La vuelta al mundo en la Numancia/VI

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VI

Horas no más estuvo Ansúrez en Motril, el tiempo preciso para fletar una hermosa lancha y disponerla para su viaje. Belisario le trajo las maletas desde la ciudad al varadero, media legua larga, y luego embarcó con el padre y la hija, cinco marineros y el dueño de la lancha. Largó esta la vela, y al amor de un poniente frescachón que felizmente reinaba, se alejó rascando la costa. La nave era excelente, y a las dos horas de su salida pasaba frente a la Sierra de Adra. Toda la noche siguió navegando con gallardo andar; los tripulantes vieron de lejos la luz de Almería, y al amanecer montaron el Cabo de Gata, siguiendo después con menos marcha, al socaire de los altos montes y cantil, que también tienen nombre de Gata. A proa iban Belisario y los marineros, y Ansúrez a popa con su hija. Sobre las tablas de la sobrequilla habían arreglado, con petates y mantas, el mejor acomodo posible para que la señorita descansara, ya que dormir no pudiera.

La caída del viento fue causa de que emplearan casi todo el día en recorrer la costa hasta Cala Redonda. De aquí, con una fácil guiñada, demoraron frente al puerto de Águilas, y en él se metieron para pasar la noche. Al amanecer continuaron: reinaba un lebeche suave que levantaba marejadilla. Alguna molestia sufrió Mara con las cabezadas de la embarcación; pero pasado Cabo Tiñoso se les presentó mar bella, y por fin, bien entrada la noche, gozosos y satisfechos del tiempo y de la nave, dieron fondo en la bahía de Cartagena. Saltó a tierra Ansúrez con su hija, y sin tomar respiro subieron a su habitual residencia, que era una vetusta casa no lejos de la Catedral Antigua, situada en punto culminante, desde donde se gozaba la vista del puerto y de los dos gigantes castillos que lo custodian: Galeras y San Julián.

Apenas instalado en su domicilio, se ocupó Diego en reanudar sus negocios, enterándose de la situación de los faluchos. La ausencia del amo había embarullado las cuentas, y para ponerlas en claro hacía falta paciencia y actividad. Dejaremos ahora en estos afanes al pobre naviero, para decir que la casa donde hija y padre vivían era la de un compadre y amigo llamado Roque Pinel, socio de Ansúrez en otro tiempo, y a la sazón ocupado en la compra y embarque de esparto. La cordialidad y buena armonía entre ambos mareantes no se alteró nunca. Habían sido compañeros en el servicio del Rey, y juntos corrieron, en la navegación y el comercio, aventuras borrascosas, con varia fortuna. Cuando Ansúrez vivía en Cartagena, llevaban a medias los gastos de la casa, y del gobierno de esta cuidaban la esposa y hermana de Pinel, dos mujeres cincuentonas, sentadas y de gran disposición para el caso. Bien podía confiarles Ansúrez la custodia de Mara en sus ausencias. Contaba con la docilidad de su hija, que aún ceñía falda de adolescente. Pero el padre recelaba que, en llegando a mujer hecha, no había de ser tan fácil retenerla en una disciplina rigurosa. Al propio tiempo, no estaba nada satisfecho de la educación de Mara, limitada, por aquellos días, al leer correcto, a un mediano escribir y deficientes nociones de Aritmética. Pensaba el celtíbero en un buen colegio de doncellas, o en escuela regida por monjas aseñoradas, que la instruyeran y la pulimentaran en todo lo concerniente a dicción, etiqueta y modales.

Antes que me pregunten por Belisario, diré que Ansúrez le consiguió trabajo en la descarga de carbón, con lo que se puso el hombre más negro que lo estaba en el instante de su aparición en el camino. Después fue recomendado a una empresa de hornos y fundición en las Herrerías, y allí ganó dinero y se hizo querer de sus patronos. No se asombraron poco Ansúrez y Mara cuando le vieron entrar en su casa lavado y bien vestido, en tal guisa, que tardaron en conocerle, según venía de limpio y elegante. Sus trazas de caballero iban bien con el habla fina que usaba, y con los dejos líricos que del alma le salían a poco interés y calor que tomara el diálogo. Lo más substancial que dijo en aquella visita fue que había empezado estudios de pilotaje en la Escuela de Cartagena, y que por necesidad continuaba en las Herrerías, sin otro objeto que ganar algún dinero con que emprender vida más de su gusto; o en otros términos, para mayor claridad, que él pedía el auxilio de Vulcano para obtener los favores de Neptuno. Sonriendo miró Mara a su padre, como interrogándole acerca de aquellos señores Neptuno y Vulcano, que ella jamás había oído nombrar. Concluyó en aquella ocasión, como en otras, la visita de Belisario con las donosas burlas que hacía la chica del sutil lenguaje del americano, sin que por ello lograra enojarle, como sin duda se proponía; antes bien, llevábale a mayor admiración de ella y a más desenfrenado lirismo.

Bien entrado ya el 62, se supo que Belisario se había embarcado para Marsella en un buque francés que dejó en Cartagena cargamento de guano. Por Navidad del mismo año, le vio Ansúrez en Palma vendiendo azafrán y comprando almendra. El 63, reapareció en Cartagena, vestido con singularidad, el rostro demacrado y tristón, como si convaleciera de una enfermedad penosa. Sus operaciones mercantiles no salían entonces del terreno espiritual: comerciaba con las Musas, y sus remesas eran poesías, que más de una vez aparecieron en los periódicos locales. Los entendidos en estas cosas aseguraban que las odas, silvas, canciones y elegías del americano no carecían de mérito, y algunos vates cartageneros las ensalzaban hasta el cuerno de la luna. Sus defectos eran sus cualidades prodigadas con hinchazón y superabundancia por una fantasía sin freno. Abusaba indiscretamente de los ángeles, de la espléndida flora tropical, y de las conversaciones tiradas que sostienen los astros del Cielo con los átomos de la Tierra. Todo esto pasó arrastrado por la corriente undosa de la literatura periodística, que lleva y derrama las ideas en el mar del olvido. Del mismo modo pasó Belisario, que desapareció de Cartagena sin despedirse de nadie, ni decir a dónde iba con sus estrofas y su acentuada personalidad.

En los comienzos del 64, volvió el peruano a dar señales de vida, y ello fue por una carta que de él recibió Ansúrez en Alicante. Decíale que acababa de salir del Hospital, no bien repuesto aún de una fiebre maligna. Movido de su buen corazón, hizo Diego por él lo que podía, y partió a Valencia, donde estaba la gentil Mara perfilando su educación bajo la férula de las Madres Ursulinas de aquella ciudad. Los quince años de Mara eran espléndidos: pasaba de la adolescencia a la juventud con arrogancia de conquistadora. Sus hechizos inspiraban miedo a las Madres, miedo también al padre, y sin dejarse ver fuera del convento, eran conocidos y celebrados por obra exclusiva de la fama. Ni el fuego ni la hermosura pueden estar ocultos.

En Septiembre del mismo año, dio Ansúrez por finiquitado el pulimento de la señorita, y se la llevó a Cartagena. Creía el buen hombre que las Ursulinas habían puesto a su hija como nueva, y que esta era un prodigio de ilustración y un lindo archivo de conocimientos. Grandemente se equivocaba, porque Mara, descontado el barniz leve de cultura que le dieran las monjas (nociones farragosas del arte gramatical y de la ciencia de la cantidad, un poquito de francés mascullado y un imperfectísimo tecleo de piano), salía del convento tan rasa y monda de saber como había entrado, con bastantes malicias y astucias de más, y su cándida ingenuidad de menos. Algo de esta recobró al volver a su casa, porque no disimulaba el desafecto que en su corazón dejaron las Madres.

Ansúrez no se cansaba de admirar el ligero barniz, que pronto habría de deslucirse y perderse, y encantado con su hija, no veía en la sociedad de sus iguales hombre digno de ella. Y está de más decir que Mara tuvo en Cartagena, al presentarse acicalada y bruñida de lenguaje, un éxito loco. Muchachos de diferentes vitolas y abolengo la cortejaron, sin que ella saliera de su mónita constante: enloquecer a todos, y no dar esperanzas a ninguno. Cobró fama de ambiciosa y de picar demasiado alto. Con las gracias discretas nuevamente adquiridas se juntaban, en delicioso revoltijo, los donaires que se le pegaron en la tierra andaluza... No había criatura que exhibir pudiera mayor conjunto de seducciones mortíferas, ni que impusiese más terror a los que la sitiaban con solicitudes amorosas. Su talle sutil, su gracioso andar, sus decires prontos, que tenían por manantial la boca más fresca y bonita que podría imaginarse, su rostro trigueño a lo Virgen de Murillo, se grababan en la retina y en el corazón de infinidad de jóvenes que vivían desconsolados y como almas en pena.

Por aquellos días, que en buena cuenta eran los de Octubre del 64, resurgió Belisario en Cartagena bien vestido y con cierto mohín misterioso, dejando entrever que un magno asunto secreto y de universal importancia movía su voluntad. Algunos le creyeron conspirador, y en verdad lo parecía por la sutileza con que esquivaba su persona. Pronto le llevaron a Diego Ansúrez el soplo de que el peruano había venido en requerimiento de Mara, y que de noche rondaba la casa disfrazado de marinero. Acechó Ansúrez; tomó lenguas de los vecinos y de las mujeres de la casa, y si no pudo echarle la vista encima al caballero rondador, supo de un modo indudable que había cambio de cartitas, y que a las manos de Mara, por impenetrable conducto, llegaban voluminosos paquetes de prosa y verso.

Saber esto y volarse el honrado marino, fue todo uno, y en su furor corrió derecho al descubrimiento de la verdad, encerrándose con su hija, e interrogándola de forma ruda y pavorosa, que no era para menos la rabia que el celtíbero sentía. Atemorizada, negó al principio Mara; pero la verdad que le llenaba el alma pudo en ella más que el disimulo, y al fin, con la fuerza de dicción que da un sentimiento poderoso, declaró de lleno que el peruano la quería, y que ella... le había hecho dueño de su corazón, con inquebrantable propósito de ser de él o de nadie. Larga y penosa fue la escena, y en ella hubo de todo: gritos, amenazas, lamentos, truenos furibundos en la boca del padre, y un río de lágrimas en los ojos de la señorita. Repetido por la noche el sofión, presentes Pinel y las dos señoras, hablaron todos con tal vehemencia, afeando el amor de Mara, que la pobre muchacha quedó sobrecogida y muda. Creyeron que la habían convencido; pero no fue así: más fácilmente se apaga un volcán que el incendio de un corazón enamorado.

Dos días después, hallándose Ansúrez en la correduría que despachaba sus buques, se le presentó de improviso Belisario, y sin preámbulos ni retóricas baldías, en prosa categórica y llana, le dijo: «Vengo, amigo Diego, a pedirle a usted la mano de su hija». ¡María Santísima, qué cara puso el celtíbero al oír lo que juzgaba disparate, blasfemia o cosa tal, qué relámpago de ira echó de sus ojos, qué sarta de vocablos feos y sacrílegos de su boca! Repitió el peruano fríamente su demanda; mas antes de que concluyera, corrió hacia él como un león el enconado padre, y acudieron los allí presentes a sujetar a uno y otro, salvando de un grave estropicio al poeta mareante. Dueño este de sí mismo, y conservando la serenidad que había perdido su enemigo, declaró que Mara sería suya, quisiéralo o no el señor Ansúrez, porque la ley de amor, más alta y fuerte que todos los respetos humanos, había de cumplirse. Amor es ley del universo, y la autoridad paterna es ley social. Amor es fuerza creadora que engendra la vida y perpetúa la Humanidad; las leyes sociales que contrarían el amor son esencialmente destructoras como instrumentos de muerte. Estos y otros desatinos y razones enfáticas dijo en un tono y cadencia que sonaron a verso en los oídos de los hombres de mar. Terminó la reyerta con groseras burlas de las retahílas del americano, y a empujones le lanzaron a la calle ignominiosamente. «Soy solo contra todos -clamaba-, y no es bien que me traten así...».

Ansúrez, sin que sus amigos le soltaran de la mano, quedó en la correduría braceando como loco furioso, y repitiendo las maldiciones y amenazas con que desfogaba su ira. «¡Ajo, dar mi hija a un coplero!... ¡Ajo, maldito sea el instante en que los ojos de ese bigardo miraron a mi niña!... ¡Si no me lo quitan, lo estrangulo!... ¡Suéltenme, que quiero tirarlo al agua con una piedra trincada al pescuezo!...». No se calmó hasta que regresaron los que se habían llevado a Belisario, y le dijeron: «No te sofoques, Diego, ni hagas caso de ese silbante. Hémosle metido en el bote del vapor sardo, donde está de mayordomo. Descuida, que a tierra no ha de volver. Ya tienes al vapor desatracado y listo para salir a la mar». A pesar de esta seguridad, no tuvo sosiego Ansúrez hasta que vio salir el vapor sardo... Aún rondaba su alma un recelo inquietante. Aguardó la vuelta del práctico que había sacado al vapor, y las referencias de este diéronle la certidumbre de que el aventurero gandul navegaba con rumbo a Génova.

En los días siguientes observó Ansúrez en su hija tan serena placidez, que la irritación y suspicacia motivadas por el suceso de la correduría se desvanecieron completamente. Después, tuvo que ir a Mazarrón a tratar de un transporte de plomos, y regresó a los dos días en un vaporcito costero. Al saltar a tierra, le recibió su amigo Roque Pinel con la cara larga y afligida que suelen poner los que se ven obligados a dar una mala noticia... No sabía el buen hombre cómo empezar. Sus palabras balbucientes, el tono lacrimoso y fúnebre con que las pronunciaba, levantaron en el alma de Ansúrez una onda de terror, que le cortó el aliento. Desgracia inmensa y repentina había ocurrido en su casa. ¿Estaba Mara enferma?... ¿Se había muerto quizás? Echole Pinel el brazo al cuello, y anduvieron juntos algunos pasos... Sacando fuerzas de flaqueza, pudo decirle, no que Mara se había muerto, ni aun que estaba enferma, sino que buena y sana se había escapado de la casa. ¡Jesús!... fugada, sí, de la casa y de la ciudad... ¡Jesús, Jesús!... arrebatada por el gavilán americano.