La segunda casaca/18

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Y rompí a reír con más fuerza. La revolución individual se había consumado en mí. La segunda casaca, no menos ridícula a mis ojos que la ropilla encarnada de un bufón, pesaba sobre mis hombros.

-Una cosa no me ha gustado Salvador -le dije cuando salimos a la calle-, y es que han tratado ustedes secretamente lo más importante de la reunión. ¿Por qué no había de cooperar yo con mis consejos a lo que se está tramando?

-¿Acabas de sentar plaza y ya pretendes ser general?

-Qué quieres... yo soy así... Pero, ¿a dónde vamos ahora?

-Adonde gustes. Yo tengo que salir para Andalucía al rayar el día, quisiera tomar alguna cosa y descansar un poco.

-¡Ah!, eres tú el comisionado que va a Andalucía -exclamé con viveza-. Dicen que vendrá de allí eso que llaman la cosa. ¿Vas a llevarles dinero o instrucciones? Se me figura que de todo llevarás.

-Mucho quieres saber en poco tiempo -me dijo-. Te advierto que nunca he sido indiscreto. Sigue concurriendo a la reunión, muéstrate activo y servicial, y pondrás tus manos en la masa fina.

-Tienes razón, no debo ser curioso. Pero dime tú que estás en los secretos, ¿la revolución vendrá pronto?

-Aunque no tengo la fe ciega de otros, creo que esta vez ha de resultar algo de provecho. Se ha trabajado tanto, se ha llevado el hilo de la conjuración a tantas partes, que a poco que de él se tire habrá movimiento en diversos puntos, y cuando el Gobierno quiera cortarlo, se enredará en él.

-Por lo que veo y por lo que he oído, tú eres de los que más han trabajado en estos líos -dije procurando ganarme toda la simpatía de mi amigo-. Desde la conspiración de Porlier andas en danza, Salvadorcillo, según lo prueba la hoja de servicios que me enseñó Lozano de Torres. ¿Sabes que por mucho que te den el día del triunfo, no habrá bastante con que recompensarte?

-Yo no trabajo por recompensas, amigo Bragas -replicó-; trabajo por una pasión irresistible que me ocupa todo desde que me vi maldecido por mi patria y arrojado al suelo extranjero como una bestia maligna. Esta pasión es la que me impele, es la que me mueve, haciéndome infatigable; la que me hace afrontar todos los peligros y despreciar la muerte, a que mil veces estuve expuesto.

-Yo también tengo una verdadera pasión porque mejore la suerte de mi querida patria. Salvador, entre tú y yo hemos de hacer algo muy sonado.

-Mi ambición y la tuya son muy distintas. Tú has empezado a creer que esto va mal desde que has empezado a perder tu valimiento. Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. Entre estos se ve de todo; hay hombres de mucho mérito, buenas cabezas, corazones de oro; pero así mismo los hay tan vanos como bullangueros, que buscan el ruido y el tumulto, no faltando algunos que están llenos de buena fe; pero carecen de luces y de sentido común. Yo he observado este conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones; he sentido al principio cierto temor; pero después de meditarlo, he concluido afirmando que los males que pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo. Y si lo son -continuó desdeñosamente- bien merecidos los tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación tal de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. Y esto se ha de hacer de repente, con violencia, porque si no se hace así no se hace nunca. Ya sabemos lo que son las promesas hechas en manifiesto durante los días de miedo. Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque si las abrimos con ganzúa o con su propia llave, quedarán en pie y volverán a cerrarse.

-Salvador, me espantan tus ideas -dije yo, no pudiendo renunciar a mi papel de sustentador del orden social.

-Pues acabas de comprometerte a defender estas ideas que tanto te espantan. Si quieres que siga gobernando a una Nación como esta el capricho de un Rey o la ambición infame de media docena de lacayos; si quieres que todo el manejo de la fortuna del Reino esté al arbitrio de una mujerzuela o de un palaciego adulador; si quieres que la parte principal de la riqueza del país sea chupada por un enjambre de holgazanes corrompidos, sin ley de Dios ni de los hombres; si quieres que la ignorancia y la barbarie de los pueblos sean ley del Estado, y que se proscriban los libros como una plaga; si quieres que un capellán de monjas más estúpido, aunque menos gracioso que fray Gerundio, ponga su veto a las obras del entendimiento más sublime; si quieres que siga este envilecimiento en que tantos seres viven, gobernados como carneros, y sin saber ni pedir cuenta de su conducta a los que les gobiernan; si quieres que todos los hombres eminentes se mueran de miseria y dolor en los calabozos o en los presidios de África, y que los mejores títulos para escalar las altas posiciones sean aquí la adulación, la bajeza, la nulidad, la ignorancia, la intriga; si quieres esto, Pipaón, ¿para qué has salido de Palacio y has entrado en el club?

-Veo, amigo Salvador -le dije con complacencia-, que has aprendido en la emigración muchas cosas que antes no sabías.

-La desgracia abre los ojos -me contestó-, y la desgracia en países que son una perpetua lección para el nuestro, es la mejor maestra que se conoce. Tengo fe inmensa en el éxito definitivo de mis ideas; tengo la creencia de que al fin y al cabo triunfarán, y serán tan comunes a todos como son hoy comunes la ignorancia y la ceguera de una gran parte de los españoles.

-De modo que ahora...

-Ahora, si he de hablarte con franqueza, no creo yo que las ideas liberales sean bien comprendidas, ni menos bien practicadas.

-Es decir, que serán una calamidad.

-Hasta cierto punto, sí.

-Entonces los que las predican hacen mal, y los que tratan de establecer el sistema liberal, peor.

-No, porque alguna vez se ha de empezar.

-El pueblo necesita ser ilustrado para poder practicar la libertad.

-Y necesita practicar la libertad para ilustrarse. Parece que esto es un círculo vicioso; pero no lo es realmente. ¿Por dónde se empieza? Esta es la cuestión. Comprenderás que todas las cosas tienen su principio doloroso. El hombre antes de andar en dos pies, ha andado a gatas. Supongo que por evitarte los tropezones que acompañan a los primeros pasos, no desearás tú que el género humano ande siempre a cuatro pies.

-Ciertamente que no.

-En ese período estamos, amigo.

-¿En el de los cuatro pies?

-Exactamente. Yo le digo a la sociedad española: «levántate», y me responde: «no sé andar derecha». Los frailes y los palaciegos le aconsejan que no se meta en la peligrosísima aventura de marchar como la gente. Al fin le azuzamos tanto, que se levanta.

-¡Y a los pocos pasos, al suelo!

-Pero la estimulamos de nuevo con ruegos, o a latigazos, si es preciso. Afligida, repite ella: «Si no sé, si me caigo, ¿qué debo hacer para aprender a andar?». Y le contestamos: «Andar, andar siempre».

-Bien, muy bien, Sr. Monsalud -dije riendo-. Dios quiera que el tropezón que vamos a dar ahora no sea tal, que nos rompamos las narices...

-Y andará, al fin tiene que andar -añadió-. Decirte cuánto he trabajado por que llegue el día del triunfo; pintarte los peligros que he corrido, y la extraordinaria constancia mía al inaugurar una tentativa al pie mismo de los cadalsos donde ha expirado la anterior, sería imposible. Esta fuerza, este afán incesante, sin desmayar nunca, sin desconfiar del éxito, a pesar de las repetidas contrariedades que han agobiado y descorazonado a tantos, no se tiene sino cuando el alma está llena y ocupada por esas ardientes y potentes ideas, por las pasiones políticas que alientan y queman. Para desafiar la muerte es preciso no temerla, y este arrojo imperturbable, sólo cabe en corazones limpios de toda ambición pequeña.

-Comprendo que los trabajos han sido muchos; pero no me hables de los peligros, porque no creo en ellos. Pues qué, ¿no es sabido que los conspiradores y masones o lo que sean, burlan la policía y la justicia, cual si estuviesen de acuerdo con el Gobierno?

-Te diré: es cierto que hoy se ha relajado considerablemente la justicia; pero es porque al Gobierno le ha entrado ya el mareo de la perdición, le ha entrado el aturdimiento que indica su próxima ruina. El absolutismo mismo, esa fiera indócil e incapaz de benignidad, parece como que quiere congraciarse con la revolución. Esto no es tolerancia, Pipaón, esto es cobardía... Recuerda que Porlier fue ahorcado, Lacy fusilado y Vidal y sus infelices compañeros inmolados también en un aparato lúgubre que indica la crueldad más refinada... Hoy el absolutismo no ahorca; más no porque no sepa hacerlo. Ahora le toca a él tener miedo... Sin embargo, la impunidad que hoy disfrutan los revoltosos, tiene sus límites. Cierto que hacen su voluntad y conspiran una multitud de personajes que han ocupado altos puestos o los ocupan hoy. Con estos transigirá siempre el Gobierno, porque no es cosa de meter en la cárcel a un Consejero de Estado o a un capitán general. Con los que el absolutismo no transige es con los que, como yo, no son ni siquiera sargentos, ni siquiera covachuelos, y se atreven, sin embargo, a atentar contra lo existente. Para los que no somos nada, la impunidad no existe. Otros, si son cogidos, sufrirán pequeño arresto, o una detención insignificante, recibiendo algún recadito del Ministro, de tal dama, o de cual palaciego: en cambio yo y otros como yo, si somos cogidos, lo pasaremos mal.

-¿No eres amigo del Sr. Villela?

-Pero el Sr. Villela, aunque conspira, conspira a lo cortesano, y es esclavo de las conveniencias. Es mi amigo, pero sólo hasta cierto punto, y en tanto cuanto no se comprometa por mí. No creas que me fiaría del Elefante en un caso de apuro. Los protectores y cómplices de la Corte sirven de poco. ¿Piensas que me hubiera sido fácil escapar de las garras del marqués de M*** si por desgracia hubiera caído en ellas esta noche?

-Tú me has dicho que has sobornado a muchos polizontes, y por lo que Zorraquín me indicó, se comprende que la policía no os molestará mucho.

-Pero no estoy libre de la policía de la Inquisición -añadió Salvador-, lo cual es muy distinto.

-Hace poco, cuando estábamos en aquellos sótanos tan apacibles, me dijiste que la Inquisición era una burla, un fantasma.

-Una burla y un fantasma porque no es lo que era, es decir, porque no quema, ni descuartiza, ni descoyunta, pero aún tiene presos y alguna vez se da el gustazo de atormentar. Si he de hablarte con franqueza, en este período de perdición y desvanecimiento en que ha entrado el absolutismo, no temo ni que me ahorquen ni que me fusilen, porque además de la flojedad del Gobierno, no faltaría quien me salvase; pero temo las molestias, y sobre todo la falta de libertad. Por eso varío de domicilio con tanta frecuencia, con objeto de evitar a los infames hurones que olfatean la revolución, faltos de valor para destruirla. Por eso he organizado una especie de policía a mi manera, la cual me permite conocer gran parte de lo que pasa en los ministerios y en Palacio, en la Corte y fuera de ella.

-¡Admirable habilidad la tuya! Por lo que has hecho en mi casa, juzgo de lo demás -le dije-. Ya no me sorprende que tuvieras noticia de la orden secreta dada por el Supremo Consejo para poner en libertad a tu madre, ni que sepas la venida de Carlos Navarro, cuando su misma mujer no sabe lo que hace.

-Eso lo sé por un amigo llegado ayer.

-Mientras más hablo contigo, más me alegro de renovar nuestra antigua amistad -le dije cariñosamente y con franqueza-. Creo que entre los dos podremos hacer algo de provecho. Sigamos nuestras relaciones... escríbeme... Quiero saber día por día cómo va nuestra querida revolución... porque yo, Salvador, soy todo tuyo.

-Entusiasmado estás. Veremos si dentro de algún tiempo dices lo mismo -me contestó deteniéndose.

Habíamos llegado a la Puerta del Sol y junto al café de Levante.

-¿Es hora ya de que nos separemos? -le pregunté.

-Sí; te ruego que no me acompañes más. Ahora necesito estar solo.

-¿Y no puedo seguir en tu agradabilísima compañía hasta el momento en que te pongas en camino?

-No, querido Pipaón. Ahora deseo quedarme solo. Unos amigos me esperan aquí. Tengo que arreglar mi viaje. Con que...

-¡Pues adiós, ilustre y heroico joven! -le dije abrazándole-. ¡Cuántas cosas han pasado desde que te apareciste en mi casa! ¡Qué nuevo mundo de ideas! Entre morir y resucitar no hay tanta diferencia. ¡Si me parece que he vuelto a nacer!... Soy otro, Salvador.

-Falta que seas consecuente, que comprendas bien la gravedad de tu misión ahora.

-Tomándote por modelo, mi querido amigo, no me equivocaré... ¡Venga otro abrazo... otro! Si no me canso de abrazarte. Que vuelvas pronto y nos traigas la revolución. ¡Oh!, ¡la revolución!...

-Adiós...

-Soy todo tuyo... todo tuyo y de la libertad. Adiós.

Nos separamos. Yo corrí a mi casa. El frío de la madrugada, azotándome el rostro, obligábame a marchar velozmente como un ladrón que huye o un amante que acude a la cita.

Gran asombro me causó hallar a Jenara levantada. Su palidez indicaba doloroso insomnio. Tenía en los ojos un exceso de atención y de vida, semejante a los primeros síntomas del delirio mental.

-¿Cómo es eso?... ¿En pie a estas horas? -le dije.

-Gusto de madrugar -me respondió, señalando las ventanas, por donde entraban las primeras luces del día-. Vea usted. Ya amanece.

-¡Ah!, señora -exclamé compungidamente-. Vengo de cumplir el más penoso de los deberes... ¡Terrible trance que ha llenado de angustia mi corazón!... pero en fin, el deber es lo primero.

-¿De qué habla usted?

-¡Y me lo pregunta! ¡Y se hace la ignorante!... Pues qué, ¿necesito decir que ese miserable enemigo nuestro se halla en poder de la justicia, que bien pronto, ¡oh dolorosa y tristísima idea!, le hará expiar sus nefandos delitos?

-¿El que estaba aquí?... -preguntó, venciendo su perplejidad.

-Pero, Jenara, ¿es posible que no haya comprendido usted mi intención y el gran celo con que esta noche la he servido?

-¿A mí?

-¡A usted! Francamente, amiga mía, sólo por usted, sólo por el gran amor que profeso a su familia, he podido yo acometer la penosa empresa de esta noche... Le aseguro que mi corazón está destrozado.

-Nada comprendo. Sólo sé que, después de charlar en confianza, salieron ustedes juntos.

-¿Y lo demás, es preciso decirlo letra por letra?... ¡Qué tonta es la niña!... ¿Pues no se comprende que si salí con él fue para llevarlo astutamente y con sutil engaño a un punto donde no pudiera hacer ninguna resistencia?...

-¡Para prenderle! -exclamó con asombro.

-Pues es claro... ¡Y se asombra!... ¿Pues no era este el gran empeño de usted?... El infeliz, al escapar de la emboscada que le prepararon en su casa, creyó encontrar refugio y amparo en la mía; pero se la he pegado bien... Fingiendo conducirle a paraje seguro, le puse entre los dientes del dragón. Con que, señora mía, los vivos deseos de usted están satisfechos. ¿Me he portado bien?

-De modo, que fingiéndose amigo...

-Eso es, fingiendo que le protegía, le entregué a los sayones de don Buenaventura, que darán cuenta de él.

-¡Qué felonía! -exclamó con arranque tan espontáneo que me desconcerté.

Después, tratando de reponerse, me dijo:

-Pero más vale así, para que no se pierda mi trabajo.

-¡Ah!, lo que es esta vez subirá al cadalso, estoy seguro de ello... Pero noto en el semblante de usted síntomas de lástima, Jenara.

Y era verdad que los notaba.

-Justicia y generosidad no se excluyen -me respondió-. Ya he dicho que detesto al delincuente, pero que compadezco al encausado.

-Estoy notando que en el espíritu de usted se encadenan de una manera misteriosa el odio y la compasión -le dije-. De tal manera las pasiones humanas, originándose las unas a las otras, llevan el alma a extremos lamentables.

-¿Dice usted que ahora no escapará?

-Pero, ¿no sabe usted que el marqués de M*** está en el ministerio? Con esto se ha dicho todo. Lo ahorcarán sin remedio, y pronto, muy pronto. Ya se acabó la impunidad de los agitadores y jacobinos. Por cierto, Jenarita, que usted y yo nos hemos lucido. ¡Qué gran servicio hemos prestado a la patria! Lástima grande que no siguiera usted descubriendo criminales y yo echándoles el guante.

Dirigiome una mirada rencorosa. Arrojándose en un sillón, apoyaba su frente en la palma de la mano.

-Cuando se pasa la noche sin dormir -dijo-, la cabeza es de plomo.

-¡Noche de emociones! -indiqué-. Yo sí que las he tenido buenas. Figúrese usted... ¡Tener que vender a un hombre de quien uno ha sido amigo!... ¡Entregarle a la justicia!... ¡Engañarle!... ¡es horrible!... Y todo lo he hecho por usted, Jenara, por complacerla, por dejar satisfechas esas violentas pasiones de la mujer más caprichosa de la tierra.

-Mi abuelo dice que ya no ahorcan a nadie -indicó, fijando en mí sus ojos que pedían no sé qué desconocida misericordia.

-¿Se inclina usted a la generosidad? ¿Venimos ahora con blanduras? Las mujeres... nunca se sabe lo que quieren.

-No... dejémonos de generosidades humillantes.

-Eso es... palo en él... duro. Sea usted como yo, inexorable.

-Sí -dijo Jenara, levantándose y mostrándome su rostro teñido súbitamente de apasionados fulgores-. Sí, la palabra de estos tiempos, el lema de mi familia debe ser: ¡castigo!

-¡Castigo! Sí. ¡Qué bien he interpretado el deseo de usted!

-Mi deseo es... ¡que muera!

Descargó la trágica mano en el aire, y su hermoso semblante lleno de luz, de majestad, de inexplicable imán de amores, se entenebreció con el ceño propio de una divinidad ofendida y vengadora.

Al mismo tiempo sonaron voces en la puerta de la casa.

-¡Mi marido! -gritó la dama.

Después de breve pausa de confusión y estupor, Jenara corrió al encuentro de Carlos Navarro, que acababa de llegar en compañía de dos amigos, dos guerrilleros barbudos, dos salvajes de voz dura y miradas terribles y cuerpos y voluntades de acero.

Un instante después de su llegada, yo me colgaba al cuello de Carlos Garrote y estrechándole ardorosamente hasta sofocarle, le decía con voz conmovida:

-Bien venido sea, bien venido sea el insigne guerrero... ¡Gracias a Dios!... No podía usted venir más a tiempo. ¡Parece que le envía el cielo, ahora que levanta por todas partes su cabeza la hidra revolucionaria; ahora que bullen las infames sociedades secretas y está Madrid plagado de miserables conspiradores y masones, los cuales con horrible alevosía tratan de hacer una revolución... ¡oportunidad admirable!

-¿Revolución? Lo veremos -dijo con acrimonia Carlos, correspondiendo afectuosamente a mis demostraciones.