La hermana de la Caridad/Capítulo II

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Capítulo II

Aún resonaban los acentos de aquella apasionada voz en los aires, cuando la corta reunión de jóvenes se fue poco a poco dispersando, y al irse, todas repetían el cantar dulcísimo de Ángela. Ésta se volvió a la fuente, y bajo los frondosos árboles que la cercaban se asentó, resguardándose a su grata sombra de los calores del día. Conforme el silencio de la Naturaleza se aumentaba; conforme los rayos del sol hacían callar las ondas de los mares y el rumor de las brisas, Ángela sentía deseos de cantar, y entonaba una melancólica endecha. Bien pronto extraño ruido interrumpió sus cánticos. Eran los pasos de un hombre, que corría como sin aliento.

-¡Ah! ¡Eduardo!!! -gritó Ángela.

-Yo, yo soy, que vengo a verte -contestó el joven, cuyo traje y modales acusaban alta alcurnia.

-¡Oh! No te esperaba.

-¿Dudabas de mí?

-¡Yo, yo dudar de ti! ¡Ves que vivo, y me lo preguntas!

-¡Ángela!...

-Calla, calla; me matarías. Yo me contento con que te acuerdes de mí, con que vengas de ocho en ocho días a verme. Soy feliz cuando te veo, porque el inmenso dolor que siento me dice cuánto te amo.

-Ángela, te adoro.

-Mira, Eduardo. Por ti vivo, por ti canto. Tu recuerdo me alumbra más que el sol. Cuando viene la noche hay luz en mis ojos, luz en mi alma, porque habita en ella tu recuerdo; y si me faltaras, tornaríase noche el día.

-¡Amor mío!...

-Mira. De este rosal he hecho una gruta. He enseñado a las palomas a que bajen a coger en su pico estos granos de trigo. Me contento con rociar, llevando el agua de la fuente en el hueco de la mano, estas albahacas. Y eso que dicen que la albahaca significa odio. ¡Oh! No, no. Aquí todo está bendecido por el amor.

-¡Ángela!

-Sí, por el amor, por esa pasión infinita, inmensa, que me posee. Yo creo firmemente que es mi alma. Yo veo el mundo a través de esa pasión, llena de ilusiones, como esas flores en cuyo aroma se bañan las mariposas.

-Sí, sí -decía Eduardo.

-Sí, Eduardo mío. ¿No es verdad que te ha llamado mi voz? ¿No es cierto que has oído mis cánticos?

-Lo he oído cuando venía.

-Era mi alma, que exhalaba sus quejidos de amor; era yo misma, que, no cabiendo dentro de mí, necesito salir, volar por los espacios infinitos, cantar como la alondra, subir por la inspiración al cielo.

-¡Amor mío!...

-Tu amor. Repítelo, repítelo. Ya sé que soy tu amor; pero necesito volver a oírlo de tus labios. A veces, cuando me acerco a la fuente y oigo cómo sus gotas producen una grata armonía, me parece que repiten esa dulce y celestial palabra. Ámame, ámame mucho.

-Siempre, siempre...

-Si no me amaras..., me moriría. No me lo digas. Engáñame... Perdona, perdona; no me engañes.

-Por Dios, Ángela -dijo conmovido Eduardo.

-Tienes razón. ¡Desaprovechar así la felicidad! No me lo perdono a mí misma. ¿Qué duda puede hoy atormentarme? ¿Qué razón hay para que yo padezca? Soy feliz, completamente feliz. Eduardo, no veo una nube en el horizonte.

Eduardo suspiró, e hizo un ademán como de partirse.

-¡Te vas..., te vas... tan pronto!... Conozco mis exigencias. Las siento; pero ¡te amo tanto!...

Y la joven cayó de rodillas, anegada en llanto, a los pies de su amante. Ángela amaba con todo su corazón. Sentía en su alma esa pasión que parece como el amanecer de la vida. Cuando amamos y volvemos los ojos al tiempo que fue, nos parece imposible que hayamos podido vivir sin amar. Padecemos mucho en estas tormentosas pasiones, y preferimos el padecimiento al hielo de la indiferencia. Así, el amor llena, como la atmósfera, el espíritu, y sonríe como el sol en la inteligencia. Al través de sus rayos, el alma ve el mundo y adivina el cielo. Es el amor puro origen de grandes virtudes. La vida corre como una fuente murmuradora, límpida, que hace brotar flores y retrata en sus cristales el azul del cielo. ¿Cómo es posible enturbiar ni empañar el claro espejo donde se mira el ser que amamos? El alma enamorada se hermosea para recibir en su seno, como en un templo, el ser misterioso que ama, ese idolatrado ser en quien ponemos todas las perfecciones.

Hasta por egoísmo, el alma enamorada ama la virtud; tiene en sí la virtud fuerza santificante. No sólo hermosea el espíritu, sino también se transparenta en el cuerpo. Es como una luz que anima los ojos, que tiñe de eterna serenidad la frente. Y el alma enamorada ama la virtud como la vida. Después, el amor infinito imprime una tristeza inmensa en el alma. Parece imposible que sea dado encerrar tanto amor en la tierra, y el espíritu abre sus alas y vuela, surcando los espacios infinitos, al cielo. Desgraciados son, en verdad, los que no han amado nunca. Ellos no pueden comprender ni sentir la dulce poesía del dolor. Ellos no han nacido para ser felices. Lágrimas ardientes, suspiros ahogados, horas de tristeza, infinitas dudas, temores, todo cuanto de triste y lastimoso da de sí el amor, todo es santo y todo es bueno; porque el sentimiento, como la idea, nos testifican que vivimos. ¿Puede haber nada más doloroso que vivir en la insensibilidad? ¡Oh! Es el más grande y más temible de todos los castigos.