La virtud del Perchelero

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La virtud del Perchelero
de Arturo Reyes


-¿Se puée pasar sin tarjeta?

-Adelante, señá Gertrudis. Ya sabe usté que usté pa entrar en mi casa no necesita esa clase de documentos.

-Es que como te he visto el perfil y lo tiées hoy que le da el opio a cualquiera...

-Es que estoy ya muy jarta, señá Gertrudis; es que ca día está más perro el trabajo y ya pa mí es ca aguja una bayoneta, y además que yo no sé lo que le pasa a las oficialas, que no hay una que en cuanto ve un rayito de luz no tome las de «Villadiego». Sin dir más allá, jace dos días se me fue la Rocío, que era mis pies y mis manos, y jace dos semanas se me fue la Presumía, y milagrito será que la Perejiles no me jaga también dentro de na la procesión del «Niño Perdío».

-Pero ¿qué es lo que les pasa a esas criaturas?

-¿Pos qué quiée usté que les pase? Que pa las muchachas éste es el peor de tos los oficios. Usté supóngase que toa la que viée a coser es porque lo necesita, y como usté comprenderá, la que lo necesita, ésa no tiée más que una chapona pa los días de fiesta, y pa el Corpus un pañuelo de espumillón y unos zapatos de cartulina.

-Sí que es mucha verdá lo que tú dices.

-¡Vaya! Y lo que pasa: ésas viéen aquí y empiezan a quemarse las pestañas y a gastarse las yemas de los deos pa jacerle a Fulanita, que es un pendón, un vestío de fulá, y a Menganita, que es pendón y medio, otro de muaré, y, naturalmente, si la que está cosiendo tiée mejor perfil y tiée mejores jechuras que el ama del vestío, pos empieza a platicar sola, y en cuantito un litri le dice: «Yo tengo pa ti solita un carricoche de plata», ya está la que sea diciéndole con los ojos al litri: «Y yo tengo pa ti lo que tú quieras, salero».

-Sí que es la chipé lo que estás tú platicando, Soledá; pero lo que no saben esas esgrasiaítas es que hay litri de ésos que to lo que llevan en los deos y en la pechera es de oro de peroles y que tiéen la ropa interior que es toíto un alambrao y que por dos pesetas son capaces de golver a conquistar er Perú; ¿Como que conozco yo uno de esos a quien le dicen don Penene, que el día que se come más de tres lentejas se tiée que alargar la trincha y que desabotonarse el chaleco.

-¿Qué me va usté a mí a dicir del don Penene, si lo he tenío ahí enfrentito, jaciéndome musarañas la mar de días, y ca vez que el de los tejeringos de al lao echaba la masa en la sartén, era cosa de mirarle al don Penene las narices?

-¿Y tú pa con él, como quien eres y como debes ser y estar? Con el corazón entumío.

-Déjeme usté a mí de hombres, que bastante tengo yo con el que me tocó en el reparto.

-¿Y desde cuándo no ves tú al que te tocó en el reparto?

-Desde jace una eterniá, desde jace lo menos cinco días que me lo trompecé en la Goleta, cuando diba yo a llevarle el vestío de novia a la Paloma, y tres días estuve en cama na mas que del sobresalto.

-¿Y él cuando te vió no jizo por arrimarse a tu presona?

-¿Él? Lo que le pasó fue que se puso más amarillo que el panal de la cera, pero como él sabe mu bien que yo no pueo orviar... Vamos, señá Gertrudis, no platiquemos de eso..., porque se me enciende la sangre, porque, mire usté, si él me la hubiera pegao con una mujer... tiée to un trago..., pero pase; mas pegármela con la Bigotona, con una gachí que pa vigilar el matute en la playa no tiée precio..., ¡vamos, señora, que eso está pidiendo a voces una puñalá trapera!

-Pero si eso ya se ha acabao; si aquello fue un avenate que le dio al hombre, ¿y qué hombre no ha tenío arguna vez argún avenate con arguna bigotona?

-¡Pero sí es si es usté no está enterá de to! ¿Uste sabe de quién es el mantón blanco de lanilla que lleva puesto esa der bigote? Pos el mío, seña Gertrudis; el mío, que me lo sacó el mu charrán de mi hombre de la gaveta una mañana, y mire usté que estuvo en un tris que yo no se lo cogiera. Supóngase usté que aquella mañana me veo yo salir a mi tormento ya vestío de la alcoba, y naturalmente, como yo sé mil requetebién que él tiée menos barriga que un gusano de seda, pos naturalmente, me llamó la atención verlo que no se podía abrochar la chaqueta ni el chaleco.

-Vamos, mujer, aquello sería por mo del flato.

-¡Del flato! ¡Del tiro que le den! ¡Aquello era el mantón blanco mío! Y yo, inocente de mí, le pregunto: «Pero, chiquillo, ¿qué es eso? ¿Qué te pasa a ti hoy en la barriga?» Y el mu charrán, cuando yo le pregunté eso, ¿sabe usté lo que me contestó? Pos me contestó que era que yo no me había nunca fijao bien en él, que aquello le pasaba siempre cuando diba a salir la luna nueva... Y si se lo hubiera llevao pa empeñarlo u pa venderlo y bebérselo o ingárselo, pase; una cuenta más en el rosario. Pero quitarle una prenda a la mujer propia pa regalársela a ese puñao de viruta y premitir aluego que ese puñao de viruta se jarte de decir a boca llena que no se da por contenta jasta que yo le borde un vestío de cristianar... Vamos, señá Gertrudis, que hay cosas que cortan más que una navaja barbera.

Y Soledad se incorporó bruscamente con el semblante congestionado por la ira, y empezó a pasear por la sala, haciéndose aire con uno de los picos del pañuelo, que se lo atersaba sobre el arrogante busto.

-Pos mira tú, Soledá, platicando en plata -exclamó la señá Gertrudis con acento decidido-, yo te voy a dicir una cosa: tu marío te quiere a ti más que a naide, pa tu marío eres tú la consagrá, y tú, por mo de tu marío, jace quince días que no comes más que escarola, y no bebes más que sanguinaria y palo e madroño, y sa menester que tú sepas que tú tiées un genio mu súpito y que con los hombres las mujeres no poemos tener tanto porvorín en la vena, y sobre to, que yo he platicao con tu marío esta mañana, y tu marío me ha dicho a mí que tú eres una ingrata, que tú estás dequivocá, que el mantón que lleva la Bigotona es uno blanco que ella tenía, y que si él se llevó el tuyo fue pa jacerte un favor, y que lo que tú eres es una desagraecía de cuerpo entero.

-¿Que yo soy una esagraecía? ¿Que no es mi mantón el que tiée la Bigotona? ¿Que se llevó er mío por jacerme un favor? ¡Habráse visto mayor descaro, señá Gertrudis?

Y al decir esto revelaba más asombro que ira el bellísirno semblante de la costurera.

-Pos sí, señora; eso dice, y no sólo dice eso, sino que dice que él te convence en cuantito platique contigo dos palabras, que te las platicará, Dios mediante, de aquí a un rato.

-¿El platicar conmigo? Señá Gertrudis, que no venga, porque si viene lo pregono.

-Pos prepárate a pregonarlo, porque él me ha dicho que este rincón es su rincón, y que tú eres suya tamién toíta entera, y na, que no te pienses tú que tu Joseíto el Perchelero está mu lejos de... aquí..., y si no, mira tú lo que son las cosas, jace un ratillo que estoy yo aguantando las ganas de estornuar, y en cuantito yo estornude, como si lo viera, se mete aquí tu Joseíto.

-Pos no estornude usté, por los ojitos de su cara -exclamó Soledad, avanzando pálida y trémula hacia la señora Gertrudis.

Esta no pudo dominarse, sin duda, y dejó escapar un estornudo que sonó como un trompetazo.

-Jesús, María y José -exclamó en aquel momento, apareciendo como por arte de magia en el umbral de la habitación, Joseíto el Perchelero, con una sonrisa picaresca en la boca sensual y juvenil y llenos de acariciadoras ternuras los ojos grandes, garzos y de expresión adormecida.

Soledad se quedó como una estatua; sus ojos, llenos de ira y de celos, se posaron en los de Joseíto, en los de aquel hombre gallardo y jacarandoso; el primero, el único que había logrado penetrar a tambor batiente y a bandera desplegada en su corazón con su hermosura varonil y con sus apasionados decires, y viéndolo y recordando al par que sus traiciones sus adormecedoras caricias, sintió flaquear sus enterezas, y cubriéndose con ambas manos los ojos, rompió en lágrimas, que dejó resbalar silenciosa por sus empalidecidas mejillas.

Joseíto sonrió con aire de triunfo, y acercándose a su mujer, exclamó, estampando un beso ardiente en sus labios carmesíes:

-Eres una esagraecía, porque si yo me llevé el mantón fue poique a mí mi madre me parió con toíto er manto, y yo tengo una virtú, y esa virtú es que si yo me pongo una prenda reliá a la cintura y la tengo dos semanas, y en las dos semanas no miro a derechas a la gachí de mi gusto, y digo una oración tos los días entre dos luces elante de una matita de romero, a las dos semanas justas mira tú lo que le pasa a la prenda que me pongo yo en la cintura.

Y desabrochándose Joseíto la cazadora y el chaleco, dejó ver su torso eleoante ceñido por un mantón, por un rico mantón de Manila blanco y azul, uno de los que hasta aquel día había sido una de las no realizadas aspiraciones de Soledad, la costurera más bonita del barrio de La Pelusa.


El Imparcial, sección de los lunes. Madrid, 18-IV-1908.