La isla de los pingüinos: 001

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La isla de los pingüinos (1908)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras
PROLOGO



A pesar de la diversidad aparente de ocupaciones que me solicitan, mi vida sólo tiene un objeto, la consagro a la realización de un propósito magnifico: escribir la Historia de los pingüinos, en la cual trabajo asiduamente sin desfallecer nunca si tropiezo con dificultades que alguna vez parecen invencibles.

Hice excavaciones para descubrir los monumentos de ese pueblo sepultados en la tierra. Los primeros libros de los hombres fueron piedras, y estudié las piedras que se pueden considerar como los anales primitivos de los pingüinos. A orillas del Océano escudriñé tumbas que no habían sido aún violadas, y encontré, según costumbre, hachas de pedernal, espadas de bronce, dinero romano y una moneda con la efigie de Luis Felipe, rey de los franceses en 1840.

Para los tiempos históricos, la Crónica de Johannes Talpa, monje del monasterio de Beargarden, fue mi guía segura, y me abrevé tanto más a esta fuente cuanto que no es posible hallar otra en justificación de la historia pingüina durante la Edad Media.

Pero a partir del siglo XIII contamos con mayor abundancia de documentos, aunque no sean más afortunadas nuestras investigaciones. Resulta difícil escribir la Historia; nunca se averigua con certeza de qué modo tuvieron lugar los sucesos, y las incertidumbres del historiador aumentan con la abundancia de documentos. Cuando un hecho es conocido por una referencia única, lo admitimos sin vacilación; pero empiezan las perplejidades al ofrecerse varios testimonios del mismo suceso, pues no suele haber manera de armonizar las contradicciones evidentes.

Hay fundamentos científicos bastante poderosos para decidirnos a preferir tales referencias y a desechar tales otras, aunque nunca lo sean bastante para avasallar nuestras pasiones, prejuicios e intereses y vencer la ligereza de la opinión común a todos los hombres graves. Por este motivo presentamos constantemente los hechos en una forma interesada y frívola.

Referí a varios sabios arqueólogos y paleógrafos de mi país y de países extranjeros las dificultades en que tropezaba mi propósito al querer escribir una historia de los pingüinos, y su indiferencia, rayana en desprecio, me anonadó. Me oían sonrientes y compasivos, como si quisieran decirme: «Pero ¿acaso escribimos historia nosotros? ¿Acaso nos importa deducir de un escrito, de un documento, la menor parcela de vida o de verdad? Limítase nuestra misión a publicar nuestros hallazgos pura y simplemente, letra por letra. La exactitud de la copia nos preocupa y nos enorgullece. La letra es lo único apreciable y definido: el espíritu no lo es. Las ideas no son más que fantasías. Para escribir historia se recurre a la vana imaginación».

Algo así me insinuaban los ojos y la sonrisa de los sabios paleógrafos, y sus opiniones me desanimaron profundamente. Un día, después de conversar con un sigilógrafo eminente, y cuando me hallaba mucho más desconcertado que de costumbre, se me ocurrió esta reflexión: «Digan lo que digan, existen historiadores; la especie no ha desaparecido por completo; en la Academia de Ciencias Morales se conservan cinco o seis que no se limitan a copiar textos; escriben historias, y no me dirán que sólo una vana imaginación puede consagrarse a este género de trabajo».

Me animé con semejante idea, y al día siguiente fui a casa de uno de ellos, anciano sutil.

—Vengo, señor mío —le dije—, a solicitar un consejo de su experiencia. Me propongo escribir historia y no consigo documentarla.

Encogióse de hombros y respondió: —¿Por qué se preocupa de buscar documentos para componer su historia y no copia la más conocida, como es costumbre? Si ofrece usted un punto de vista nuevo, una idea original, si presenta hombres y sucesos a una luz desconocida, sorprenderá usted al lector, y al lector no le agradan las sorpresas, busca sólo en la Historia las tonterías que ya conoce. Si trata usted de instruirle, sólo conseguirá humillarle y desagradarle; si contradice usted sus engaños, dirá que insulta sus creencias.

Los historiadores se copian los unos a los otros, con lo cual se ahorran molestias y evitan que los motejen por soberbios. Imítelos y no sea usted original. Un historiador original inspira siempre desconfianza, el desprecio y el hastío de los lectores. ¿Supone usted que yo me vería honrado y enaltecido como lo estoy, si en mis libros de historia hubiera dicho algo nuevo? Y ¿qué son las novedades? ¡Impertinencias!

Levantóse. Agradecido a sus bondades me despedí, y él insistió:

—Me permito darle un consejo. Si quiere usted que su obra sea bien acogida, no pierda ninguna ocasión de alabar las virtudes que sirven de sostén a las sociedades, el respeto a las riquezas y los sentimientos piadosos, principalmente la resignación del pobre, que afianza el equilibrio social. Asegure que los orígenes de la propiedad, de la nobleza, de la gendarmería, sean tratados en su historia con todo el respeto que merecen semejantes instituciones; propale que se halla dispuesto a tomar en consideración lo sobrenatural cuando convenga, y así conseguirá el beneplácito de las personas decentes.

Medité sus juiciosas observaciones y las atendí cuanto me fue posible.

No me incumbe tratar de los pingüinos antes de su metamorfosis. Empiezan sólo a interesarme cuando, al salir de la Zoología, entran en la Historia y en la Teología. Sin dudar que fueron pingüinos los transformados en seres humanos por San Mael, conviene esclarecer este punto. En las circunstancias actuales pudiera el nombre inducir a confusiones.

Llamamos «pingüino» a un ave de las regiones árticas, perteneciente a la familia de los alcidios, y «manco», al tipo de los esfeniscidios, habitante de los mares antárticos. Los distingue de este modo, por ejemplo, el señor Lecointe, cuando relata el viaje de La Bélgica: «Entre todas las aves que pueblan el estrecho de Gerlache —dice—, los “mancos” resultan las más interesantes. Con frecuencia los llaman, impropiamente, los “pingüinos” del Sur…». El doctor J. B. Charcot le contradice y afirma que los verdaderos y únicos pingüinos son esas aves del Antártico llamadas «mancos», y aduce, como fundamento de su opinión, que recibieron de los holandeses llegados en 1598 al cabo de Magallanes el nombre de «pingüinos», probablemente por su grasienta gordura. Pero si los «mancos» reciben el nombre de «pingüinos», ¿cómo se llamarán los pingüinos en adelante? Nada le preocupa esto al doctor J. B. Charcot.

De todos modos, ya recobre para ellos ese nombre o lo usurpe, le concederemos que los mancos se llaman pingüinos. Al describirlos adquirió el derecho de bautizarlos, pero ha de tolerar que los pingüinos septentrionales continúen siendo pingüinos. Habrá pingüinos del Sur y pingüinos del Norte, los antárticos y los árticos, los alcidios o auténticos pingüinos y los esfeniscidios o antiguos «mancos». Tal vez sea un inconveniente para los ornitólogos preocupados en describir y clasificar los palmípedos, que se preguntarán si es oportuno conceder el mismo nombre a dos familias que viven en polos distintos y que se diferencian de varios modos: en el pico, los alones y las patas; pero yo acepto esa confusión y me acomodo a ella sin dificultad. Entre mis pingüinos y los de J. B.

Charcot, por muchos que sean los caracteres que los distinguen, son muchos más los que determinan una semejanza notable y profunda. Unos y otros se caracterizan por su aspecto serio y plácido, por su dignidad cómica, por su familiaridad atractiva, por su bondad solapada y por sus movimientos a la vez torpes y solemnes; unos y otros son pacíficos, les encantan los discursos, les atraen los espectáculos, les interesan los negocios públicos y les preocupa la jerarquía.

Mis hiperbóreos, a decir verdad, no tienen alones escamosos, pero los tienen cubiertos de cortas plumas; aun cuando sus patas son menos traseras que las de los meridionales, andan como ellos, con el busto arrogante, la cabeza erguida, y contonean el cuerpo, que rebosa dignidad. Estos caracteres y su pico sublime determinaron el error del apóstol, que los creyó seres humanos.

El presente libro pertenece, lo reconozco, al género de la historia vieja, la que ofrece una sucesión de hechos cuyo recuerdo se ha conservado, y procura indicar en lo posible los efectos y las causas, lo cual es más arte que ciencia. Se dice que tal manera de historiar no satisface a los espíritus ansiosos de exactitud, y que la vieja Clío es al presente reputada como una chismosa. No dudo que se pueda trazar en lo por venir una historia verdadera de las condiciones de la vida para enseñarnos lo que tal pueblo, en tal época, produjo y consumió en todas las formas de su actividad. Esa historia será no un arte, sino una ciencia, y ofrecerá la exactitud que al historiador más avisado le falta, pero es imposible trazarla sin acudir a una multitud de estadísticas de las cuales aún carecen todos los pueblos, y, sobre todo, el de los pingüinos. Acaso las naciones modernas procuren algún día elementos para esa historia, pero en cuanto se refiere a la Humanidad fenecida, será forzoso contentarse con historias al modo antiguo. El interés de semejantes producciones depende sólo de la perspicacia y de la honradez del narrador.

Como dijo un famoso escritor de Alca, la vida de un pueblo es un tejido de crímenes, de miseria y de locuras. Ocurre, lo mismo en la Pingüinia que en las demás naciones, por lo cual su historia ofrece puntos admirables que imagino haber aclarado bien.

Los pingüinos se conservaron belicosos durante mucho tiempo. Uno de sus conciudadanos, Jacobo el Filósofo, ha trazado su carácter en un cuadrito de costumbres que voy a reproducir y que sin duda será del gusto de mis lectores.

«El sabio Graciano recorría la Pingüinia en tiempo de los últimos dracónidas. Cierto día cruzaba un fértil valle, donde los cencerros de las vacas resonaban en la quietud del aire puro, y se detuvo a descansar en un banco, al pie de una encina, cerca de una cabaña. En el quicio de la puerta, una mujer daba de mamar a un niño; un mozalbete jugueteaba con un perrazo, y un anciano, ciego, sentado al sol, con los labios entreabiertos, bebía la luz.

El dueño de la casa, hombre joven y robusto, ofreció a Graciano pan y leche.

Después de tomar aquel refrigerio, dijo el filósofo marsuino:

—Amables habitantes de un bello país, agradezco vuestra delicadeza. Todo aquí respira gozo, concordia y paz.

En aquel momento pasó un pastor que tocaba la dulzaina.

—Es una música heroica —opinó Graciano.

—Es el himno de guerra contra los marsuinos —respondió el labriego—. Todos lo cantamos. Los niños lo aprenden antes de hablar. Somos buenos pingüinos.

—¿Odian a los marsuinos?

—¡A muerte!

—Y ¿por qué razón los odiáis a muerte?

—¿No son los vecinos más próximos?

—Ciertamente.

—Pues bien: ¡por eso los pingüinos odian a los marsuinos!

—¿Es una razón?

—¡Claro que sí! Quien dice vecinos dice enemigos. Mira el campo lindante con mi propiedad; es del hombre a quien más odio en el mundo. Mis mayores enemigos, después de él, son los habitantes del pueblo próximo, que arraiga en la otra vertiente del valle al pie de un bosque de álamos blancos. En el angosto valle hundido entre montañas no hay más que dos pueblos, y son enemigos. Cada vez que nuestros mozalbetes encuentran a los otros se cruzan insultos y porrazos. ¡Cómo es posible que los pingüinos no sean enemigos de los marsuinos! ¿Ignoras lo que significa el patriotismo? Constantemente asoman dos gritos a mis labios: “¡Vivan los pingüinos!” “¡Mueran los marsuinos!”».


* * *


Por espacio de trece siglos los pingüinos pelearon contra todos los pueblos del mundo; su ardor fue constante y varia su fortuna. Luego, durante algunos años, cambiaron de opinión y abogaban por la paz con el mismo convencimiento que antes por la guerra. Sus generales acomodáronse perfectamente a la nueva situación, y todo el ejército, jefes y oficiales, sargentos y soldados, reclutas y veteranos, aceptó gustoso la tranquilidad reinante; pero los escritorzuelos, los ratones de biblioteca y demás bicharracos impotentes lo lamentaban desconsolados.

El mismo Jacobo el Filósofo compuso una especie de relato moral, en el que, al ofrecer de una manera cómica y contundente las varias acciones de los hombres, intercaló episodios de la historia de su país. Algunos personajes le preguntaron por qué razón había escrito aquello y qué provecho reportaría su obra a la patria.

—Uno muy considerable —respondió el filósofo—. Cuando vean sus actos al desnudo, sin el manto de seducciones lisonjeras que los revestían, los pingüinos los juzgarán serenamente, y acaso, en adelante, mejoren de condición.

Hubiera sido mi gusto no prescindir en esta historia de nada que pueda interesar a los artistas, los cuales encontrarán un estudio acerca de la pintura pingüina en la Edad Media, y, si bien dicho estudio es menos completo de lo que yo deseaba, no ha sido ciertamente por culpa mía, corno podrán comprender los que lean este prólogo hasta el fin.

En junio del año pasado tuve la ocurrencia de consultar acerca de los orígenes y progresos del arte pingüino con el malogrado Fulgencio Tapir, el sabio autor de los Anales universales de la Pintura, de la Escultura y de la Arquitectura…

En su despacho se me apareció entre montones de papeles y folletos como un hombrecillo maravillosamente miope, cuyos ojos parpadeaban sin cesar bajo las gafas de oro.

Su nariz alargada, movible, con un tacto exquisito, suplía las funciones de la vista y exploraba el mundo sensible. Fulgencio Tapir usaba ese órgano para el estudio de las bellezas artísticas. En Francia es cosa corriente que los críticos musicales sean sordos y los de arte ciegos, lo cual les permite un recogimiento indispensable para el desarrollo de las ideas estéticas. ¿Supondrán ustedes que con ojos hábiles para percibir las formas y los colores en que se envuelve la misteriosa Naturaleza le hubiera sido posible a Fulgencio Tapir elevarse sobre una montaña de documentos impresos y manuscritos hasta la cumbre del espiritualismo doctrinario, para concebir la teoría poderosa que hace converger las artes de todos los países y de todas las épocas en un sitial académico, su objetivo único?

El suelo y las paredes, ¡hasta el techo!, hallábanse invadidos por carpetas rebosantes, legajos abultados, cajas donde se oprimían papeletas innumerables. Yo contemplaba, poseído de admiración y espanto, aquellas cataratas de erudición a punto de surgir y desbordarse.

—Maestro —dije con la voz emocionada—, recurro a su bondad y a su deber, ambos inagotables. ¿Tendría usted algún inconveniente en guiar mis arduas investigaciones acerca de los orígenes del arte pingüino?

—Caballero —me respondió—, poseo todo el arte, ¿comprende?, todo el arte, dispuesto en papeletas clasificadas alfabéticamente por orden riguroso de materias, y me produciría una verdadera satisfacción poner a su alcance cuanto se refiere a los pingüinos. Ahí tiene una escalera; saque la caja de más arriba y en ella encontrará lo que busca.

Obedecí tembloroso. Al abrir la caja fatal, un torrente de papeletas azules comenzó a escurrirse entre mis dedos y a derramarse como una cascada. Por simpatía, sin duda, y al mismo tiempo, abriéronse las cajas próximas y comenzaron a llover papeletas rosas, verdes y blancas… Unas tras otras reventaron las carpetas, y un diluvio de colores invadió aquel espacio. Al posarse apiñadas en el suelo formaron alfombra que subía y engrosaba por instantes. Hundido hasta las rodillas, Fulgencio Tapir, con las narices alerta, observaba el cataclismo. Al descubrir la causa ocasional, no pudo por menos de palidecer espantado.

—¡Cuánto arte! —dijo en tono lastimero.

Lo llamé; quise llevarlo hasta la escalera, donde podría ponerse a salvo de la inundación; pero todo fue inútil. Había perdido su casquete de terciopelo y sus gafas de oro, y abrumado, exasperado, humillado, luchaba inútilmente por salir de aquella charca de erudición que le cubría ya los hombros. Luego se alzó un remolino de papel. Durante un segundo vi el cráneo reluciente y las manecitas gordinflonas del sabio que se agitaban para defenderse. ¡Imposible ya! Cerróse de pronto el abismo, siguió el diluvio y reinó al fin sobre aquella tumba de papeletas el silencio y la inmovilidad.

Rompí el cristal más alto de la ventana, y gracias a esto pude salvarme.


Quiberon, 1º de septiembre de 1907.