La vuelta al mundo en la Numancia/XII

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XII

¡Albricias, llegó el Marqués de la Victoria!... Saludada con gran festejo fue su presencia en Puerto del Hambre. ¡Volvían los compañeros perdidos en el Océano! ¡La fragata tenía ya carbón para proseguir su viaje!... Sin tardanza, fondeado el caballero sirviente a estribor de la dama, se procedió a meter el combustible en las carboneras de esta. Todo el domingo, que era Pascua de Resurrección, se empleó en esta faena, sólo interrumpida en la hora de la Misa y lectura de Ordenanzas después del Oficio. Don José Moirón despachó la Misa con prontitud, y el sermón militar de las obligaciones del soldado fue también muy breve. Todo el tiempo era poco para trasbordar el combustible. La Oficialidad de ambos buques, no teniendo nada que hacer a bordo, realizó su expedición al río San Juan, sin ver nada de interés, ni hombres ni animales. Los salvajes no parecían. La Naturaleza misma se recluía tierra adentro, avara de sus tesoros de fauna y flora, si algunos tenía. Volvieron los españoles a los barcos con el alma a los pies, desengañados de toda pasión geográfica y exploratriz, y pasaron el tiempo de estadía en el Puerto del Hambre, desmintiendo este lúgubre nombre con los buenos víveres que una y otra nave traían. Los días acortaban ya tristemente, como días vecinos al polo en aquella estación, que era el otoño austral... A las cuatro de la tarde se iniciaba el crepúsculo, anunciando ya las prolongadas noches invernales. Espesa penumbra caía sobre la tierra; el cielo tomaba un tono plomizo: cielo y tierra se vestían de un luto angustioso que avivaba en los corazones el amor y el recuerdo de la patria lejana, radicante en la más risueña porción del globo.

Partió la fragata el 19 de Abril, despidiéndose con fraternal emoción de su caballero sirviente, que a Montevideo se volvía. La nave acorazada emprendió sola su marcha por aquellos canalizos y desfiladeros, lo que fue temeridad grande; mas para tal empeño bastaba el esforzado corazón del soldado de mar que la mandaba. Día claro y sereno favoreció el paso de la Numancia frente al morro de Santa Águeda, donde el paisaje tomó las formas más imponentes y majestuosas. En aquel punto humillan los Andes sus moles ante la mordedura del mar, que las socava y desmorona. Por estribor veían los españoles, a lo lejos, el grandioso espectáculo de las cimas nevadas; de cerca, los cantiles abruptos, las masas rocosas cortadas como a pico, hurañas y resecas, con vagos toques de vegetación en algunas encañadas; por babor veían la Tierra del Fuego, merecedora de tal nombre si se le añadiera el calificativo de apagado. Era como un volcán, como un avispero de cráteres fríos, vestigio y estampa de los más terribles cataclismos geológicos. La vista de aquellas extrañas formaciones causaba espanto, sugiriendo la idea de un planeta muerto, perdido en los espacios siderales... Para que pudiera participar de la admiración general, sacaron de su camarote al Segundo, don Juan Bautista Antequera, obligado a quietud por la soldadura de la pierna, y muy bien acomodado en una colchoneta, le subieron al Alcázar. Allí estuvo largo rato, y sus ojos, desperezándose de la obscuridad del encierro, no se hartaban de ver tanta maravilla.

Hizo alto la fragata en el fondeadero de Fortescue. Tras ella venía una corbeta de vapor, que resultó ser peruana, de guerra. América era su nombre, y había sido construida en Francia. Fue mirada con recelo; se pensó en disparar sobre ella; pero al fin nada sucedió. La corbeta dejó caer su ancla por estribor de la Numancia. Esta levó muy temprano, al día siguiente, y atravesó la más estrecha angostura de todo el paso de Magallanes. Viéronse aquel día más próximos los elevados montes patagónicos, coronados de nieve, y los hilos de agua que al derretirse la nieve venían saltando por innumerables cañadas y repliegues, juntándose luego para formar risueñas, espumosas cascadas. El paso llamado Crooked-Reach es tan angosto, que los navegantes creían tener al alcance de su mano los dos cantiles de izquierda y derecha. La fragata marchaba con cuatro calderas, gallarda como nunca, orgullosa de sí misma, mirándose en las claras aguas, mirando también su sombra en las rocas del Norte. Dijérase que todos los ánades y pingüinos de la región se habían dado cita en aquel paso, porque precedían a la nave como señalándole el camino, y luego levantaban el vuelo al ver de cerca el espolón y oír el golpetazo de la hélice batiendo el agua. También aparecieron cetáceos monstruosos, nadando delante y a los costados de la embarcación, y festejando a esta con el surtidor que sus furiosos resoplidos lanzaban al aire. La fragata no parecía insensible a estas demostraciones de la fauna marítima, y surcaba las ondas con mayor prepotencia y majestad. Era la diosa Anfitrite, esposa de Neptuno, que paseaba por su reino precedida y escoltada por la corte de sirenas, tritones y bestias marinas.

Al décimo día de entrar en el Estrecho, salió de él la Numancia. A las cinco de la tarde del 21, con mar sosegada y atmósfera densa que ofuscaba los términos lejanos, la fragata señaló a babor el Cabo Pilares. Era el extremo occidental del paso y la última tierra del Sur magallánico, la más desolada que podría imaginarse; tierra que parecía obra de maldiciones y engendro de pesadilla. Las conglomeraciones basálticas, de soñadas formas nunca vistas, hacían creer que aquel extremo del mundo era el osario en que los siglos, terminada la monda total del planeta, habían arrojado todos los esqueletos de animales paleontológicos.

Franqueado Pilares, entraron los españoles en mar libre y ancho. Fue para todos descanso y orgullo. Por un canal de más de cien leguas, erizado de peligros, habían conducido la mayor nave que hasta entonces se aventuró a pasar por allí. Bien podían envanecerse, aunque el caso no era milagroso, sino una feliz aplicación de la sintética proclama de Nelson. Todos, desde el Comandante al último marinero, habían cumplido su deber... Y adelante, adelante, en busca de la ocasión de nuevos deberes que cumplir... Sin contratiempo navegó a hélice la fragata, con rumbo Norte, hasta los 40 grados de latitud, en que hallando mejor mar y los vientos generales del Sur, apagó calderas y largó todo su aparejo. Nunca estuvo Anfitrite tan bella como cuando surcaba las aguas del Pacífico, con todo el flameante adorno de su ropaje aéreo. Sus airosas cabezadas expresaban el contento suyo y de todos los tripulantes, que con ella se identificaban y ponían los latidos de su corazón al compás de los pasos de ella en el ancho mar. La normalidad placentera de la navegación no se interrumpió en aquella etapa: todos vivían alegres, contemplando de día, por estribor, el gigantesco murallón de los Andes, y aun los menos instruidos sabían leer en aquellas moles alguna estrofa de la leyenda hispánica.

Visibles fueron los efectos del gradual ascenso de la temperatura: los pocos enfermos que a bordo había se restablecieron, y el mismo Binondo, que en el Estrecho estuvo a punto de liar el petate, mejoró notablemente, como si quisiera entrar en la séptima vida que, según el dicho popular, gozan los marinos. Aún no podía el hombre valerse; pero respiraba mejor, señal de que se le iban calafateando los deteriorados bofes, y todos los días, a la hora de más calor, le sacaban a cubierta en una silleta, y allí le dejaban parloteando con sus compañeros. En estos solaces de convaleciente habló de asuntos diversos con su amigo Ansúrez; pero de aquellos coloquios sólo se cuentan aquí los pertinentes al caso de Mara.

«Poco a poco, Diego -decía Binondo extendiendo el brazo-: no eches sobre mí más culpa de la que tuve en el latrocinio de tu hija... que bien mirado, no fue tal latrocinio, sino cumplimiento de la ley de Dios, que dice: 'antes que dejar morir a vuestras hijas, dejad que se vayan con sus novios...'. Esto ha dicho Dios, y a mis oídos llegó la voz divina, por la cual fui movido a dar aquel paso... Que venga don José Moirón, que venga el santísimo Capellán, y él te dirá si este mandamiento que te digo no es tan de ley como otro cualquiera...».

-Bueno; ley de Dios será... Pero no tenemos por qué llamar al Cura; que esta ropa sucia, José, en casa debemos lavarla... ¡Tú a encandilarme con tus leyes de Dios, ¡ajo!, y yo a no dejarme encandilar!... Mi sentido natural me dice que no es ley de Dios, sino del diablo, tomar dinerales por favorecer la fuga de la niña con aquel bandido.

-Poco a poco, Diego, poco a poco. No te niego la verdad. Pero has de saber que no fueron dinerales lo que tomé, sino una triste onza de oro...

-¿Triste la llamas? ¿Pues no valía diez y seis duros?

-Los valía, sí... Llamo triste a la onza, porque fue poco estipendio para lo que hice. Toda la noche estuve en vela, fingiendo que pescaba... Los carabineros me habían echado el ojo encima; yo no hacía más que bogar hacia afuera, y volver y escurrirme a la sombra de la batería de San Leandro. Pues tomé la onza... no quiero dejar de decirte toda la verdad... la tomé porque me hacía mucha falta... como que aún estaba debiendo las visitas del médico y el entierro de mi niña... ¡Ay, Diego de mi alma, no puedo nombrar a mi ángel sin que me salte el corazón y se me corte el resuello! ¿Ves? Ya estoy llorando... No hay consuelo para mí... Y ahora, con esto de que voy escapando de la muerte, mi pena es mayor, porque yo estaba muy satisfecho de morirme, por el gusto de ver pronto a mi niña, la mona de Dios... y recrearme en aquel rostro de clavellina parda, y en el habla bonita, y en el cuerpo salado, tan salado y gracioso, que me río yo de los ángeles...

-No llores, José... Como algún día has de morirte, y verás a tu Rosa entre los serafines, resígnate por hoy a seguir viviendo... ¡Ajo!, no eches más babas ni mojes el pañuelo. Cuéntame cómo embarcó la niña en tu lancha; qué dijo...

-Antes tengo que repetir que la onza no fue más que una corta ofrenda para mi alcancía. La tomé por no desairar. Verdad que después, a bordo de la goleta, me dio don Belisario diez duros más... ¿Pero qué son diez duros para un servicio tan arriesgado...? Y el peligro fue tremendo... Los carabineros no me quitaban el ojo... Tu niña llegó a las piedras de Santa Lucía, único sitio donde podía embarcar de noche, acompañada de don Belisario y de la Venancia... ya sabes, la Venancia. Esa sí cogió buen dinero... De aquí estoy viendo la pastelería que ha puesto esa ladrona en la calle de la Caridad... la veo, la veo, Diego... Y cuidado que hay distancia del Pacífico, 33 grados latitud Sur, a la pastelería de Venancia, 38 grados latitud Norte. Pues la veo: cree que la veo.

-Avante en popa, y no barloventees más.

-En brazos cogió a la niña el caballero, y de sus brazos pasó a los míos, que la pusieron en la lancha... De un brinco embarcó don Belisario. Despidiéronse de Venancia. Trinqué yo los remos, y me puse a bogar en silencio, arrimado a tierra, buscando la sombra del monte... Te diré, buen amigo, para tu satisfacción, que no había dado yo tres paladas de remo, cuando la niña rompió a llorar con tanto sentimiento, que me río yo de la Magdalena. El caballero quería consolarla: ya sacaba estas razones, ya las otras... que Dios, que el amor, que la felicidad... y luego unas retóricas ahiladas que no entendí, pues tales términos, comparanzas y sutilezas no había oído yo en mi vida. Mara, tan aferrada a su aflicción que no se quitaba de los ojos el pañuelo, decía: «Mi padre, ¡ay!, mi padre». Y él le echaba el brazo por los hombros, y apretándola con agasajo, respondía: «Tu padre será mi padre; pero él no quiere serlo... Pagará su soberbia... Después le perdonaremos». En fin, Diego, no puedo repetirte su hablar finísimo, porque usaba expresiones que mi boca no sabe pronunciar. La sustancia de aquel relato era esta, verbigracia: «El amor, que viene a ser el rey, emperador o no sé qué de todito el mundo terrestre y universal, te condenaba por bruto y descastado a... Diantre, a ver si me acuerdo... Pues te condenaba a la pena de perder a tu hija por tal o cual tiempo...». En fin, Diego, que te daban el trago de amargura para traerte luego los dulzores de volver a Cartagena casados y con guita... ¿Te vas enterando?... Yo no puedo referírtelo palabra por palabra. Sí te digo que a la niña se le aplacó el duelo con los abrazos que le daba el novio, echándole en la misma oreja este bálsamo: «Te juro por mi madre que volveremos... volveremos en tal condición, que tu padre se alegre de recibirnos». Luego miraba para las estrellas, y moviendo el brazo con ellas hablaba... A la mar le echó también una gran bocanada de términos que sonaban muy bien, como una musiquilla de cantares... En esto, llegamos a la goleta: subieron ellos, yo detrás.

»Poco tiempo estuvo la niña sobre cubierta, porque don Belisario y el capitán la llevaron a un camarote, y en él la escondieron, por lo que pudiera tronar. Yo esperé al caballero, porque así me lo mandó. Al cuarto de hora le vi aparecer en cubierta; llevome a la borda, desde donde se veía Cartagena, más que por sus casas, torres y murallas, por las luces del alumbrado público; y señalando a la ciudad, dijo: «¡Ahí te quedas, Cartagena! ¡Ahí te quedas, Ansúrez!... Entré con paz, y me mirasteis como enemigo... Al padre me llegué con el corazón en la mano, y el padre me echó la zarpa para ahogarme. No hay paces con los bárbaros. Mara no es de su padre, sino mía. Él le dio la vida corporal, yo le doy la vida del espíritu...». No puedo explicártelo, porque las palabras que dijo en aquellas proclamaciones son de esas que no se quedan en la memoria. Lo que sí recuerdo bien es esta frase: «Pues quisiste guerra, guerra te doy, brutal Ansúrez. Ya puedes echarte a llorar hasta que volvamos...». Luego que dijo lo que te cuento, nos despedimos. Me pidió juramento de no contarle a nadie lo que había pasado, y yo se lo di... digo que juré, haciendo la cruz, porque así me lo mandaba mi conciencia. Y él también tuvo conciencia, porque al despedirme metió mano al bolsillo y diome los diez duros, que... ahora recuerdo... no fueron diez, sino veinte, o hablando con toda verdad, veinticinco, plata y dos monedas de oro, isabelinas... Ya ves que no te oculto nada. Cuando yo a tierra me volvía poco a poco, pensaba en mi pobre niña difunta, ¡ay!, en aquel ángel. ¡Que no hubiera yo podido hacer con ella lo que hice con la tuya, Diego!... Dársela al novio, echarla en brazos del novio para que gozaran de su juventud... Para mí no había consuelo... yo bogaba con pereza, y mis pensamientos iban al compás de los remos. En el cielo como en el agua oía la voz del Divino Jesús, diciéndome: «Que no mueran las hijas; que se vayan, que se vayan con sus novios».