La fontana de oro/XXXVII

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Mucho horror inspiraba a la huérfana la casa de las de Porreño, aunque no tenía otra. Así es que su primer impulso al verse en la calle fue huir, correr sin saber a dónde iba para no ver más tan odiosos sitios. Anduvo corto trecho, dobló la esquina y se paró. Entonces comprendió mejor que antes lo terrible de su situación. Al ver que no podía dirigirse a ninguna parte, porque a nadie conocía, le ocurrió esperar cerca de la casa a que entraran Elías o su sobrino. Pero el primero había dicho que no volvería hasta dentro de tres días, y el segundo, que sospechaba tan mal de ella, sería capaz de confirmarse en su creencia al verla arrojada de la casa por las señoras. Ella necesitaba, sin embargo, ver a Lázaro y contarle todo. Si él daba crédito a su explicación, ¿qué harían los dos, tan desamparado el uno como el otro? Decidió, sin embargo, esperarle allí, apoyada en la esquina; pero la daba tanto miedo... Parecíale que iba a salir por la reja cercana una gran mano negra, que la cogería llevándosela dentro: ¡qué horror! De repente sintió al extremo de la calle fuerte ruido de voces. Eran unos hombres que venían borrachos profiriendo horribles juramentos, atropellando y riendo desenfrenadamente como una turba de demonios regocijados. La joven sintió tal sobresalto, que no pudo permanecer allí un instante más y echó a correr con mucha ligereza. Los hombres corrían también, y ella se figuraba que le tocaban la espalda, y creía sentir junto a sus propios oídos las infernales palabras de ellos. Corrió mucho por toda la calle del Barquillo, seguida del perro misántropo, y al fin, fatigada y sin aliento, se detuvo: las risas resonaban muy lejos... ya no la seguían... respiró porque no podía dar un paso. Después siguió andando lentamente; no se atrevía a volver, porque las risas habían cesado y se oían terribles imprecaciones. Algunas piedras, lanzadas por mano vigorosa, cayeron junto a ella. Batilo se volvió lleno de despecho y ladró como nunca había ladrado, con verdadera elocuencia canina.

Después de esto, avivó Clara el paso y llegó a la calle de Alcalá. Miró a derecha e izquierda, sin saber qué camino tomar. Subió hacia la Puerta del Sol; pero no había llegado a San José cuando vio que por la calle abajo venía gente, muchísima gente: ella no había visto nunca tanta gente reunida. La calle le parecía tan grande que no conocía distancia alguna a que referirla, pues para ella las casas hacían horizonte, y aquella gente que venía se le representaba como un mar agitado sordamente, y avanzando, avanzando como si quisiera tragarla. Sin deliberar volvió atrás y bajó hacia el Prado. El gentío bajaba también: sordo rumor resonaba en la calle. La muchedumbre traía algunas luces, y de vez en cuando una voz pronunciaba muy alto un viva, contestándole otra tremenda y múltiple voz. La gente bajaba, y Clara bajaba delante. Aquello le dio más miedo que los borrachos; pero cuando se encaró con la Cibeles, cuando vio aquella gran figura blanca en un carro tirado por dos monstruos blancos, se detuvo aterrada. Había visto alguna vez la Cibeles; pero la obscuridad de la noche, la soledad y el estado de excitación y dolencia en que se encontraba su espíritu, hacían que todos los objetos fueran para ella objetos de temor, todos con extrañas y fantásticas formas. Los leones de mármol le parecía que iban corriendo con velocísima carrera, galopando sin moverse de allí. La pobre miró atrás, y vio que la gente avanzaba siempre, haciendo más ruido: no quiso ver más aquello, y tomando hacia la derecha, entró en el Prado. Este sitio le pareció tan grande que creía no llegar nunca al fin. Jamás había visto una llanura igual, campo de tristeza, de ilimitada extensión; los árboles de derecha e izquierda se le antojaban fantasmas negros que estaban allí con los brazos abiertos; brazos enormes con manos horribles de largos y retorcidos dedos. Anduvo mucho, hasta que al fin vio delante de sí una cosa blanca, una como figura de hombre, de un hombre muy alto, y sobre todo muy blanco. Se fue acercando poco a poco, porque aquella figura se le representaba marchando con pasos enormes. Era el Neptuno de la fuente, que en medio de la obscuridad proyectada por los árboles, se le figuraba otro fantasma. La infeliz tenía muy extraviados los sentidos a causa del terrible trastorno de su espíritu. Torció a la derecha, por evitar que llegara hasta ella aquel figurón blanco, y encontró enfrente la Carrera de San Jerónimo. Empezó a subir; pero estaba tan fatigada que la pendiente de la calle le parecía inaccesible. Subió, pero con mucha lentitud, porque apenas podía andar: en la parte correspondiente a los Italianos creía ella ver la cumbre de una montaña; y cuando medía con la vista aquella eminencia, pensaba que en toda la noche no iba a llegar arriba.

No pudo avanzar más, y se sentó en el hueco de una puerta. Sentía gran postración en todos sus miembros, y además un frío intenso que, creciendo por grados, llegó a producirle una convulsión dolorosa. Arropose lo mejor que pudo, y pensó en el medio de volver a la casa para esperar a Lázaro en la puerta. Entonces le ocurrió súbitamente la idea de dirigirse a casa de Pascuala. Ella recordaba muy bien el nombre de la calle donde vivía el tabernero con quien la criada se había casado. Sabía que la taberna estaba en la calle del Humilladero; pero ¿cómo iba a la tal calle? Resolvió preguntar a algún transeúnte, y si daba con la casa allí pasaría la noche, aplazando todo lo demás para el siguiente día. Segura estaba de que Pascuala la recibiría con los brazos abiertos. Pero ¿dónde estaba la calle? Instintivamente oró a la Virgen, pidiéndole que estuviera cerca de la calle del Humilladero. Pero la Virgen no la oyó, porque la calle estaba muy lejos. Resuelta a preguntar, se levantó; vio venir a un hombre, pero no se atrevió a detenerle; pasó otro, algunos más, y Clara no preguntó a ninguno. Tenía miedo de aproximarse a ellos. Por último, se acercó una mujer, la joven la detuvo y respetuosamente la hizo su pregunta.

«¿La calle del Humilladero?» dijo la mujer, que era una vieja arrugada y con voz gangosa.

-Sí, señora.

-¿Le parece a usted que está bien detener a las personas honradas de este modo? -contestó la vieja muy incomodada-. Ya sé lo que quieren estas bribonas cuando detienen a una; que no van sino a meterle la mano en los bolsillos cuando está una más descuidada, contestando: «Váyase noramala la muy piojosa, y si no llamo a un alguacil».

Antes de que concluyera la vieja, se apartó Clara, y fue tal su angustia al pensar que todos la tratarían de igual modo, que casi estuvo a punto de abandonarse a su desesperación, dejándose morir allí de hambre, de frío y de dolor. Pero la desventura infunde valor; recobró algún ánimo y se dispuso a seguir preguntando, cuando vio llegar a una mujer andrajosa que traía un niño de la mano y otro en brazos. A Clara le pareció que aquella mujer debía de ser persona muy generosa y compasiva, y que le había de responder a su pregunta. Pero antes de ser interpelada, la mujer andrajosa habló a Clara en estos términos:

«Una limosna, señora, por amor de Dios, que tengo mi marido en cama, y estos dos niñitos no han probado nada en todo el santo día... Siquiera un chavito».

Después, observando que Clara no tenía aspecto de persona que da limosna, sino más bien de mujer desvalida y enferma, se figuró que pedía también chavitos, y variando de tono, le dijo:

«Oye, chica: ven conmigo y le sacaremos un duro al tío gordo de la esquina».

-¿Qué? -dijo Clara, confusa ante aquella proposición.

-¿Apostamos a que no tan dao ni un bendito chavo esta noche? Yo he sacao ya un rial: mira. Pero hay en aquella tienda un mardito pañero que es muy caritativo. Ayer le ije que tenía una hija enferma en cama, y me dio una peseta. Si quies que le saquemos más, ven conmigo esta noche, chica, y verás. Entramos; tú te haces que te vas cayendo, y te pones un pañuelo atao a la cara, y empiezas a dar unos chillíos que partan el corazón. Oye, así: ¡ay!, ¡ay!, ¡ay!

Y dio unos cuantos quejidos tan lastimeros, que Clara tuvo angustia de oírlos. Después siguió:

«Mira, ven; entramos: yo le digo que eres mi hija y que no has comido un bocao, y que el meico te ha recetado una cosa que cuesta un duro. Tú dices que no la quies tomar, y que si saca el duro, compre pan pa estos niños que se están muriendo. Yo digo que sea el duro pa la meicina; tú que sea pa los niños, y así... verás cómo se ablanda... y pue que nos dé dos... partiremos: te daré a ti dos riales... y... Anda, ven: ponte este pañuelo en la cara.

-Señora, yo tengo que hacer, no puedo -dijo Clara, que creía no deber darle otra razón menos cortés-. ¿Sabe usted dónde está la calle del...?

-¡Qué calle de los dimonios! -dijo la mujer; y viendo que pasaban dos caballeros se acercó a ellos, diciéndole al chico que llevaba de la mano-: Muchacho, cojea.

El muchacho cojeó, y se acercaron a los caballeros, repitiendo su muletilla. Clara se retiró entonces; anduvo a buen paso, y llegó, por último, a la plazuela del Espíritu Santo; subió más, hasta que se encontró en la esquina de la calle del Prado, y por allí pensó seguir, porque veía en ella bastantes personas y creía encontrar allí quien la informara bien.

Batilo iba delante. Un perro vivaracho y pequeño, descarado, ratonero, de estos que pasean su vanidad por las calles de Madrid, se acercó al can melancólico, y le dio una embestida con el hocico. Batilo era muy tímido; pero sintiendo herido su amor propio, ladró. El ratonero, que no deseaba sino provocación, ladró también, atreviéndose a dar un mordisco al pobre faldero. Este se defendió como pudo; y a poco rato vino un perrazo que, con terribles aullidos, empezó a perseguir al ratonero. Luego vino otro perro, y otro, y otro: en dos segundos se reunieron allí doce perros, que armaron espantosa algarabía. Luchaban unos con otros, cayendo y levantándose en revuelta confusión, mordiéndose, saltando y atropellando entre los movimientos de su horrible contienda a Batilo y al ratonero, que, revueltos entre las patas de los contendientes, recibían los ultrajes de todos. Al ruido se detuvieron algunas personas; el amo de uno de los perros terció en la pelea, y dijo ciertas frases injuriosas al amo de otro. Clara, al ver que se reunía tanta gente, y que algunos mozos la miraban con atención impertinente, avivó el paso; tomó la calle arriba para huir de aquellas miradas. Pero los mozos la siguieron, y ella quiso ir más a prisa; ellos también; ella más aún, hasta que se decidió a correr, y corrió con toda la velocidad que podía. Entonces una mujer gritó desde una puerta con voz chillona y angustiada: «¡A esa, a esa, a esa!». Un hombre la detuvo por el brazo; muchas mujeres la rodearon, y se formó en un momento un grupo de más de treinta personas en torno a ella. La huérfana estaba tan trémula y aterrada, que no dijo palabra, ni trató de huir, ni lloró siquiera. Creyó tener en derredor un círculo de asesinos.

«¿Qué ha hecho?, ¿qué hay?» dijo uno.

-Que ha robao ese lío que lleva bajo el brazo.

-Muchacha, ¿dónde has tomado ese lío? -dijo el que la tenía asida.

Clara no contestó.

«A la cárcel con ella» dijo uno de los presentes.

-¿Dónde has tomado ese lío, muchacha?

La joven se repuso un poco, y con voz tenue, dijo:

«Es mío».

-¿Que es suyo? -dijo una de las mujeres-. Si la vi yo correr como una desalación. Apuesto a que lo cogió en la casa del número 15.

-No, que venía de más abajo -dijo otra.

-Apuesto que es de casa de la sa Nicolasa, la pupilera de ahí enfrente -dijo otra mujer.

-Usted miente, señora -dijo un hombre alto, que parecía ser persona del toreo, a juzgar por su vestido y el rabicoleto que tenía en la nuca-. Usted miente: esta señora no ha salido de casa de la pupilera, ni del número 15; venía de más abajo.

-¡Miren ese pelele! -gritó la mujer-. ¿Poz no dice que yo miento?

-Usted miente, señora. Esa muchacha no ha robao naa, que venía de abajo, y corrió porque la venían siguiendo esos lechuguinos. Yo lo he oservao, y si hay alguno que me desmienta, aquí estoy yo, que soy un hombre pa otro hombre.

-Tanta bulla pa naa -dijo, soltando a Clara, el que la tenía asida.

-Pues que si lo ha robado, si no lo ha robado... Cuando yo digo una cosa... Si estuviera aquí mi Blas, se vería si hay un hombre pa otro hombre -murmuró, volviendo la espalda, la promovedora de aquel alboroto.

-Vamos, señores, aquí no se ha robao naa -dijo el majo con decisión-. Aquí están ustedes de más. Largo el camino.

El público (llamémosle así) encontró muy convincentes las últimas razones del hombre de los toros, y aún más las insinuaciones que hizo con un tremendo palo de puño de plomo que llevaba en la mano, y empezó a desfilar.

«Vamos, prendita, no tenga usted miedo -dijo el hombre del rabicoleto, cuando se quedó solo con Clara-. Venga usted conmigo, y no tenga reparo, que yo soy un hombre pa otro hombre. ¿Pero se pue saber a dónde iba la personita? Yo la llevaré a usted, porque soy un hombre pa...».

-Voy a la calle del Humilladero.

-Del Humilla... ¿qué?

-Del Humilladero.

-Ya sé... ¿pero pa qué va usted tan lejos? Si usted se echa a andar ahora, llegará allí pasao mañana por la noche. Con que no tenga usted prisa...

-Sí, señor, tengo prisa; y aunque esté lejos, he de ir en seguida. ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme por dónde debo ir?

-Miste: coge usted esta calle pa arriba, siempre pa arriba... pero yo la voy a llevar a usted. Aunque, pa decir verdad, más valiera que se viniera conmigo. ¡Ay! ¡Jesús, qué guapa es usted! Poz no había reparado... Venga usted.

-No puedo detenerme, señor caballero -dijo Clara con mucho miedo-. Dígame dónde está esa calle, y yo me iré sola.

-¡Sola! ¿Y yo podía ser tan becerro que la iba a dejar ir sola por esas calles, esta noche que hay rivolución...? Bueno soy yo pa... Venga usted conmigo. Le igo que no lo pasará mal; yo conozco aquí cerca un colmao donde hacen unas magras que...

Diciendo esto, el torero tomó a Clara por un brazo y quiso internarla por la calle del Lobo.

«Suélteme usted, caballero -dijo Clara desasiéndose-: tengo que hacer; por Dios, suélteme usted».

-Pues es lo mesmo que un puerco-espín. ¡Bah! Si es usted muy guapa para ser tan picona. Le igo que... Pero, en fin, yo la acompañaré a esa calle.

-No: dígame usted por dónde debo ir. Yo iré sola.

-¿Sola? Si hay rivolución. ¿Pa que le peguen a usted un tiro y me la ejen frita en mitá la calle?...

-Yo quiero ir sola -dijo ella separándose.

La compañía y la solicitud impertinente de aquel hombre le inspiraban mucha desconfianza. Su intento era huir de él y preguntar a otro. Pero aunque avivó mucho el paso, él seguía siempre a su lado diciéndole mil cosas. Un incidente feliz (algo feliz había de pasar aquella noche) vino a librar a Clara de aquel moscón. Iban por la plazuela de Santa Ana cuando sintieron detrás gritos de mujer. El majo no volvió la cara; pero tuvo buen cuidado de embozarse bien en su capa para no ser conocido.

«Arrastrao, endino -dijo la mujer, que era alta, gruesa, hombruna y con voz aterradora y aguardentosa-. Espera, espera, que te voy a sentar los cinco en esa cara de documento».

Al decir esto, tiró al majo de la capa, y con mano más pesada que una maza de batán, cogió a Clara por un brazo y la detuvo.

«Si no fuera porque está aquí esta señora -dijo el chulo, cuadrándose ante la jamona-, ahora mesmo te volvía las narices al revés».

-¡Arrastrao! -dijo la maja cuadrándose y moviendo la cabeza-, ¿tengo yo cara de cabrona? ¿Te paece que por una cara de escoba como esta voy yo a consentir?...

-¡Calla! -exclamó el otro-, o te ejo sin piernas.

-Mira, Juan Mortaja, que voy a sacarle los ojos a esta rabuja si ahora mesmo no vienes conmigo. ¿Le parece a usted que a una mujer como yo se la...? Juan Mortaja, cuando igo que vamos a tener que...

-No haga usted caso -dijo el torero, dirigiéndose a Clara, que estaba sin aliento, oprimida por la mano de la jamona, como tórtola en las garras del gavilán-. No haga usted caso, niña, que esta suele rezarle un Padre nuestro a san cuartillo.

-¡Reendino! -exclamó con trágico furor la maja, soltando a Clara y echando rápidamente mano a la cintura, de la cual sacó una navaja, que esgrimió con el donaire y la presteza de un matutero.

-¡Saco e demonios! -dijo el otro, enarbolando el palo.

No sabemos cómo concluyó la pendencia, porque hemos de seguir a Clara; y esta, en cuanto se vio libre de la zarpa de la dama de Juan Mortaja, se escapó ligeramente, y a buen paso, seguida siempre de Batilo, llegó a la plazuela del Ángel. La desventurada no sabía ya qué partido tomar: se horrorizaba al pensar que entre los miles de habitantes de este enjambre no había uno que le dijera el nombre de la calle donde estaba el único asilo que podía acoger a la huérfana abandonada, sola, injuriada, medio muerta de miedo y dolor. Creyó que Dios la abandonaba o que no había Dios; que su destino la obligaba a optar entre la inquisición espantosa de las dos Porreñas, y aquel abandono, aquel vagar por un desierto, repelida por todos o solicitada por la depravación o el vicio.

Se decidió a hacer otra tentativa. Detúvose ante un hombre que, con una farola y un gancho, revolvía escombros, y le hizo su pregunta.

«¿La calle del Humilladero? -dijo el trapero, incorporándose y haciendo con el gancho ciertos movimientos semejantes a los que hace con su varilla un director de orquesta-. Esa calle está... Voy a darle a usted una receta para que la encuentre en seguida. Pues eche usted a andar..., y vaya mirando con atención los letreros de todas las calles. ¿Sabe usted leer?».

-Sí, señor -dijo Clara.

-Pues cuando usted vea un letrero que diga así: «calle del Humilladero», allí mesmo es.

El trapero se quedó muy satisfecho de su apotegma, y volviendo a inclinarse, enterró su gancho investigador en el montón de inmundicia que delante tenía. Clara se retiró muy angustiada; y principiando a perder ya el conocimiento exacto de su desventura, hallábase próxima a entrar en ese período de atonía que precede a las grandes enajenaciones. Dirigió de nuevo mentales súplicas a Dios y a la Virgen para que la sacaran de aquella situación; y aún rezaba, cuando vio llegarse hacia ella a una persona que la inspiró mucha confianza. Dio algunos pasos hacia aquella persona, que era un clérigo de más de mediana edad, gordo y pequeño. Venía con su rosario en la mano y la vista fija en el suelo. La huérfana respiró con tranquilidad, porque aquel personaje venerable que tenía ante sí debía de ser un santo varón, de esos cuyo fin en la tierra es consolar a los afligidos y ayudar a los débiles.