La joroba

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La joroba
de Fernán Caballero


Había una vez un Rey que tenía una hija única que deseaba mucho casar para tener herederos de su reino; pero la niña, que había sido mimada, era voluntariosa, y no quería casarse; si su padre no lo hubiera querido, habría rabiado por casarse.

Un día que salió a misa se encontró a un pordiosero, tan viejo, jorobado, feo y porfiado, que le empachó y no le quiso dar limosna. El pobre para vengarse, le tiró un piojo; la Princesa, que nunca había visto tan asquerosa sabandija, se lo llevó a palacio, lo metió en una redoma y lo crió con sopitas de leche, con lo que se puso tan gordo que no cabía en la redoma. Entonces la Princesa lo mandó matar, curtir su piel, y con esta que le hiciesen una pandereta y ponerla el aro de hinojo.

Un día en que su padre la volvía a instar a que se casase, le respondió que se casaría con aquel que le acertase de qué era hecha su pandereta.

-Bien, sea -dijo el padre-; pero a fe de Rey y de cristiano viejo, que te has de casar con el que lo acertase, sea quien sea.

Cundida que fue la voz de que la Princesa se casaría con el que acertase de qué era hecha su pandereta, vinieron de las cuatro partes del mundo Reyes, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes y caballeros muy bien portados, y todos, por su escalafón, fueron viendo la pandereta, y ninguno acertó de qué estaba hecha. Lo más extraño era que cuando se tocaba, el sonido que daba semejaba todo al que usan los pobres para pedir una limosnita por Dios. Entonces dispuso el Rey que acudiese todo el que quisiese a ver si acertaba de qué era hecha aquella pandereta.

Era el caso que entre los Príncipes había venido uno muy hermoso, del que se había prendado la hija del Rey, y estando esta en el balcón, le vio pasar y le gritó:

El pellejo es de piojo,
y el aro de hinojo.


Pero el Príncipe no oyó sus voces, y quien las oyó fue el horroroso jorobado, a quien ella había negado la limosna. Comprendió el viejo, que era muy ladino, lo que las palabras que había dicho la Princesa al hermoso Príncipe significaban, y entrándose en seguida en palacio, dijo que venía a acertar de lo que era hecha la pandereta de la hija del Rey; y apenas se la presentaron, cuando dijo:

El pellejo es de piojo,
y el aro de hinojo.

¡Amigo! Como que acertó, no hubo escape. Y la Princesa, que quiso que no, fue entregada por su padre al asqueroso mendigo, que había ganado el premio que ella había puesto al adivinador.

-Vete ahora mismo con tu marido -le dijo el Rey-, y no te vuelvas a acordar en tu vida que tienes padre.

Fuese avergonzada y llorosa la Princesa con su jorobado, y andando y más andando llegaron a un río, que tenían que vadear.

-Tómame a cuestas y pásame el río, que para eso eres mi mujer -le dijo el viejo.

La Princesa hizo lo que le mandaba su marido; pero cuando estuvo en medio de la corriente, empezó a sacudirse para que se cayese el pordiosero al río, y este se fue cayendo a pedazos; primero la cabeza, después los brazos y piernas; en fin, todo menos la joroba, que se le quedó a la Princesa pegada a la espalda como con cola.

Pasado que hubo el río, preguntó por su camino, y se encontró con que su joroba iba remedando su voz y repitiendo cuanto decía, como si en lugar de joroba hubiese llevado a la espalda una peña con un eco. Las gentes, unas se reían, y otras se enfadaban, pensando que hacía burla de ellas; de manera que no le quedó más remedio que fingirse muda; así, alargando la mano para pedir limosna, fue caminando hasta que llegó a una ciudad que acertó a ser la tierra de aquel Príncipe de quien ella se había prendado tanto. Fuese a palacio para que la tomasen de moza, y la admitieron. Viola el Príncipe y la halló tan bonita, que decía:

-Si no fuese muda y jorobada, me casaba con la moza, porque tiene una cara peregrina.

Trataron de casar al Príncipe, y aquí de la pena y de los celos de la Princesa, que cada día se había prendado más del heredero de aquel reino.

Arreglados que fueron los contratos matrimoniales con otra Princesa más derecha que un huso y más parlera que una cotorra salió el Príncipe con una gran comitiva para traerla, y se hicieron en palacio grandes aprestos para la cena; a la muda la pusieron a freír unas tortas.

Estándolas friendo, le dijo a su joroba:

-¿Jorobita, quieres una tortita?

La joroba, que, como fue de un viejo, era muy golosa, contestó que sí.

-Pues ponte en mi hombrito -le dijo la Princesa.

Y le dio una torta.

En seguida le volvió a preguntar:

-¿Jorobita, quieres otra tortita?

La joroba respondió que sí.

Y ella le dijo:

-Pues ponte en mi faldita.

La joroba dio un saltito y se puso en las faldas de la Princesa, que ya estaba prevenida y con las tenazas en la mano, cogió la joroba y la echó en el aceite hirviendo, en el que se hizo un chicharrón.

No bien se vio libre de su joroba, se fue a su cuarto, se aseó, peinó y engalanó, y se puso un vestido verde y oro.

Al llegar el Príncipe se quedó extático de ver a la muda sin su joroba, tan bien pergeñada y bien parecida.

La novia, que lo notó, dijo entonces:

Miren la muda mudarra
lo verde qué bien la arma.


A lo que respondió muy engolletada la Princesa:

Pues miren la gran deshonesta,
que aún no ha entrado, y ya se muestra.


Apenas vio el Príncipe que la muda hablaba y que de la joroba no quedaba ni señal, cuando se casó con ella, tuvieron muchos hijos, fueron muy felices, y yo fui y volví con un palmo de nariz.