La hija del ajusticiado

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
La hija del ajusticiado​
 de Ricardo Palma


Fruto de juveniles devaneos dejó Gonzalo Pizarro una hija, bautizada con el nombre de Inés, y que al finar su padre en el cadalso contaba muy poco más de cinco años. De pocos con más propiedad que del infortunado caudillo pudo decirse con un poeta antiguo.

«Ave que cansa su vuelo
Por tender a lo infinito,
Tal vez se estrella en el suelo
Por ambicioso prurito».


Confiscada la hacienda del rebelde en provecho del real tesoro, llegó doña Inés a la pubertad en condición vecina a la miseria y mantenida por la generosidad de los poquísimos parciales y amigos del difunto. Uno de ellos decidió conducir a España a la doncella, creyendo que sería acogida por su tío Hernando Pizarro con el cariño de pariente.

En vano doña Inés se arrojó en Madrid a las plantas del monarca, pidiéndole la rehabilitación del nombre y derechos de su padre. El sombrío Felipe II se mantuvo implacable.

En vano puso en juego la infeliz joven todo linaje de esfuerzos para conseguir del Consejo de Indias que, por lo menos, la cabeza de Gonzalo fuese quitada del rollo en la plaza Mayor de Lima, donde se ostentaba como infamante memoria del vencido caudillo. Las lágrimas de la huérfana caían sobre los cortesanos del demonio del Mediodía como la lluvia sobre el arenal.

Entonces acudió a su tío Hernando, imaginándose encontrar en él un corazón a quien hacer partícipe de las penas del suyo. ¡Horrible desilusión! El hermano de su padre la apostrofó con estas feroces palabras:

-¡Hija de mala madre y de peor padre, apártate de mi vista! Yo no soy deudo de ese traidor Gonzalo de quien me hablas.

Despreciada de todos en España, emprendió doña Inés viaje de regreso a Lima, diciéndose: «A mi tierra me vuelvo, que Dios no se ha muerto de viejo, y en este mundo endiablado no hay bien cumplido ni mal acabado». Así la fama de su belleza como la de sus desventuras en la corte, eran tema obligado de conversación en el Perú; y cuando se hablaba de su próxima llegada, dos hidalgos se presentaron al virrey, conde de Nieva, solicitando la mano de la hija del ajusticiado.

Era el uno D. Lorenzo de Cepeda Ahumada, hermano de Santa Teresa.

Era el otro D. Baltasar de Contreras, español también, mancebo de veinte años y a quien, niño aún, habían traído sus padres a Lima.

El virrey resolvió dejar iguales a los romancescos galanes de dama a quien ni por retrato conocían, y escogió para marido de doña Inés a un hombre de edad madura y de cuantiosa fortuna.

Al desembarcar la hija de Gonzalo, se encontró con la sorpresa de que no era ya libre para disponer de su suerte, y aceptó de buen grado el esposo que le habían elegido.

El hermano de Santa Teresa, al fin hombre de mundo, se encogió de hombros y asistió a la boda acompañado de Contreras, el otro pretendiente desairado. Pero el fantástico joven, al conocer a la novia, se sintió verdaderamente apasionado de ella, y abandonó el templo sin presenciar el fin de la ceremonia. Tres días después, D. Baltasar de Contreras vestía el hábito de religioso agustino. Fue un sacerdote ejemplar por su talento y virtudes, y asociado al padre Juan Vera, conocido con el mote del Pecador, fundó en 1619 el conventillo o Recolección de Guía.

El padre Contreras hizo un viaje a España; no quiso aceptar un obispado con que le brindaron en la corte; y después de haber ejercido los principales cargos de la orden, murió en Lima en 1632 y de edad casi nonagenaria.

En cuanto a la hija del ajusticiado, fue incansable en defender y honrar la memoria de su valiente y generoso padre, cuya cabeza vio, al fin, robada de la picota y puesta en lugar sagrado.