La hermana de la Caridad/Capítulo XLV

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Capítulo XLV

En efecto: á la hora prefijada, el coche estaba á la puerta del convento. Angela había dado todas las instrucciones, había ocurrido á todas las necesidades de aquella portentosa obra de caridad. Comenzó por arreglar una bata riquísima, blanca, y adornarla con lazos azules, y la envió en el coche para que vistieran á Margarita. En efecto: la pobre mujer á cuyo cuidado estaba la altiva Margarita, la vistió, sin que ella echase de ver apenas aquel súbito cambio: tan enferma estaba. Bajáronla con sumo cuidado, y la colocaron en el coche. El coche comenzó á rodar por calles y calles, hasta que llegó á la puerta de un jardín. Abríeronse las puertas y entró el coche en un hermoso paraíso. Bosques, de naranjos, palmeras, cipreses; arroyuelos destrenzándose por la verde grama, surtidores subiendo graciosamente á los aires; mil pajarillos de cien colores, ya por la tarde escondidos en la enramada, pero piando al ver entrar alguna persona en el jardín; grutas cubiertas de yedra, y en medio un pequeño pero hermosísimo pabellón de mármol blanco, rematado por una preciosísima estatua.

Así que llegó el carruaje á la puerta del pabellón, dos hermosas jóvenes aparecieron y ayudaron á subir el casi inanimado cuerpo de Margarita á su estancia. Su habitación era un hermoso gabinete. Las paredes estaban forradas de raso azul celeste con estrellas de plata. Mesas de mármol blanco lucían hermosos jarrones de porcelana, y en los jarrones rarísimas y hermosas flores. Cortinas blancas de raso encubrían las puertas, y en una pequeña pero hermosa alcoba había una cama dorada.

Desnudaron a la pobre Margarita, y con mucho cuidado la pusieron en la mullida cama. Un médico preparado de antemano la pulsó, la recetó algunas bebidas, y rogó á la pobre mujer que nunca la abandonaba, á, María, pues así se llamaba, que velara muy especialmente en aquella noche el sueño de Margarita, para darle noticias al día siguiente. María, maravillada y confusa, de todo cuanto á su alrededor sucedía, se quedó sentada á, la cabecera del lecho de Margarita. Nada faltaba en aquella casa. A la hora en que pudiera creerse que acostumbraba á cenar, apareció una de las jóvenes que las habían recibido á la puerta, y encaminó á María al comedor, mientras ella se quedaba velando á Margarita. María, pobre mujer, acostumbrada á larga miseria, se quedó extática ante aquella mesa profusamente adornada. María satisfizo cumplidamente su hambre sin mostrar glotonería, y volvióse á velar á Margarita.

Esta, que todas las noches anteriores, casi acostada en el suelo, respirando el humo de paja que salía de aquella negra chimenea y llenaba la estancia, atormentada por los juegos y los lloros de quejidos y risas de los niños, no había conciliado ni un instante el sueño, presa de horribles delirios, azotada por sacudimientos nerviosos, así que estuvo depositada en aquella estancia, sin haber echado de ver el tránsito y el cambio, pues padecía como de un prolongado y penoso letargo, durmió dulce y blandamente; sueño reparador que volvía sin duda á equilibrar su vida. Este sueño pudo también, en un magnifico y cómodo sillón, reconciliarlo María, y las dos durmieron largamente en aquella feliz noche.

A la mañana siguiente abrió temprano el médico la puerta. Preguntó si había dormido la enferma; Y como le dijesen que sí, aseguró que aquel día se desarrollaría en ella una fuerte calentura, signo evidente de una salvadora crisis. Al poco tiempo, en efecto, la calentura comenzó á desarrollarse con gran fuerza.

Poco á poco se fué mejorando Margarita. Su salud, herida y quebrantada, se fué recobrando á medida que el cuidado y el aumento le devolvían las fuerzas. Parecíale un extraño encantamiento lo que á su alrededor sucedía y pasaba. Aun no levantaba la cabeza de la almohada, y ya tenía allí ricos y elegantes vestidos. A un lado de la estancia, un piano; á otro, libros; la puerta abierta para bajar al jardín; criados que se inclinaban en su presencia; todo cuanto podía halagar el orgullo de una mujer de suyo orgullosa y altiva. Mas Margarita, lo que en realidad quería era escudriñar el motivo de su dicha, la causa de su felicidad. En vano interrogaba á los criados que la asistían ninguno le contestaba; en vano se dirigía á su misma pobre bienhechora, á María; María callaba. Allí, entre las flores, entre los alegres pajarillos, al manso rumor del agua de las fuentes y mirando el cielo azul y el mar, alojada regiamente, pasaba el tiempo de una manera dulce y rápida, recobrando las perdidas fuerzas. Su felicidad presente, borrando muchos dolores de su pecho, muchos tristes recuerdos de la memoria, iba endulzando su corazón y su carácter. Mujer de alteradas pasiones, una larga calma podía acostumbrarla á la paz, y aun abrir en su alma el dormido sentimiento religioso, que nunca se extingue por completo en el corazón de una mujer, aunque esa mujer sea Margarita. Casi, casi había visto prácticamente la Providencia, de cuyo amparo dudaba toda su vida; casi, casi en el fondo de su desgracia había encontrado el néctar delicioso de la felicidad, no bien creída ni imaginada la próspera fortuna; había encontrado seres que se desvelaban por aliviar su triste suerte.

Su vida corría tranquila. Se levantaba temprano, se vestía su blanco traje con lazos celestes, que había sido su traje favorito de casa en los días de prosperidad, y bajaba al jardín después de un corto pero sabroso y bien servido desayuno. Allí con esa poesía que nunca abandona el corazón de la mujer,entrelazaba una corona de flores, acariciaba á los pajarillos, corría, saltaba, se divertía, bien jugando con el agua de los arroyuelos, bien haciendo saltar las fuentes y los surtidores; y así pasaba las primeras horas de la mañana, hasta que el sol la obligaba con su calor á volverse á su pabellón, donde se daba á labores propias de su sexo, ó bien a tocar el piano, ó á leer, ó coser, y aquello, en fin, que mas ocupaba su atención y la distraía.

Por las tardes volvía á bajar, paseaba por un gran parque, se metía en un obscuro bosque, allí se sentaba, y vivía tranquila y contenta. Por las noches, el piano era toda su vida, y toda su delicia el piano y el canto. Allí recordaba los primeros días felices y los alborotados días de su opulencia. Después leía hasta la hora en que le entraba sueno. Esta vida tranquila, desnuda de cuidados, vestida de encantos, le había vuelto la salud. Sus ojos cobraban su prístina luz, sus mejillas carmín, su frente aquel fuego que en ella reflejaba siempre una centellante y ardorosa idea. Mas lo que no cobraba, lo que no podía cobrar, era la salud y la paz del alma. ¿Qué casa era aquélla? No la conocía. ¿Qué genio tutelar la salvaba de la miseria? No lo sabía. ¿Quién estaba así velando por su tranquilidad? No lo adivinaba. Y lo peor era que había adivinado que la pobre María estaba de todo al cabo, y así, ni á sol ni á sombra la dejaba para que la dijese el secreto de aquel enigma. Una joven inteligente y ansiosa de saber un secreto, y una mujer, aunque no lerda, ganosa de revelarlo, no habían de luchar, en verdad, por mucho tiempo. Así es que cuando aparecía un traje nuevo, flores raras, cuadros, libros hermosos y otras sorpresas, ora en la casa, ora en el jardín, María se esforzaba muchísimo, hasta la violencia, para no revelarle á Margarita el genio misterioso que así trataba de divertir y endulzar las ajenas desgracias.

Una tarde, al pasear Margarita por el jardín, se encontró con una infinidad de pajareras, en que había parleras aves de mil colores; con blancas domesticadas palomas, que la seguían como corderillos; con varios juegos de agua no esperados y vistosos. En presencia de esta solicitud, lágrimas de gratitud vinieron á sus ojos, y comenzó á hablar de esta suerte con María:

-¿No sabes quién se desvela por mí?

-Ya lo sabréis algún día...

-Pero todo este agradecimiento del corazón, que estéril se está perdiendo...

-Guardadlo, que os ha de faltar si, cual merece, pagáis á vuestra protectora su amor.

-¡Protectora has dicho! Luego ¿es mujer?

-Sí.

-Luego ¿tú sabes quién es?

-Lo sé, acabemos; lo sé.

-Y ¿no me lo dices?

-Me han encargado el secreto.

-Rómpelo por mí.

-No puedo.

-Por mi salud.

-No debo.

-Eres asaz ingrata.

-Señora...

-Me ves padecer...

-Señora...

-Y te empeñas en atormentarme.

-Pero, señora...

-Yo me pondré otra vez mala.

-¿Cómo?

-Me moriré.

-¡Por Dios!

-Sí, de curiosidad.

-¡Santo cielo!

-Sí, me moriré.

-¡Por Dios!

-Yo no puedo estar aquí.

-¿Por qué?

-Porque yo no puedo estar en una casa cuyo dueño ignoro.

-Y ¿qué falta os hace?

-Mucha, muchísima.

-Pero si es una promesa...

-Mira: ó me dices quién es el dueño de esta casa, o me voy; elige.

-¿Qué hacer?

-Lo que te digo.

-Preguntadlo á los criados.

-Nada me han dicho.

-Yo no puedo.

-¿Lo dices?

-No, señorita.

-Pues me iré.

-¡Ay!

-Vámonos.

-¿Dónde?

-Vámonos.

-Esperad.

-¿Que?

-¿Me prometéis el secreto?

-Sí.

-¿No decir nada?

-Nada.

-¿No cambiar en nada?

-En nada.

-¿Seguir como hasta aquí?

-Como hasta aquí.

-¿Olvidarlo si es preciso?

-Olvidarlo.

-Hacer...

-¡Oh! Me desesperas con tantos preámbulos.

-Pues bien: vuestra protectora...

Y María se quedó con la palabra suspensa.

-Acaba.

-Es...

-Acaba, digo.

-Es Angela.

Margarita dió un grito terrible. Se cubrió el rostro con ambas manos y cayó sin fuerzas en un banco del jardín.

-¡Oh, cuán desgraciada soy!

-¿Por qué, señorita?

-Vámonos.

-¿Adónde hemos de ir?

-Lejos, muy lejos de aquí; vámonos pronto, muy pronto, ahora mismo.

-Señora, por Dios.

-El aire de estos jardines me sofoca; la luz que aquí veo hiere y ofende mi vista; todo me envenena.

-¿Queréis decirme de todo esto la causa?

-Antes vámonos á nuestro humilde retiro, á, otro más oculto; pero huyamos de aquí.

-¿Por qué, señora, esa tenacísima porfía?

-Porque esta casa es de mi infame rival.

-¿De vuestra rival?

-¿Quién nos ha traído aquí, quién?

-Angela.

-Tú misma lo dices.

-¡Angela vuestra rival!

-Sí.

-¿La Hermana de la Caridad.?

-La Hermana de la Caridad...

-¿La mujer mas virtuosa de Nápoles?

-Esa mujer...

-No lo creo.

-Ella dirigió contra mi pecho el puñal que en mi pecho se ha clavado; ella embriagó con su loco amor á mi esposo.

-Callad, señora, callad.

-No callo. ¡Huyamos de este sombrío y obscuro recinto; huyamos pronto!

-¡Obscuro, sombrío este jardín tan hermoso!

-Es la prisión de mi alma.

-Pero pensad en lo que va á sucederos.

-Ya lo he pensado.

-En el hambre, en la miseria, en la aflicción.

-Todo lo arrostro.

-En esa enfermedad de melancolía que os mata.

-Prefiero la muerte a estar aquí.

-En mí misma.

-Quedate aquí.

-En el hambre que van á pasar mis hijuelos.

-Nada atiendo.

-¡Señora, por piedad!

-No puedo tener piedad; vámonos.

-Y ¿rehusáis todo el bien?

-Todo.

-Sabed que á este jardín debéis la vida.

-¡Vida ponzoñosa y desgraciada!

-Y ¿rehusáis la vida?

-Todo, todo.

-No seáis tan cruel.

-Sí, quieren conservar mi vida, mi existencia, con un mal fin.

-¡Con un mal fin! Si la hubierais visto llorar...

-Sí, sería el lloro del cocodrilo.

-Puras lágrimas, que han hecho brotar flores á vuestras plantas.

-Flores que tienen veneno en su cáliz.

-¡Desdichada!

-Sí, lo soy. Quieren conservar mi vida porque mi vida la necesitan.

-¿Para qué?

-Para atormentarme.

-¿Para atormentaros?

-Sí.

-No lo creáis.

-Ama á Eduardo; es de Eduardo amada.

-Es una virgen del Señor, pura como un ángel.

-Quiere que yo viva porque, muerta yo, su amor no tendría ya el gran placer de mi tormento.

-Horrible pensamiento.

-Aun he concebido otro más atroz.

-¡Señora!

-Esta es la verdad de lo que pasa entre ellos.

-Vuestro esposo esta en Africa.

-Mentira.

-Todo Nápoles lo sabe;

-Mi esposo esta aquí, sí, aquí, amando en secreto á Angela.

-¡Qué horrible y espantosa blasfemia!

-Y yo tengo un pensamiento, sí, un pensamiento que he acariciado en la soledad.

-¿Cuál? ¿Que pensamiento?

-El de matar a Angela.

-¡Cielos!...

-Esa virtud usurpada...

-Virtud que brilla como el sol.

-Lo he dicho y lo haré.

-¿Estáis loca?

-No sé; pero vámonos.

-Señora...

-Ahora mismo.

-Por Dios.

-Quédate. Yo me iré.

-No en mis días.

-Quédate.

-¡Cielos!

-Yo me voy.

-¿Cuándo, ahora mismo?

-Yo, así que venga la noche.