulita siempre le parecían mal las respuestas de su discípula. La reprendía, le explicaba con escolásticos giros y frases nada comunes, y, por último, la llamaba ignorante y hereje, causándole gran turbación y susto.

De repente interrumpe sus lecturas y sus reprimendas, y exclama:

«¡Ah!, se me olvidaba una parte de mi rezo. Ya se ve, me he distraído con los errores de usted, hija. Es preciso que usted piense de otro modo y deseche sus ideas... Pero digo que me olvidé de rezar... por...».

-¿Qué ha olvidado usted? -le dijo Clara.

-Me olvidé de rezar dos Padre nuestros por el sobrino de nuestro buen amigo don Elías.

-¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? ¿Qué es de él? -exclamó vivamente Clara sin poderse contener.

-No se asuste, hermana, que no ha muerto -contestó fríamente la devota.

-¿Pues qué le ha pasado? -continuó Clara, que se había puesto pálida y temblorosa.

-Que está preso en la cárcel, y bien merecido.

-¿Pues qué ha hecho?

-Alborotar por esas calles y hablar en los clubs una serie de cosas tan pérfidas e infernales, que horroriza el recordarlas. Anoche nos contó don Elías todo lo que ese desalmado joven ha hecho, y pasé un mal rato.

Clara estuvo un momento sin poder articular palabra. La repentina noticia la turbó tanto, que no se atrevió a preguntar más.

«Hermana -prosiguió la devota-, ¡qué muchachos los del día! ¡Qué horrible corrupción! Ese joven debe de ser un monstruo. Pero ¡ay!, debemos tener compasión con los delincuentes que yerran. No es que crea yo, como Orígenes, que hasta el diablo se ha de salvar. Pero debemos compadecer y amar a los pecadores, aunque estos sean de los más empedernidos y rebeldes».

-¿Pero qué ha hecho? -repitió Clara, haciendo un gran esfuerzo para disimular su turbación.

-No lo sé punto por punto; pero son cosas tan horribles... Ha hecho lo que otros tantos desvergonzados que andan por ahí. Esta sociedad está perdida. A ver, hermana, si aprende usted pronto eso que le he dicho sobre la gracia eficaz.

-¿Pero está preso? -añadió Clara con más miedo.

-Preso, sí, y no le soltarán tan pronto. Pero está usted inmutada... Ya, le tiene compasión, y es natural. La compasión a los semejantes es una de las virtudes que más recomienda Tertuliano. Usted está pálida, hermana. Pero, ya: es efecto de la compasión. Voy a rezar.

Y dejando el libro, tomó el rosario y rezó.

Clara bajó la cabeza y siguió cosiendo. Era tal su congoja, que no daba punto a derechas; picose los dedos muchas veces, y la costura salió tan mal, que pronto fue preciso desbaratarla y coserla de nuevo.

Dejémoslas, y acudamos a las visitas. En la sala estaban María de la Paz, Salomé, y delante de ellas, en pie y respetuosamente, Elías Orejón y el ex-abate don Gil Carrascosa.

Nada hemos hablado hasta ahora de la amistad de este singular personaje con las venerables viejas. Carrascosa, en su calidad de abate entrometido, frecuentaba la casa de Porreño, lo mismo que otras de la más elevada jerarquía. Aún hemos oído contar a personas de toda veracidad que el intruso y audaz hombrecillo había tenido una parte principal en las misteriosas relaciones de Salomé con aquel joven militar, a quien enviaron al Perú después del rompimiento de la dama con el imberbe duque de X...

Carrascosa era hombre de mucha travesura y socaliña, sutil como el aire, capaz de urdir en el seno de las familias las más hábiles marañas; iba y venía sigilosamente, so color de preparar fiestas, de arreglar procesiones, y era, en resumen, un pícaro tercero. Así le llamamos por no darle otro nombre un poco soez, que alguien le aplicó oportunamente y conservó entre muchos con justicia.

La amistad de las tres viejas se interrumpió con la desgracia, y sólo de vez en cuando las visitaba, recordándoles los tiempos pasados con una elocuencia y un calor que no agradaban a doña Paz. Últimamente, sus visitas eran más frecuentes y mucho más afectuosas sus demostraciones de amistad. El día en que los encontramos aquí había ido don Elías; y por algo extraordinario iba sin duda, porque su vestido era el más escogido y su cara estaba más lavada que de costumbre. Los puntiagudos faldones de la mejor de sus tres casacas se balanceaban al compás de las piernas en la parte posterior del cuerpo; el tupé había recibido doble ración de pomada, y la corbata, aumentada con nuevos pliegues, formaba un blanco follaje, una pechuga escarolada debajo de la barba. Cuando el abate se ponía este traje, había pronunciado ya la última ratio de su peculiar elegancia.

Coletilla se despedía ya después de haber saludado a las damas. No venía sino a ratificar un tratado que últimamente ajustó con Paz. Ya sabemos que las señoras tenían el segundo piso de la casa simplemente ocupado con los muebles de familia de que no habían querido deshacerse. Este piso era muy pequeño y abuhardillado, comunicándose con el principal por una escalera interior.

Las damas habían propuesto a Elías que se fuese a vivir a aquel sitio, comiendo con ellas en calidad de huésped, y al buen viejo le vino este arreglo como de molde, porque le producía un ahorro, y además le ponía en estrecho contacto con sus antiguas amas, que tenía siempre en tanto aprecio. Economía, comodidad, seguridad: estas tres ventajas vio en la proposición, y aceptó. Aquel día vino a darles la respuesta definitiva: sobre el precio no hubo disputas.

Cuando Coletilla se marchó, el abate se preparó a tomar la palabra: hizo mil muecas, sacando a la superficie de su cara todo su repertorio de sonrisas. No seremos indiscretos en decir, anticipándonos a la declaración expresa del mismo don Gil, que iba a invitar a las tres damas para una fiesta religiosa. También nos atrevemos a indicar, con todas las reservas imaginables, que aquello no era más que un pretexto que ocultaba otros fines.

Cuando rompió a hablar, lo primero que hizo fue preguntar por doña Paulita, y también por Clara, empleando algunas discretas reticencias. Después dijo:

«Pues yo venía a decir a ustedes si quieren honrar con su presencia la función que la Hermandad de la Pasión y Muerte celebra mañana en la iglesia de Maravillas. Yo soy el Secretario de la Cofradía, y gracias a mí se ha arreglado la fiesta. Yo les aseguro a ustedes que será de lo más lucido que se ha visto en la Corte».

-No será nunca como la que hicimos el año 98 en las Niñas de Loreto, cuando se trasladó la Virgen de los Dolores del oratorio del Olivar -dijo Salomé.

-No fue el 98, sino el 3; que me acuerdo como si hubiera sido ayer -dijo Paz.

-Te digo que fue el 98 -insistió la otra.

-Estoy segura de que fue el año 3 -dijo Paz-, cuando el primo vino de la guerra de Francia.

-Que el 98, Paz -afirmó Salomé-, el 98. Hace ya veinticinco años.

-Jesús, mujer: te aseguro que fue el año 3; me acuerdo bien. Yo tenía entonces... quince años.

-Señoras, no hace al caso la fecha -dijo Carrascosa, cortando aquella peligrosa cuestión.

Y después continuó:

«Gracias al petitorio que yo dirijo, se han reunido dos mil y pico reales. Tenemos misa con orquesta de capilla, y nos predica el padre Lorenzo de Soto, que es un orador que vale un Perú».

-¡Oh!, no me le nombre usted -dijo Salomé, apartando la cara y poniéndose delante de ella la mano abierta a guisa de pantalla-: es un clérigo pervertido, contaminado con las ideas del día. Después que los liberales le hicieron Provisor de Astorga, está en poder del demonio. Hube de caerme muerta cuando el día de la fiesta de la Virgen de la Leche y Buen Parto le oí decir en San Luis que era preciso reconciliarnos con los que habían trastornado a nuestra Patria. ¿Cómo puede haber llegado a ese extremo de perversión una persona tan docta como el padre Lorenzo de Soto?

-Señora, yo tengo para mí que es un gran predicador -dijo Carrascosa-. El año 12 fue, como ustedes saben, Diputado en aquellas Cortes; el 14 firmó la exposición de los persas. ¡Noble carácter! Después, la amistad del Rey le ha elevado a puestos muy altos; y para probar su mérito, baste decir que él fue quien descubrió la conspiración de Porlier. Después del 20 se ha hecho enemigo de la Constitución, lo cual es digno de alabanza, porque de otro modo hubiera perdido su prebenda. Pero nada de esto hace al caso, sino que predica mañana, y que esta tarde tenemos Completas, en que cantan los tiples de Ávila y el padre Melchor, franciscano de Segovia. Mañana oficiará el reverendo obispo de Mechoacán, y por la tarde habrá procesión, a la que asistirá la Cofradía del Paso, la del Santo Sudario, y también irán los niños del Hospicio.

-¡Ay, don Gil! -exclamó con acento de profundísimo desconsuelo María de la Paz-. ¿Cómo se atreven a sacar los santos a la calle con estas cosas? Más querrán ellos estarse en sus casas que no salir a ver todas la iniquidades que cometen los hombres.

-Puedo asegurar a usted -dijo el abate con sonrisa diabólicamente irónica-, que no se han quejado, ni se quejarán por el paseo. Lo mejor de la procesión es la comitiva que tenemos organizada. Irán catorce vírgenes vestidas de blanco, con coronas de rosas, velos, escapularios y cirios en las manos.

-Esas comitivas -dijo con muy mal humor María de la Paz-, no me hacen gracia. ¡Es una cosa tan mundana! Allí van los hombres sólo por ver a las muchachas; y las muchachas que hacen de vírgenes, van sólo a que las vean, y en lo menos que piensan es en los santos y en Dios. Esas son cosas de Francia, señor don Gil. Antes no se usaban aquí semejantes inmoralidades, y día vendrá en que se acaben costumbres tan escandalosas.

El timbre nasal de la voz de doña Paulita, que se hallaba en la habitación inmediata, resonó en la sala, trayendo la opinión de la santa, que no por estar rezando dejaba de prestar atención a cuanto en la sala se decía.

«¡Ah! -exclamó, alzando la voz para poder ser oída por don Gil-: no me nombren esas procesiones de vírgenes mundanas. ¡Qué vírgenes serán esas que salen con coronas de rosas y cirios en las manos! Una vez vi eso, y me entró tal grima, que tuve que confesarme en seguida de la cólera que me había dado. No me nombren eso. ¡Qué escándalo, Dios mío! ¿A dónde iremos a parar así?».

-Pues, señoras -manifestó don Gil, respirando fuerte, como si con el aliento adquiriera la fuerza que contra tantos y tales enemigos necesitaba-; yo, señoras, respetando la opinión de ustedes, encuentro que esas procesiones son muy patéticas, muy expresivas, muy religiosas. De todos modos, ya la procesión está arreglada, y hay que llevarla a cabo. Hemos estado buscando jóvenes, y ya hemos encontrado algunas; pero aún nos faltan cinco. La fiesta es mañana; y si no encontramos hoy esas que faltan, se va a deslucir la función. ¡Qué contratiempo! No saben ustedes cuánto he trabajado para buscarlas. Son muy guapas las que tengo ya.

-Señor don Gil, por Dios -chilló Salomé en el tono de una honesta dama que reprende el atrevimiento de su galán.

-Señoras, ¿qué tiene eso de particular? Si Dios las ha hecho guapas, ¿qué vamos nosotros a hacer? Pero ¡ay!, me faltan cinco. Por eso he venido aquí.

Y se detuvo como cortado.

«¡Ha venido usted aquí!» exclamó Paz abriendo mucho los ojos.

-¡Ha venido usted aquí! -murmuró Salomé con súbito cambio de color.

Las dos ruinas se miraron. Aquella mirada fugaz fue terrible. Un observador oculto e inteligente hubiera advertido tal vez que en aquel mutuo rayo por una y otra lanzado, se examinaron, se despreciaron, cambiando como una expresión de rencor que cada una lanzó para la otra. Pero Carrascosa, aunque era buen observador, no pudo advertir al breve resplandor de aquella mirada fugaz como un relámpago, los dos abismos que, abierto uno frente al otro, se contemplaron un instante, mostrándose todo su horror. No se crea por esto que tía y sobrina no se querían bien, no: se amaban, si cabe expresarlo así; se amaban como pueden amarse dos personas que se fastidian juntas. Sigamos.

Un profundo y lejano suspiro anunció la admiración de doña Paulita.

«Sí, he venido aquí a ver si ustedes consienten...» continuó el abate.

El retablo que en la persona de Paz hacía veces de rostro se puso de color de remolacha, y los ojos de Salomé miraron al cielo, no sabemos si por un movimiento natural o por una calculada combinación de ademanes.

«Eso no tiene nada de particular, señoras, nada de particular; al contrario...».

-¡Señor don Gil! -dijo Salomé con una cosa parecida al rubor.

-¡Señor don Gil! -exclamó Paz con toda la majestad de su carácter reunida en un solo gesto.

El que había sido abate y covachuelista comprendió que le habían entendido mal.

«Voy a rectificar» exclamó.

-A rectificar, como dicen en las Cortes -indicó Salomé en un arrebato de amabilidad repentina e inexplicable que no pudo contener; amabilidad rarísima en ella y que era sin duda signo de una gran agitación.

El buen humor de la segunda ruina era siniestro.

«Quiero decir -continuó el abate, después de toser dos o tres veces- que venía a ver si consentían ustedes en que esa joven... esa joven que ustedes protegen...».

A Salomé le entró una tos convulsiva, no sabemos si originada por una causa física o por la necesidad de disimular y no ofrecer a la contemplación de don Gil las arrugas triangulares y el color cárdeno que aparecieron en su cara al oír aquella proposición. María de la Paz se restregó un ojo como si le escociera. Oyose la voz de doña Paulita que rezaba un latinajo incomprensible.

«Esa joven -continuó Carrascosa-, que se llama... ya no me acuerdo de su nombre. Pues... esa que es tan guapita y tan modesta. De seguro no habrá en la procesión ninguna que la iguale».

-¡Señor don Gil! -exclamó María de la Paz Jesús con expresión de cólera repentina-. ¿Cómo se ha figurado usted que yo podía consentir en semejante cosa? Ya le he dicho a usted que esas comitivas me parecen muy indecentes, y si esa niña quisiera prestarse a ser escándalo de la Corte, no entraría más en esta casa. Por parte suya, no dudo que consintiera, porque es tan aficionada a coquetear por ahí, que si la dejaran habría de estar todo el día en la calle detrás de los hombres. Pero no... no me hable usted de eso.

-Yo sospechaba desde el principio a dónde iba usted a parar, señor Carrascosa; pero quise aguardar a que se explicase -dijo Salomé con mucho desdén.

-Señoras, veo que son ustedes inflexibles. Conozco mucho la noble entereza del carácter de ustedes y el tesón de sus principios para insistir más sobre este punto.

En aquel momento, doña Paulita, que, sin salir de la habitación interior, no perdía sílaba de lo que allí se decía, tomó parte en la conversación, variando de sitio para que la oyeran mejor.

«¡Oh, Dios mío! -dijo-. No consentiré yo tal cosa. ¡Hasta las personas más perfectas caen alguna vez! ¡Hasta de los hombres más de bien y de mejor conducta se vale el demonio para sus perversos fines! ¡Quién diría que usted, señor don Gil Carrascosa, había de ser instrumento de perdición para esta pobre muchacha!».

-¡Yo, señora mía!

-No: ya sé que es sin querer, que a veces Dios permite que una persona buena sea, sin saberlo, causa de la perdición de otra. No le echo a usted la culpa. Pero esta pobre niña tiene quien vele por ella. No caerá otra vez; que gracias a un buen ángel ha salido ya del abismo la pobrecita, y se ha salvado. Ya está hecho lo principal; de modo que ahora, con una vida ejemplar consagrada enteramente a la oración, su alma se purificará por completo. No temas, niña -añadió, volviéndose del lado en que estaba Clara-; no temas, que no volverás a caer, y si saliste del pantano del mundo, ha sido para continuar pura y sin mancha lejos de él. Y no desconfíes de ella -prosiguió, mirando a la sala y dirigiéndose a las dos esfinges-; no desconfíes de ella, porque es muy buena.

Salomé movió la cabeza en señal de duda.

«Es muy buena, muy buena compañera mía -continuó la devota-. Aunque el mundo trató de corromperla, ella tiene muy buen fondo, y el alma está santa: lo he conocido. Perderá la corteza de las viles pasiones que el mundo le ha enseñado. Estoy tan interesada en su salvación, que quiero unirme a ella para toda la vida y salvarla conmigo. ¡Os aseguro que así será! Amadla vosotras, que Dios manda amar a los pecadores, sobre todo cuando están arrepentidos. ¿No es verdad que estás arrepentida, hermana?».

No se oyó ninguna respuesta. Clara contestó sin duda que sí con un movimiento de cabeza. El sermón de la devota dejó un eco en la sala.

«Señoras: para concluir, me permitiré una observación -dijo don Gil-. Yo no veo un escándalo en que la señora doña Clarita salga en la procesión de las vírgenes. Al contrario, bueno es que ostente la hermosura, que es obra de Dios; y la mujer que se esconde y no sale, impide que se admire una obra de Dios, cual es la hermosura. Esa joven es un ejemplar prodigioso de las hechuras de Dios, y haciendo que todos la vean es como se publican las alabanzas del autor de tantas maravillas».

-Señor don Gil -objetó María de la Paz haciendo esfuerzos para aparecer serena-: no creía yo que fuese usted tan libertino. Vamos, nosotras teníamos de usted otra idea; creíamos que...

-Yo soy, señora, un hombre como los demás. Admiro las obras bellas de la Naturaleza, y una mujer hermosa es...

-Por Dios, señor de Carrascosa: en verdad tiene usted unas cosas... -dijo Salomé pasando la mano por el fragmento de cabellera que entre su apergaminada frente y su tocado aparecía.

-¡Jesús!, repórtese por Dios -dijo desde dentro la devota-. Me horrorizan sus palabras.

Algo más duró el importante diálogo; pero don Gil, viendo que no sacaría partido de las tres pécoras, varió de asunto, aunque con poca fortuna, porque sus amigas le mostraron mucho despego durante toda la visita. Al fin, determinó marcharse; se levantó, hizo mil cortesías, les reiteró su respeto y admiración, prometió volver pronto, y se fue.

Al llegar a la calle miró a todos lados como buscando a alguno, y al poco rato salió del portal de una casa inmediata el joven militar que hemos conocido desde el principio de esta historia.

«¿Qué hay?» preguntó a Carrascosa con mucho interés.

-Nada, no quieren. Esas viejas son unos demonios -contestó riendo de muy buena gana el abate-. Me parece que por ese camino no conseguiremos nada.

-¡Diantre de viejas!

-No la sacamos de esa casa si no ahorcamos a las tres arpías de los tres balcones, y al Coletilla del tejado.

-Estoy decidido ya a lo que te dije ayer. Si no la puedo sacar, me cuelo yo dentro.

-¡Hombre, qué empeño!... Eso ya pica en historia. Vámonos de aquí, que si Coletilla nos ve, de seguro cae de su burro; vámonos y hablemos del asunto.

-Eres lo más inútil... Verás si yo la saco.

-Quisiera verlo -contestó Gil; y los dos se alejaron en dirección a Santa Bárbara.

-Ya tú has olvidado tus antiguas mañas, diablo de abate; ya no sirves para el caso. A ver cómo puedo yo entrar ahí; discurre un medio, un ardid cualquiera: ¿para qué te sirve esa travesura?, a ver.

-Hay un medio magnífico -contestó Carrascosa.

-Pues explícate pronto.

-Voy a explicarlo.