La novia del hereje/Carta prólogo

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Sr. Dr. D. MIGUEL NAVARRO VIOLA [1].


Montevideo, 7 de Setiembre de 1854.


Mi querido amigo y compañero.


Al deseo que vd. me ha mostrado de que haga preceder de un prólogo crítico la Novia del Hereje, voy a contestarle con estos renglones que tal vez juzgue vd. buenos para suplir esa falta notada en la obra.

Las tareas áridas y serias a que tengo que consagrar las horas activas de mis días, no me dan tiempo para contraerme a revisar esos manuscritos que fueron el fruto espontáneo de aspiraciones literarias que ya tengo abandonadas. En nuestros países, como vd. sabe, no se puede vivir de la literatura sino al través del diarismo: forma por la que nunca he tenido vocación, ya sea por falta de aptitudes para enredarme en la lucha de pasiones y de amor propio, a que él provoca, ya por huir de la necesidad en que habría caído de escribir sobre cosas aprendidas el día antes, o ignoradas del todo, como si siempre las hubiese sabido a fondo, supliendo el estudio sincero con la petulancia y el charlatanismo.

Esos manuscritos que envío a vd. son, pues, viejos; hace algunos años que fueron impresos en Chile como folletín de un Diario. Le juro a vd. que si quisiera ahora ponerlos en estado de ser publicados con satisfacción mía, creería necesario borrarlos desde el principio y hacerlos de nuevo. Lo único que puedo decirle a vd. de esa obra, es que ha sido escrita con alegría de ánimo y conciencia: y si se la mando a vd. en esa forma, que, con algún tiempo a mi alcance, hubiera podido perfeccionar, es porque le había prometido a vd. contribuir a su empresa y no podía cumplirle de otro modo mi oferta. En un tiempo en que se explotan tanto los malos lados de la prensa, séame permitido asegurar a vd. que si la Novia del Hereje le parece digna de amenizar su Revista, la imprima en el concepto de que yo no creo que pueda tener más mérito que el empeño con que he procurado dar verdad histórica y local a la narración, modestia y buen sentido al estilo, y una decencia estrictamente moral a las situaciones. Así es que lo único de que estoy seguro, es: de que siendo ese un trabajo esencialmente americano en su fondo, y desprovisto en su estilo de toda clase de pretensiones, se escapa por ese lado a las ridículas parodias de las pasiones, de las tendencias, y de los estilos exóticos, que tanto contribuyen a quitarnos el conocimiento y la conciencia de las sociedades de que formamos parte.

La obra va llena de cosas que no habría dejado en ella si me hubiera puesto a retocarla. Pero le repito a vd. que ese habría sido un trabajo para el que no tengo tiempo. Pudiera notarse en ella tal vez una que otra malicia del estilo o de la situación, que podría parecer impropia de una pluma grave; pero, como estoy cierto que a pesar de ello, esos rasgos son de una decencia intachable, e incapaces de ofender el pudor de la virgen más inocente, he preferido dejarlos sin tomarme otra precaución que la de declararle a vd. que la obra va tal cual fue concebida y ejecutada al calor de las risueñas impresiones de un espíritu, que joven entonces, creía navegar con la brisa del ingenio un lago adornado de hermosas y amenas perspectivas. Los años y la experiencia se han encargado de hacer desaparecer la brisa y el agua; y he creído que habría sido un contrasentido querer corregir el canto espontáneo de la ilusión desde el árido banco del desengaño. Reflexiono también, que nada hay tan justo como el considerar prescrita a los cuarenta años la responsabilidad de lo que fue escrito a los veinte y cinco; y esto aquieta mis escrúpulos.

La Novia del Hereje está ejecutada en perfecto acuerdo con las tradiciones americanas referentes al tiempo de la escena, que traté de estudiar bien antes de emplearlas como materia de mi trabajo. No por esto crea vd. que me olvido de que la Historia de la literatura no cuenta sino un solo Walter Scott; y yo sé bien ahora que no soy yo quien estoy destinado a repetir a Cooper en la República Argentina. Cuando uno es joven le son permitidos los ensueños; cuando uno deja de serlo, es feliz si puede recordarlos sin sonrojarse. Hacer revivir costumbres pasadas, galvanizar por decirlo así, sociedades muertas, es una empresa de alto coturno, para la que uno puede atribuirse fuerzas en las ilusiones de su primera edad; pero que se debe renunciar en la segunda, a no haber lanzado como ensayo un Waverley. La Novia del Hereje es pues el fruto de una ilusión renunciada.

Si fuere leída con gusto, me alegraré por lo que eso pueda influir en el buen éxito de la distinguida empresa en que vd. se ha puesto: no sería extraño eso, porque muchas veces sucede que es leída con gusto una obra desprovista de todo mérito literario; y destinada a ser olvidada dos días después.

Yo le doy a vd. mi manuscrito sin otra mira, pues si hubiera pensado publicarlo en el Río de la Plata por mi propia satisfacción, lo hubiera hecho reimprimir antes de ahora en las infinitas ocasiones que he tenido de sacarlo del olvido en que le acompañan algunas otras tentativas de su mismo género, de que vd. y otros amigos tienen algún conocimiento.

Entusiasta desde mis primeros años por la lectura de todo aquello que tenía relación con la historia del Río de la Plata, se puede decir que por mucho tiempo mi placer favorito ha sido el estudio de cuanto documento relativo a ella he podido haber a la mano; y como las peripecias de regla en nuestra vida me arrojaran a pasar mi juventud en otras Repúblicas de América, he podido aplicar la misma pasión a los mismos objetos y en mayor escala.

Parecíame entonces que una serie de novelas destinadas a resucitar el recuerdo de los viejos tiempos, con buen sentido, con erudición, con paciencia y consagración seria al trabajo, era una empresa digna de tentar al más puro patriotismo; porque creía que los pueblos en donde falte el conocimiento claro y la conciencia de sus tradiciones nacionales, son como los hombres desprovistos de hogar y de familia, que consumen su vida en oscuras y tristes aventuras sin que nadie quede ligado a ellos por el respeto, por el amor, o por la gratitud. Las generaciones se suceden unas a otras abandonadas a las convulsiones y los delirios del individualismo. Esta es quizás la causa de que Walter Scott y Cooper sean únicos en el mundo moderno: es un hecho al menos, que los pueblos para quienes escribieron son los únicos en donde se respetan las tradiciones nacionales como una creencia inviolable.

Iniciar a nuestros pueblos en las antiguas tradiciones, hacer revivir el espíritu de la familia, echar una mirada al pasado desde las fragosidades de la revolución para concebir la línea de generación que han llevado los sucesos, y orientarnos en cuanto al fin de nuestra marcha, eran objetos que de cierto tentaban las cándidas ambiciones de mi juventud.

Pero era más fácil concebir esos objetos que ejecutar la obra que debía producir el resultado. Se habría necesitado para ello grande ingenio y la consagración de un largo tiempo; y yo por mi parte tuve el buen sentido de reconocer muy pronto que me faltaba lo primero, y que mi primer deber era arrancarme a las amenidades del espíritu para vivir de mi trabajo personal.

La Novia del Hereje (si yo hubiera podido realizar en ella mis ideas) habría tenido por objeto poner en acción los elementos morales que constituían la sociedad americana en el tiempo de la colonización. Había escogido a Lima por teatro, porque aquella ciudad era la más perfecta expresión de todos esos elementos reunidos: era por decirlo así el centro de vida que el gobierno español había dado a todos los vastos territorios que se extienden desde Panamá hasta el Estrecho de Magallanes, y que están limitados por los dos Océanos. Allí palpitaban los trozos del imperio de los Incas, y el pie de los triunfadores se hundía todavía sobre sus carnes.

Una gran revolución, perdida ya en nuestros recuerdos, vino a realizarse después; fue esta una revolución inmensa, de cuya vasta importancia solo puede juzgar quien compare las Leyes de Indias con las guerras del famoso don Pedro de Zeballos por arrojar a los Portugueses de la Colonia del Sacramento.

Esta nueva peripecia había echado en mi mente los gérmenes de una nueva Novela, en la que la escena y el interés se habría trasportado al Río de la Plata, siguiendo al espíritu vital que también había empezado a emigrar de la fastuosa Lima.

¿Pero qué tienen que ver, se me dirá, las Leyes de Indias con las novelas y con don Pedro de Zeballos?... Mucho más de lo que es presumible a primera vista, respondo yo.

Por el código mencionado la Aduana exterior de las Provincias del Río de la Plata estaba en el Tucumán, porque aquella era la vía por donde ellos se surtían de mercaderías europeas. Cada año partían de Cádiz dos flotas convoyando una infinidad de buques de comercio en donde la Casa de Contratación de Sevilla mandaba el surtido de los géneros que se necesitaban en América. Toda otra vía estaba prohibida.

Una de estas flotas iba a la costa de México y la otra a la costa de la Nueva Granada, dependencias en el principio, del Virreinato del Perú, al que pertenecía también todo el Río de la Plata. De esta última flota fluían todos los géneros que venían a surtir a las provincias que hoy son Argentinas.

Pero cuando la casa de Braganza se puso a la cabeza de la insurrección del Portugal, apoyada directamente por la Inglaterra, la Francia, y la Holanda, que, sin una alianza formal como las que hoy se hacen, estaban en una especie de guerra normal contra la España, el comercio marítimo de estas naciones encontró una preciosa ocasión para burlar las prohibiciones que la legislación aduanera de los españoles había establecido al comercio con la América.

Todo el territorio brasilero colonizado por portugueses, siguió el empuje de separación dado por la madre patria; y los bosques de la América repitieron el eco del grito de guerra lanzado en las orillas del Tajo. Dirigidos los portugueses por un instinto mercantil lleno de penetración atravesaron el territorio, desierto entonces, que hoy forma la República Oriental del Uruguay, y levantaron a diez leguas de la costa española las murallas de la colonia del Sacramento. Una vez parapetados allí, pudieron contar con que habían dado el golpe de muerte al comercio de las dos flotas en que tanto se habían afanado los Felipes de las Leyes de Indias.

Los ingleses, los franceses, los holandeses, cuyas fábricas cuya industria y cuya civilización se habían alzado a una altura prodigiosa con los mismos elementos arrojados de España por el despotismo y la intolerancia, empezaron a echar centenares de cargamentos en las costas del Brasil desde donde eran trasportados hasta la Colonia. Muchas veces las expediciones originarias mismas venían hasta allí, a descargar y tomar sus retornos.

Una vez puestos en esa situación, el contrabando local se encargaba de hacerlos pasar hasta la otra orilla, desde donde subían hasta Lima misma con una mejora asombrosa en el precio sobre las expediciones del monopolio.

Así empezó a engrandecerse y a tomar vuelo la población y riquezas de Buenos Aires.

La población de Buenos Aires vino a ser, por medio de este cambio radical de las cosas, el centro, el nudo del comercio interior, con el exterior. La codicia de los comerciantes encontró medio de bautizar como españoles los géneros extranjeros para hacerlos atravesar todo el territorio, desparramando el bienestar y las riquezas por toda la vía. En pago de esas expediciones venía también el producto de las minas y de la agricultura interior que servía a dar retornos.

Por más que la España dio leyes, no pudo contener el torrente. Las provincias del Río de la Plata habían cambiado de frente: lejos de venirles de Lima el soplo de vida, eran ellas quienes lo habían empezado a dar. Tuvo la España la fortuna de encargar entonces el Gobierno del Río de la Plata, que empezaba a hacerse muy delicado a causa de estas ocurrencias, al célebre don Pedro de Zeballos, oficial de mucho crédito en las guerras de Italia, y que a mucho valor personal reunía la voluntad y el golpe de vista que hace a los grandes hombres.

En dos días comprendió él que el único remedio que aquel mal tenía era legitimar francamente los hechos consumados: es decir, abrir el Río de la Plata al comercio europeo; pero destruyendo antes la Colonia del Sacramento, para arrancar a los portugueses el privilegio que esas murallas les daban de hacer ese comercio por su cuenta. Realizada la obra vendría ese tráfico a hacerse por intermedio de los españoles; y el Gobierno del Rey tendría como hacer positivas sus restricciones. Revolución inmensa que basta por sí sola para asignar a qué altura estaban las ideas políticas de Zeballos.

La Colonia fue arrancada dos veces por él a la corona de Portugal; y restablecida la España en la dominación exclusiva de las dos orillas del Río, fue creado Virreinato de Buenos Aires todo el territorio que ha sido después República Argentina. Desde entonces, el comercio exterior se hizo libremente por el Río de la Plata produciendo en su tránsito las riquezas de las ciudades de Salta, Córdoba, Tucumán y otras, que eran entonces centro de una civilización y de una prosperidad sumamente notables. La ciudad de Buenos Aires, que había estado muy lejos de fijar al principio la atención de la madre patria, debió a ese tráfico, solo su acrecimiento y su importancia: hasta que la guerra de la independencia, y la guerra civil después, le fueron quitando a pedazos los antiguos mercados del interior: que tantísimas ventajas le produjeron y que tanto le prometían siempre para el porvenir.

Esta revolución consumada por un hombre como Zeballos, que supo llenar la imaginación de los pueblos, por medio de guerras tan nacionales como aquellas, habría sido de cierto un vastísimo campo para la novela histórica. En ella habría podido hacerse servicios eminentes a la nacionalidad argentina reponiendo el espíritu de los pueblos, aturdidos por los excesos y las calamidades de las guerras incesantes, a la vía sana de su nacionalidad, y de su único desarrollo posible.

El plan que en mis ilusiones juveniles me había trazado no pecaba de cierto por estrecho ni por tímido; porque cuando uno sale de la niñez se presume con fuerzas para todo, y no cuenta con los deberes serios de la vida que han de venir cada mañana a golpear sobre sus almohadas. Yo, pues, pretendía entonces consignar en la Novia del Hereje la lucha que la raza española sostenía en el tiempo de la conquista, contra las novedades que agitaban al mundo cristiano y preparaban los nuevos rasgos de la civilización actual: quería localizar esa lucha en el centro de la vida americana para despertar el sentido y el colorido de las primeras tradiciones nacionales, y con esa mira tomé por basa histórica de mi cuento las hazañas y las exploraciones del famoso pirata inglés Francisco Drake, tan célebre bajo el reinado de Isabel.

D. Pedro de Zeballos, y las primeras guerras contra los Portugueses, me inspiraron el plan de otra novela en la que traté de desenvolver el profundo cambio que este grande hombre realizó en el comercio y la política colonial, de que antes he hablado.

Es sabido que el virreinato de Buenos Aires incluía las cuatro intendencias del Alto Perú, hoy Bolivia, en donde había una raza oprimida que descendía directamente de los pueblos Inca: raza industriosa y civilizada bajo cuyo trabajo había florecido antes el país. La opresión que sobre ella impuso la raza española, la redujo a la miseria y al servilismo; y fue tan dura, que produjo al cabo la insurrección formidable que lleva el nombre de Tupac-Amaru, con lo que acabó para siempre el espíritu indio en nuestro continente. Al frente de los indígenas, los españoles puros y los criollos, animados por el espíritu de raza, habían permanecido unidos; pero cuando el peligro común desapareció, empezaron a sentirse los gérmenes de la hostilidad entre los dos gajos.

La Inglaterra que había crecido enormemente en pocos siglos no cesaba de lamentar el resultado de las victorias de Zeballos, y codiciaba el Río de la Plata como un canal para abrirse por el contrabando los mercados del Interior. Estas miras de su política, combinándose con otras circunstancias, produjeron al fin las grandes tentativas de Berresford y Witelock, contra las que hizo un papel tan novelesco el célebre Liniers, que por sus hábitos y su genio, era a la par que un hombre histórico distinguidísimo, un verdadero héroe de novela. Querer decir todo lo que un trabajo de esta clase hubiera podido revelar en cuanto a la marcha del país, y en cuanto a la revolución de Mayo, es inútil; pues no hay quien no sepa como se avivaron y se trabaron los odios entre europeos y patricios; entre los cabildos y las autoridades militares, después del segundo triunfo de Liniers, ni quien ignore la marcha rapidísima de los sucesos hasta el Veinticinco de Mayo de 1810. Sobre este fondo yo había trazado y aun empezado a ejecutar un romance con el título de El Conde de Buenos Aires.

Hecha la revolución se me ofrecían tres grandes fases. 1ª. El estado interior del país con respecto a los españoles, que tratado por medio del gran complot conocido por Revolución de Álzaga, habría revelado el espíritu y las condiciones morales de la sociedad revolucionaria con las primeras erupciones de sus pasiones políticas; escogí por título de este trabajo el de Martín I, y permanece en bosquejo.

2ª. La guerra exterior y de propaganda llevada por el general San Martín a Chile, y señalada con los famosos triunfos de Chacabuco y Maipu, me hicieron concebir un trabajo que vd. ha tenido en sus manos con el título del Capitán Vargas, que es el que he dejado más adelantado entre todos.

3ª. La insurrección de las masas campesinas contra los gobiernos centrales, al mando de Artigas y de Ramírez que empezó a reducir a ilusión todos los proyectos de organizaciones políticas que se habían imaginado; que con el título de Guelfos y Gibelinos, tengo también bosquejado apenas.

Usted ve que mi plan era vasto, y por lo mismo difícil de realizar. Ahínco y contracción no me hubieran faltado, me parece, si hubiera tenido tiempo y quietud de ánimo: dudo si de que los resortes de mi inteligencia hubieran sido bastante finos, bastante elásticos para prestarse a la ejecución un tanto apropiada de trabajo tan variado y tan perspicaz.

Por desgracia, no hay medio entre nosotros de sostener una literatura de este género: empeñarse en llevarla hasta esas alturas sería condenarse al martirio de Sísifo.

A mi modo de ver, una novela puede ser estrictamente histórica sin tener que cercenar o modificar en un ápice la verdad de los hechos conocidos. Así como de la vida de los hombres no queda más recuerdo que el de los hechos capitales con que se distinguieron, de la vida de los pueblos no queda otros tampoco que los que dejan las grandes peripecias de su historia. Su vida ordinaria, y por decirlo así familiar, desaparece, porque ella es como el rostro humano que se destruye con la muerte. Pero como la verdad es que al lado de la vida histórica ha existido la vida familiar, así como todo hombre que ha dejado recuerdos ha tenido un rostro, el novelista hábil puede reproducir con su imaginación la parte perdida creando libremente la vida familiar y sujetándose estrictamente a la vida histórica en las combinaciones que haga de una y otra para reproducir la verdad completa.

Pero, mi amigo, permítame V. que me contenga. Empecé esta carta en un rato de desahogo creyendo que no le escribiría a V. sino unos renglones, y me sorprendo de repente en el tren de un prólogo crítico como el que no quería emprender.

Por lo que hace a los trabajos más serios que V. me ha pedido para su Revista, créame V. que habría deseado complacerle ofreciéndole algunos manuscritos de que yo mismo hago tan poco caso que nunca he tentado publicarlos; pero se opone a mi deseo un fuerte inconveniente. Todo lo que podría dar a V. rola, como V. sabe, sobre cosas argentinas; y aunque son trabajos viejos, pues hace tiempo que he dejado de mano las tareas estériles de la literatura, parecerían escritos con intenciones actuales, y estoy hastiado de las luchas mezquinas de la pasión. Déjeme V., pues, olvidarlos.

Queda de V. como siempre afectísimo amigo y compañero.

V. F. LÓPEZ.


  1. Miguel Navarro Viola, abogado y senador argentino, director de la "Revista de Buenos Aires" junto a Vicente Quesada