La hermana de la Caridad/Capítulo XIV

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Capítulo XIV

Por fin llegó el día en que daba Ángela principio a su carrera artística. Y ¡cosa singular! a los pocos días se celebraba el casamiento de Eduardo con Margarita. Ésta había puesto en juego todos los medios de que se puede valer el femenil ingenio para inclinar primero y arrastrar después a tal determinación a su amado Eduardo, que en sus lloras de hastío apenas se acordaba de Margarita, y en sus horas de exaltación obedecía a cuanto Margarita mandaba, pues la primer consecuencia del vicio es arrebatar la libertad al espíritu; la libertad, ese soplo divino, que sólo a la virtud le es dado conservar en toda su prístina pureza. Así, Eduardo, que comenzó por resistir, concluyó por ceder: a tal punto había llegado, que bien podía decirse que el sentido moral estaba muerto en su conciencia. En la alta sociedad de Nápoles no se hablaba de otra cosa, y el objeto de todas las burlas y hablillas era la longanimidad y decisión de Eduardo.

Lo singular del caso está en que el amor de Margarita y Eduardo había llegado al período del cansancio y del hastío. El joven había logrado de Margarita cuantos favores podía imaginar el deseo. Pero ésta, que conocía cuán fácil le hubiera sido en los tiempos en que Eduardo estaba a sus plantas alcanzar el matrimonio, no se le ocurrió esta idea sino cuando, calmada por el triunfo aquella primera excitación, podía conseguir el logro de este deseo con sus arterías, y por lo mismo con más gloria para su voluntad, nunca indecisa cuando se trataba de grandes y trascendentales empeños. La vida es una gran batalla, y el mundo un campamento.

Pero volvamos los ojos al gran teatro de Nápoles. Pocas veces se habría visto un espectáculo más grande y más magnífico. Iluminado esplendorosamente, rebosando en gente, adornado por infinidad de hermosuras, en cuyos semblantes se pintaba el anhelo, la curiosidad; cargado de dulces armonías y de embriagadores aromas el aire, el teatro representaba admirablemente la grandeza del acontecimiento artístico que había anunciado la pública fama.

Se ponía en escena la Lucía, esa divina ópera de Donizetti, que ha unido el profundo espíritu del Norte con el brillante espíritu del Mediodía; ese canto de amor que sumerge en sublime tristeza nuestras almas; ese quejido de un corazón desgarrado por el dolor, que vuela con el pensamiento y el deseo al cielo; notas dulcísimas, que parecen lágrimas caídas en el lago de la vida; suspiros de esperanza y dolor, que se difunden por los aires y ascienden a Dios, como la pasión que los inspira, y que no cabe en los estrechos límites de la creación. Cuando oímos esa música divina, y su plañidera tristeza se apodera del corazón, y sus armonías borran toda otra idea de la mente, y nos perdemos en el pensamiento que exhalan todos aquellos cánticos, parécenos oír el lloro de un ángel que, desterrado del cielo, siente la nostalgia, el deseo de volver a su patria. Nunca se comprende mejor que el artista es un ángel desterrado, como cuando se oyen esos sublimes cánticos.

Mas, a pesar de la hermosura de los cánticos, el público asistió frío, indiferente, al primer cuadro de la ópera. Todos esperaban el momento feliz de ver a Lucía; todos anhelaban por oír el primer acento de su voz. Así es que al llegar este instante supremo, se redobló la atención; no se oía respirar siquiera, y el anhelo llegaba a su colmo.

En efecto: comenzaron los hermosos preludios de arpa, que abren y preparan aquel divino cántico de amor. En este instante entraron en el único palco que estaba vacío, Margarita y Eduardo. Al mismo tiempo salía por el bastidor de enfrente la pobre Ángela. El primer rostro que vio en el teatro, fue el rostro de Eduardo. En tan supremo trance, creyó perder la vida; huyó de sus ojos la luz, de su cabeza el sentido, y hubiera dado con su cuerpo en las tablas si no hubiera tenido un apoyo en el mismo bastidor, y si aquel vahído no hubiera cruzado con la celeridad del relámpago.

El público notó la palidez de su rostro, su emoción, el temblor que la agitaba y conmovía; pero atribuyó instintivamente la solemnidad del momento aquellas angustias, y un aplauso unánime, entusiasta, salió de todos los ámbitos del salón, como si la electricidad de un mismo pensamiento se hubiera derramado en los aires. Aquella muestra de afecto, dada en tan supremo instante, alentó a Ángela; dos gruesas lágrimas desahogaron su corazón, y se adelantó al proscenio, dando con sin igual dulzura los primeros compases de su canto.

Eduardo, trémulo, agitado, fuera de sí, inundada de dolor su alma, atenaceado de remordimientos agudísimos el corazón, herido en lo más profundo y más íntimo de su ser por la aparición de aquel ángel que tantas flores había derramado en el camino de su vida, no oía nada, no sentía, fuera de la presencia de Ángela, nada; estaba como perdido en aquella mirada, en aquella voz, en aquellos cantares; como confundido en el alma de su primera amada, confusión semejante a la que sufre la gota de lluvia en el inmenso seno de los mares.

Margarita miraba con espanto, con horror, a Eduardo. Por vez primera leía en sus ojos que había en su corazón algo más que el amor pasajero y fugaz, algo más grande que el afecto liviano y débil que sentía por ella; mas al leer esta verdad, su amor al combate la hizo entrever una nueva victoria sobre la quebradiza voluntad de Eduardo.

Mientras esto acontecía en el alma de aquellos dos jóvenes que iban a ser esposos, Ángela comenzaba el aria. Su voz, un poco velada por el dolor, tenía un timbre mágico, una elocuencia poderosa, irresistible, una dulzura que penetraba en todos los corazones e involuntariamente les deshacía en grandes sentimientos, en placenteras y consoladoras lágrimas. ¡Oh! Esas dulces lágrimas que arranca el orador, el artista, el poeta, vienen a caer en nuestra alma, para darla nueva vida y purificar su fragante esencia. Ángela lloraba también. Las lágrimas con que rociaba sus divinas notas, eran el bautismo de su genio. Así, el público, primero conmovido, entusiasmado después, y por último arrebatado por aquella voz casi divina, la colmó de aplausos entusiastas. La joven Ángela, sin embargo, no cantaba para el público. Sus acentos, su voz, su entusiasmo, se dirigían a Eduardo. Así, nada podía darse más bello, nada más sentido que sus palabras de amor en el dúo del primer acto, cuando oía y prestaba aquel eterno juramento de amor. Parecía reconvenir a Eduardo, diciéndole: «Al pie de una fuente, en una hermosa tarde, cuando el crepúsculo teñía de dulces arreboles los cielos, cuando perdidas en la inmensidad asomaban algunas estrellas, cuando se oían morir en las playas los últimos cantos del marinero, y resonar en los montes los últimos ecos de la campana de la oración, te juré amor eterno, invariable, santo; amor que aún vive con toda su pureza en el seno de mi alma.» Este pensamiento se levantaba del fondo de aquellas armonías, cantadas con toda la inspiración del pensamiento. Aquella voz parecía salir del fondo mismo del alma, sin necesitar para nada de la intermisión de los sonidos materiales; aquellas palabras flotaban en los aires como si fueran, más que el cantar de una mujer, la voz inspirada de un genio. Así, nadie en el teatro se daba cuenta de lo que sentía; aplaudían todos a la conclusión de aquellos cantos, pero nadie los analizaba, nadie entendía el sentido oculto de aquella gran pasión que expresaban los ojos, la voz, la palabra de Ángela. Semejábase en aquel instante a un ser superior, venido de otro mundo más perfecto; ser cuya grandeza más se adivina que se comprende, más se alcanza por presentimiento que por reflexión.

Concluyó el primer acto. En el primer instante, el público se quedó como extático. Callaba como si quisiera recoger hasta los últimos ecos de aquella voz que acababa de oír. Después, el entusiasmo apeló necesariamente a sus medios de manifestación. Todo fue allí grande. El público no tenía más que una voz para aclamar a la joven artista. Todos deseaban volver a verla. Levantóse el telón: salió Ángela; no veía a nadie, a nadie más que a Eduardo. Éste, arrebatando el ramo que tenía en las manos Margarita, lo besó con efusión y lo arrojó a las plantas de Ángela. Entonces ésta dio un grito, y cayó desplomada y como herida de un rayo, sobre las tablas.

En aquel momento, cuantos había entre bastidores salieron a favorecerla. Su pobre anciana madre, que nunca la abandonaba, corrió en su auxilio anegada en llanto. Fue trasladada a su habitación. El entusiasmo del público fue tal, que, a pesar de haber sido el ramo de Eduardo el primero en llegar a sus plantas, de todas partes a un tiempo mismo volaban flores que cubrieron su cuerpo, pues hasta las que adornaban las cabezas de las bellas habían caído en el escenario.

Pocos momentos después se anunció que la inspirada artista estaba mejor y continuaría la función.

Margarita, mientras tanto, miraba con aire de triunfo a Eduardo, y en el transcurso del entreacto le decía:

-¿Qué sientes? ¡Estás pálido! ¿Te ha conmovido mucho esa música?

-¡Mucho, mucho! -contestó Eduardo.

-Ya he adivinado todos tus pensamientos.

-¡Es imposible!

-¿No sabes, Eduardo, que yo tengo un arte mágico para comprenderte?

-No lo dudo.

-Esa mujer es tu primer amor.

-¿Cómo lo sabes, Margarita?

Y Eduardo se quedó helado, como si fuera de piedra.

-Lo adiviné. Ya ves como tengo derecho a llamarme verdaderamente maga.

-No, no hablemos de eso. Ya ha pasado; ya ha muerto ese amor.

-No ha pasado, no ha muerto. Hoy vive más que nunca en tu corazón.

-Aprensiones de tus celos.

-No: profunda convicción del conocimiento que de tu carácter tengo.

-¿Y qué? -la preguntó balbuceando Eduardo.

-¡Y qué! ¿Me temes? ¡Pobre joven! Nada, nada. ¿Crees que eso embaraza en algo a mis proyectos? Nada.

-Eres muy buena, Margarita. Perdóname, perdóname; pero es verdad. Siento, siento ahora mucho.

-Ya se pasará. Tengo en ti mucha confianza; tanta, Eduardo, que yo he de valer poco, o mañana has de presenciar un caso extraordinario.

-¿Qué piensas?

-No quiero decírtelo.

Eduardo, que hablaba maquinalmente, se encogió de hombros.

-Dime, Eduardo: ¿tú no irías a ver a esa mujer?

-¡Oh! Nunca, nunca. Padecería yo mucho.

-Poco valor tienes.

-¿Cómo había de presentarme ante ella? ¡Imposible, imposible! Estoy aquí, y me quema el rayo de sus ojos y me anonada de vergüenza y de temor su inspirada palabra.

-Así sois los hombres. Vuestro valor es la más hermosa de las fábulas.

-¡Valor! Y ¿no lo he necesitado muy grande para no volver a verla? ¿No he atormentado mi corazón?

-¡Cómo te engañas a ti mismo, infeliz! ¡Cómo te engañas! Créelo, Eduardo: si hubieras sentido el más leve dolor, hubieras ido. ¡Buenos sois vosotros los jóvenes de esta sociedad corrompida para arrostrar grandes dolores! Te analizaré, si quieres, lo que has sentido. Primero un leve, levísimo dolor, pero compensado con un gran placer; después alguno que otro recuerdo triste, mas leve como el aura; más tarde un completo olvido.

-¿Nada más que eso he sentido?

-Sí, algo más, algo más. Cuando has leído alguna novela; cuando por casualidad has entrado en algún templo; cuando has oído alguna canción melancólica; cuando, solo, has paseado en alguna noche de estío a orillas del mar plateado por la luna, y han llevado a tu alma dulce melancolía los trinos del ruiseñor, o el ruido del manso oleaje, en esos instantes sublimes has invocado su memoria, y has visto pasar ante tus ojos su imagen.

-¡Es verdad, es verdad!

-Pero desengáñate, Eduardo. Esa mujer no tenía realidad alguna. Era lo que la musa para el poeta. No la buscabas tú. Se aparecía como un sueño. Si para buscarla te hubiera sido necesario dar un paso, hollar una espina, no la hubieras buscado. La acariciabas como se acaricia una ilusión. Era una pasión que formaba en ti, más que tu voluntad, la poesía del arte o de la Naturaleza.

-Y ¿cómo en un tiempo iba yo siempre a buscarla?

-También explico yo eso muy satisfactoriamente. Hay una edad en que la imaginación predomina en nuestro espíritu, la generosidad en nuestro corazón. En esa edad proscribes el cálculo y te dejas guiar por la inspiración. ¿Crees que no? Esa pasión no es hija tanto del sentimiento como de un éxtasis, de un arrobamiento pasajero, transitorio, fugaz. Esa pasión es la ilusión, la esperanza, el delirio, en una palabra, todo lo que hay de vago, de ideal, de engañoso en tu espíritu. La crees real y verdadera, Eduardo, y, sin embargo, es mentira.

-¡Mentira dices! Y ¿por qué en este instante me atormenta y martiriza?

-Te lo diré. Porque la crees eterna, y es resultado de la fascinación, de la música, de los recuerdos de la infancia...

En este instante se levantó el telón, y comenzó el segundo acto. Sucedió lo que había sucedido en el primero. Hasta que apareció Ángela, a pesar de la excelencia de todos los artistas, el público estuvo frío e indiferente. Por fin llegó la escena en que debía salir Ángela. Vestía un traje blanco, que le daba formas aéreas. Parecía, más bien que una artista, un ángel que cruzaba por la escena con un cántico de paz en los labios y una corona de luz en la frente. Su semblante representaba una tristeza dulce, serena, pero profundamente verdadera e intensa. Sus ojos despedían involuntariamente algunas lágrimas. Vacilaba un poco al andar, como si un fuerte sacudimiento nervioso le atormentara. Todo revelaba las señales de su dolor.

La escena de la ópera era también altamente significativa, y se prestaba a su numen y a su estado. Era la escena en que su hermano fuerza a Lucía a enlazarse contra su voluntad con el amigo de su familia, diciéndole que Eduardo había faltado a sus juramentos. En el allegro de este dúo, Donizetti ha derramado con gran inspiración el dolor que rebosaba su alma. Así, no puede darse ni una desesperación más sentida, ni un llamamiento al cielo más tierno y elocuente. Y si a esto se agrega la voz de Ángela, el dolor que partía de su corazón, las lágrimas que rodaban por sus mejillas, los sollozos que, sin quitar ni su pureza ni su armonía al canto, le daban una elocuencia inexplicable, se comprenderá lo que debía ser la magia de aquella escena.

Eduardo no podía sufrir aquel canto; le ahogaba. Las notas tan dulces rociadas de lágrimas, que caían como una lluvia del cielo sobre todas las almas sedientas de lo bello y de lo bueno, dejando en ellas inextinguibles impresiones, al caer en el alma de Eduardo eran como una lluvia de fuego que abrasaba y reducía a ceniza su corazón y su conciencia. Fue tanto el poder de aquella voz, de aquel ademán, de aquella mirada, de la acentuación de sus palabras, que Eduardo se levantó maquinalmente, bañado en un sudor frío, como de muerte, asustado de los remordimientos de su conciencia, y se apercibió a salir del palco, fuera de sí, cuando una carcajada epiléptica, burlona, de Margarita, le detuvo, e hizo en su corazón el efecto de un rayo.

Mientras pasaba la segunda parte del segundo acto, la escena del casamiento de Lucía, entreteníase Margarita en atormentar a su amado. Unas veces le hacía observar que aquella situación era completamente diversa de la situación en que respecto a Ángela se encontraba Eduardo. Otras veces, cuando la joven artista daba alguna de esas notas agudas que taladran el corazón de los oyentes, sublime expresión de sublime dolor, Margarita, mirando burlonamente a Eduardo, le decía:

-Se queja, sí, se queja por ti. Y debe agradecerte tu desamor, porque, sin él, acaso no hubiera sido nunca tan gran artista.

-Me horroriza, Margarita, tu sangre fría; me horroriza.

-¡Ah! Sois muy particulares los jóvenes. Si te horroriza así el retrato de lo que eres, ¿por qué no has roto ya el original?

-¡Porque soy un cobarde! -exclamó Eduardo.

-No lo creas. Porque esa pasión que tú crees verdadera es una pasión puramente artística.

En esto se concluyó el segundo acto. Faltaba la parte más difícil y más hermosa del papel que desempeñaba Ángela. Eduardo no podía tolerar por más tiempo aquella ternura. Había instantes en que anhelaba bajar al escenario, pero le contenía un temor inmenso. Era reo si volvía a presentarse delante del juez. Aun en los instantes en que más alarde hacía de su valor, no podía resistir la mirada de la joven, y huía de ella como si le abrasara la frente y le secara el cerebro. Por su voluntad, hubiera ya huido del teatro; pero aún ejercía Margarita una especie de fascinación sobrenatural en su alma. Eduardo no era osado a contrariarla, tanto más cuanto que mostraba Margarita un tenaz empeño en ver los efectos que en el ánimo de Eduardo hacían los cantos de Ángela, y lejos de sentirlos, su penetración los aplaudía y celebraba.

Por fin llegó la escena del delirio, de la locura; escena terrible, que hace sentir, con toda la divina elocuencia de la música, de qué manera el corazón herido por el desengaño llega a partirse; escena en que Donizetti agotó la inspiración de su particular gusto y hasta la savia de su vida.

Aquel canto parece como que decía a Eduardo: «Mira, mira tu obra. Yo era una flor nacida en el campo, destinada acaso a purificar los aires, y tu aliento abrasador me ha arrancado de mi tallo, arrojándome en alas de los huracanes del mundo. Yo por ti sentí el amor, adoré la vida, y tú me abandonaste a la desesperación y al triste y pesaroso olvido. Yo era feliz; te abrí mi corazón; entraste en mi cielo porque te creí un ángel, y has enturbiado para siempre los claros horizontes de mi vida.

»Yo no he pensado en nada, sino en ti, en tu amor, y tú no has pensado sino en deshacerte de mi importuno recuerdo. Mientras yo pedía al aire, al mar, a las estrellas, desalada y llorosa, que me hablasen de ti, olvidado de todo, en brazos de otra mujer, reías y te burlabas acaso de mi dolor o de mi angustia. Y mira tu obra. El dolor de tu desamor me ha trastornado, me ha perdido hoy, y me aniquilará mañana.»

Eduardo creía oír todas estas reconvenciones en las palabras y en los cánticos de Ángela. Parecíale real el delirio. Los recuerdos del primer amor, las dulces palabras de consolación y de ternura, el acento del dolor más vivo, el delirio, la locura, la desesperación, todo, todo desgarraba el corazón de Eduardo; todo le hacía agitarse y retorcerse como en el potro del tormento.

El público, a su vez, que oía aquellos acentos expresados inimitablemente, ardía en indescriptible entusiasmo. Cuando concluyó, todos los espectadores a una se levantaron de sus asientos, extendieron sus brazos al escenario, y aclamaron reina del arte a la joven que, desconocida ayer o escuchada sólo por los aldeanos y las aves, pasaba a ser desde aquel momento una de las glorias de la hermosa Italia.