La hermana de la Caridad/Capítulo XII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XII

Una grande, una inmensa e indefinible desgracia vino a colmar el dolor de Ángela. Murió su padre. La edad, más bien que el dolor, cortó el hilo de los días del anciano. ¡Terrible desgracia que vino a oprimir con amarga opresión a la desgraciada Ángela! Sus lágrimas, que parecían manar de fuentes inagotables, se secaron. El dolor tomó esa tristísima aridez que lo hace más horrible, más desastroso, más triste aún de lo que es por naturaleza.

La pobre madre de Ángela se moría de pena en aquel campo donde estaban las cenizas de su esposo, en aquella vivienda testigo de sus desgracias. Ángela no quería, sin embargo, abandonar aquel pueblo. Era el cuadro de su antigua dicha, el espacio donde lució un día su felicidad. En aquel recinto le era más grata la vida. Muchas veces había pensado que acaso la Naturaleza le destinara morir, y había deseado ser enterrada bajo el sauce que oyó su primer juramento de amor. Pero ¿le era dable el estar allí? No. El destino la empujaba a Nápoles. Su pobre madre no podía ya trabajar. Su padre había muerto. Era necesario, indispensable, que fuese ella el sostén de la autora de sus días. Cuando estuvo en Nápoles, su voz y su canto se llevaban tras sí todas las gentes. Las puertas de todos los teatros de Nápoles se hubieran abierto para ella. Ángela se acordó de esto.

Su corazón temblaba. Consideraba una gran desgracia aquella necesidad de dar en un teatro su voz al viento; pero se decidió a ello por la más santa de las causas, por el más noble de los propósitos: por el bien de su madre. Así, un día, cuando la vio más apurada y entristecida, dobló ante ella la rodilla, y acariciándola con indefinible ternura, la dijo:

-¿Qué tenéis, madre mía?

-El dolor de males presentes, y el triste presentimiento de mayores males.

-¡Oh, madre mía!

-Lo que más siento es tu miseria.

-De poco os apuráis.

-Es muy triste ver venir el día sin tener un pedazo de pan que llevar a la boca.

-Eso no puede sucedernos.

-Acaso, hija mía, nos suceda mañana.

-Mañana salimos para Nápoles.

-¿Y en Nápoles?

-Se mejorará nuestra suerte; nadaréis, madre mía, en la abundancia. Yo pienso entrar en un teatro.

-¡Oh! No, no, Ángela: ¡antes la muerte!

-¡Madre!

-¡Hay tantos abismos en esa vida!...

-No para vuestra hija, que por desgracia conoce ya esa misma sociedad en que apenas ha vivido.

-Pero, hija mía, para ti es un inmenso sacrificio.

-Y ¿qué no debo yo hacer por mi madre? Sí, sí, nos iremos.

Ángela cautivaba el corazón de su madre; así es que no se atrevía a replicar a su demanda.

A los pocos días abandonaba Ángela su pequeña aldea. La tarde anterior recorrió uno por uno todos los sitios donde había pasado alguna hora de felicidad, algún instante de dulce y puro amor. Le parecía aquella una segunda separación de Eduardo; le parecía que iba a dejarse en aquellos sitios el alma: tan grande era su dolor.

Jenaro acompañó a Ángela de nuevo en su regreso a Nápoles. El día era hermosísimo. El cielo resplandecía iluminado por los ardorosos rayos del sol. El mar se rizaba muelle y blandamente bajo el soplo vivificador de las dulces y suaves brisas. Todo era allí hermoso. Sentada Ángela, miraba las riberas que huían, y a sus pies, tendido Jenaro, miraba embebecido a Ángela. Ni una esperanza nacía en el corazón de aquellos jóvenes; ni una ilusión surcaba ya por sus almas. Los dos padecían; los dos lloraban sumidos en la desesperación. Por fin llegaron a Nápoles. Ángela, al despedirse de Jenaro, sintió un dolor vivísimo, hijo de la profunda compasión que le inspiraba su irremediable desgracia. Jenaro se volvió a su solitaria aldea. Ángela y su madre se perdieron en los laberintos inmensos que forman las calles de Nápoles.