La hermana de la Caridad/Capítulo LIII

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Capítulo LIII

Era el anochecer. El mar Mediterráneo rugía, como nunca, embravecido. Las olas, alteradas por el viento, se encrespaban y rugían, abriendo profundos abismos, pavorosos, tristes. El cielo cargado de nubes, aquel cielo tan hermoso, sólo inspiraba triste desconsuelo. Los marineros de un navío que se encontraba surto en el puerto de Nápoles se apercibían, sin embargo, á darse á la vela. En la orilla se ofrecía un espectáculo aún más triste. Una gran muchedumbre de gente, á juzgar por sus trajes pobre y desvalida, gritaba, llenaba con tristes lamentos el aire. En medio de aquella muchedumbre se veían varias Hermanas de la Caridad llorosas y tristes, y en el centro del semicírculo que estas Hermanas de la Caridad formaban, se veía á Angela, teniendo en sus brazos, medio desmayada, á una mujer vestida de negro, que era Margarita. Ésta había transformado completamente su vida, y hasta su naturaleza. A su antigua pasión había sucedido la calma; á sus vicios, la virtud. Su soberbia se había convertido en humildad, sus dudas en fe; sus celos y recelos por Angela, en una confianza completa. El bálsamo de compasión y caridad que Angela derramara en su corazón curó todas sus heridas, restañó su sangre.

Margarita, confiando en Dios, se entregó á una vida de privaciones, si triste, serena y tranquila. Recordó antiguas habilidades femeniles, ya casi olvidadas, y este recuerdo le valió para ganarse, aunque miserablemente, el sustento. Y en la práctica de la virtud y en el trabajo pasaba aquélla su pobre vida, antes entregada al vicio. Angela amaba en Margarita lo que el artista ama en su obra. Ella había sacado aquella alma obscurecida del seno de las tinieblas, y la había remontado al cielo. Ella había vertido el aroma de la virtud allí donde sólo existiera antes la ponzoña del vicio. Ella, en fin, había transfigurado con el rayo de luz de su conciencia el espíritu entristecido y obscuro de aquella infeliz mujer. Margarita sentía la partida de Angela como si se ocultara la única luz de su vida. Temía zozobrar abandonada á su corazón. Angela no la ocultaba que á su ardiente caridad unía el deseo de encontrar á Eduardo en los arenales de Africa, y de recordarle sus deberes domésticos.

-El cielo -decía Angela- me inspira este pensamiento; yo debo hacer tu felicidad. Sin embargo, Margarita lloraba, como lloraban todos cuantos rodeaban á aquel ángel de bendición. Lloraban por su próxima partida; lloraban por el aspecto que ofrecía el mar el día de esta partida. Todo era zozobra, todo espanto, todo terror. Los mugidos del viento, las embravecidas olas, el rugido de los elementos, parecían rechazar el sacrificio de Angela; parecían querer arrojarla lejos de su seno, para que no cumpliera este gran deseo de su corazón. Mas no arredraba nada á Angela. Tenía una idea tan grande, tan sublime, de la voluntad humana, que estaba convencida de que no puede ser ni obscurecida ni domada por la furia de los elementos. Aquel mar rugiendo, aquel cielo obscurecido, no la detenían, no la impresionaban. Sobre las ráfagas de aquella tempestad veía levantarse á Dios en toda su grandeza: Dios protegiendo á sus criaturas. Y bajo su amparo se entregaba á los furores del mar, como á los brazos de un amigo. Grande era el furor del mar; pero no era menos el eco de, los lamentos de tanta gente congregada para despedir á la pobre Angela.

Mas en esto se oyó una voz que dominaba todas las voces, un gemido que ahogaba todos los gemidos. Era la voz, era el gemido agudísimo de la madre de Angela. Esta pobre mujer, desolada, loca de dolor, de rodillas á los pies de su hija, quería detenerla para que no partiese en tan funesto día. Angela no podía contener su dolor, sus acerbas lágrimas, que le velaban los ojos. El corazón, herido, quería salirse del pecho. Sin embargo, dando un adiós profundamente dolorido, abrió los brazos, se dejó caer en la barquilla que le aguardaba y se entregó á la furia de los elementos.

Un clamor universal contestó á este arrojo de la heroica joven. Todos los labios prorrumpieron en oraciones, en gemidos. Angela llegó al navío que la aguardaba, tendió los brazos á la tierra querida, donde dejaba pedazos de su corazón, reflejos de su alma, y se perdió después en las brumas del horizonte. ¡Dios la bendiga! Va en pos de los desgraciados; va á derramar la fe en almas doloridas, oloroso bálsamo en cancerosas llagas morales, el bien y la salud en los pobres y en los enfermos. ¡Dios la protegerá!

El buque en que iba Angela se dió á toda vela al mar. Al principio, el viento que reinaba lo arrojó, con ímpetu y fuerza en su carrera; pero de tal suerte, que bien pronto se borró á, la vista de todos; la tierra se perdió entre las brumas del horizonte. El combatido leño prosiguió audaz su camino, desafiando el furor de los elementos, el embravecimiento de las ondas, el empuje del huracán. Al capitán habíale parecido una temeridad indisculpable lanzarse al mar, pero estimaba en más la honra que la vida; y por la honra, por su palabra, solemnemente empeñada, se había ido á luchar con las fuerzas ciegas de la Naturaleza. Nada más triste que luchar con un ser sin libertad, con un elemento que no conoce las consecuencias que pueden traer sus fuerzas. La lucha con el hombre es horrible, sangrienta, pavorosa; pero, al fin, un gemido del débil, una súplica, una lágrima, pueden mover á, lastima y caridad al corazón humano, que aun en sus más terribles raptos de odio siente y conoce, y puede arrepentirse; pero la lucha con un elemento implacable, que responde á un gemido con nuevos combates, á una lágrima con una ola, á un ruego con su silencio y la continuación incesante de su furia terrible y pavorosa; la lucha con un elemento furioso y ciego, es negra como la desesperación.

El capitán quería volverse á Nápoles cuando vió la temeridad cometida y la furia del mar; pero el empuje de los vientos había arrastrado muy lejos su barco, y no había ni posibilidad de volver, ni esperanza de encontrar un puerto. Acercarse á las riberas era terrible y difícil: terrible, porque aquellas ráfagas de viento podían estrellar el buque contra los peñascos, ó encallarlo en la arena; difícil, porque el viento en una sola dirección empujaba al buque, y ni los más grandes prácticos podían calcular en qué punto se podría hallar un buen seguro.

Aquella noche se pasó entre angustias. La esperanza del nuevo día se anidaba en todos los corazones. La esperanza es, en la vida moral como en la Naturaleza, el opaco reflejo del sol, que atraviesa y hiende las negras nubes. Pero el siguiente día vino, y más que día, asemejábase á la prolongación de la noche. El cielo, de color de pizarra, parecía la piedra inmensa de un gran sepulcro, que pesaba sobre la frente; el mar, alterado, embravecido, rabioso; las olas abriendo abismos y encrespándose en montañas; el viento desatando sus ráfagas en confusión horrible, y moviendo unas contra otras las ondas; restos de un naufragio flotando sobre las obscuras aguas, que parecían un líquido bituminoso; la blanca gaviota huyendo medrosa, y dando, al volar, espantosos graznidos, que parecían lamentos de moribundos recogidos por el aire; los marineros sin esperanza, los viajeros sin consuelo, la muerte dibujándose como un espectro en las aguas y en los vientos, pronta á lanzarse sobre su presa, á manera de los voraces tiburones que rodeaban el combatido barco; todo, sí, todo, en una palabra, era espantoso, tremendo, horrible. Parecía que Dios iba á, bajar á juzgar á sus criaturas, y que al tocar con el borde de su manto los mares y la tierra, los había desconcertado, precipitándolos en su total descomposición y ruina. Parecía que se habían apagado el sol y las estrellas, y que sólo sus pavesas alumbraban el mundo. Parecía que el mar, saliéndose de su centro, se despeñaba en la inmensidad de la tierra, como la catarata de caudaloso río. Parecía, en fin, que para todos los que en aquel barco iban se abrían de par en par las puertas de la eternidad.

El mismo horror que como negra sombra se extendía por los mares, se extendía también sobre el lívido rostro de los infelices destinados al largo suplicio de sufrir aquella tremenda tempestad. Unos temblaban de pavor, de miedo, delante de la muerte, y rechinaban de rabia los dientes, como disputándose á brazo partido su presa, á la eternidad. Otros lanzaban lamentos, súplicas á los aires, como si creyeran que el mar iba á oir sus quejas. Algunos, que acaso no habían orado nunca, de rodillas, con las manos plegadas y los ojos arrasados de lágrimas, pedían misericordia. Todos estaban igualmente doloridos e igualmente temerosos. Las madres cogían á sus hijos y se rodeaban de todos ellos para morir abrazados, de un solo golpe, y lograr ir todos juntos a la eternidad. Algún corazón amante se acordaba en aquel tremendo trance de su amor, y se indignaba contra la muerte, porque iba á robarle, tan sin razón, el logro de su deseo. Iba una joven desposada, que el ansia de ver á su esposo la había decidido á lanzarse al mar; una mujer que iba á encontrar á su marido, que había llorado muerto; unos pobres jóvenes que se amaban tiernamente, y parecían mas tranquilos que los demás porque el naufragio los había sorprendido juntos, y esperaban darse un beso de amor, aunque fuera bajo el sudario de las frías ondas; una madre, con un pequeñuelo al pecho y tres niñas á su alrededor, lanzaba miradas horribles al mar y á los vientos, como el águila que ve que le van á robar sus polluelos, y todo en el navío era consternación infinita, lamentos, dolores; lucha terrible del hombre con la Naturaleza, de la vida con la muerte; lucha, en que sólo se ven los encantos de la existencia y el negro terror de la negra muerte; lucha indescriptible, más atroz que la misma tempestad.

En medio de una universal desolación, sólo una persona se mostraba serena y resignada: Angela. El embate de las olas, como el embate de las pasiones, se estrellaba á sus pies. El temor á la muerte no se dibujaba en su rostro. De rodillas sobre cubierta, con los ojos puestos en el cielo y el pensamiento en Dios, veía serena acercarse el instante fatal de la muerte. Para ella, la muerte no era más que una transformación gloriosa de la vida. No se forjaba ilusiones, ni trataba de ocultar el mal á sus ojos. Convencida de que iba á caer la negra noche del sepulcro sobre su frente, doblaba resignada la cabeza. Volvía los ojos al mundo, á su vida asada, y encontraba que había hecho todo el bien posible, y, por consiguiente, se preparaba á sumergirse en el mar con la misma tranquilidad que el niño en el sueño.

La muerte puede ser terrible para el que no ha cumplido su destino en la tierra; para el que ha mirado con indiferencia la suerte, de sus hermanos; para el que no ha hecho bien, alguno, y encerrado en su duro egoísmo ha visto pasar, como fantasmas de una linterna mágica, los dolores humanos, sin consagrarles ni lágrimas ni consuelos.

Pero el que ha vivido, con la vida de todos, el que ha repartido su corazón y su inteligencia entre las gentes, el que nada, se ha reservado para sí, contribuyendo con su vida á la vida de todos, al morir sabe muy bien que los tesoros de su vida que ha derramado en la tierra no se evaporarán, sino que de la misma suerte que el resplandor del sol desde el frío ocaso tiñe los horizontes con sus resplandores, y dora con sus rayos la luna y las estrellas, esa vida prodigiosa, repartida en obras de caridad, en la predicación de grandes ideas, en el culto á las artes, dorará con sus rayos y vivificará con su esencia muchas generaciones, tal vez más numerosas que las estrellas del cielo.

La muerte no debe ofrecerse á nuestros ojos, ni como un amigo que acaba con toda nuestra existencia, ni como terrible enigma que devora nuestra vida. Ambas concepciones son falsas. El deseo de la muerte no puede existir en el corazón que se goza en vivir; pero el amor á la vida no debe llevarnos hasta desear la inmortalidad y la perpetuidad de nuestro sér en la tierra. Debemos mirar la muerte como una solución necesaria en el gran problema, de la vida, como un término forzoso del tiempo, como un tránsito necesario á otra vida, como un punto entre el tiempo y la eternidad, que separa dos mundos, y que á un tiempo vierte su luz en esta nuestra existencia y en las sombras espesas del sepulcro; porque al fin la muerte es tan natural como el mismo nacimiento.

Angela en estas circunstancias supremas, como en todas las de su vida, se olvidó de sí para acordarse de los seres que le rodeaban. A todos se dirigía y á todos hablaba. Su imaginación, sin curarse del estrépito de los elementos ni de los abismos que se abrían á sus plantas, pintaba con arrebolados colores la muerte. En aquellos instantes, el ruido de los elementos era como una gran sinfonía que acompañaba la voz de Angela, dulce, y consoladora como un cántico. «¡Morir! ¿Qué quiere decir morir? No moriremos, no, decía. Puede romperse en mil pedazos este barco, sepultarnos el oleaje que se embravece, devorar nuestro cuerpo esos monstruos que nos cercan; pero ni el mar con su inmenso furor, ni las tempestades, ni los terribles huracanes, pueden darnos la muerte.

»En este instante en que parece que se acerca el término de la vida, acordémonos de que la vida es inmortal; en este instante en que el dolor de la muerte se acerca, acordémonos de que ese dolor es transitorio; en este instante en que todo está sumergido en tinieblas, recordemos que Dios brilla, como el eterno sol del mundo moral, sobre las ráfagas de las tempestades. ¡Venga, venga la muerte! ¿Qué importa? Hemos hecho cuanto hemos podido por el hombre. Unos, con el trabajo y la industria os habéis perpetuado en la Naturaleza; otros, con el amor y la familia vivís presentes siempre entre los hombres; otros, por las grandes obras de caridad os perpetuáis en el bien que habéis hecho; todos, con la esperanza, podemos tocar el, cielo. No, desconfiemos, no desconfiemos. La muerte asusta más cuanto menos la miramos. Acostumbrados desde niños á ahuyentarla de nosotros como un fantasma, nos coge siempre de improviso. Debíamos, para ser perfectos y dignos, acordarnos que esta tempestad que ahora se desencadena la llevamos siempre en nosotros; que esta pálida muerte que ahora se dibuja ante nuestros ojos es como la dulce, aromosa esencia del cáliz de la vida.

»Preparémonos. La muerte es tan natural como la vida. Y todo lo que es natural no daña. En verdad, de esta muerte violenta podemos levantarnos al cielo. El insecto rompe el capullo el ave rompe el huevo, y sólo, así pueden tomar alas y, volar, y bañarse en el éter de la vida. Nosotros también somos esclavos; también nosotros estamos encerrados en una cárcel. Se acerca la hora de la libertad, el instante sublime de la emancipación. La cárcel se arruina, la cadena se quiebra, el prisionero alcanza la santa libertad. ¿No habéis querido alguna vez lanzaros en ese, inmenso, cielo? ¿No habéis, pensado en bañaros en la mustia luz de la luna, de los astros? ¿No habéis, en esos instantes de tristeza y de recogimiento del alma en sí misma, no habéis visto, al través de la Naturaleza, el resplandor de la esencia de Dios, el reflejo de la verdad divina? Y ¿no deseáis ver á Dios? Pues bien: la muerte tan temida, la muerte tan triste, la muerte tan terrible, puede verter en nuestra cabeza, como un bautismo, el consolador rocío de la eterna vida.»

Estas palabras de Angela calmaron el terrible anhelo de muchos infelices. Levantar el alma á Dios en el trance de una próxima muerte, es lo mismo que levantarla á la esperanza y borrar en ella la sombra del miedo. Todos los náufragos seguían el pensamiento de aquella mujer inspirada, que se cernía sobre la tempestad como la alondra en el cielo puro y sin nubes. Mas la tempestad no calmaba. El ruido de los vientos y el coraje de las olas eran cada vez mayores. Los esfuerzos de los marineros, las sabias disposiciones del capitán, la tremenda lucha que sostenía el timonero, iban tornándose inútiles. La desesperación, con todo su horror, comenzaba á pintarse en los rostros de los marineros, y sordas imprecaciones, como un eco maldito, acompañaban el gran estrépito de la Naturaleza.

En los viajeros, la palabra de esa palabra dulce, tierna, inspirada, había impreso un sello tal de grandeza, que la mayor parte miraban con resignación las asechanzas de la próxima muerte. Mas la tempestad crecía y crecía, y se perdía el rumbo y se agotaban las fuerzas, y grandes remolinos jugaban con el débil leño como con una leve paja. El cielo era de acero á los lamentos y á las súplicas de tantos infelices. La tempestad había envuelto en un sudario de sombras todo el mar, toda la tierra. La noche que vino encima de aquella noche, noche fría y terrible, aumentó sus angustias, sus dolores; ni un astro amigo se veía para consuelo entre las brumas del horizonte. El buque, perdió los palos, el timón fué inútil, los esfuerzos de los marineros impotentes, todos los recursos del arte ineficaces; no hubo más remedio que dejar abandonado el barco á merced de las olas y de los vientos. ¡Triste hora, espantoso instante! El capitán se cruzó de brazos, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como quien ya ha agotado todo sufrimiento y aguarda tranquilamente, la muerte; los marineros se tendieron sobre cubierta agotadas sus fuerzas, perdidas sus esperanzas; el buque, sin palos, sin arboladura, sin timón, sin velas, parecía una inmensa mortaja que flotaba sobre las aguas; sordos lamentos, quejidos ahogados, llantos, imprecaciones, súplicas, plegarias religiosas, nombres invocados en el extremo de la agonía; todo, todo cuanto pasaba en la naturaleza y en el espíritu de las gentes que luchaban con la Naturaleza, todo era triste, sombrío, espantoso, negro, como uno de los círculos del infierno del Dante.

La calma que la palabra de Angela derramara en aquellos turbados espíritus se perdió por completo cuando vieron los infelices la victoria del mar sobre las fuerzas del hombre. Mientras el hombre lucha, la esperanza anida en su alma; pero cuando se agotan sus fuerzas, cuando cae rendido, cuando le falta espacio para mover su actividad, cuando se gastan todos los resortes de su genio, entonces el desconsuelo llega á su colmo. Cuando los pasajeros vieron que el marinero no luchaba, que, rendido y sin fuerzas, se entregaba á la muerte, comenzaron á lamentarse, á llorar, á herir el cielo con sus quejas. Todo fué confusión, todo fué espanto. Los padres llamaban á sus hijos, los hermanos á sus hermanos, los amigos á sus amigos, para morir todos reunidos, todos abrazados, como si tuvieran un solo cuerpo, una sola alma. El recuerdo de las personas queridas que dejaban en el mundo, la despedida de esta existencia que nos es tan cara, la lucha de la vida con la muerte; todo, sí, todo era triste, era aflictivo, era lastimoso. Los ojos de muchos de aquellos infelices se hablan cansado de llorar; secos, relucían con el fuego de la desesperación; desfallecidas las fuerzas, algunos pechos lanzaban ronquidos sordos, como el estertor de la agonía.

En estos instantes supremos, el capitán llegó á concebir alguna esperanza. El viento le traía el eco de voces humanas al oído, gritos confusos, que no podían distinguirse en el gran estruendo de la Naturaleza. Bien pronto se apagó aquella mustia esperanza, y tornóse en desesperación más honda y más terrible. Los gritos eran lamentos; las voces humanas, voces de agonía; el socorro, un naufragio: otro barco había sido devorado por la furia del mar, y muchos infelices perecían entre las olas. Cuando echaron de ver esto los infelices compañeros de Angela, se prepararon para morir.

Unos pedían con grandes gritos: «Confesión, confesión.» Otros oraban sobrecubierta, entregando á los elementos el nombre de Dios para aplacar los elementos. Muchos se retorcían en la desesperación, secos los ojos, cubiertos de hirviente espuma los labios. Angela, de pie sobre cubierta, acariciando á las Hermanas de la Caridad que la acompañaban, serena, silenciosa, triste, parecía, en medio de aquella universal desesperación, Un sér superior, en cuya frente centelleaba la virtud, aguardando serena el instante supremo en que la terrible ola vendría á devorarla y sumergirla en el océano de la eternidad.

La tempestad fué creciendo desoladamente. Ya no había ninguna esperanza. Sólo les restaba la protección del cielo, el auxilio de Dios. El buque hacía agua, como dicen los marineros, por todas partes. Contra el furioso elemento no había fuerzas posibles, no había luchas. El postrer fuego de la vida, la esperanza, se habla apagado en este último terrible trance. Todos sufrían ya una muerte anticipada y los tormentos de una eternidad. Los pobres náufragos se disputaban á la muerte con terror, pero con una fuerza indescriptible. Poco á, poco veían que el buque se llenaba de agua. Ya no les era posible estar en los camarotes. Salieron todos á cubierta. Aquellas tablas eran su único asidero á, la vida, su única esperanza en el mundo; tablas frágiles, que se sumergían en el profundo océano. Ya el delirio de los infelices náufragos rayaba en extremo. Casi todos se olvidaron del mundo para acordarse de Dios. Muchos de ellos, sinceramente católicos, se confesaban mutuamente sus faltas y pedían á Dios perdón de ellas con lastimero acento. Otros, que no creían en el catolicismo, se cruzaban de brazos, y esperaban con la fría impasibilidad de los estoicos la muerte. La confusión, los gritos, el delirio, se calmaron; ni siquiera se oía ni un quejido, ni un lamento, ni un ¡ay!; todo, todo estaba en calma dentro de aquel barco de tristísimos espectros.

Tal estado de calma, de tristeza, de fría impasibilidad, de silencio, se asemejaba á los instantes pavorosos y terribles que preceden á la última agonía, al postrer suspiro. La respiración de tantos pechos agitados por un mismo y continuo dolor, era como el estertor terrible del moribundo.

En aquella hora suprema sólo le asaltó un pensamiento á Angela. Toda una reconvención le hacía su conciencia. «¿Por qué vas, infeliz, al Africa, decía, por qué? ¿Vas por amor á la humanidad tan sólo?» Al dirigirse á sí misma esta pregunta, la joven palideció, y un remordimiento terrible se dibujó como un espectro en su conciencia. «¡Oh! se decía Angela á si misma: ¡oh! yo no voy á esta expedición terrible sólo por amor á los desgraciados. Necesito no ocultarme mis flaquezas, no ocultarlas á Dios, que me ve; á, Dios, que lee en el silencio de mi conciencia y cuenta los latidos de mi corazón. La verdad es, la verdad que yo no puedo ni debo ocultarme, es que yo sabía que Eduardo está en Africa, que sabía que allí buscaba la muerte, que sabía que acaso fuera necesaria á su vida, tal vez á, su felicidad, mi presencia, mi aparición á, su lado, y que esto, y solamente esto, me ha hecho abandonar mi hospital, mis Hermanas, mis enfermos, mi madre, mis amigas, para desafiar las borrascas del mar, las inclemencias del desierto. Mas ¿por qué he de amar yo tanto? ¿Por qué he de sentir siempre aquí, en el fondo de mi corazón, estos continuos lamentos, que me dicen que mi corazón no puede vivir sin amar? Amor, sí, amor delirante, amor eterno, fuego de mi vida, alma de mi alma, aliento de mi pecho; cuanto más te combato, más creces; cuanto más quiero ahogarte en el frío claustro, en la soledad, más poderoso te levantas; cuanto más fuertemente intento aprisionarte, más fuertemente me aprisionas, me vences, me dominas; porque al fin tuya soy, amor; tuya con toda mi alma; aunque desde que te sentí, sólo me has pagado este culto infinito con amarguísimos dolores, que aun hoy corroen mi corazón.

»Y soy infame, y soy perjura, y soy malvada, decía. Sí, mi corazón debía acallar estos sentimientos, debía encerrar dentro del pecho estas tristes aspiraciones. La pureza del cuerpo no importa cuando no está pura la voluntad, pura el alma. ¿Qué vale que mi frágil cuerpo brille con la transparencia del cristal, si la hermosa y suave luz de mi alma está moribunda bajo el peso de estos profanos pensamientos, que extinguen toda su hermosa y divina esencia? ¿Será cierto, ¡ay! será cierto que hayamos nacido sólo para amar? En este instante, cuando todos tiemblan y gimen, cuando todos se desesperan delante de la muerte, cuando todos se inclinan al abismo de la eternidad para sondearlo, yo, aquí, al mirar ese cielo despiadado, este mar turbadísimo, al oir el estrépito de las olas, al sentirme ya próxima á la muerte, y fría como un cadáver, solo me acuerdo ¡infeliz! de este amor, más presente siempre en mi memoria que mi propio espíritu, única idea de mi pensamiento, único latido de mi corazón. Este amor, que habla eternamente, que no se da punto de reposo, que no muere por más que intente ahogarle; este amor, ¿será mi corona de martirio ó mi cadena de condenación; el fuego del cielo que vivifica y exalta el espíritu, ó el fuego del infierno que consume mi carne y tuesta mis huesos?»

Estos pensamientos, por esas relaciones misteriosísimas que hay entre la naturaleza y el espíritu; estos pensamientos, que agitaban el alma de Angela, parecían recrudecer y exaltar la furia de los elementos. Por fin, un torbellino inmenso, inexplicable, desatándose furiosamente, recogió entre sus giros la nave como una arista, la arrastró largo tiempo, hasta que por fin la encalló en las arenas de la próxima ribera. Los pasajeros creían que era aquella la hora de su muerte, la señal de su perdición. Mas el capitán, viendo que la nave no se movía á pesar de la furia del viento y del gran oleaje, exclamó: «¡Nos hemos salvado; perdida la nave, pero ganada la vida!» Esta voz del capitán fué acogida con un grito inmenso de júbilo, con un llanto universal.

«Mas si queremos salvarnos, decía el capitán, es necesario abandonar el buque, saltar á la orilla; vengan, vengan botes.» Oir esto y querer todos saltar á tierra, fue lo mismo. Los más audaces se apoderaron del bote y se arrojaron en él. Mas eran tantos los que anhelaban acompañarlos, que el bote no podía resistir tanta gente, y se sumergía bajo la inmensa pesadumbre. El deseo inmoderado de vivir los había perdido. Las olas que á la orilla llegaban mas amansadas, se apoderaron de la pequeña embarcación, y la arrastraron consigo á alta mar. Muchos de los marineros, que vieron aquella terrible escena, se lanzaron al mar para detener la barca; pero fué imposible, y perecieron ahogados por su arrojo. Los desgraciados que se entregaron á las olas furiosas del mar, se perdieron. La pequeña llave no pudo resistir al mar y al peso de la muchedumbre que llevaba, y se sumergió en lo profundo. Los gritos, los lamentos, la desesperación de aquellos seres que morían cuando el cielo les había mostrado un rayo de su luz y les había infundido un aliento de esperanza; los gritos, la desesperación de los que habían permanecido en la encallada nave, y veían desaparecer entre las ondas prendas queridas del corazón sin poder salvarlas, ni aun socorrerlas; la inclemencia del cielo, que crecía, y el furor del encrespado mar, todo era horrible. La desesperación de algunos llegaba á tal punto, que se disponían para arrojarse al mar, y encontrar en sus amargas ondas muerte más dulce que sus dolores.

Angela, en esta ocasión, en este amargo trance, como en todos los trances de su vida, mostró los inagotables tesoros de su inagotable caridad. Sosteniendo á los débiles, predicando á los descreídos, fortaleciendo á los indecisos, multiplicándose para socorrer á los enfermos, para apartar del borde del suicidio á los desesperados, más que mujer parecía el ángel de la caridad y del amor. ¡A cuántos de aquellos infelices apartó de la muerte! ¡A cuántos descreídos inspiró la idea de Dios y el sentimiento religioso!¡A cuántos enfermos volvió la salud! ¡Oh! La caridad no conocía límites; cerraba las heridas del cuerpo, y cerraba también las heridas del alma. Aquella mujer era como el ideal de la virtud en la tierra.

Por fin pudieron, los que habían quedado de este naufragio, saltar en tierra. Angela y las Hermanas de la Caridad, algunos pasajeros débiles y enfermizos, se salvaron. Todos los que, llevados de un amor exaltadísimo á la vida, quisieron á toda costa conservarla, se ahogaron de una manera terrible cuando ya tocaban con sus manos la tierra, cuando habían visto lucir la dulce consoladora esperanza.

Cuando saltaron en tierra supieron que apenas se habían alejado de Nápoles y que habían encallado en las costas de Sicilia. Después de tres días de este horrible temporal, que tuvo incomunicada la isla con el continente, Angela tornóse á Nápoles.