La tristeza voluptuosa: 12

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La tristeza voluptuosa
de Pedro César Dominici
Tercera parte
Capítulo I

Tercera parte

Capítulo I

Aquella alma se incendió
como el éter en el fuego.



«Si pudiéramos aislarnos de la multitud, huir de la mediocridad, del contacto de la plebe engreída que vestida de caballero discute y opina, creyendo saber de todo, incapaz, sin embargo, de comprender las almas refinadas, y juzgando por las sensaciones de su piel las sensaciones de los otros, de los que salen de su nivel, seres extraños que sienten de un modo distinto y que por eso están ya condenados al tedio de la vida, no encontrando con quien vibrar al unísono en la gran masa. Y es ella la que ha hecho las cosas a su manera, la que se cree feliz en la ficción de los hechos, la que no reflexiona que en la existencia humana debe de haber algo superior a esa triste vida de ilotas que llevan todos, sin protestar, como sumisos animales, que aguardan pacientemente la enfermedad o la vejez para desaparecer. Y a esos hombres podría alguien mañana, a la hora de la muerte, decirles: ¿Qué has hecho de tu vida, hermano?... ¿Yo? «He trabajado, he comido y he dormido», respondería el moribundo, y ciertamente que quedaríase admirado si le dijeran: «Desgraciado, te mueres sin haber vivido, has perdido tus años, has luchado sin descanso, y has llegado al final sin sospechar que existen delicias secretas y placeres desconocidos, y que del cerebro, como de un arca misteriosa, pueden extraerse cada día nuevas sensaciones. Pero tú has aceptado sin curiosidad todo lo que encontraste, y has hecho como los demás. Por ahorrar tus fuerzas, por economizar tus sensaciones, regresas a la Nada como si jamás hubieses salido de ella. Es verdad que te vuelves ya viejo, ¿pero qué has ganado con eso? La vida no la constituye el mayor tiempo que el corazón lata o que la sangre corra por las venas, sino la manera como hayan vibrado tus células y de qué modo ha corrido tu sangre. En diez años de existencia se puede vivir más de cien. ¿Qué sabes tú de la vida, anciano? Apenas has conocido el amor, y, ni has acariciado la Belleza, ni has sabido comprender el Arte. No has sido sensual, y no has sido artista, luego no has vivido más que yo, que he de morir a la mitad de tu edad.

«Las almas no son iguales, como los colores poseen diferentes tonos, como los ojos, no se encuentran semejantes en distintos rostros. ¿Por qué, pues, has de juzgar mi alma a través de la tuya cuando son tan diferentes una de otra, como las diversas copias de una obra maestra? El deseo y la felicidad viven en todos nosotros bajo formas distintas, las angustias no son iguales, aunque sean producidas por la misma causa. No encontrarás en la naturaleza dos rosas exactamente iguales, y aun las dos manos de un mismo cuerpo se diferencian de tal modo con el desarrollo, que al presentártelas separadas no equivocarías la derecha con la izquierda. Pues bien, en el interior de los hombres la diferencia es todavía mucho mayor, una misma impresión se refleja en las almas de tan diversos modos, que si pudiéramos marcarla con líneas, resultarían un infinito número de curvas, teniendo apenas algunos puntos de contacto. ¿Crees tú, acaso, que al escuchar la música la impresión es la misma para todos? ¿Crees tú, acaso, que al contemplar ese azul del cielo lo vemos todos con la misma intensidad? Las almas son todas diferentes, si no en la esencia, por lo menos en la manera de sentir y de vibrar, sigue una ley misteriosa, y a nosotros no nos toca sino obedecer al Enigma que nos gobierna y nos acompaña, sin hacer alardes ridículos de libertad de acción ni de libre albedrío».

En el alma quejumbrosa de Eduardo Doria vivía como un reptil en un antro la implacable decepción. En su cerebro vacilaban las ideas como las olas en el mar, y un inexplicable temor al sufrimiento germinaba en aquel ser extraño que no había podido comprender la vida, y que experimentaba la inmensa desesperación de haber nacido. Desesperábase al observar la indiferencia con que las funciones vitales cumplían sus actos, y enfurecíase al ver cómo los hombres aceptaban todo aquello sin el menor gesto de protesta, conformándose con la triste suerte que les estaba reservada, como los más insignificantes objetos, como simples cosas que no tuviesen razón de existir. ¿Cómo es posible que tantos millones de seres no protesten contra la vida, y la toleren con una conformidad singular, casi con alegría, como sin conciencia de lo que son ni de lo que han de ser? Una disciplina heredada los guía, como al pobre soldado que va a luchar sin saber el por qué de tal guerra, confundiendo, en su ignorancia, la necesidad con la justicia, el temor al castigo con el heroísmo.

Y en su ira secreta por el destino de la humanidad, ideas negras le asaltaban, y entonces alejábase por algunas semanas de la gran ciudad, abandonando precipitadamente, como en una fuga, sus amigos y sus compañeros de placer, aislándose en el campo solitario, deseando sinceramente encontrar la calma y la salud para su espíritu, en medio de las montañas cortadas a pique, entre los bosques silenciosos, con el contacto de las sencillas gentes del campo, que viven sin prejuicios y no piden a la vida más de lo que ella puedo humildemente ofrecerles. Hasta entonces había conseguido gozar en esos viajes precipitados, de algunas horas de tranquilidad, distraído con la belleza de los paisajes y con las rarezas de cada pueblo. Y ahora, después de uno de esos momentos de desaliento en que su alma quedaba como extenuada, dormida entre tristezas desconocidas, como si el presente hubiera desaparecido de repente y algo se hubiera roto en su interior, se había ido hacía la playa, a la Costa de Oro, a un puertecito solitario, rodeado de grandes peñascos azarosos, que parecían querer precipitarse hacia el vacío, con ganas de sumergirse en el mar sereno y azul que les servía de espejo.

Tocóle hospedarse en un antiguo castillo medioeval, de altas ventanas enrejadas con gruesos balaustres, del cual relataban los del lugar historias espeluznantes de tormentos y prisiones. El mar besaba la abrupta roca que a manera de atalaya protegía los muros carcomidos por el salitre, en la parte baja, hacia los cimientos, y desde allí se veía la costa tortuosa y caprichosa que se perdía a lo lejos, a veces árida y tostada como si los grandes calores la hubiesen hecho estéril, a veces, en los sitios protegidos por los recodos, verde y floreciente como un prado. El castillo estaba casi deshabitado, y sólo en el primer piso habían arreglado algunos cuartos que la familia del guardián alquilaba por cuenta propia. Arriba, en el salón, habían formado un museo, con las armaduras, lanzas y espadas que, según los letreros pegados a la pared, habían llevado los antiguos señores en sus luchas por la defensa del trono y del altar, en la época del feudalismo. Abajo, en los fosos, descendiendo por una estrecha escalera de piedra, aseguraban los criados que habían perecido muchos jefes enemigos, y aunque no había el menor resto de cadenas, grillos, o argollas de hierro, los visitantes, sugestionados, salían de allí pensativos y sofocados por el aire viciado y ese olor terroso y húmedo de los subterráneos abandonados. La primera cueva, menos grande y más clara que las demás, estaba llena con madera y carbón, y alguna que otra barrica de viejo vino generoso, con que se obsequiaban los amos cuando por un caso excepcional llegaban por pocos días a visitar la finca.

Del lado atrás, hacía la gran puerta que daba al pueblo, se veían el jardín y la arboleda, limoneros y ciruelos y algunos tamarindos que, a fuerza de cuidados, habían conseguido aclimatar, no habiendo podido, sin embargo, obtener frutos, y conservando siempre los árboles un aspecto raquítico y enfermizo, como niños privados de aire. En la alameda, hacia el malecón que daba al mar, reuníanse por las tardes los paseantes a ver la caída del sol, y el cielo se ponía como de púrpura, todo ruborizado como si lo sorprendiesen en deseos prohibidos. El horizonte se iba alejando poco a poco, y el sol de repente, como una inmensa gota roja, se hundía en el agua, luminosa y encendida, como de fuego. En las noches de mucha brisa, en que soplaban ráfagas tormentosas, el mar, de ordinario puro y plateado como un lago, se enfurecía y daba gritos rabiosos como una gran alma rebelde. Entonces los habitantes se recogían en sus casas, temerosos de la tempestad, nerviosos con los continuos relámpagos que, como instantáneos pestañeos sulfurosos, cruzaban el espacio, bordándolo todo de oro y azul.

Sin embargo, Eduardo prefería dirigirse en las noches obscuras hacia la playa desierta, dejando sus pisadas impresas sobre la arena; y sentábase horas enteras sobre una peña a escuchar el melancólico murmurar de las olas, que le cantaban cosas raras al oído, aleteos de tristezas, quejidos dolorosos, con una cadencia siempre igual, desesperante melodía formada con ritmos de su pasado, recuerdos irónicos de sus sentimientos muertos. Cuántas veces en aquella triste soledad, al mirar a lo lejos la fosforescencia del agua salada, al escuchar los graznidos siniestros de las aves nocturnas, parecíale que aquel hombre que estaba sobre la peña era un ser extraño, a quien él no conocía, con quien nunca había hablado, un individuo distinto, un extravagante de malas intenciones que salía de noche con un objeto criminal por esos sitios; y entonces se iba a toda prisa, alejándose con recelo, como si se viese perseguido por sí mismo, teniendo miedo de no poder llegar hasta el castillo, y que aquel desconocido lo asesinase en mitad del camino. Al llegar a la roca más alta, se detenía, y volviendo el rostro, parecíale ver todavía sentado sobre la peña, entre tinieblas, la sombra fatídica de aquel ser misterioso que había venido al pueblo a buscarlo para llevárselo para siempre a otros países más lúgubres en donde también el dolor tiene su trono. Y nada igualaba la pavorosa desolación de su alma, al huir en esas noches obscuras de su propia sombra, sabiendo que el otro era el más fuerte, y que él era el débil, el predestinado, el irresponsable.

En la gran alcoba tapizada con flores de lis, llena de imágenes descoloridas y de viejos blasones, que parecían sobre el muro manchas no acabadas de borrar, Eduardo se encontraba dominado por grandes insomnios, y pasaba noches enteras sin cerrar los ojos, agitado y nervioso, deseando que regresara el día para salir a la alameda, a ver como el sol trasmontaba las cumbres de los cerros, y sorprender el instante en que la semiobscuridad vaga e indecisa del crepúsculo transformábase de repente, en menos de un segundo, en una intensa claridad de una fuerza majestuosa, que sorprendía siempre del mismo modo sus pupilas, ávidas de recibir la luz.

Sin embargo, su cuerpo comenzaba a fatigarse de las noches pasadas en vela, y el cerebro resentíase de los abusos. Ya muchas veces al tomar su baño en el mar, había tenido ganas imperiosas de dejarse llevar por las ondas, como un cuerpo inerte, imaginándose ser un náufrago, que venía desde muy lejos, arrastrado por la corriente, rodeado de algas y linazas babosas, dejándose hundir hasta volver a la superficie morado, sin aliento, con los ojos inyectados; pero él experimentaba cierta voluptuosidad suave y deliciosa al encontrarse en el fondo, todo cubierto de agua, y eso le agradaba. Sentía una sensación desconocida, rara, una mezcla incomprensible de misticismo y sensualismo, que lo hacía permanecer sumergido mucho tiempo, mucho tiempo, hasta ya no poder más. Una mañana, queriendo gastar hasta lo último aquella impresión demasiado breve para sus sentidos, sensual y ascética, con el peligro de la asfixia y el roce frío del agua sobre la piel, le faltó la voluntad para ascender, y experimentó cuatro segundos de una angustia sin igual, instantes de verdadera agonía, en que se creyó perdido, y sólo el instinto pudo salvarlo. Sobre la arena cayó desmayado, con fuertes dolores en el pecho y la cabeza, como si le fuese a estallar. Pero lo que le llamó más la atención, fue la cantidad de cosas diferentes que pasaron por su cerebro en esos cuatro segundos, cosas sin hilación y sin importancia alguna, actos pueriles en los cuales él nunca había vuelto a pensar, recuerdos que venían desde muy atrás, con cierto orden cronológico, como si se hubiese roto el resorte de una máquina, y hubiesen comenzado a desarrollarse las placas con una velocidad asombrosa, de atrás para delante.

El primer segundo le había parecido casi alegre, y aseguraba que él se había reído en ese momento viendo cosas graciosas de su infancia, pero después, el tercero sobre todo, eran cosas lúgubres, funerarias, remembranzas de muertes trágicas que había visto o leído siendo estudiante; y el último, fue horrible, miles de manos lo agarraban y le apretaban la garganta, abriéndole otras la boca para que tragase el agua amarga como si allí habitasen sirenas y nereidas malévolas; después tuvo plena conciencia de que era la muerte que llegaba, y ya no pudo luchar más. «Es horrible, se decía, pensando en aquel último instante, pero, ciertamente que la mayor angustia había pasado y que lo que venía después era el estado de la inconciencia, en que ya no se sufre». Y le fastidiaba la idea de haberse salvado, y hubiera deseado morir, así, sin premeditación, en solicitud de un nuevo placer, acariciado por las olas dulcemente, y veía su cadáver que flotaba, llegando casi hasta la playa, y empujado otra vez hacia adentro, en el agua azul y verde con reverberaciones de iris. Pero ahora cuando la brisa soplaba con fuerza, y los relámpagos como instantáneos pestañeos sulfurosos cruzaban el espacio, él también se escondía en su estancia, cerrando todas las ventanas, para no escuchar los gritos desesperados del mar, que lo llamaba desde lejos con su voz ronca.

Su estada en aquel puerto, triste y caluroso, dominado por grandes rocas escarpadas, con sus caminos poblados de naranjos, en cuyas ramas se agitaban los azahares castamente, y de frondosos granados de flores lujuriosas, rojas como el deseo; el gran edificio de ladrillos, que servía de Alcaldía, y en donde muy rara vez había pleitos que decidir; la ausencia de gendarmes y de agentes de Orden público; las casitas construidas sin estilo alguno arquitectónico, todo, todo, lo obligaba a recordar su pobre aldea, que allá en la Zona Tórrida, a tantos centenares de leguas yacía, con sus dos largas puntas, que entraban en el mar formando una bahía, y que él ahora miraba como enormes brazos amorosos que lo esperaban para salvarlo del tedio de la vida. Sí; pero a qué regresar. Todo había ya desaparecido. En diez años de ausencia, su casa se había derrumbado completamente y los afectos no germinaban tampoco para su alma en aquellos parajes. Si acaso quedaría el mismo cementerio, solo sitio en donde podría encontrar restos de su familia y de sus amores. Ya en su país, él no era sino un extranjero. Todos lo conocerían como a un extraño, como un desertor del suelo patrio, sin hogar ni parientes. Sus compañeros de infancia lo verían de mal modo, pensando que él habría de llegar con la aureola de París a quitarle sus conquistas, el centro hueco del reinado de aquel pueblo de incautos lugareños; e incapaces de comprenderlo le llamarían pretencioso, inconforme, poseur. Cómo habrían ellos de comprender la transformación radical de sus ideas, de sus sentimientos y de sus costumbres; la enfermedad que lo minaba, el desastre doloroso de su alma, el misterio heredado que vivía en su ser. Sin embargo, ellos eran los fuertes, los sanos, los dignos de envidia. Y cómo podía exigir que lo comprendiesen, cuando él mismo no reconocería su antigua alma, si pudiese verla pasar como una golondrina huyendo presurosa de las melancolías de las horas.

Y soñando, soñando, recordaba todas las inocentes alegrías de doce años atrás, las correrías por la playa buscando anguilas, camarones y cangrejos, viendo sin descanso el suelo, como perros cazadores en busca de perdices. Las hermosas crecientes del río, un hilo muy delgado de agua, que a veces amanecía caudaloso y rabioso llevándose todo lo que encontraba, como para vengarse de las burlas que le hacían en la sequía. Y aquellas somnolientas caídas de sol. Y los amores ideales con Isabel, la chiquita bella y sencilla como un lirio del valle.

Por las tardes cálidas, a la hora de la salve, se iban juntos a la ermita que está al comenzar la subida de la colina, Isabel iba acompañada de una vieja criada, con su devocionario todo lleno de estampas, marcadas sus oraciones con flores marchitas, recuerdos de ratos pasados juntos, en que los ojos hablaban y las manos estaban quietas. Y él oraba con fervor, pero de espaldas al altar, vuelto hacia la virgen de sus amores, la casta niña de traje corto y de rostro sonriente, y en el instante en que el incienso subía hasta el cielo del templo, en las naves silenciosas, como un peplo, y en que el cura alzaba la hostia santa, imaginándose que Dios estaba presente en medio de sus mímicas y símbolos, Isabel, enojada, le hacia señas para que diese el frente al sacrificio, creyendo ella también que si no era juicioso, sus amores serían desgraciados, como había dicho en el sermón el padre predicador a los fieles, para obligarlos a ser devotos y a dar limosnas para el santo Niño. Y después, aquella otra noche en que sofocados de haber bailado, se acercaron al balcón a recibir la brisa refrescante del mar, y allí, Eduardo, viéndola tan linda, agitada por la fiebre de la danza, con sus senos núbiles que se movían indecisos por el cansancio, le dio un beso, el primero, el único, en sus labios provocativos y sensuales como un pecado. Y ella se puso roja y estuvo dos días sin atreverse a verlo, muerta de vergüenza.

Y sintiendo un imprevisto deseo de amar, de beber voluptuosidad en labios sensuales y ardientes, de regresar a la vida agitada y bulliciosa del placer y del amor, abandonando aquel pueblo solitario en donde por todas partes lo perseguía la sombra de la muerte, tomó el tren, lleno de esperanzas, huyendo del campo como antes había huido de la ciudad, convencido de que la alegría es menos peligrosa compañera de la tristeza que la soledad. Y palpitante de emoción, como en un delirio digno de un fauno, creía tener entre sus brazos nuevos cuerpos de mujeres seductoras, de carnes tibias y sonrosadas como de miel, perfumadas y voluptuosas como hojas de menta y flores de almendro.