Las balas de Santo Domingo

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LAS BALAS DE SANTO DOMINGO



El hermano José fué desde niño un santo; no salía de los rincones. Con su cabeza alargada y el pelo al rape, su cuerpecillo endeble, su cara como un filo de guadaña, tal lo enjuto de los carrillos y lo salido de su frente y mentón, con unos ojazos negros que daban más filo a la guadaña, hubiérase dicho un pequeño asceta. — Ven acá, gaznápiro; ven a jugar, decíanle los chicos. Pero el hermano José era tímido y todo poníale mucho temor.

El niño de tez trigueña, larguirucho y medroso, llegó a sus diez y siete años con sus trabajosos grados escolares y con una obsesión de incienso, de imágenes, de claustro y de sagrados ropajes.

—Madre, dijo un día a Doña Leocadia, yo quiero ser dominico...

—Pero, hijo mío, y por qué no franciscano, que ahí está tu padrino, el padre Agapito?

—No, madre, yo quiero ser dominico.

Buen trabajo dióse Doña Leocadia para obviar los inconvenientes de modo que su hijo entrara en el convento de sus predilecciones. El prior miró al niño, le escrutó, le penetró, y después de una observación y disciplina a que fué sometido ingresó en el convento.

Inmenso fué el gozo del muchacho al verse con un vestido talar de un negro botella a fuerza de viejo, como que fué del prior, después de otro padre, y finalmente exhumado y achicado para dar carácter al venturoso José.

La vocación del neófito se trocó en el convento en una exaltación, en una llama. Todas las disciplinas de la vida conventual las abrazó el lego con musitado ardor. Fué por eso que su confesor llegó a ser una víctima. Nunca se sentía el hermano José bien confesado, teniendo el padre Bonifacio (el confesor de los novicios) que esconderse del lego, pues el hermano José andaba siempre detrás de su padre espiritual para reconciliarse de culpas ligeras u olvidadas.

Cuando ayudaba a misa siempre quedábale algún escrúpulo de conciencia: o tomó mal el misal, o tropezó al alcanzar las vinajeras, o rozó la casulla del sacerdote al pasar.

A los cuatro meses de vida claustral el padre José parecía un espectro; tales eran los castigos y ayunos que imponía al cuerpo en su afán de santidad.

En conocimiento el prior del grave trance sometió el caso al experto ojo del médico de la comunidad, quien, medroso también de pecar, sólo agravó la situación con algunas purgas y más ayunos.

Fué entonces que el padre Bonifacio, espíritu avisado y de excelente apetito, quiso poner coto a tan alarmante situación. "Tú no haces lo que Dios nos manda, dijo un día en el confesonario al macerado José. El nos manda vivir, y si no nos alimentamos no viviremos... Si comemos, amaremos mejor al Altísimo, oraremos con más fervor y resistiremos mejor las malas inclinaciones..."

El hermano José sintió que de la vieja madera del confesonario se desprendía un olor a marmita humeante, que él rechazó cerrando fuertemente los ojos.

Pere el Diablo mete la pata en las cosas del señor. Era sábado y se debían comer en Santo Domingo las albóndigas de ritual. El hermano Benedicto, cocinero de la comunidad, ponía en este potaje singulares esmeros: la carne más tierna, las mejores pasas de Corinto, las más puras especias, el vino añejo, algunos recortes de pan ázimo, el aceite de olivas eran la base de las deliciosas albóndigas que, dispuestas en fuentes de viejísima plata, parecían manzanas confitadas.

El hermano José miró las albóndigas que dese chó tantas veces y se le hizo agua la boca. Se sirvió una, y se sirvió otra, y cuando iba a dejar se encontró con la mirada del padre Bonifacio que le decía: — Come! — Y se sirvió dos más... Y tomó vino...

Concluída la cena se dijo el rezo de práctica y el hermano José se dirigió a su celda. A pierna suelta durmió el bendito lego al principio. Pero a la media noche sintióse desasosegado, un sudor frío mundaba su frente. A primera luz abandonó el lecho. Había tenido una pesadilla: las balas de las torres habían sido robadas y él no pudo gritar, no pudo llamar para evitar el sacrilegio, las palabras no le salían de la garganta. Así atormentado, con la boca amarga, los ojos inyectados, la cabeza pesada, rezó, se aseó y salió de la celda a cumplir con las obligaciones cotidianas.

El misterio del alba, el silencio, ese recogimiento de los espíritus en el crepúsculo del nuevo día afianzó la quimera. Fué por eso que cuando el hermano José vió al padre prior que salía de su celda para decir su primera misa, corrió hacia él y postrándose le dijo:

—Padre. Anoche robaron las balas de las torres y yo no lo pude evitar!...

El prior quedó azorado.— Han robado las balas..., balbuceó —. Y siguió su camino, mientras el hermano José permanecía de hinojos.

Levantóse al fin el lego con la cabeza ardiendo, tembloroso, y se echó en un escaño, como aturdido... Pero comenzaban ya a entrar chorros de sol por los viejos ventanales. El hermano José miró la luz y su semblante comenzó a colorearse, sus manos frías comenzaron a calentarse... y parecía que en su cabeza abríanse también ventanales con sol... Dió entonces un salto. Dudaba... No sería todo un sueño?... Echó a correr en dirección a la calle, tropezó con el viejo portero y le tumbó. Llegó al atrio, miró hacia las torres, y vió las balas, negras, inmóviles, destacándose como lunares en lo blanco de la fachada. Fuése como una flecha en busca del prior, y, cuando estuvo en su presencia, se postró y le dijo:

—Perdón!... Perdón, padre prior!... Todo fué un sueño... no robaron las balas... Es que pasé mal la noche... comí albóndigas y me hicieron daño...

—Levanta, hermano José, levanta. ¿De qué pides perdón?, le dijo el prior. Si un sueño es una cosa ajena a nuestra voluntad... Efectivamente, el hermano Benedicto hizo ayer un poco durillas las albóndigas. Yo lo pasé también mal: soñé toda la noche que daba tacazos y tacazos sin poder hacer una carambola...