La fontana de oro/XLIII

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Deseoso Lázaro de ver a su tío aquella mañana, fue a casa del abate Carrascosa, y allí encontró otra escena de desolación. Estaba el ex-abate en su cuarto, sentado en una silla, con los pies sobre la traviesa, en tal actitud, que parecía un pájaro posado sobre una rama. Apoyaba los codos en las rodillas, sustentando la cabeza con las manos como si quisiera apuntalarla. Su expresión de tristeza era tal, y le hacía tan raro, que el joven no pudo menos de preguntarle:

«¿Qué tiene usted, don Gil?».

-¡Ay, don Lázaro, qué iniquidad! Se ha marchado. ¿Ve usted qué iniquidad? ¡Yo, que la quería tanto!...

Lázaro comprendió que doña Leoncia, el avecilla vizcaína, había volado.

«¿Pero cómo ha sido eso? ¿Qué motivo...?».

-¡Es la más horrible conspiración!... Ese chisgarabís, ese tunante, el poetastro que vivía en este cuarto, se la ha llevado. ¡Qué horror! ¡Siempre he aborrecido de muerte a los copleros!

-Consuélese usted, don Gil. Vamos a otra cosa. ¿Sabe usted dónde está mi tío?

-Si le digo a usted que no he visto iniquidad semejante -murmuró el abate sin hacer caso de la pregunta-. Y tenía una herencia, una legadillo... ¡Maldito catacaldos!

-Esa es la vida, don Gil... hay que conformarse.

-Tenía un legadillo... yo lo descubrí en la covachuela.

-Con que diga usted, ¿dónde podré encontrar a mi tío?

-Yo... si le he de decir a usted la verdad -prosiguió el abate, abstraído por su desgracia-, no lo siento por ella, porque al fin y al cabo... pero tenía un legadillo...

-¿No me responde usted?

-Tenía un legadillo...

-Es imposible sacarle una respuesta.

-Tenía un legadillo...

Comprendió Lázaro que era inútil toda indagación. Salió de la casa, dejando al abate en la misma actitud de mochuelo posado, y se fue a la calle del Humilladero, donde encontró a Bozmediano que le esperaba con quietud; y al verle llegar, le dijo:

«Amigo, le persiguen a usted. Es preciso tomar precauciones».

-¿Quién me persigue?

-Fácil es comprender que habrá personas disgustadas por lo que hizo usted anoche. Esas personas le persiguen a usted: yo estoy seguro de ello.

-Ya comprendo -repuso Lázaro-. ¿Pero qué me importa?

-Hay que tomar precauciones, porque si se vengan, será de un modo terrible. Mucho cuidado. Ahora han estado en la taberna cuatro personas que creo han traído el encargo de ver cuándo entraba y salía usted. Me parece que lo mejor es que se marchen ustedes esta noche misma de Madrid. Una vez que estén fuera y lejos...

-¡Qué contrariedad! Pero yo deseo salir. Nos marcharemos.

-Pues entre tanto no salga usted a la calle. Yo arreglaré el viaje, y lo haré de modo que nadie lo sepa. Sé que le buscan a usted, y los que le buscan saben hacer las cosas.

¿Y cómo han averiguado que estoy aquí?

-Dejemos eso. Hay que partir esta noche o mañana mismo. Aquí no estará usted seguro. Mucho cuidado... Yo volveré, y veremos el modo de salir sin peligro. Creo que se conseguirá. Hasta luego.

Retirose Bozmediano, y Lázaro entró a ver a Clara.

«¿Las encontraste?» le preguntó la sobrina de Coletilla con curiosidad y cierto temor.

-Sí -contestó él sonriendo al recordar la escena de las monedas, que refirió después sin omitir el extraño incidente de doña Paulita.

Oyó Clara con mucho interés este último punto, y después dijo con tristeza:

«Ya lo sabía».

-¡Cómo! ¿Ella te ha dicho algo?

-No; pero lo he conocido, me lo había figurado. Tenía una sospecha... Aquella mujer es muy rara. ¡Si vieras qué miedo me daba cuando se ponía a orar, quedándose mucho tiempo quieta e insensible, como si estuviera muerta! Se ponía de rodillas, miraba al techo, y así se estaba dos o tres horas sin moverse, y hasta parecía que no respiraba. La tocaba yo, y nada; la llamaba, y no respondía. Por fin, después de mucho tiempo, daba un suspiro y volvía en sí.

-¿Y eso le pasaba con frecuencia?

-Sí: muchas veces.

-Hay una enfermedad -dijo Lázaro-, que llaman la catalepsia, y consiste en un paroxismo, durante el cual la persona pierde el movimiento y el habla, quedándose como muerta. Dicen que una de las causas que motivan esta enfermedad es el misticismo religioso y el hábito de los éxtasis y visiones.

-Eso será lo que tiene. ¡Pobre Paulita!

Aquella noche estaban los dos en el mismo cuarto, sentados junto a una escasa lumbre. Clara se había levantado completamente restablecida. Lázaro revolvía en su imaginación los peregrinos incidentes de los días anteriores. Los dos estaban muy tristes; se comunicaban mirándose su tristeza, y callaban. Tal vez pensaban en planes para lo futuro; quizás ella estaba inquieta por la situación difícil en que uno y otro se encontraban. Entonces entró Pascuala y dijo:

«¡Qué miedo! Desde el anochecer están paseándose por delante de la puerta unos hombres... Esta tarde vinieron también. ¡Qué fachas! A veces se paran a mirar pa dentro, y me temo que si viene Pascual y los ve, se va a armar una... ¡porque tiene un genio!... se creerá que vienen por mí... porque como es una así... tan guapetona...».

-Cierre usted la puerta.

-Ya cerré.

Clara se quedó pálida como un difunto. Ya le parecía que por ventanas y puertas entraba una horda de facinerosos, armados de puñales, pistolas, cuerdas y otros instrumentos horribles.

«Cierra bien. Apaga esa luz. Si se irán a entrar por esa ventana», dijo señalando un tragaluz por donde el gato, que tanto respeto inspiraba al señor de Batilo, entraba con dificultad. Aquel tragaluz daba a un patio perteneciente a la misma casa.

Batilo, que sin duda entendió lo del peligro en que los jóvenes se hallaban y quería probar que, aunque misántropo, era un perro resuelto a todo, ladró en un tono que quería decir: «Nada hay que temer mientras esté yo».

Un poco más tarde, Clara, que miraba con recelo aquel tragaluz maldecido, se estremeció con horrible sacudimiento, dio un grito muy agudo y sus ojos expresaron el pavor más grande.

«¿Qué tienes, qué hay?» dijo Lázaro con sobresalto.

Clara, tal vez dominada por el miedo, había creído ver instantáneamente en el tragaluz los ojos vivos, la nariz puntiaguda de Elías Orejón, su tirano y protector.

«¿Eres tonta? -le dijo Lázaro-. ¿No ves que eso es efecto del miedo?».

Él miró y examinó atentamente: no había nadie. Salieron al patio, que estaba lleno de escombros y de leña, y tampoco vieron nada. Indudablemente había sido efecto del miedo.

El día siguiente pasó sin ningún suceso notable, y al anochecer llegó Bozmediano. Lázaro, desde que le vio entrar, conoció que no estaba tranquilo.

«¿Qué hay?».

-Mucho peligro. Le acechan a usted. Yo he venido acompañado por temor de tener algún encuentro. Pero no tema usted. He traído bastante gente y estamos seguros. Ahora mismo se van a marchar ustedes.

-¿Y saldremos ahora mismo? -dijo Clara con alegría, esperando no ver más aquel tragaluz y dejar para siempre a Madrid.

-Sí, ahora mismo. Ya les he preparado un coche para que vayan de aquí a Torrejón, donde tengo yo una casa. Allí pueden descansar hasta pasado mañana, que pasa por allí una diligencia para Alcalá, y de Alcalá pueden dirigirse a Aragón cuando quieran.

-¿Y cuándo llegaremos a Torrejón?

-Antes de que amanezca. Van ustedes en un coche de mi casa y con gente de mi confianza. No tienen nada que temer: buenas mulas y buena compañía. En Torrejón están ustedes seguros... Aquí... no lo creo. Es preciso salir de esta casa y de Madrid inmediatamente.

-Pues vamos -dijo Lázaro con resolución-. No perdamos tiempo.

Rápidamente se prepararon uno y otro.

«¿No hay una puerta que dé a otra calle?» preguntó Bozmediano a Pascuala.

-Sí, señor; pero hay que pasar por la casa del carbonero, que tiene salida a la otra calle.

-Bien, por ahí saldremos. El coche espera en las afueras del Portillo de Gilimón. Los hombres que yo he traído están en la tienda. Que entren, y saldremos todos por esa otra calle.

Pocos momentos después salían todos, incluso el perro de las Porreñas, a quien Clara no quiso abandonar. Despidiéronse los viajeros de Pascuala, y se dirigieron, acompañados de Bozmediano y su gente, al Portillo de Gilimón. Muy a prisa, por no dar lugar a que algún curioso los descubriera, subieron al coche. El cochero y su zagal iban en el pescante; un criado, hombre fuerte, armado de fusil, iba dentro con Lázaro y Clara. Despidiolos Bozmediano muy cordialmente y un tanto conmovido, y partió el coche por la ronda para tomar la carretera de Aragón.

Tantas precauciones no eran inútiles, y es seguro que sin ellas habrían tenido los fugitivos un mal encuentro, y quizás alguna desventurada aventura que hubiera desviado las cosas del buen camino que llevaban. La inquietud de Lázaro y los sustos de Clara no concluyeron hasta más allá de Alcalá; y había realmente motivo para ello, porque el jurar de Coletilla contra su sobrino era tal (según informes adquiridos por el autor), que había jurado quitarle la vida. Pero Dios lo dispuso de otra manera, y llevó sanos y contentos a la villa aragonesa a los dos principales personales de esta verídica historia, los cuales, una vez descansados del viaje y repuestos del susto, no pensaron más que en casarse; acertada idea que a toda persona en aquellas circunstancias se le hubiera ocurrido. En ningún apunte de los que el autor ha tenido a la vista para su trabajo consta el día en que se casaron; pero está probado que no esperaron mucho tiempo, y que tuvieron venturosa sucesión. De esto son pruebas evidentes varios mocetones que, años adelante, vieron Bozmediano y el autor en un viaje que hicieron a un lugar de Aragón para asuntos que no vienen al caso.

Cómo se acomodó Lázaro en su pueblo, y qué medios de subsistencia pudo allegar, es cosa larga de contar. Baste decir que renunció por completo, inducido a ello por su mujer y por sus propios escarmientos, a los ruidosos éxitos de Madrid y a las lides políticas. Tuvo el raro talento de sofocar su naciente ambición y confinarse en su pueblo, buscando en una vida obscura, pacífica, laboriosa y honrada la satisfacción de los más legítimos deseos del hombre. Ni él, ni su intachable esposa, se arrepintieron de esto en el transcurso de su larga vida. Así, en tan dilatado período, el nombre de nuestro amigo, que había estado en candidatura, digámoslo así, para entrar en la celebridad, no figuró en la Guía oficial, ni en listas de funcionarios, ni en corporaciones, ni en juntas, ni en nada que pudiera hacerle traspasar las fronteras de aquel reducido término de Ateca. Con paciencia y trabajo fue aumentando la exigua propiedad de sus mayores, y llegó a ser hombre de posición desahogada.

Así me lo ha contado Bozmediano, de quien recibí también noticias muy interesantes de los demás personajes de esta historia. Especial deseo tenía yo de saber algo de Coletilla; y un día que la suerte me deparó un buen encuentro con don Claudio, y sacamos a colación los sucesos que referidos quedan, me vino a las mientes Coletilla, y hablamos largamente de él.

«Ya el demonio se lo llevó -me dijo mi amigo-. Parece que aquel hombre excéntrico recibió el más horrible castigo que, dado su carácter, podría recibir. El Rey le despreció después del triunfo de 1824. Un día se empeñaba Elías en ver al Rey: venía de la facción; había luchado por el absolutismo, como semejante hombre podía luchar por semejante causa. Fernando, entre cuyos vicios descollaba la ingratitud, mandó salir expresamente al lacayo del último de sus ayudas de cámara con orden terminante de apalear a Coletilla donde quiera que le encontrase. Bajó el lacayo y vapuleó al realista. Así pagan los tiranuelos. Después de este lance, el fanático se puso malo. Dijeron algunos que se había dejado morir de hambre; otros que se había vuelto loco; otros, y esto parece lo más cierto, que le mató una profunda hipocondría».

-Y las tres señoras de Porreño, ¿qué fue de ellas? -le pregunté.

-Nada he podido averiguar de doña Salomé -contestó-. Creo que ha desaparecido de Madrid. Doña María de la Paz Jesús estaba en Segovia, donde tenía una casa de huéspedes. Respecto a doña Paulita, sí he tenido muchas noticias.

-¡Qué singular pasión la suya!

-Sí: después empezó a padecer ataques muy frecuentes de catalepsia. En cuanto a su pasión, hay que reconocer que el recogimiento de su vida y la circunstancia de haberse formado un carácter ficticio influyeron en aquella explosión repentina. Habíase educado en la vida devota, y la condición mundana de nuestra naturaleza no se reveló en ella en edad oportuna a causa de las anomalías de la juventud. Fue una niña hasta los treinta años; y creo que hubiera sido una excelente mujer, adornada de todas las prendas de la lealtad y delicadeza que deben adornar a una esposa, si aquella perfección engañosa, hija de una falsa educación, no torciera en ella su verdadero carácter. Repitiendo lo que ella decía, aunque modificándolo para no proferir una blasfemia, podemos asegurar que la Naturaleza, no Dios, se burló de ella.

Poco después de las últimas escenas de esta historia se retiró a un convento, y allí tenía opinión de santa, a lo cual contribuyó mucho la catalepsia. Creyéronla muerta varias veces, y hasta trataron de enterrarla en una ocasión; mas durante las exequias volvió en sí, pronunciando un nombre, que interpretaron todas las monjas como una señal de santidad, pues entendían que repetía la palabras de Jesús: Lázaro, despierta. Indudablemente era una santa. Ocho teólogos lo probaron con ochocientos silogismos. Su vida era ejemplar, su trato tristísimo; oraba mucho, y se dormía, se quedaba en éxtasis casi todos los días. Uno de estos éxtasis fue tan largo, que las monjas sospecharon que no saldría de él. Así fue, en efecto: no volvió en sí. Pero las monjas, por no exponerse a un nuevo chasco, esperaron lo más posible, y al fin se decidieron a enterrarla, seguras de que estaba bien muerta.




Madrid, 1867-68.