Las inquietudes de Shanti Andía/Libro I

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Las inquietudes de Shanti Andía
de Pío Baroja
Libro I

Libro I

Las condiciones en que se desliza la vida actual hacen a la mayoría de la gente opaca y sin interés. Hoy, a casi nadie le ocurre algo digno de ser contado. La generalidad de los hombres nadamos en el océano de la vulgaridad. Ni nuestros amores, ni nuestras aventuras, ni nuestros pensamientos tienen bastante interés para ser comunicados a los demás, a no ser que se exageren y se transformen. La sociedad va uniformando la vida, las ideas, las aspiraciones de todos.

Yo, en cierta época de mi existencia, he pasado por algunos momentos difíciles, y el recordarlos, sin duda, despertó en mí la gana de escribir. El ver mis recuerdos fijados en el papel me daba la impresión de hallarse escritos por otro, y este desdoblamiento de mi persona en narrador y lector me indujo a continuar. No tenía la menor intención de dar mis cuartillas a la imprenta; pero cuando salió El Correo de Lúzaro todos mis amigos me instaron para que publicase mis memorias en el periódico.

Debía colaborar en la cultura de la ciudad. Yo era uno de los puntales de la civilización luzarense. Nos reímos en casa un poco de estos elogios y comencé a publicar mi diario en El Correo de Lúzaro y a pagar periódicamente las facturas de la imprenta.

Estuve ausente de Lúzaro una semana para llevar mi segundo hijo al colegio, y al volver de mi viaje me encontré con que El Correo había pasado a mejor vida, y mis memorias quedaban colgadas en lo que yo consideraba más interesante. A pesar del interés puesto por mí, nadie se ocupó de saber su continuación, lo cual sirvió para mortificar bastante mi amor propio de literato.

Ahora, mi amigo Cincunegui se ha empeñado en que publique mi diario íntegro. Lúzaro necesita un grande hombre; le es preciso tener una figura presentable ante los ojos del mundo. Desde la muerte de don Blas de Artola, el teniente de navío retirado, la plaza de hombre ilustre está vacante en nuestro pueblo. Cincunegui excita mis sentimientos ambiciosos, quiere mi encumbramiento, mi exaltación; según él, no puedo dejar a mis paisanos en la orfandad en que se hallan; debo llegar al pináculo de la gloria. A mí, la verdad, la gloria no me entusiasma. La gloria no es para los países lluviosos; tener una estatua a orillas del Mediterráneo, en una ciudad de Andalucía, de Valencia o de Italia, está bien; pero ¿qué voy a hacer yo si en premio de este libro me levantan una estatua en Lúzaro? ¿Estar recibiendo constantemente la lluvia en la espalda?

No, no; soy muy reumático, y ni en efigie me gustaría estar así, a la intemperie.

¿Habrá que decir a mis lectores que no tengo pretensión literaria alguna? Ellos lo verán si hojean, aunque sea distraídamente, las páginas de mi libro. Estas cuartillas están escritas en distintas épocas de mi vida y con diferentes estados de ánimo. El sentimiento ha sido. sincero; la forma seguramente, poco hábil. Mi público creo que no me reprochará mi falta de atildamiento. Más que para los jóvenes críticos del casino de Lúzaro, escribo para mis amigos del Guezurrechape de Cay luce (El mentidero del Muelle largo). Soy un marino poco culto, un rudo marino, como dicen en los folletines y melodramas, y de mí no hay que esperar los perfiles literarios de un profesor de retórica.Tambien decían q Ashanti tenia una gran nariz


He tenido fama de indolente y optimista, de indiferente y apático. Basta poseer una reputación cualquiera, buena o mala, para que las personas conocidas por uno vayan poniendo su piedra en el monumento de valor o de cobardía, de ingenio o de brutalidad, asignado a cada uno.

Esta colaboración espontánea adorna los grandes hechos y los grandes caracteres. El uno insinúa:

«Podría ser»; el otro añade: «Se dice»; un tercero agrega: «Ocurrió así», y el último asegura: «Lo he visto...» . De este modo se va formando la historia, que es el folletín de las personas serias.

Según la gente de mi pueblo, la indolencia mía ha sido de esas extraordinarias: borrascas, tempestades, rayos, truenos, nada ha logrado sacarme de mi pasividad habitual.

Se han inventado anécdotas acerca de mi frialdad y de mi indiferencia. Una vez, un juramentado de Filipinas vino a mí, con el yatagán levantado, a cortarme la cabeza; yo le miré y bostecé de fastidio. Es indudable que el fondo mío de pereza, de indolencia, ha dado pábulo a estas historias, no lo niego; lo inaudito para mis panegiristas o para mis detractores sería si oyeran que con frecuencia me lamento de mi manera de ser. ¿De no tener mayor actividad? {De no tener más espíritu de empresa?

No, de todo lo contrario. Ciertamente es una demostración de mi naturaleza cínica e inmoral; pero la verdad ante todo.

La mayoría de los hombres se sienten muy orgullosos de su constancia, de la permanencia de sus propósitos. Son consecuentes como el acero de una brújula rota o enmohecida, y esto les parece una gran virtud.

Saben a donde van, de donde vienen. Cada paso en el camino de la vida lo llevan contado y calculado. Si les escuchamos, nos dirán: «No nos detengamos a contemplar el mar o las estrellas; no hay que distraerse.

El camino espera. Corremos el peligro de no llegar al fin».

¡El fin! ¡Qué ilusión! No hay fin en la vida. El fin es un punto en el espacio y en el tiempo, no más trascendental que el punto precedente o el siguiente.

Debe ser grande el asombro de esos hombres discretos, previsores y sensatos al ver a muchos que, sin preocuparse gran cosa por las revueltas del camino, van llevados en alas de la suerte por iguales derroteros que ellos, y que tienen, ¡los insensatos!, además de la satisfacción de conseguir un fin, cuando lo consiguen, el placer de mirar a un lado y a otro de su ruta y de ver cómo sale el sol y se pone el sol, y cómo brotan las estrellas en el cielo de las noches serenas.

La preocupación por conseguir un fin nos intranquiliza a todos los hombres, aun a los más desaprensivos, aun a los más indolentes, y yo, por mi parte, hubiera deseado vivir todavía más en cada hora, en cada minuto, sin la nostalgia del pasado ni la ansiedad por el porvenir.

Este deseo es consecuencia de mi fondo de epicureísmo y de la decantada indolencia que tanto me han reprochado, y que, sin duda, desarrolla y exagera la vida del marino.

Realmente el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su soledad inmensa nos arrastra a la contemplación.

Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identificarla con la naturaleza.

Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos.

Es un monstruo, una esfinge incomprensible; muerto es el laboratorio de la vida, inerte es la representación de la constante inquietud. Muchas veces sospechamos si habrá en él escondido algo como una lección; en momentos se figura uno haber descifrado su misterio; en otros, se nos escapa su enseñanza y se pierde en el reflejo de las olas y en el silbido del viento.

Todos, sin saber por qué, suponemos al mar mujer, todos le dotamos de una personalidad instintiva y cambiante, enigmática y pérfida.

En la naturaleza, en los árboles y en las plantas, hay una vaga sombra de justicia y de bondad; en el mar, no: el mar nos sonríe, nos acaricia, nos amenaza, nos aplasta caprichosamente.

Si a uno le coge mozo como a mí, le moldea de una manera definitiva, le hace marino para siempre; al que de niño se entrega a su poder con el alma cándida, con la inteligencia virgen, le convierte en su esclavo.

Para el pescador, para el hombre ignorante y sencillo que no puede apoyar sus ideas en las bases de la ciencia, el mar es un tirano, le engaña, le adula, le seduce, le ahoga. Para el pobre marinero, el mar es el súmmum del interés, del encanto, de la variedad. Esos trabajadores míseros cuya vida es una continua lucha y un esfuerzo titánico y desproporcionado, son muchas veces felices, y el mar, su enemigo el mar, el monstruo incomprensible, llena su existencia y hace su felicidad.

Para nosotros los marinos de altura, el mar es principalmente una ruta, es casi exclusivamente un camino. ¡Pero qué camino!

Yo no olvidaré nunca la primera vez que atravesé el océano. Todavía el barco de vela dominaba el mundo.

¡Qué época aquélla! Yo no digo que el mar entonces fuera mejor; no; pero sí más poético, más misterioso, más desconocido.

Hoy, el mar se industrializa por momentos; el marino, en su barco de hierro, sabe cuánto anda, cuándo va a parar; tiene los días, las horas contadas...; entonces, no; se iba llevando la casualidad, la buena suerte, el viento favorable.

En aquel tiempo, todavía el mundo estaba mal conocido, todavía había derroteros tradicionales y una inmensidad del océano en blanco jamás visitado por el hombre. Como el caminante en el desierto sigue las huellas de otro, el marino en alta mar sigue la derrota de los antiguos nautas. Así, los que se dirigían al cabo de Buena Esperanza, al llegar a las islas de Cabo Verde marchaban al Brasil, obedientes a la rutina y al viento, y atravesaban el Atlántico de nuevo.

Entonces, en la mayoría de los buques, se deducía la situación más por conjeturas que por cálculos; los instrumentos de navegación empleados por la generalidad de los marinos tenían errores de grados enteros. Claro que en Londres y. en Liverpool había ya admirables sextantes y círculos de reflexión; pero muchos capitanes no sabían usarlos y navegaban a la antigua.

La variedad de formas y de aparejos era extraordinaria. Todavía se veían en los puertos, alternando con los bergantines y las fragatas vulgares, las carabelas turcas, las saicas grecorromanas, las polacras venecianas, las urcas de Holanda, los síndalos tunecinos y las galeotas toscanas.

Todavía en el mundo había piratas, todavía había negreros, males todos, ¿quién lo duda?, peligros que obligaban al marino a tomar ante los hechos una actitud gallarda. Todos estos riesgos exaltaban la imaginación, aumentaban el valor, daban el pensamiento de luchar contra el mal y de vencerlo.

A la gran barbarie del mar correspondía la barbarie de su servidor el marino; a la brutalidad del elemento salobre, la brutalidad humana. En aquella época, un marino volvía a su rincón con un anillo en la oreja, una pulsera en la muñeca y una cacatúa o una mona en el hombro.

Un marino, entonces, era algo extrasocial, casi extrahumano; un marino era un ser para quien la moral ofrecía otros aspectos que para los demás mortales.

-Te preguntarán cuánto has hecho -decían los padres a sus hijos, que se lanzaban a la aventura-, no cómo lo has hecho.

Y los hijos se hundían en los abismos de la vida intensa, sin preocupaciones ni escrúpulos. La madre casualidad los llevaba por sus ignorados derroteros; el destino, en su misterioso molde, vaciaba esta humanidad y sacaba intrépidos mareantes o feroces negreros, exploradores audaces, o vendedores de chinos. Para aquellos hombres, la moral era una cuestión de paralelo. El mar era el más grande escenario de los crímenes y violencias de los hombres.

Hoy, el mar ha cambiado, y ha cambiado el barco, y ha cambiado también el marino. De aquellas airosas arboladuras que tanto nos entusiasmaban, no quedan más que esos palos cortos para sostener los vástagos de las poleas; de aquellas maniobras complicadas, nada se conserva.

Antes, el barco de vela era una creación divina, como una religión o como un poema; hoy, el barco de vapor es algo continuamente cambiante como la ciencia..., una maquinaria en eterna transformación.

Antes, el capitán era un personaje sabio, un tirano de un poder inaudito, un hombre que tenía que bastarse a sí mismo; hoy es un especialista injerto en un burócrata.

Hoy, es la máquina la impulsadora del barco, algo exacto, matemático, medido; antes, era el viento, algo caprichoso, impalpable, fuera de nosotros. «Llevamos el Ángel de la Guarda en la lona de nuestras velas», me decía don Ciríaco, un viejo capitán de fragata muy inteligente y muy romántico; «llevamos la fuerza en nuestra carbonera», puede decir el capitán de hoy.

El carbón, ese dios modesto, pero útil, ha reemplazado las alas del poético Ángel de la Guarda que llevábamos en nuestras velas, y ha cambiado las condiciones del mar.

Antes, el mar era nuestra divinidad, era la reina endiosada y caprichosa, altiva y cruel; hoy es la mujer a quien hemos hecho nuestra esclava.

Nosotros, marinos viejos, marinos galantes, la celebrábamos de reina y no la admiramos de esclava.

Seguramente, no; el mar entonces no era tan bueno como hoy, ni tan pacífico; pero sí más hermoso, más pintoresco, un poco más joven. La belleza del mundo y del mar dependía en gran parte de su rutina y de su inmovilidad.

El mapa espiritual del universo de aquella época era como un plano de diferentes colores, en donde se apreciaban no sólo las entonaciones fuertes, sino los más ligeros matices.

Hoy, estos matices se pierden; el mundo lleva el camino de confundir y borrar sus colores. Hoy, un japonés es un señor civilizado vestido a la europea; un polinesio va como turista a la Meca, en un magnífico paquebote de quince mil toneladas. La musa del progreso es la rapidez; lo que no es rápido está condenado a morir.

Todo ello es mejor, ¿quién lo duda? Indica más civilización; pero para el que todavía conserva en la retina el recuerdo del mar antiguo, para éste, la confusión moderna es un espectáculo lamentable .

¡Oh gallardas arboladuras, velas blancas, fragatas airosas con su proa levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer!

¡Amable sirena, que te levantabas sobre las olas azules para mirarnos con tus ojos verdes, ya no te verán más!

¡Oh días de calma! ¡Oh momentos de indolencia!

¡Cuántas horas no habré pasado en la hamaca contemplando el mar, claro o tempestuoso, verde o azul, rojo en el crepúsculo, plateado a la luz de la luna y lleno de misterio bajo el cielo cuajado de estrellas!

Tengo que hablar de mí mismo; en unas memorias es inevitable. Además de mi apatía e indolencia, exageradas un tanto por mis convecinos los luzarenses para presentarme como un tipo estrambótico, soy un sentimental y un contemplativo.

Me gusta mirar, tengo la avidez en los ojos; me quedaría contemplando horas y horas el pasar una nube o el correr una fuente. Quizá viviendo en tierra se hubiera desarrollado en mí el sentido musical, como en muchos de mis paisanos; en el mar se ha ampliado, se ha alargado mi sentido óptico.

Muchas veces me he figurado ser únicamente dos pupilas, algo como un espejo o una cámara oscura para reflejar la naturaleza.

Soy, además, al decir de mi familia, un tanto novelero, un tanto curioso y amigo de novedades. Pero ¿qué es la curiosidad -digo yo, para defenderme- sino el deseo de saber, de comprender lo que se ignora?

A mí me gusta ver; y si hay una molestia o un peligro para satisfacer mi curiosidad, no tengo inconveniente en afrontarlo.

Soy también patriota a mi modo. No conozco la historia de España, y realmente no me preocupa gran cosa. Si me preguntaran quién fue Wamba o Atanagildo, me vería en un gran aprieto; pero, a pesar de no conocer nada o casi nada la historia de mi país, cuando después de un largo viaje he visto desde lejos la costa de España, he sentido siempre una gran impresión.

El recuerdo de la patria, y sobre todo de Lúzaro, de este rincón de la costa vasca donde he nacido y donde vivo ha estado siempre presente en mi espíritu. No lo considero como un mérito; no tengo esa tendencia exclusivista de las gentes de mi pueblo. La tierra para el labrador, el mar para el marino. Discutir si esto es mejor que aquello me parece una tontería.

Lúzaro me gusta; pero el haber nacido en él, y el que mi familia haya vivido aquí muchos años, no creo constituya ninguna superioridad.

Pienso lo mismo que un masón a quien conocí en Liverpool. Este masón había llegado al grado treinta y tres, o cuarenta y tres, no sé a cuál; pero al más alto de todos. Los días de fiesta, el hombre se ponía el frac, un mandil y una porción de placas y triángulos, se marchaba a la logia y volvía perfectamente borracho.

En la casa todo el mundo le admiraba, y el buen señor, que era muy ingenuo, me decía:

-Mi padre me hizo ingresar en la logia a los catorce años; tengo sesenta y cinco y he llegado al último grado. La gente le encuentra a esto mucho mérito, pero yo, la verdad, no le encuentro ninguno.

Era un hombre sencillo el honrado masón.

Lo mismo que aquel albañil de la albañilería celeste, me sucede a mí con el mérito de mi familia de haber vivido mucho tiempo en Lúzaro. Esto no es obstáculo para que me encuentre en mi pueblo como en ningún otro.

Muchas veces, en mi camarote, navegando por el Atlántico o por el mar de las Indias, al pensar en Lúzaro sentía el recuerdo intenso de un monte, de una peña, de un hayal. Veía con la imaginación levantarse Lúzaro sobre el mar, con el río que penetra por su flanco, y veía los montes a un lado y a otro llenos de maizales y de robles.

Entonces me gustaba cantar en voz baja, zortzicos y sones de tamboril y, al oírmelos a mí mismo, creía andar por las callejuelas de mi pueblo, oler el olor del heno, contemplar las rocas del Izarra azotadas por el mar, y el cielo azul pálido surcado por nubes blancas.

Se comprende mi entusiasmo por Lúzaro; soy de aquí, y de aquí es toda mi familia. Además, mi vida se puede clasificar en dos períodos: uno el pasado en Lúzaro, en el cual me han ocurrido los hechos más trascendentales y más agradables de mi existencia; otro, el del mar, en el que no me ha sucedido nada, por lo menos nada bueno, y en el que he vivido con el corazón frío y la retina impresionada.

Mi familia ha sido de Lúzaro, y ha sido de marinos. Sobre todo, por parte de mi madre, por los de Aguirre, la genealogía marítima es abundante e inacabable.

Mi padre, Damián de Andía, fue también capitán de barco. Murió en el mar, en el canal de la Mancha.

Una noche, cerca del Finisterre inglés, naufragó la corbeta que mandaba, la Mary-Rose; sólo un marino pudo salvarse.

A pesar de que yo era muy niño, recuerdo bastante bien a mi padre. Era un tipo indiferente y algo burlón; tenía la cara expresiva, los ojos grises, la nariz aguileña, la barba recortada; por mis informes debía ser un tipo parecido a mí, con el mismo fondo de pereza y de tedio marineros; ahora, que no era triste; por el contrario, tenía una fuerte tendencia a la sátira. Sentía una gran estimación por las gentes del norte, noruegos y dinamarqueses, con quienes había convivido; hablaba bien el inglés, era muy liberal y se reía de las mujeres.

Parecía haber nacido para burlarse de todo y para encogerse de hombros; pero su sátira no encerraba veneno; se reía sin amargura y sin pena.

Era de estos vascos que dejan todo su lastre de intolerancia y de fanatismo al pisar el primer barco. Había echado la sonda en la sima de la estupidez y de la maldad humanas y sabía a qué atenerse.

Mi abuela no se entendía bien con él y arrastraba a su hija, a mi madre, a ponerse en contra de su marido. Sin duda el instinto de suegra le cegaba.

Él cedía, riendo, y mi abuela rabiaba.

Cuando mi padre llegaba a Lúzaro se reunía con otros pilotos, marineros y pescadores, y charlaba con ellos, y algunas veces cantaba y alborotaba, en su compañía, por las calles.

Todos los que le conocieron me han asegurado que era un hombre de gran corazón. He sentido siempre una gran pena por no haberle llegado a conocer. Hubiéramos sido buenos amigos.

Mi abuela, doña Celestina de Aguirre, no quería a mi padre; después de pasados muchos años le he oído hablar en contra de él. Es muy triste que el rencor de las personas alcance hasta los muertos; pero ¿quién no tiene algo de podrido en el alma?

Los motivos de mi abuela para no querer a mi padre eran un tanto lejanos. Mi padre había nacido en Elguea, pueblo rival de Lúzaro. Para mi abuela, las tres millas y media de costa que hay entre Lúzaro y Elguea separan dos mundos aparte: la seriedad de los de Lúzaro, de la petulancia, volubilidad y fatuidad de los de Elguea.

Otra causa de enemistad de doña Celestina para su yerno provenía de ser mí abuela paterna hija de un quincallero suizo, establecido en Elguea.

Doña Celestina había conocido a la hija del quincallero en su juventud, cuando las dos eran solteras, y parece que se desarrolló entre ellas una gran antipatía.

Para doña Celestina, la sangre del quincallero suizo me ha perdido; el bazar, con sus aros y sus pelotas de goma, ha perturbado la marcha del severo barco con sus velas y sus anclas. Mi abuela me dijo muchas veces de chico que yo salía a mi padre. Entonces no podía comprender bien la terrible acusación encerrada en esta semejanza.

Mi abuela tuvo siempre grandes ambiciones escondidas, el orgullo del nombre, y un amor extraordinario por su abolengo. Para ella, la familia de los Aguirre constituía lo más selecto de la raza, y la profesión de marino, por ser la más frecuente entre los de su estirpe, era aristocrática y distinguida por excelencia.

Doña Celestina, en su fuero interno, debía suponer que las demás familias de Lúzaro, exceptuado dos o tres, habían nacido como los hongos, entre la hierba, o que quizá sus individuos estaban modelados con el fango del río.

No era fácil convencer a mi orgullosa abuela de que no tenía precisamente una gran trascendencia para el mundo el que un Aguirre apareciera o no apareciera en Lúzaro en el siglo XV. A doña Celestina le parecía todo cuanto se refiriese a los Aguirre de una capital importancia, y no sentía ningún escrúpulo en mentir, si era para mayor gloria de su familia.

De vivir hoy, ¡cómo se hubiera indignado la buena señora con las ideas del médico joven que tenemos en Lúzaro! Este médico es hijo de un camarada de mi infancia, del piloto José Mari Recalde.

Nuestro joven doctor se entretiene ahora en medir cráneos; se ha metido en el osario del camposanto, y allí anda, ayudado por el enterrador, llenando de perdigones las venerables calaveras de nuestros antepasados, pesándolas y haciendo con ellas una porción de diabluras.

Recalde tiene talento, ha estado en Alemania y sabe mucho; pero yo, la verdad, no creo gran cosa en sus afirmaciones.

Según él, en la raza blanca no hay más que dos tipos: el cabeza redonda y el cabeza larga: Caín y Abel.

El cabeza redonda, Caín, es violento, orgulloso, inquieto, sombrío, minero, aficionado a la música; el cabeza larga, Abel, es tranquilo, plácido, inteligente, agricultor, matemático, hombre de ciencia. Caín es salvaje; Abel, civilizado; Caín es religioso, fanático, reaccionario adorador de dioses; Abel es observador, progresivo, no le gusta adorar y estudia y contempla.

Para Recalde, yo soy todo lo contrario de lo que era para mi abuela. Según el doctor, la sangre de los Aguirre me ha estropeado; sin la nefasta influencia de esa raza violenta de Caínes de cabeza redonda, yo hubiera sido un hombre de un tipo admirable; pero esa sangre inquieta se ha cruzado en mi camino.

—Usted —me suele decir Recalde— es uno de los tipos verdaderamente europeos que tenemos en Lúzaro.

Su abuelo, el suizo, debía ser un dolicocéfalo rubio, un germano puro sin mezcla de celta ni de hombre alpino. Los Andía son lo mejor de Elguea, del tipo ibérico más selecto. ¡Lástima que se cruzaran con esos Aguirre de cabeza redonda!

—No te preocupes por eso —le suelo decir yo, riendo.

—¡No me he de preocupar! —replica él—. Si usted fuera uno de esos bárbaros de cabeza redonda como mi padre, por ejemplo, yo no le diría a usted nada; pero como no lo es, le recomiendo que tenga usted cuidado con sus hijos y con sus hijas: no les permita usted que se casen con individuos de cabeza redonda.

Verdaderamente sería el colmo de lo cómico impedir a un hijo que se casara con una buena muchacha por tener la cabeza redonda; pero no sería menos cómico oponerse a un matrimonio porque el abuelo del novio o de la novia hubiese sido en su tiempo zapatero o quincallero. En estas cuestiones, los jóvenes suelen tener mejor sentido que los viejos, porque no atienden más que a sus sentimientos.

Contaba una criada de mi casa, la Iñure, que un indiano rico de su pueblo, ex negrero, que estaba muy incomodado porque su hijo quería casarse con una muchacha pobre, hizo a la chica esta advertencia:.

—Yo, como tú, no me casaría con mi hijo. Ten en cuenta que yo he sido negrero y que en mi familia ha habido personas que fueron ahorcadas.

—Eso no importa —contestó la muchacha—. Gracias a Dios, en mi familia ha habido también muchos ahorcados.

Realmente, esta muchacha discurría muy bien.

Mi madre y yo vivíamos en una casa solitaria, a un cuarto de hora del pueblo, al lado de la carretera. El sitio era alto, claro, abierto y despejado.

La casa tenía balcones a tres fachadas. Desde allí dominábamos toda la ciudad, el puerto hasta la punta de la atalaya, y el mar. Veíamos, a lo lejos, las lanchas cuando entraban y salían, y por delante de nuestra casa pasaba la diligencia de Elguea, que se detenía en la fonda próxima.

En el mirador central de esta casita nuestra transcurrieron los primeros años de mi infancia.

Los días de temporal, más que una casa, parecía aquello un barco; las puertas y ventanas golpeaban con furia, el viento se lamentaba por las rendijas y chimeneas, gimiendo de una manera fantástica, y las ráfagas de lluvia azotaban furiosamente los cristales.

En la casa vivíamos tres personas: mi madre y yo, y la vieja que había sido nodriza de mi madre, a quien llamábamos la Iñure. Me parece que estoy viendo a esta vieja. Era flaca, acartonada, la boca sin dientes, la cara llena de arrugas, los ojos pequeños y vivos. Vestía siempre de negro, con pañuelo del mismo color en la cabeza, atado con las puntas hacia arriba, como es uso entre las viudas del país.

No creo que la Iñure llegase a decir dos palabras seguidas en castellano; pero, en cambio, se expresaba en vascuence con una rapidez vertiginosa, en tono de persona que reza.

La Iñure tenía una hermana, la Joshepa Iñashi, que era, al mismo tiempo, cerera de la iglesia y mujer del sacristán. La Joshepa Iñashi vivía en una casa antigua y negra, próxima a la parroquia y dependiente de ésta. Como el sacristán era un simple, la cerora disponía lo que había de hacerse en los altares y el color de las casullas. Constantemente estaba consultando el añalejo. Cuando yo iba a casa de la Joshepa Iñashi, con la Iñure, solíamos meternos en la cocina y hacíamos hostias pequeñas y grandes, echando un poco de harina y agua en una plancha y calentándola al fuego.

Mi madre se pasaba casi todo el día con mi abuela; pero no quería ir a vivir con ella, conociendo de sobra el carácter dominador y absorbente de doña Celestina.

La casa de mi abuela se llamaba Aguirreche, en vascuence Casa de Aguirre, y era, y sigue siendo, de las mejores del pueblo.

Tenía el aspecto severo de esos antiguos caserones de piedra del País Vasco: el color negro, el tejado muy saliente, una fila de balcones muy espaciados, con los hierros llenos de florones y adornos; encima unas pequeñas ventanas, y un escudo grande en el chaflán.

La casa se hallaba incrustada entre casuchas negras, en la parte más baja de Lúzaro, rodeada de callejuelas tortuosas y húmedas.

En aquella época en que vivía mi abuela, solía verse Aguirreche casi siempre cerrada, lo que producía una impresión de tristeza, mitigada un tanto por las muchas flores que resplandecían en los balcones. Entrando, se experimentaba una sensación de ahogo y de lobreguez. El zaguán, pintado de azul, era oscuro, con las paredes desconchadas y salitrosas; la escalera, de castaño, torcida y apolillada; en el rellano principal, dentro de una hornacina, brillaba una virgen pintada en tabla, dorada y estofada.

La casa de mi abuela tenía muchos cuartos con puertas de cuarterones; que nunca se abrían. Estos cuartos, de paredes encaladas, con las vigas del techo al descubierto y el piso con grandes tablas oscuras, ya combadas por el tiempo, estaban vacíos.

Mi abuela y mi tía Úrsula se hallaban poseídas por la manía de poner el suelo brillante, y las dos, y una muchacha, solían estar encerándolo y frotándolo hasta dejarlo como un espejo.

En la sala, síntesis y recapitulación de lo más selecto de Aguirreche, el lustre era ya sagrado. Aquel cuarto podía llamarse el altar de la familia; nada gozaba del honor de encontrarse allí si no tenía historia; las sillas de damasco rojo, los dos o tres veladores de laca, el espejo, el cuadro con la ejecutoria de los Aguirre, el arca... De cada cosa de éstas, mi abuela, o mi tía Úrsula, podían hablar media hora.

Del techo de aquella sala colgaba una fragata de marfil y de ébano, con todos sus palos, sus velas y sus cañones -correspondientes.

En el sitio de honor, encima del sofá, se veía un dibujo iluminado. Representaba un barco luchando con las olas en medio de un temporal; el capitán aparecía atado al palo mayor, dando órdenes, y sobre el mar embravecido se veían tablas y cubas. El barco este era La Constancia, fragata que mandó durante mucho tiempo el padre de mi abuela.

El dibujo tenía al pie esta inscripción:

La fragata española La Constancia, al mando de su capitán don Blas de Aguirre, al amanecer del día 3 de febrero de 1793, en el meridiano de la isla Rodrigo, atormentada con mares gruesas del NE y SE, corriendo un huracán en su viaje de Manila a Cádiz, en el que perdió todos los gallineros de la toldilla, vasijería, cubas y varias tablas de obra muerta.

Pintado por Ant.° de Iturrizar

Yo me figuraba antes, recordando las exageraciones de mi abuela, que este cuadro tendría algún valor; pero después he visto que es un grabado de la época, en el cual se ponía al pie una leyenda explicativa, y servía a los marinos vascos de exvoto para llevarlo a la iglesia de Begoña, a la Virgen de Guadalupe o a Nuestra Señora de Iciar.

A los lados de La Constancia se veían dos grabados en color, con sus respectivas leyendas: «Navío de línea, español, visto a proa de la amura de sotavento, en facha y saludando», decía en uno; en el otro:

«Navío español del porte de 112 cañones, fondeado, visto por su medianía o portalón».

Todavía estos dos grabados siguen haciendo compañía a La Constancia, en donde está mi bisabuelo atado al palo mayor, en el momento en que prometía un cirio a la Virgen de Rota.

Había también en casa de mi abuela, encerrados en marcos de caoba, unos grabados ingleses que representaban la batalla naval entre la fragata inglesa Eurotas y la francesa Clorinda, en 1814. Eran tres: en el primero se veían los dos buques, con las velas desplegadas, que iban acercándose; el segundo fijaba el preciso momento del fragor del combate, y en el último los dos navíos estaban desarbolados, a punto de irse a pique.

Otro cuadro iluminado, que gozaba gran estimación en la casa, era uno que tenía en medio la rosa de los vientos, y a los lados todas las banderas, gallardetes y matrículas del mundo.

En una categoría todavía superior estaban dos escapularios grandes que le dieron a mi abuelo las monjas de Santa Clara, de Lúzaro, y a los cuales él puso marco en Cádiz, y le acompañaron en sus viajes y en su vuelta al mundo.

Mi abuela daba una importancia tan extraordinaria a estas cosas que yo creía que eran del dominio común, y que las hazañas de mi bisabuelo eran tan conocidas como las de Napoleón o las de Nelson. Había también en la sala una brújula, un barómetro, un termómetro, un catalejo y varios daguerrotipos pálidos, sobre cristal, de primos y parientes lejanos. Recuerdo también un octante antiguo muy grande y muy pesado, de cobre, con la escala para marcar los grados, de hueso.

Sobre la consola solían estar dos cajas de té de la China, una copa tallada en un coco y varios caracoles grandes, de esos del mar de las Indias, con sus volutas nacaradas, que uno creía que guardaban dentro un eco del ruido de las olas.

Lo que más me chocaba y admiraba de toda la sala era una pareja de chinitos, metidos cada uno en un fanal, que movían la cabeza. Tenían caras de porcelana muy expresivas y estaban muy elegantes y peripuestos. El chinito, con su bigote negro afilado y sus ojos torcidos, llevaba en la mano un huevo de avestruz, pintado de rojo; la chinita vestía una túnica azul y tenía un abanico en la mano.

Al movimiento de las pisadas en el suelo, los dos chinitos comenzaban a saludar amablemente, y parecían rivalizar en zalamerías.

Cuando nos dejaban entrar en la sala, me pasaba el tiempo mirándolos y diciendo: Abuelita, ahora dicen que sí, ahora que no. Ahora sí, ahora no.

Mi abuela poseía también un loro, Paquito, que dominaba el diálogo y el monólogo.

Se le preguntaba:

Lorito, ¿eres casado?

Y él contestaba:

Y en Veracruz velado

A ja jai, ¡qué regalo!

Su monólogo constante era esta retahíla de loro de puerto de mar:

¡A babor! ¡A estribor!

¡Buen viaje! ¡Buen viaje!

¡Fuego! ¡Hurra, lorito!

Yo encontraba en las palabras de aquel pajarraco verde un fondo de ironía que me molestaba. La Iñure me contó que una vez, hace mucho tiempo, un loro que tenía un marino de Elguea lo denunció, y por él se supo que su amo había sido pirata.

A pesar de la ciencia y de las habilidades de todos los de su clase, Paquito me era muy antipático; nunca quería contestarme cuando le preguntaba si era casado, y una vez estuvo a punto de llevarme un dedo de un picotazo. Desde entonces le miraba con rabia, y, de cogerlo por mi cuenta, le hubiera atracado de perejil hasta enviarlo a decir sus relaciones al paraíso de los loros. También tenía mi abuela una caja de música, ya vieja, con un cilindro lleno de púas, a la que se le daba cuerda; pero estaba rota y no funcionaba.

Tardé bastante tiempo en ir a la escuela. De chico tomé un golpe en una rodilla, y no sé si por el tratamiento del curandero, que me aplicó únicamente emplastos de harina y de vino, o por qué, el caso es que padecí, durante bastante tiempo, una artritis muy larga y dolorosa.

Quizá por esto me crié enfermizo, y el médico aconsejó a mi madre que no me llevara a la escuela. Mi infancia fue muy solitaria. Tenía, para divertirme, unos juguetes viejos que habían pertenecido a mi madre y a mi tío. Estos juguetes que pasan de generación en generación tienen un aspecto muy triste. El arca de Noé de mi tío Juan era un arca melancólica; a un caballo le faltaba una pata; a un elefante, la trompa; al gallo, la cresta. Era un arca de Noé que más parecía un cuartel de inválidos.

Mi tía Úrsula, hermana mayor de mi madre, solterona romántica, comenzó a enseñarme a leer. Doña Celestina era como el espíritu de la tradición en la familia Aguirre; la tía Úrsula representaba la fantasía y el romanticismo.

Cuando mi tía Úrsula llegaba a casa, solía sentarse en una sillita baja, y allí me contaba una porción de historias y aventuras.

En Aguirreche, en su cuarto, la tía Úrsula guardaba libros e ilustraciones con grabados españoles y franceses, en donde se narraban batallas navales, piraterías, evasiones célebres y viajes de los grandes navegantes. Estos libros debían de haber estado en alguna cueva, porque echaban olor a humedad y tenían las pastas carcomidas por las puntas. En ellos se inspiraba, sin duda, mi tía para sus narraciones.

La tía Úrsula solía contar la cosa más insignificante con una solemnidad tal que me maravillaba. Ella me llenó la cabeza de naufragios, islas desiertas y barcos piratas.

Sabía más que la generalidad de las mujeres, y, sobre todo, que las mujeres del país. Ella me explicó cómo iban los vascos, en otra época, a la pesca de la ballena en los mares del norte; cómo descubrieron el banco de Terranova, y cómo aún, en el siglo pasado, en los astilleros de Vizcaya y de Guipúzcoa, en Orio, Pasajes, Aguinaga y Guernica, se hacían grandes fragatas.

Me habló también, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en más de cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp, muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna, batiéndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la escuadra poderosa del almirante inglés Vernon en Cartagena de las indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de Gaztañeta. Con frecuencia terminaba sus narraciones con estos versos de Concha, en su Arte de navegar:

Por tierra y por mar profundo

Con imán y derrotero,

Un vascongado el primero

Dio la vuelta a todo el mundo

Y aunque estos versos no tuvieran relación alguna con lo contado, por el tono solemne con que los recitaba mi tía Úrsula, me parecían un final muy oportuno para cualquier relato. En tan lejana época de mi infancia, yo no conocía más chicos de mi edad que unos primos segundos. Estos chicos vivían en Madrid y venían a Lúzaro durante el verano.

Cuando estaban ellos en casa de mi abuela, íbamos juntos a un caserío de la familia, donde solían darnos cuajada. La tía Úrsula la repartía, mientras nosotros, los chicos, mirábamos si a alguno le daban más que a los otros, para protestar.

Mis primos solían contar cosas de los teatros y circos de la corte; pero, la verdad, esto no me llamaba la atención. Lo que me atraía era el mar. Miraba con envidia a los chicos descalzos del muelle. Me hubiera gustado ser hijo de pescador, para corretear por las escolleras y jugar en los lanchones y gabarras.


Mi tía Úrsula, además de su biblioteca, formada por folletines ilustrados franceses, y de sus libros de aventuras marítimas, tenía otro fondo de donde ir sacando los relatos emocionantes que a mí tanto me cautivaban.

En la sala de Aguirre, en el arca, se guardaba, entre otras cosas viejas y respetables, un tomo manuscrito, en folio, muy voluminoso. En la cubierta, de pergamino, decía, con letras ya desteñidas y rojizas: «Historia de la familia Aguirre».

Como casi todos los miembros de la familia de este nombre y los emparentados con ella habían sido marinos y viajeros, para explicar sus correrías, intercaladas en las amarillentas páginas, se veían cartas de navegar antiguas, bastante raras. En estos mapas el mar se simbolizaba con una ballena echando un surtidor de agua, un galeón y varios delfines; los pueblos, por casitas; los montes, por árboles, y los países salvajes, por indios con plumas en la cabeza, un arco y una flecha. Había, también, planos para indicar las corrientes y los vientos, y dibujos de sondas, brújulas primitivas y astrolabios.

Todo el libro se reducía a una serie de narraciones de aventuras marítimas y terrestres.

Mi tía Úrsula se calaba las antiparras y leía con gran detenimiento alguno de estos relatos, y los comentaba.

La mayoría eran breves y estaban redactados en una forma tan amanerada qué yo no me enteraba de su sentido. De las más entretenidas era la historia de Domingo de Aguirre, llamado el Vascongado, que formó parte en la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada, cuando la conquista de América. Domingo de Aguirre presenció el incendio de Iraca, que debió de tener mucha importancia a juzgar por sus descripciones.

Cuando comencé a escribir, a mi tía Úrsula se le ocurrió dictarme párrafos del gran libro de la familia, y todavía conservo, por casualidad, un pliego en papel de barba, escrito por mi inhábil mano, con letras desiguales, que dice así:

El capitán de barco Martín Pérez de Irizar, hijo de Rentería, cuando volvía de Cádiz de cargar un galeón de mercaderías, se encontró en alta mar con el corsario francés Juan Florin, cuyo nombre espantaba a cuantos salían al mar. El orgulloso francés llevaba dos barcos bien pertrechados de armas. A los que cogía en el mar, grandes o chicos, hombres o mujeres, los desvalijaba y los dejaba en cueros; así que estaba muy rico.

Al divisar el galeón del capitán guipuzcoano, como el francés le atacara con brío, Irizar se defendió en su barco valientemente. Por ambas partes corrió la sangre en abundancia, y después de la refriega, Martín Pérez de Irizar apresó a Juan Florin, a sus barcos y a toda su gente.

De los piratas murieron treinta hombres y quedaron heridos más de ochenta. Juan Florin quiso dar veinte mil duros al capitán Irizar por su rescate; pero fue inútil su ofrecimiento, porque el hombre entendido y de buen juicio prefiere su honra a iodo el dinero del mundo.

Con noventa hombres presos y los dos barcos cogidos, el capitán Irizar volvió a Cádiz, como correspondía a su fina lealtad.

El emperador don Carlos, Nuestro Señor, mandó que fuese ahorcado Juan Florin, el pirata, y que el capitán Martín Pérez de Irizar pusiera en su escudo, para eterno recuerdo, el galeón y la bandera ganados en la batalla

Recuerdo que al escribir esto que me dictaba mi tía, le hice varias preguntas acerca de la vida y de las costumbres de los piratas, y, a pesar de que ella trataba de exagerar la odiosidad de los caballeros de la fortuna, a mí me parecía que aquello de ser pirata y de abordar a los barcos y quitarles sus tesoros y guardarlos en una isla desierta debía de tener grandes encantos.

Yo aprendí a leer y a escribir con todas estas narraciones y aventuras de la familia. Cosa extraña: casi siempre había algún Aguirre aventurero cuyo fin se ignoraba. El uno quedaba entre indios, el otro se decía que se había hecho pirata.

Parecía como si un destino fatal persiguiese a algunos individuos de la familia, a través del tiempo y de las generaciones.

De muchos capitanes, marinos, aventureros y frailes se ocupaba el libro de la familia; pero, entre todas aquellas historias, la más extraordinaria, la más absurda, dentro de su realidad, era la de Lope de Aguirre, el loco, llamado también Lope de Aguirre, el traidor.

Varias veces leí las aventuras asombrosas de este hombre, que en el manuscrito se contaban con todos sus detalles.

Domingo de Cincunegui, el autor de los Recuerdos históricos de Lúzaro, me ha pedido repetidas veces que registre por todos los rincones de Aguirreche, para ver si se encuentra el viejo manuscrito; pero el infolio no aparece; sin duda, a la muerte de mi abuela, se perdió; quizá a alguno de los marineros que vive ahora en el viejo caserón le habrá servido para encender el fuego. Lo que dice Cincunegui en sus Recuerdos de Lúzaro está tomado de la historia del Perú y de Venezuela.

De sus Recuerdos tomo estos datos, para dar una idea de mi terrible antepasado:

Lope de Aguirre nació en el primer tercio del siglo XVI, y era vizcaíno. No se sabe de qué pueblo. En el siglo XVI aparecen tres casas de Aguirre importantes: una de Oyarzun, otra de Gaviria y otra de Navarra.

Lope de Aguirre debía de ser de una de estas casas.

Llegó Lope al Perú a mediados del siglo XVI, y tomó partido por Gonzalo Pizarro en la rebelión de éste. Durante algún tiempo estuvo a sus órdenes, hasta que le hizo traición y ejecutó contra sus antiguos compañeros actos de una crueldad inaudita.

Era Lope hombre inquieto y turbulento, terco y mal encarado. Condenado a muerte durante una sedición, se evadió y tomó el oficio de domador de caballos. Buen oficio para poner a prueba su bárbara energía. A Lope le conocían entre los soldados por el apodo de Aguirre, el loco.

En 1560, el virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, confió al capitán vasco Pedro de Ursúa una expedición para explorar las orillas del Marañón en busca de oro. Lope fue uno de los principales jefes de la partida.

Una noche, el inquieto Aguirre sublevó a la tropa expedicionaria, y él mismo cosió a puñaladas al capitán Ursúa y a su compañera, Inés de Atienza, que era hija del conquistador Blas de Atienza. Lope asesinó también al teniente Vargas y dirigió un manifiesto a los rebeldes, que le siguieron. Los sublevados proclamaron general y príncipe del Perú a Fernando de Guzmán, y mariscal de campo a Lope de Aguirre.

Como Guzmán reconviniera a Lope por su inútil crueldad, el feroz vasco, que no admitía reconvenciones, se vengó de él asesinándolo y cometiendo después una serie de atropellos y de crímenes.

A la cabeza de sus hombres, subyugados por el terror (ahorcó a ocho que no le parecían bastante fieles), bajó por el Amazonas y recorrió, después de meses y meses, la inmensidad del curso de este enorme río y se lanzó al Atlántico.

No contaba Lope más que con barcas apenas útiles para la navegación fluvial; pero él no reconocía obstáculos y se internó en el océano. Lope de Aguirre era todo un hombre.

Resistió en alta mar, cerca del ecuador, dos terribles temporales en sus ligeras embarcaciones, y fue bordeando con ellas las costas del Brasil, de las Guayanas y de Venezuela.

Allí donde arribaba, Lope se dedicaba al pillaje, saqueando los puertos, quemando todo cuanto se le ponía por delante, llevado de su loca furia.

El fraile de la flotilla se permitió aconsejar, suplicar a su capitán que no fuera tan cruel. Aguirre le escuchó atentamente, y atentamente lo mandó ahorcar.

Sintiendo quizá remordimiento en su corazón endurecido, llamó a su presencia a un misionero de Parrachagua, para confesarse con él; y como el buen sacerdote no quisiera darle la absolución, ordenó lo colgaran, sin duda para que hiciese compañía al otro fraile ahorcado.

Los aventureros poco adictos a su persona iban sufriendo la misma suerte.

De los cuatrocientos hombres que salieron con Ursúa, no le quedaban a Lope más que ciento cincuenta, y de éstos, muchos iban, por días, desertando.

Aguirre, al verse sin la tripulación necesaria para sus barcos, les pegó fuego, y luego se refugió, con su hija y algunos compañeros fieles, en las proximidades de Barquisimeto, de Venezuela.

Allí, en el campo, en una casa abandonada, Aguirre escribió un memorial a Felipe II, justificándose de sus desmanes, y para dar más fuerza a su documento, lo firmó de esta manera audaz, cínica y absurda:

Las tropas del rey, unidas con algunos desertores de Aguirre, fueron acorralando al capitán vasco como a una bestia feroz, para darle muerte.

Quebrantado, cercado, cuando se vio irremisiblemente perdido, Lope, sacando su daga, la hundió hasta el puño en el corazón de su hija, que era todavía una niña.

—No quiero —dijo— que se convierta en una mala mujer, ni que puedan llamarla, jamás, la hija del traidor.

Después mandó a uno de sus soldados fieles que le disparara un tiro de arcabuz.

El soldado obedeció.

—¡Mal tiro! —exclamó Lope al primer disparo, al notar que la bala pasaba por encima de su cabeza.

Y cuando sintió, al segundo disparo, que la bala penetraba en su pecho y le quitaba la vida, gritó, saludando a su matador con una feroz alegría:

—Este tiro ya es bueno.

Realmente Lope de Aguirre era todo un hombre.

Después de muerto le cortaron la cabeza y descuartizaron el tronco, conservándose la calavera en la iglesia de Barquisimeto, encerrada en una jaula de hierro.

Esto es lo que cuenta Cincunegui en sus Recuerdos históricos de Lúzaro, y, poco más o menos, es lo que decía el libro de casa de mi abuela, aunque con muchos más detalles y comentarios.

El leer aquellas aventuras de Aguirre me producía un poco la impresión que produce a los niños Guignol cuando apalea al gendarme y cuelga al juez. A pesar de sus crímenes y de sus atrocidades, Aguirre, el loco, me era casi simpático Lope de Aguirre, el traidor.

Una impresión de la infancia que me causó gran efecto fue el funeral de mi tío Juan de Aguirre.

Durante mucho tiempo constituyó un misterio el paradero del hermano mayor de mi madre, hasta que se supo que había muerto.

Comprobé, con esa penetración que es frecuente en los chicos, que en mi familia existía cierta reserva al referirse a mi tío Juan; ni mi madre, ni su hermana Úrsula, ni mi abuela querían hablar del desaparecido, y este misterio y esta reserva excitaron mi fantasía.

Nuestra criada, la Iñure, que era muy supersticiosa, me aseguró que el tío Juan no había muerto.

—¿Pues dónde está? —le pregunté yo.

—Está lejos de aquí.

—¿Y por qué no vine?

—No puede venir.

—Pero, ¿por qué?

Al último, y después de grandes recomendaciones para que no dijera nada a mi madre, la Iñure me contó que mi tío Juan se había hecho pirata, que le habían llevado a un presidio de Inglaterra, donde estaba preso con cadenas en los pies y unas letras impresas con un hierro candente en la espalda. Por eso, aunque vivía, no podía venir a Lúzaro.

La historia de la Iñure me sobreexcitó aún más, y exaltó mi imaginación hasta un grado extremo. De noche me figuraba ver a mi tío en su calabozo, lamentándose, desnudo, con las letras grabadas en la espalda, que se destacaban de un modo terrible.

Por esta época, y para que se fijara más en mí la memoria de mi tío, se celebró su funeral en Lúzaro. Al parecer, mi abuela recibió del cónsul de un pueblo de Irlanda una carta participándole que Juan de Aguirre había muerto. Pero ¿era verdad? La Iñure aseguró rotundamente que no.

Recuerdo muy bien el día del funeral; ¡tan grabado quedó en mi memoria!

Mi madre me despertó al amanecer; ella estaba ya vestida de negro; yo me vestí rápidamente, y salimos los dos al camino con la Iñure.

Era una mañana de otoño; el pueblo comenzaba a desperezarse, las brumas iban subiendo por el monte Izarra y del puerto salía, despacio, una goleta.

Llegamos a Aguirreche; estuvimos un momento, y después, mi abuela, la tía Úrsula y mi madre, vestidas con mantos de luto, y yo con la Iñure, nos dirigimos a la iglesia.

La alta nave se encontraba oscura y desierta; en medio, delante del altar mayor, la cerora y el sacristán iban vistiendo de negro un catafalco mortuorio; en el suelo se entreveía una porción de objetos, trozos de madera, en donde se arrollan las cerillas amarillentas, y cestas con paños negros.

Mi abuela, mi madre y mi tía se reunieron con la cerora, y las cuatro anduvieron de un lado a otro, disponiendo una porción de cosas.

La Iñure quería que me sentara en uno de los bancos próximos al túmulo, donde tenían que colocarse los parientes a presidir el duelo; pero a mí me daba miedo estar allí solo.

Anduve detrás de mi madre, cogido a su falda, sin dejarla hacer nada, hasta que vino el viejo Irizar, con su traje negro y su sombrero de copa, y me tuve que sentar junto a él en el banco del centro.

Poco a poco fueron entrando mujeres vestidas de luto, que se arrodillaban, extendían paños negros en el suelo, desenrollaban la cerilla amarillenta y la encendían.

Los cirios, en el altar mayor, comenzaron a arder, y a su luz resplandeció todo el retablo churrigueresco, dorado, retorcido, con sus columnas salomónicas y sus racimos de uvas.

Arriba, del crucero de la iglesia, colgaba el barco de vela y se balanceaba suavemente, como si fuera navegando hacia los esplendores de oro que brillaban en el altar mayor.

Comenzó a sonar una campana; la gente fue afluyendo, primero poco a poco, luego de golpe; los dos bancos destinados a los parientes y amigos se llenaron, y comenzó la misa.

Yo estaba asustado; ya sabía que en el túmulo no había nadie, pero me parecía que allí dentro debía de estar agazapado el tío Juan con sus cadenas y sus letras ignominiosas en la espalda.

De cuando en cuando sonaba el órgano, y su voz armoniosa se levantaba hasta la alta bóveda. Yo miraba por todas partes, a pesar de que el viejo Irizar me exhortaba a que estuviera con más devoción.

¡Qué fervor el de aquellas mujeres! Arrodilladas sobre sus paños negros rezaban con toda su alma. Eran algunas viudas de capitanes y de pilotos, y, al recordar el hombre perdido en el mar, sollozaban.

Después de la misa, el cura se volvió hacia los fieles y rezó por el muerto y por todos los sepultados en el océano.

Entonces los sollozos aumentaron.

Luego, el cura se acercó al catafalco a rezar sus responsos y lo roció varias veces con agua bendita.

Yo me encontraba amilanado. Al salir de la iglesia, el sol pálido iluminaba el atrio. Irizar y yo nos quedamos a la puerta. Todas las mujeres, con sus capuchones negros, cruzaron por delante de nosotros, en procesión hacia casa de la abuela, y tras ellas fueron saliendo los señores, con su sombrero de copa, y los marineros y la gente pescadora, con los trajes de paño y las manos metidas en los bolsillos del pantalón.

Por la noche, la Iñure me aseguró de nuevo que mi tío Juan no había muerto. Yo le tenía que ver, tarde o temprano.

Su convencimiento se me comunicó. Estaba persuadido de que un día vería a un señor con el aspecto de marino de los libros de mi tía Úrsula, con patillas, botas altas, levitón y sombrero de hule con cintas colgantes. Hablaría con aquel señor y resultaría ser mi tío Juan.

Durante mucho tiempo, el misterio de Juan de Aguirre inquietó mi espíritu, y con este misterio relacionaba aquel funeral en la iglesia, con las nubes de incienso en el aire y el barco de vela colgado del crucero, como si fuera navegando hacia los fuegos de oro del altar mayor...

Una impresión semejante de misterio me producían las fiestas de Navidad. En estos días, el aire, la luz, las cosas, todo me parecía distinto.

Había la tradición en Aguirreche de armar un gran nacimiento en un cuarto del piso bajo. Una vieja medio loca, la Curriqui, vestida con una falda de flores y una toca blanca, era la encargada de explicar lo que pasaba en Belén. Llevaba una varita en la mano para mostrar las figuras, y una pandereta para acompañarse cuando cantaba villancicos. Tenía dos o tres tonadillas monótonas y unos cuantos versos monorrimos.

Entre las figuritas del nacimiento había una mujer desastrada, que sin duda era la bufona. Recuerdo la canción que le dirigía la Curriqui. Era así:

(Ahí está Mari Domingui. ¡Miradla qué facha! Quiere venir con nosotros a Belén.)

Y la Curriqui seguía:

(Si quieres venir con nosotros a Belén, tendrás que quitarte esa falda vieja.)

El público de pescadores y de chicos celebraba estos detalles naturalistas.

La Curriqui volvía el día de Reyes a su escenario de Aguirreche, con una capa blanca y una corona de latón, a cantar otras canciones.

Este día, algunos pastores del monte bajaban a las casas y entonaban villancicos con voces agudas y roncas, acompañándose de panderos y zambombas.


Orra Mari Domingui
Beguira orri
Gurequin naidubela
Belena etorri
Gurequin naibadezu
Belena etorri
Atera Bearco dezu
Gona zar hori.

Si el ama de la casa les daba algunos cuartos, decían en el villancico que se parecía a la Virgen; en cambio, si no les daba nada, la acusaban de ser una vieja bruja.

Tanto me habían hablado de la maldad de los chicos, que fui a la escuela como un borrego que llevan al matadero.

Yo estaba dispuesto a luchar, como Martín Pérez de Irizar, contra cualquier Juan Florin que me atacase, aunque mis fuerzas no eran muchas.

Al principio me puso el maestro entre los últimos, lo que me avergonzó bastante; pero pasé pronto al grupo de los de mi edad.

El maestro, don Hilario, era un castellano viejo que se había empeñado a enseñarnos a hablar y a pronunciar bien. Odiaba el vascuence como a un enemigo personal, y creía que hablar como en Burgos o como en Miranda de Ebro constituía tal superioridad, que toda persona de buen sentido, antes de aprender a ganar o a vivir, debía aprender a pronunciar correctamente.

A los chicos nos parecía una pretensión ridícula el que don Hilario quisiera dar importancia a las cosas de tierra adentro. En vez de hablarnos del cabo de Buena Esperanza o del banco de Terranova, nos hablaba de las viñas de Haro, de los trigos de Medina del Campo. Nosotros le temíamos y le despreciábamos al mismo tiempo.

Él comprendía nuestro desamor por cuanto constituía sus afectos, y contestaba, instintivamente, odiando al pueblo y a todo lo que era vasco.

Nos solía pegar con furia.

A mí me salvó muchas veces de las palizas la recomendación de mi madre de que no me pegara, porque me encontraba todavía enfermo.

Yo, comprendiendo el partido que podía sacar de mis enfermedades, solía fingir un dolor en el pecho o en el estómago para esquivar los castigos. Me libré muchas veces de los golpes; pero perdí mi reputación de hombre fuerte. «Este chico no vale nada», decían de mí; y hasta hoy creen lo mismo.

Ahora se ríe uno pensando en las marrullerías infantiles; pero si se intenta volver con la imaginación a la época, se comprende que los primeros días de la escuela han sido de los más sombríos y lamentables de la vida.

Después se han pasado tristezas y apuros; ¿quién no los ha tenido? Pero ya la sensibilidad estaba embotada; ya dominaba uno sus nervios como un piloto domina su barco. Sí; no es fácil que los de mi época, al retrotraerse con la memoria a los tiempos de la niñez, recuerden con cariño las escuelas y los maestros que nos amargaron los primeros años de la existencia.

Esta impresión de la escuela fría y húmeda, donde se entumecen los pies, donde recibe uno, sin saber casi por qué, frases duras, malos tratos y castigos, esa impresión es de las más feas y antipáticas de la vida.

Es extraño; lo que ha comprendido el salvaje, que el niño, como más débil, como más tierno, merece más cuidado y hasta más respeto que el hombre, no lo ha comprendido el civilizado, y entre nosotros, el que sería incapaz de hacer daño a un adulto, martiriza a un niño con el consentimiento de sus padres.

Es una de las muchas barbaridades de lo que se llama civilización. A los pocos días de entrar en la escuela entablé amistad con dos chicos que han seguido siendo amigos míos hasta ahora: el uno, José María Recalde; el otro, Domingo Zelayeta.

José Mari era hijo de Juan Recalde, el Bravo. Llamaban así a su padre por haber demostrado repetidas veces un valor extraordinario; José Mari iba por el mismo camino: se mostraba arrojado y valiente.

El otro chico, Chomin Zelayeta, era hijo de un tornero y vendedor de poleas del muelle. Chomin se distinguía por su viveza y por su ingenio. El padre era un tipo, hombre enérgico, de carácter fuerte y un poco fosco, que encontraba motivos raros para sus decisiones.

—¿Por qué no se casa usted de nuevo, Zelayeta? —le dijo alguno.

—No, no; ¿para qué? Tendría que hacer mayor la casa, y no me conviene.

Habían querido una vez nombrarle concejal, pero él se opuso con todas sus fuerzas.

—Pero hombre, ¿por qué no quieres ser concejal?

—Antes me matan —dijo él— que obligarme a llevar una levita de cola de golondrina.

Esta levita tan aborrecida por Zelayeta era el frac que en ciertas solemnidades de Lúzaro hay la costumbre de que lo vistan los concejales.

Zelayeta padre, a pesar de sus genialidades y de sus rabotadas, era hombre de tendencia progresiva, le gustaba suscribirse a los libros por entregas, sobre todo para que los leyese su hijo.

Los primeros meses de escuela, mi madre me enviaba a la Iñure, a la salida, y aunque la buena vieja no era muy severa conmigo, tenía que marchar a su lado, mientras mis camaradas campaban solos por donde querían.

Después de muchas súplicas y reclamaciones, conseguí libertad para ir y venir a la escuela sin Rodrigón vigilante. Mi madre me recomendaba que anduviera por donde quisiera, menos por el muelle, lo cual significaba lo mismo que decirme que fuera a todos lados y a ninguno.

A pesar de sus advertencias, al salir de la escuela echaba a correr hasta las escaleras del muelle. Otros chicos, en general los de familias terrestres o terráqueas, como dicen algunos en Lúzaro, tenían más afición a ir al juego de pelota; nosotros, los de familia marinera, entre los que nos contábamos Recalde, Zelayeta y yo, nos acercábamos al mar.

Veíamos salir y entrar las barcas; veíamos a los chicos que se chapuzaban, desnudos, en la punta de Cay luce, y a los pescadores de caña haciendo ejercicio de paciencia. Los pescadores nos conocían. ¡Qué sorpresa cuando aparecía, al final de un aparejo, un pulpo con sus ojos miopes, redondos y estúpidos, su pico de lechuza y sus horribles brazos llenos de ventosas! Tampoco era pequeña la emoción cuando salía enroscada una de esas anguilas grandes que luchaban valientemente por la vida, o uno de esos sapos de mar, inflados, negros, verdaderamente repugnantes.

Cuando no nos vigilaba nadie nos descolgábamos por las amarras y correteábamos por las gabarras y lanchones, y saltábamos de una barca a otra.

En este punto de la independencia infantil se va ganando terreno velozmente, y yo fui avanzando en mi camino con tal rapidez, que llegué en poco tiempo a gozar de completa libertad.

Muchas veces dejaba de ir a la escuela con Zelayeta y Recalde. Don Hilario, el maestro, mandaba recados a casa avisando que el día tal o cual no había ido; pero mi madre me disculpaba siempre, y como veía que me iba poniendo robusto y fuerte, hacía la vista gorda.

Los domingos y los días de labor que faltábamos a clase solíamos ir al arenal; nos quitábamos las botas y las medias y andábamos con los pies descalzos.

Recogíamos conchas, trozos de espuma de mar, mangos de cuchillo y piedrecitas negras, amarillas, rosadas, pulidas y brillantes.

Al anochecer saltaban los pulgones en el arenal, y los agujeros redondos del solen echaban burbujas de aire cuando pasaba por encima de ellos la ligera capa de agua de una ola.

Alguna vez logramos ver ese molusco, que nosotros llamábamos en vascuence deituba y que no sé por qué decíamos que solía estrangularse. Para hacerle salir de su escondrijo había que echarle un poco de sal.

El que tenía más suerte para los descubrimientos era Zelayeta; él encontraba la estrella de mar o la concha rara; él veía el pulpo entre las peñas o el delfín nadando entre las olas. Siempre estaba escudriñándolo todo; su padre, por esta tendencia a registrar, le llamaba el carabinero.

Los domingos, mi madre comenzó a dejarme andar con los camaradas, después de hacerme una serie de advertencias y recomendaciones.

Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentábamos con ir al arenal; subíamos al Izarra y después íbamos descendiendo a las rocas próximas.

Cuando ya estuvimos acostumbrados a andar entre los peñascos nos pareció la playa insípida y poco entretenida.

El fin práctico de nuestros viajes a las rocas era coger esos cangrejos grandes y oscuros que aquí llamamos carramarros, y en otros lados centollas y ermitaños.

El monte Izarra, a una de cuyas faldas está Lúzaro, forma como una península que separa la entrada del puerto de una ensenada bastante ancha comprendida entre dos puntas: la del Faro y la de las Ánimas.

El monte Izarra es un promontorio pizarroso, formado por las lajas inclinadas, roídas por las olas. Estos esquistos de la montaña se apartan como las hojas de un libro abierto, y avanzan por el mar dejando arrecifes, rocas negras azotadas por un inquieto oleaje, y terminan en una peña alta, negra, de aire misterioso, que se llama Frayburu.

Para hacer nuestras excursiones solíamos reunirnos a la mañanita en el muelle, pasábamos por delante del convento de Santa Clara, y por una calle empinada, con cuatro o cinco tramos de escaleras, salíamos a un callejón formado por las tapias de unas huertas. Luego cruzábamos maizales y viñedos y salíamos más arriba, en el monte, a descampados pedregosos con helechos y hayas.

En la punta del Izarra debió de haber en otro tiempo una batería; aún se notaba el suelo empedrado con losas del baluarte y el emplazamiento de los cañones. Cerca existía una cueva llena de maleza, donde solíamos meternos a huronear.

Era un agujero, sin duda hecho en otro tiempo por los soldados de la batería, para guarecerse de la lluvia y que a nosotros nos servía para jugar a los Robinsones.

El viejo Yurrumendi, un extraño inventor de fantasías, le dijo a Zelayeta que aquella cueva era un antro donde se guarecía una gran serpiente con alas, la Egan-suguia. Esta serpiente tenía garras de tigre, alas de buitre y cara de vieja. Andaba de noche haciendo fechorías, sorbiendo la sangre de los niños, y su aliento era tan deletéreo que envenenaba.

Desde que supimos esto, la cueva nos imponía algún respeto. A pesar de ello, yo propuse que quemáramos la maleza del interior. Si estaba la Egan-suguia se achicharraría, y si no estaba, no pasaría nada. A Recalde no le pareció bien la idea. Así se consolidan las supersticiones.

La parte alta del Izarra era imponente. Al borde mismo del mar, un sendero pedregoso pasaba por encima de un acantilado cuyo pie estaba horadado y formado por rocas desprendidas. Las olas se metían por entre los resquicios de la pizarra, en el corazón del monte, y se las veía saltar, blancas y espumosas, como surtidores de nieve.

Algunos chicos no se atrevían a asomarse allí, de miedo al vértigo; a mí me atraía aquel precipicio.

Allá abajo, en algunos sitios, las piedras escalonadas formaban como las graderías de un anfiteatro. En los bancos de este coliseo natural, quedaban, al retirarse la marea, charcos claros, redondos, pupilas resplandecientes que reflejaban el cielo.

El mismo Yurrumendi aseguraba, según Zelayeta, que aquellas gradas estaban hechas para que las sirenas pudieran ver desde allá las carreras de los delfines, las luchas de los monstruos marinos que pululan en el inquieto imperio del mar.

El agua, verde y blanca, saltaba furiosa entre las piedras; las olas rompían en lluvia de espuma, y avanzaban como manadas de caballos salvajes, con las crines al aire.

Lejos, a media milla de la costa, como el centinela de estos arrecifes, se levantaba la roca de aspecto trágico, Frayburu.

Los pescadores decían que enfrente de Frayburu, el monte Izarra tenía una cavidad, una enorme y misteriosa caverna.

Pasada esta parte, el Izarra se cortaba en un acantilado liso, pared negra y pizarrosa, veteada de blanco y de rojo, en cuyas junturas y rellanos nacían ramas y hierbas salvajes. Aquí el mar, de mucho fondo, era menos agitado que delante de los arrecifes.

Cuando ya bajaba el camino, se veía la playa de las Ánimas, entre la punta del Faro y otro promontorio lejano. Sobre el arenal de la playa se levantaban dunas tapizadas de verde, y las casitas esparcidas de la barriada de Izarte echando humo.

Ya cerca de la punta del Faro abandonábamos el camino para meternos entre las rocas. Había por allí agujeros como chimeneas, que acababan en el mar. En algunas de estas simas se sentía el viento, que movía las florecillas de la entrada; en otras se oía claramente el estrépito de las olas.

Saltábamos de peña en peña, y solíamos avanzar hasta los peñascos más lejanos; pero cuando comenzaba a subir la marea teníamos que correr, huyendo de las olas, y a veces descalzarnos y meternos en el agua.

En la marea baja, entre las rocas cubiertas de líquenes, solían verse charcos tranquilos, olvidados al retirarse el mar. Muchas horas he pasado yo mirando estos aguazales. ¡Con qué interés! ¡Con qué entusiasmo! Bajo el agua transparente se veía la roca carcomida, llena de agujeros, cubierta de lapas. En el fondo, entre los líquenes verdes y las piedrecitas de colores, aparecían rojos erizos de mar, cuyos tentáculos blandos se contraían al tocarlos. En la superficie flotaba un trozo de hierba marina, que al macerarse en el agua, quedaba como un ramito de filamentos plateados, una pluma de gaviota o un trozo de corcho. Algún pececillo plateado pasaba como una flecha, cruzando el pequeño océano, y de cuando en cuando el gran monstruo de este diminuto mar, el cangrejo, salía de su rincón, andando traidoramente de lado, y su ojo enorme inspeccionaba sus dominios buscando una presa.

Algunos de estos charcos tenían sus canales para comunicarse unos con otros, sus ensenadas y sus golfos; viéndolos, yo me figuraba que así, en gran tamaño, serían los océanos del mundo.

En los recodos de las peñas donde se amontonaban las algas y se secaban al sol, me gustaba también estar sentado; ese olor fuerte de mar me turbaba un poco la cabeza, y me producía una impresión excitante, como la del aroma de un vino generoso.

Las horas se nos pasaban entre las rocas en un vuelo; casi siempre yo llegaba tarde a casa.

Muchos domingos el tiempo nos fastidiaba; comenzaba a llover de una manera desastrosa, y mi rüadre no me dejaba salir. Le acompañaba a Aguirreche, comíamos en casa de mi abuela y pasábamos la tarde allí. ¡Qué aburrimiento!

Se formaba una tertulia de señoras respetables, entre las que había dos o tres viudas de capitanes y pilotos, y al anochecer se tomaba chocolate .

... Y yo oía la charla continua, en vascuence, de las amigas de mi abuela, y veía con desesperación el caer de la lluvia continua y monótona, y escuchaba el ruido de los chorros de agua que caían de los canalones al chocar en las aceras.

En mi tiempo, el muelle largo de Lúzaro, que en vascuence se llama Cay luce, no era tan ancho ni tan bien empedrado como ahora; tenía una pequeña muralla, y en vez de terminar en el rompeolas, concluía en las mismas peñas.

A todo lo largo del muelle, en aquella época y en ésta, sigue pasando lo mismo; había casas de pescadores con balcones, ventanas y galerías de madera, adornados por colgaduras formadas por camisetas encarnadas, medias azules, sudestes amarillentos, aparejos y corchos.

En estas casas hay siempre ropa tendida, lo que depende, en parte, del instinto de limpieza de esa gente pescadora, y en parte, de lo difícilmente que se seca lo impregnado por el agua del mar.

Entre las casas de a lo largo del muelle de Cay luce, antes, como ahora, había algunos almacenes de carbón y una fila de tabernas en donde los pescadores se reunían y se reúnen a beber y a discutir, y que destilaban, sobre todo los domingos, por su única puerta, una tufarada de sardina frita, de atún guisado con cebolla y de música de acordeones.

Entre aquellas tabernas había la del Telescopio, la de la Bella Sirena, la del Holandés, la Goizeco Izarra (Estrella de la mañana), y la más célebre de todas era la de Joshe Ramón, conocida por el Guezurrechape de Cay luce, o sea, en castellano, El mentidero del Muelle largo.

En este muelle, y a pocos pasos del Mentidero, tenía su taller el padre de Zelayeta. En la ventana de la casa, convertida en escaparate, exponía poleas de madera, faroles, cañas de pescar, un cinturón de salvavidas...

El padre de Zelayeta trabajaba en su torno con su aprendiz, y mientras él torneaba solían sentarse a la puerta, a charlar, algunos amigos.

Yo me había hecho íntimo de Chomin Zelayeta. Chomin era muy hábil y muy pacienzudo. Llegó a domesticar un gavilán pequeño, y el pájaro, cuando se hizo grande, reñía con todos los gatos de la vecindad. Los días de tormenta se ocultaba en algún agujero oscuro, y no salía hasta que pasaba.

Zelayeta sentía, como yo, el entusiasmo por la isla desierta y por los piratas, y como tenía talento para ello, dibujaba los planos de los barcos en que íbamos a navegar los dos, y de las islas desconocidas en donde pasaríamos el aprendizaje de Robinsones.

Nuestra inclinación aventurera, en la cual latía ya la inquietud atávica del vasco, pudo aumentarse más oyendo las narraciones de Yurrumendi el piloto, el viejo y fantástico Yurrumendi, amigo y contertulio de Zelayeta padre.

Eustasio Yurrumendi había viajado mucho; pero era un hombre quimérico a quien sus fantasías turbaban la cabeza. Todos tenemos un conjunto de mentiras que nos sirven para abrigarnos de la frialdad y de la tristeza de la vida; pero Yurrumendi exageraba un poco el abrigo.

Era Yurrumendi un hombre enorme, con la espalda ancha, el abdomen abultado, las manos grandísimas siempre metidas en los bolsillos de los pantalones, y los pantalones, a punto de caérsele, tan bajo se los ataba.

Tenía una hermosa cara noble, roja; el pelo blanco, patillas muy cortas y los ojos pequeños y brillantes.

Vestía muy limpio; en verano, unos trajes de lienzo azul, que a fuerza de lavarlos estaban siempre desteñidos, y en invierno, una chaqueta de paño negro, fuerte, que debía de estar calafateada como una gabarra.

Llevaba una gorra de punto con una borla en medio. Era soltero, vivía solo, con una patrona vieja, fumaba mucho en pipa, andaba tambaleándose y llevaba un anillo de oro en la oreja.

Yurrumendi había formado parte de la tripulación de un barco negrero; navegado en buques franceses, armados en corso; vivido en prisión por sospechoso de piratería. Yurrumendi era un lobo de mar. El Atlántico le conocía desde Islandia y las islas de Lofoden hasta el cabo de Buena Esperanza y el de Hornos.

Sabía lo que son las tempestades del Pacífico y los tifones del mar de las Indias.

Yurrumendi había visto mucho, pero más que lo que había visto le gustaba contar lo que había imaginado.

A Chomin Zelayeta y a mí nos tenía locos con sus narraciones.

Nos decía que en el fondo del mar hay, como en la tierra, bosques, praderas, desiertos, montañas, volcanes, islas madrepóricas, barcos sumergidos, tesoros sin cuento y un cielo de agua casi igual al cielo de aire.

A todo esto, muy verdad, unía las invenciones más absurdas.

-Algunas veces -decía- el mar se levanta como una pared, y en medio se ve un agujero como si estuviera lleno de perlas. Hay quien dice que si se mete uno por ese agujero se puede andar como por tierra.

-¿Y adónde lleva ese agujero? -preguntaba alguno con ansiedad..

-Eso no se puede decir aunque se sepa -contestaba seriamente Yurrumendi-; pero hay quien asegura que dentro se ve una mujer.

-Alguna sirena -decía el padre de Zelayeta, con ironía.

-¡Quién sabe lo que será! -replicaba el viejo marino.

Siempre que Yurrumendi hablaba de sí mismo, lo hacía como si se tratara de un extraño, en tercera persona.

Así decía: «Entonces, Yurrumendi comprendió... Entonces, Yurrumendi dijo tal cosa».

Parecía que sentía ciertas dudas sobre su personalidad.

Yurrumendi tenía una fantasía extraordinaria. Era el inventor más grande de quimeras que he conocido. Según él, detrás del monte Izarra, un poco más lejos de Frayburu, había en el mar una sima sin fondo.

Muchas veces él echó el escandallo; pero nunca dio con arena ni con roca. Se le decía que su sonda era, seguramente, corta; pero Yurrumendi aseguraba que, aunque fuera de cien millas, no se encontraría el fondo.

Respecto a la cueva que hay en el Izarra, frente a Frayburu, él no quería hablar y contar con detalles las mil cosas extraordinarias y sobrenaturales de que estaba llena; le bastaba con decir que un hombre, entrando en ella, salía, si es que salía, como loco. Tales cosas se presenciaban allí. Bastaba decir que las sirenas, los unicornios navales y los caballos de mar andaban como moscas, y que un gigante con los ojos encarnados tenía en la cueva su misteriosa morada.

Este gigante debía de ser hermano, o por lo menos primo, de otro, no se sabe si tan grande, pero sí con los ojos rojos, que en época de mayor candidez y de mayor temor de Dios aparecía en Donosti, entre las rocas de la Zurriola, con un pez en la mano, y a quien se le preguntaba:

¿Onentzaro begui gorri
Nun arrapatu dec array hori?

(Onentzaro, el de los ojos encarnados, ¿dónde has cogido ese pez?)

Y el pobre gigante de los ojos encarnados, en vez de desdeñar la pregunta impertinente de su interlocutor, contestaba con amabilidad:

Bart arratzean amaiquetan
Zurryolaco arroquetan

(Ayer noche, a las once, en las rocas de la Zurriola.)

No sé a punto fijo en qué categoría colocaba Yurrumendi a su gigante de los ojos encarnados; pero creo que no le consideraba a la altura de la Egan-suguia, la gran serpiente alada del Izarra, con sus alas de buitre, su cara siniestra de vieja y su aliento infeccioso.

Nos hablaba también Yurrumendi de esos pulpos gigantescos con sus inmensos tentáculos, que pueden hacer naufragar una fragata; del mar de los Sargazos, en donde se navega por tierra, por verdadera tierra, que se abre para dejar pasar un buque; de los países donde nievan plumas; de los delfines, que tienen esa extraña simpatía mal explicada por los hombres; de las sentimentales ballenas, cuya desgracia es pensar que la humanidad estima más su aceite que su melancólico corazón; de los mil enanos jorobados y extravagantes de las costas de Noruega; de las serpientes de mar que persiguen, aullando, a los barcos; de la araña del Kraken, en el pino de Portland, en Inglaterra, y de ese monstruo terrible del maelstrom, cuyas fauces sorben el mar y tragan las imprudentes naves haciéndolas desaparecer en sus gigantescas entrañas. También le daba mucha importancia a la Curcushada (los cuernos de la luna), que creía que tenía una gran relación con la vida de los hombres.

Otro de los motivos favoritos de Yurrumendi era la descripción de la isla del Fuego, en donde él había estado alguna vez. En la cumbre de esta montaña inaccesible arde un fuego intermitente que se enciende de noche y se apaga de día.

Alguno pensaba que quizá se trataba de un volcán cuyas llamas no se pueden ver a la luz del sol; pero Yurrumendi aseguraba que esta hoguera la hacían todas las noches las almas de los marineros del célebre pirata Kidd, que guardan allí un inmenso tesoro escondido.

Otra de las cosas más interesantes que algunos llegaban a ver en el mar, según Yurrumendi, era un buque fantasma, tripulado por un capitán holandés. Este perdido, borracho, blasfemador y cínico pirata anda, con un equipaje de canallas, haciendo fechorías por el mar. Si el maldito holandés se acerca al barco de uno, el vino se agria, el agua se enturbia, la carne se pudre. Si le envía a uno una carta, ya puede no leerla, porque se vuelve loco inmediatamente; tales absurdos y mentiras dice.

Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al maldito holandés; pero, afortunadamente, no se le había acercado.

Otras veces, el viejo marino nos contaba una serie de crueldades horribles: piratas que mandaban cortar la lengua o las manos a los que caían en su poder; otros que echaban al agua a sus enemigos, metidos en una jaula y con los ojos vaciados. Nos hacía temblar, pero le oíamos. Hay un fondo de crueldad en el hombre, y sobre todo en el niño, que goza oscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie.

Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de los barcos negreros, Yurrumendi solía recordar una canción en vascuence.

-Esta canción -solía decir- la cantaba Gastibeltza, un piloto paisano nuestro, de un barco negrero en donde yo estuve de grumete. Gastibeltza solía cantarla cuando dábamos vuelta al cabrestante para levantar el ancla o cuando se izaba algún fardo.

-¿Cómo era la canción? -le decíamos nosotros, aunque la sabíamos de memoria-. ¡Cántela usted!

Y él cantaba con su voz ronca de marino, formada por los fríos, las nieblas, el alcohol y el humo de la pipa:


Ateraquiyoc
Emanaquiyoc
Aurreco orri
Elduaquiyoc
Orra! Orra!
Cinzaliyoc
Asastarra oh! oh!
Balesaquiyoc

Lo que quería decir en castellano: «¡Sácale! ¡Dale! A ése de adelante, agárrale. Ahí está, ahí está, cuélgale, marinero, ¡oh!, ¡oh! Puedes estar satisfecho».

Nadie cantaba esta canción como Yurrumendi; al oírla, yo me figuraba una tripulación de piratas al abordaje, trepando por las escaleras de un barco, con el cuchillo entre los dientes.

Para Zelayeta y para mí, los relatos de Yurrumendi fueron una revelación. Estábamos decididos; seríamos piratas, y después de aventuras sin fin, de desvalijar navíos y bergantines, y burlarnos de los cruceros ingleses; después de realizar el tesoro de viejas onzas mejicanas y piedras preciosas, que tendríamos en una isla desierta, volveríamos a Lúzaro a contar, como Yurrumendi, nuestras hazañas. Si por si acaso teníamos loro, para que no nos denunciase, como contaba la Iñure, le ataríamos una piedra al cuello y lo tiraríamos al mar.

Zelayeta hizo el plano de la casa que construiríamos fuera del pueblo, en un alto, cuando volviéramos a Lúzaro.

En aquella época, Yurrumendi era nuestro modelo; solíamos andar, como él, balanceándonos, con las piernas dobladas y los puños cerrados, y fumábamos en pipa, aunque yo, por mi parte, a las dos chupadas no podía con el mareo.

Cuando nuestro amigo, el viejo lobo de mar, estaba más alegre que de ordinario, contaba cuentos. Sus cuentos no se diferenciaban gran cosa de las historias que él tenía por verdaderas.

Pero entre ellos había uno al que él daba infinitas variantes.

El asunto se reducía a un marinero, buena persona, aunque un poco borracho, que se encontraba con un viejo mendigo zarrapastroso y sucio. El mendigo pedía, humildemente, un ligero favor; el marinero se lo hacía, y el viejo resultaba nada menos que san Pedro, que en agradecimiento concedía al marinero un don.

Este don variaba en los diferentes cuentos: en unos era una bolsa, de donde salía todo lo que deseaba con decir unas cuantas frases sacramentales; en otros, una semilla maravillosa que, plantada, se convertía en poco tiempo en un árbol de tal naturaleza que daba madera para diez o doce fragatas y otros tantos bergantines, y todavía sobraba.

Le gustaba a Yurrumendi, cuando relataba estos cuentos extraordinarios, documentar sus narraciones con una exactitud matemática, y así decía: «Una vez, en Liverpool, en la taberna del Dragón Rojo...». O si no: «Nos encontrábamos en el Atlántico, a la altura de Cabo Verde ....».

Cuando se trataba de un barco, siempre tenía que explicar con detalles la clase de su aparejo, su tonelaje y sus condiciones marineras.

Últimamente, las serpientes aladas, las sirenas, las brujas y la Curcushada, en combinación con la vejez y con el alcohol, le trastornaron un poco. Yo, que de muchacho tenía cierto ascendiente sobre él, intentaba convencerle de que debía tomar aquel mundo fantástico como real, si quería, pero sin darle demasiada importancia.

Él solía replicarme, de una manera solemne:

-Shanti, tú sabes más que nosotros, porque has estudiado; pero otros de más edad y de más saber que yo han visto estas cosas.

-Es verdad-decía algún viejo amigo suyo.

¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay luce contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el camposanto de Lúzaro.

Recalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica. Hubiéramos preferido ir, como los chicos del muelle, a pescar con algún viejo marinero, pero no podíamos. Éramos víctimas de nuestra posición elevada.

Si queríamos ser marinos de altura, teníamos que estudiar, y para nosotros el ser pilotos de derrota constituía una gran superioridad.

Afortunadamente, después del curso con don Gregorio Azurmendi, que nos explicaba matemáticas vestido de frac y corbata blanca, llegaron las vacaciones de verano. Yo no podía hacer grandes escapadas, porque estaba vigilado, pero algunas veces me fui a pescar chipirones y jibias con un pescador, fuera de las puntas. Mi madre se alarmaba tanto que me quitaba todos los alientos.

-No sé qué vas a hacer cuando me embarque -le decía.

-Entonces, ya veremos.

Como tenía tantas dificultades para andar en lancha, decidimos Zelayeta y yo comprar un barco de juguete para ver cómo se hacían las maniobras, y fuimos los dos a casa de Caracas, que era el maestro constructor de aquella clase de barquitos. Los chicos le considerábamos a Caracas como un ingeniero naval admirable, y pensábamos que lo mismo que un modelo haría una fragata.

Caracas tenía su tienda en la punta del muelle; un agujero negro, socavado en la muralla, donde vendía alquitrán, sebo, barricas, clavos, maderas embreadas, redes y anzuelos de todas clases. Adornaba el fondo de esta covacha un gran mascarón de proa, pintado y dorado, de algún barco antiguo.

Caracas, además de comerciante, era carpintero; de tarde en tarde tenía que hacer algún modelo de barco de vela, para colgarlo en la iglesia de un pueblo próximo, y cuando estaba concluido y pintado, los pescadores amigos desfilaban por el rincón aquel, para ver la obra maestra. También hacía modelos para algunos marinos como exvoto. Sabido es que el llevar un modelo a una ermita es una forma de aplacar a la divinidad.

El hermano de Caracas había sido hasta su muerte uno de los hombres más trapisondistas del pueblo; algunos aseguraban que había dejado más de media docena de viudas en diferentes puntos de España y de América, y una porción de herencias fabulosas en su testamento, herencias que no existían más que en su acalorada imaginación.

En la cueva de Caracas solían estar a todas horas, de tertulia, un borracho que se llamaba Joshepe Tiñacu, y un tipo medio tonto, de blusa azul y de gorro rojo, que vigilaba las lanchas, apodado Shacu. Zelayeta y yo intimamos con aquellos y otros avinados personajes al ir a ver cuándo concluía Caracas nuestro barco.

Joshepe Tiñacu era de esos marineros holgazanes y borrachos que se pasan la vida en el puerto con las manos en los bolsillos. Muy de tarde en tarde se embarcaba y volvía pronto a Lúzaro. Continuamente andaba de taberna en taberna y de sidrería en sidrería. Cuando estaba borracho hacía tales dibujos por las calles que, como decía Yurrumendi, sólo por verle marchar trompicando se le podía convidar a vino.

Al llegar Joshepe Tiñacu a casa se paraba, y con voz suave e insinuante solía decir a su mujer:

-Anthoni, saca el disco.

La mujer se asomaba a la ventana con una luz, y el borracho entonces entraba en su casa.

Cuando Caracas concluyó nuestro barco fuimos Zelayeta y yo a la rampa del muelle, lo pusimos en el agua, y el barco, como si estuviera cansado, se tendió suavemente y se le mojaron las velas.

Por más arreglos que intentamos hacer, no llegamos a poner a flote el barco construido por Caracas.

Como decorativo, lo era; para aparecer colgado en el crucero de una iglesia estaba muy bien, pero no andaba en el agua.

Así son muchas de nuestras cosas.

Para mitigar este fracaso, Shacu se avino, por consejo de Caracas, a prestarnos una chanela de Zapiain, el relojero y corredor de comercio. Esta chanela, que Shacu guardaba, se llamaba el Cachalote.

Al principio le dábamos al guardián alguna moneda para tenerle contento, pero luego le cogíamos la lan- cha sin decirle nada. Mientras veía que entrábamos en el bote, hacía como que no se fijaba; pero cuando pasábamos por delante del agujero de Caracas, Shacu se adelantaba y se ponía a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Dejad esa lancha, granujas!

Nosotros no le hacíamos caso, seguíamos remando, y él, más enfurecido, gritaba:

-¡Ladrones! ¡Piratas! ¡Corsarios! Ojalá os muráis de repente.

Entonces Zelayeta, que a veces tenía mala intención, le decía:

-Vamos a vender tu lancha. ¡Llora, Shacu!

Y a él le entraba tal desesperación que pateaba, tiraba el gorro rojo al suelo y casi comenzaba a llorar de rabia.

Con el Cachalote no andábamos más que por el puerto y por la ría; no nos atrevíamos a cruzar la barra en una lancha tan ligera, porque una ola un poco más fuerte podía tumbarla.

Si el puerto no tenía nada que ver, en cambio, la ría era muy bonita. Una de las orillas la formaba un arenal fangoso, en donde estaba el astillero de Shempelar. En la marea baja, en este arenal se pescaban anguilas, y constantemente había una serie de barcas negras en hilera. La otra orilla era agreste, rocosa; mostraba entre las peñas y matorrales cuevas en donde, según la tradición popular, se guardaban armas cuando la guerra de la Independencia. Nosotros, Zelayeta, Recalde y yo, encontramos en una un gran cañón de bronce, pero hicimos los tres juramento de no comunicar a nadie nuestro hallazgo.

Un poco más lejos, antes de la primera presa, había poéticos rincones llenos de espadañas y de saúcos, y una pequeña gruta por donde brotaba un manantial.

Al volver de nuestras expediciones, a Shacu se le había pasado la rabieta. Únicamente alguna vez nos recomendó, en tono de mal humor, que no volviéramos a robar.

Un día nos decidimos a pasar la barra, y desde entonces perdimos el miedo y entrábamos y salíamos del puerto con el Cachalote, aunque hubiera mucho oleaje.

Una mañana de otoño, tendría yo entonces catorce o quince años, vino Recalde, antes de entrar en clase en la Escuela Náutica, y nos llamó a Zelayeta y a mí.

Una goleta acababa de encallar detrás del monte Izarra, cerca de las rocas de Frayburu.

Recalde el Bravo, padre de nuestro camarada Joshe Mari, y otro patrón, llamado Zurbelcha, habían salido en una trincadura para recoger a los náufragos. Decidimos Zelayeta, Recalde y yo no entrar en clase, y, corriendo, nos dirigimos por el monte Izarra hasta escalar su cumbre.

Hacía un tiempo oscuro, el cielo estaba plomizo, y una barra amoratada se destacaba en el horizonte; el viento soplaba con furia, llevando en sus ráfagas gotas de agua. Las masas densas de bruma volaban rápidamente por el aire. Tomamos el camino del borde mismo del acantilado; las olas batían allí abajo haciendo estremecerse el monte. La niebla iba ocultándolo todo, y el mar se divisaba a ratos con una pálida claridad que parecía irradiar de las aguas.

Contemplábamos atentos el telón gris de la bruma. De pronto, tras de un golpe furioso de viento, salió el sol, iluminando con una luz cadavérica el mar lleno de espuma y de color de barro.

Con aquella claridad de eclipse vimos entre las olas la lancha que intentaba acercarse a la goleta encallada.

-¿Es tu padre el que va de patrón? -le pregunté yo a Recalde.

-No, es Zurbelcha -me dijo él.

Zurbelcha, envuelto en el sudeste, encorvado hacia adelante, llevaba el remo que hacía de timón, era el práctico que conocía mejor la costa y los arrecifes.

Un movimiento a destiempo y la lancha se estrellaría entre las rocas. Zurbelcha tenía los nervios de acero, y una precisión de algo matemático.

Los remos se hundían y se levantaban rítmicamente; a veces los remeros daban una pasada para atrás, con el objeto de no avanzar, sin duda esquivando alguna roca. Olas como montes y nubes de espuma ocultaban, durante algún tiempo, a aquellos valientes.

En la cubierta del barco encallado, dos hombres y una mujer accionaban y gritaban. El viento nos trajo sus voces.

La lancha se fue acercando al costado de la goleta, estuvo sólo un momento junto a ella, y se desasió violentamente del casco del buque perdido y se hundió entre las espumas. Los dos hombres y la mujer desaparecieron de la cubierta.

Creímos que la trincadura había desaparecido en el mar. Esperamos con ansiedad, registrando el horizonte con la mirada. Allá estaban; los vimos entre la niebla. Zurbelcha seguía inclinado sobre su remo y la lancha avanzaba hacia el puerto.

Quedaba otra dificultad: el pasar la barra. Recalde, Zelayeta y yo llegamos a la punta del muelle en este momento. El atalayero, desde las rocas, fue dando instrucciones con la bocina a Zurbelcha, y la lancha pasó sin dificultad.

Poco después, los náufragos estaban en tierra firme. De los dos hombres, uno era alto, viejo, de sotabarba, vestido de negro, con gorra; el otro, pequeño y moreno. La mujer llevaba un niño en brazos. Zapiain, el relojero y corredor de comercio, se entendió con ellos. Eran bretones, no hablaban más que su idioma y algo de francés.

La goleta se llamaba Stella Maris, y era de la matrícula de Quimper. No pudieron explicar lo que había pasado con los demás marineros. Sin duda la tripulación del barco, dándose cuenta del peligro antes que el capitán, se apoderó del bote, que chocó con algún arrecife y se fue a pique.

Días después, pasado el temporal, se intentó sacar de los escollos al Stella Maris, pero fue imposible.

La quilla estaba hincada entre los peñascos de Frayburu, y no hubo manera de arrancarla de allí y de poner el barco a flote.

Los prácticos desistieron de la empresa, y aconsejaron al capitán bretón que aprovechara la carga y abandonara lo demás.

Así se hizo; cuando mejoró el tiempo, unos cuantos hombres descargaron el barco y lo desmantelaron.

Quince días después, el cabo de miqueletes del puesto de la carretera de-Elguea participó al comandante de Lúzaro que en la peña llamada Leizazpicua encontraron el cadáver de un hombre de unos cuarenta años de edad, arrojado por las olas.

Vestía el cadáver traje de marinero, compuesto de elástica de lana de punto y pantalón y chaleco con botones amarillos. Aparecía calzado sólo en el pie derecho; le faltaba la mano del mismo lado y tenía el rostro carcomido. Sentí verlo, porque después, durante mucho tiempo, se me venía su imagen a la memoria.

Cuando vi que el Stella Maris quedaba abandonado, se me ocurrió el proyecto de ir hasta él y reconocerlo.

Tenía la ilusión de que, por una casualidad, pudiese quedar a flote. Al exponer mi plan a Zelayeta y Recalde les produjo a los dos entusiasmo y asombro.

Decidimos esperar a que cesaran las lluvias; tuvimos que aguardar todo el invierno. Las fantasías que edificamos sobre el Stella Maris no tenían fin: lo pondríamos a flote, llevaríamos a bordo el cañón enterrado en la cueva próxima al río, y nos alejaríamos de Lúzaro disparando cañonazos.

Un día de marzo, sábado por la tarde, de buen tiempo, fijamos para el domingo siguiente nuestra expedición.

Yo advertí por la noche a mi madre que íbamos los amigos a Elguea, y que no volveríamos hasta la noche.

El domingo al amanecer, me levanté de la cama, me vestí y me dirigí de prisa hacia el pueblo. Recalde y Zelayeta me esperaban en el muelle. Zelayeta dijo que quizá fuera mejor dejar la expedición para otro día, porque el cielo estaba oscuro y la mar algo picada; pero Recalde afirmó que aclararía.

Ya decididos, compramos queso, pan y una botella de vino en el Guezurrechape del muelle; bajamos al rincón de Cay erdi donde guardaba sus lanchas Shacu; desatamos el Cachalote y nos lanzamos al mar.

Llevábamos un ancla pequeña de cuatro uñas, atada a una cuerda, y un achicador consistente en una pala de madera para sacar agua.

Iríamos dos remando y uno en el timón, y nos reemplazaríamos para descansar. Salimos del puerto; el horizonte se presentaba nublado, con algunos agujeros, en cuyo fondo brillaba el azul del cielo; pasamos la barra en nuestro Cachalote, que bailaba sobre las olas como un cetáceo jovial, y comenzamos a doblar el Izarra a larga distancia de los arrecifes.

Yo me acordaba de las fantasías de Yurrumendi acerca de la sima que hay en aquel sitio en el mar, y me veía bajando al insondable abismo con una velocidad de veinticinco millas por minuto.

A pesar de las seguridades de Recalde, el cielo no aclaraba; por el contrario, iba quedando más turbio, más gris, había pocas traineras y lanchas de pesca fuera del puerto.

El viento soplaba con fuerza, en ráfagas violentas; las olas batían las rocas del Izarra produciendo un estruendo espantoso y llenándolas de espuma.

Pasamos por delante de Frayburu, la peña grande, negra, la hermana mayor de las rocas del Izarra, que desde el mar parece un torreón en ruinas.

Comenzamos a acercarnos al Stella Maris. El aspecto de la goleta con los mástiles rotos, tumbada sobre una banda como un animal herido en el corazón, era triste, lastimoso.

El mar chocaba contra las peñas y sobre el costado del barco, produciendo un ruido violento como el de un trueno; las gaviotas comenzaban a revolotear en derredor nuestro, lanzando gritos salvajes.

Estábamos emocionados; Zelayeta y yo creo que hubiéramos vuelto a Lúzaro con mucho gusto, pero nada dijimos. Recalde no era de los que retroceden. Las dificultades y el peligro le excitaban.

Proponiéndole volver no le hubiéramos convencido, y, tácitamente, los dos más reacios nos decidimos a obedecerle. Terco, pero sin arrebatos, Joshe Mari era hábil y marino de instinto.

Sabía que había un canalizo estrecho, de cuatro o cinco brazas, entre los arrecifes, y quería penetrar por él para acercarse a la goleta. Muchas veces enfilamos la entrada del canal; pero al ir a tomarlo nos desviábamos.

Recalde nos mandaba aguantar en sentido contrario para detenernos.

-¡Ciad! ¡Ciad! -gritaba.

Y nosotros metíamos las palas de los remos en el agua, resistiendo todo lo posible.

Hubo un instante en que no pudimos contrastar el impulso de una ola, y entramos en el canalizo rasando las rocas, envueltos en nubes de espuma, expuestos a hacernos pedazos.

Alrededor, cerca de nosotros, todo el mar estaba blanco; en cambio, por contraste, más lejos parecía completamente negro.

Las olas saltaban sobre las peñas con tal fuerza que, al caer la espuma en copos blancos como nieve líquida, nos calaba la ropa.

A medida que avanzábamos en el canal, el mar iba quedando más tranquilo; el agua verdosa, casi inmóvil se cubría de meandros de plata.

Cuando nos vimos en seguridad nos miramos satisfechos. Zelayeta se puso a proa con el bichero y Recalde y yo, unas veces remando y otras empujando contra las rocas, avanzamos despacio. De pronto, Zelayeta gritó, mientras apretaba con el bichero:

-¡Eh! Parad.

-¿Qué pasa?

-Hay que pararse. Perdemos fondo.

El bote iba rasando la roca. Nos detuvimos. Estábamos a veinte pasos del barco. Yo vi que de la popa colgaba una braza de cuerda; salté de peña en peña y comencé a escalar el Stella Maris a pulso.

Al asomarme por la borda, una bandada de pájaros y de gaviotas levantó el vuelo, y tal impresión me hicieron que por poco me caigo al mar.

Algunas de aquellas furiosas aves me atacaban a picotazos y revoloteaban alrededor de mí lanzando gritos agudos. Con un trozo de amarra pude defenderme y hacerlas huir.

-¿Qué pasa? -gritó Recalde.

-Nada-dije yo-.Son pájaros. Se puede subir.

-Echa esa cuerda.

Les eché una cuerda, que ataron al Cachalote, y luego, saltando como yo, de una piedra en otra, subieron al barco.

Tomamos posesión, solemnemente, del Stella Maris. Fue lástima que no tuviéramos el cañón de la cueva del río para saludar con salvas nuestra primera conquista.

Luego nos dispusimos a reconocer el barco. El Stella Maris estaba hundido por la proa y levantado por la popa. La cubierta se hallaba rajada a consecuencia de haberse venido abajo los palos y las poleas. En la parte donde no llegaba el agua se amontonaban excrementos de pájaros, huesos de gaviotas y plumas; cerca de la proa, desencuadernada, deshecha y humedecida por la marea, las tablas se hallaban cubiertas de algas y de fucos y resbaladizas como una cucaña.

La humedad y el sol iban abriendo las maderas y derritiendo la brea; todos los hierros y argollas se hallaban roídos por el orín; la rueda del timón giraba todavía, chirriando; no se tocaba nada que no se desmoronase; algunos manojos de maromas, como serpientes enroscadas, se pudrían sobre cubierta.

Recalde, que forcejeaba para abrir la escotilla de popa, llegó a conseguirlo y desapareció por ella.

-¿Se puede andar por ahí? -le preguntamos.

-Sí; hay agua, pero se puede andar.

Bajamos los tres y registramos el camarote principal, la despensa y la bodega, anegados. No encontramos nada; solamente Zelayeta halló un devocionario en francés, impreso en Quimper, que se lo guardó.

Con las emociones y el cansancio se nos había abierto el apetito. Sacamos el pan y el queso y, sentados en la popa, los devoramos pronto.

Discutimos nuestro programa para la tarde; decidimos ir a explorar Frayburu.

Este peñón, desde el mar, por la parte protegida del noroeste, aparece distinto a como se le ve desde tierra, pues tiene una pequeña playa y unos cuantos zarzales que crecen entre las rocas.

El tiempo mejoraba; la marea comenzaba a subir; las olas verdes y mansas iban cubriendo las rocas, y avanzaban cada vez más cerca de nosotros; el agua entraba por las aberturas de la proa del Stella Maris, se tendía por el plano inclinado de la cubierta y se retiraba con un suave murmullo.

A veces, un golpe de mar violento hacía estremecerse a todo el barco, y entonces, los hierros y argollas, la rueda del timón y la obra muerta rechinaban como con una protesta de mal humor.

-¿Podremos salir de aquí sin tomar el canal por donde hemos entrado? -pregunté yo.

-Con la marea alta saldremos más fácilmente -dijo Recalde.

En esto oímos un crujido fuerte.

-¿Qué pasa? -nos preguntamos los tres.

No nos pudimos dar cuenta de lo que ocurría.

Nos asomamos a la borda. El Cachalote estaba hundido, sujeto a la amarra.

Sin duda, al chocar el bote con alguna piedra, se había abierto. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Cómo volver a Lúzaro?

Zelayeta propuso subirse al trozo de palo más alto de los que quedaban a la goleta y pedir auxilio desde allí, si pasaba cerca alguna lancha pescadora; pero este remedio era lento y poco eficaz. A Recalde debió parecerle, además el procedimiento, un tanto humillante, y dijo que teníamos que sacar el bote.

Entre los tres, tirando de la amarra, pudimos extraer del agua la chanela sumergida; pero no teníamos fuerza para subirla hasta la cubierta del Stella Maris, y fuimos llevándola hasta el lado donde no azotaban las olas, entre el barco y Frayburu.

Así dejamos el bote, medio atado, medio sostenido en el agua. Recalde se desnudó, se descolgó por un trozo de escala hasta sostenerse en unas rocas, y él empujando, y Zelayeta y yo tirando de la cuerda, logramos poner la lanchita a flote. A mí me daba espanto ver a Recalde en medio del agua, y le dije que subiera, pero él afirmó que no corría el menor peligro.

El Cachalote tenía entre las costillas una rajadura como de un palmo de larga.

-Echadme trozos de cuerda -dijo Recalde.

Le echamos todos los que pudimos encontrar, y fue rellenando la abertura hasta cerrarla por completo.

Como las cuerdas estaban empapadas en brea, servían muy bien. Después, cuando concluyó de cerrar la vía de agua, dijo:

-Dadme la ropa.

Le echamos la ropa, y se fue vistiendo despacio.

Aquí no podemos ir más que dos -añadió-. Esto no resiste más; uno que reme y otro que vaya achicando el agua y teniendo cuidado de que no se abra el boquete.

-¿Quién de vosotros va a venir?

-Dilo tú -contestó Zelayeta, no muy entusiasmado.

-Bueno; que venga Shanti. ¿Dónde está el achicador?

-Debe de estar en el bote; si no se ha ido al agua -le dije yo.

-Sin achicador no podemos hacer nada -murmuró Recalde.

Lo buscamos y lo vimos flotando a poca distancia.

-Vamos, baja -me dijo Recalde.

Me descolgué, un poco emocionado. La posibilidad de ir a explorar la gran sima de que hablaba Yurrumendi se iba haciendo cada vez mayor. Me veía como aquel marinero del Stella Maris que el mar había arrojado a una peña, con la cara carcomida y sin una mano.

-Hasta salir de las rocas rema tú -me dijo Recalde-; yo guiaré.

Comencé a remar; miraba con terror el suelo del bote, que se iba llenando de agua. Recalde dirigía; la marea estaba en su pleno; pasamos por encima de los arrecifes sin el menor contratiempo. Dejamos Frayburu a un lado y nos dirigimos hacia el Izarra.

Al salir de entre las peñas, en donde se rompían las olas, cambiamos de sitio.

-Ahora, yo remaré -dijo Recalde-; tú no hagas más que ir achicando.

Era tiempo porque el bote iba haciendo agua; tenía yo los pies y los pantalones mojados. Me puse a trabajar con el achicador, con brío, y conseguí que el nivel del agua dentro del bote disminuyera muchísimo.

Pensábamos dar la vuelta al monte Izarra y atracar en la punta del Faro. Cuando se cansó Recalde de remar, le sustituí yo. No quería mirar a tierra, para no ver la distancia que nos separaba.

Además, nos encontrábamos enfrente de la gruta del Izarra, de que tanto hablaba Yurrumendi, y nos daba cierto temor.

Al cambiar de sitio no sé qué hicimos; el tapón de la abertura debió de moverse, y empezó a inundarse de nuevo el bote. Recalde se agachó e intentó cerrar la vía de agua, pero no lo consiguió. Yo dejé de remar.

-Dame el pañuelo -me gritó él.

Le di el pañuelo.

-A ver, la boina.

Le di la boina, y mientras tanto me puse a sacar agua, para no pensar en la situación desesperada en que nos veíamos. Recalde cerraba el agujero por un lado, pero se le abría por otro. Sudaba sin conseguir su objeto.

-¿Sabes nadar? -me dijo, ya comenzando a asustarse de veras.

-Muy poco -contesté yo, con un estoicismo siniestro.

Recalde persistió en sus tentativas, y llegó a impedir que siguiera inundándose el bote.

Estábamos a unos doscientos metros de la gruta del Izarra.

-¡Habrá que ir directamente a la cueva! -dije yo.

-¡A la cueva! ¿Para qué? -preguntó Recalde sobresaltado.

-No habrá más remedio. Si no, se nos va a abrir el Cachalote antes de llegar a la punta del faro.

-Sí, es verdad; vamos.

Comencé a remar despacio, con cuidado, haciendo la menor violencia, para que no saltaran los tapones del bote. Yo miraba a Recalde, y Recalde miraba el agujero enorme del Izarra, que iba haciéndose más grande a medida que nos acercábamos.

Veía el terror representado en los ojos de mi compañero. La sima abría ante nosotros su boca llena de espumas. Me esforcé en hablar tranquilamente a Recalde y en convencerle de que toda la fantasmagoría atribuida a la gruta era sólo para asustar a los chiquillos.

Cuando yo me volví me quedé sobrecogido. Aquello parecía la puerta de una inmensa catedral irregular edificada sobre el agua. Dos grandes lajas de pizarra negra la limitaban. Nos acercamos; nuestro estupor aumentaba.

Fuimos bordeando algunas rocas de la entrada de la cueva: extraños y fantásticos centinelas. Recalde, en el fondo mucho más supersticioso que yo, no quería mirar. Cuando le insté para que contemplara el interior de la gruta, me dijo rudamente:

-¡Déjame!

Yo, al ver aquella decoración, comencé a perder el miedo. Miraba con una curiosidad redoblada. El momento de acercarnos a la entrada fue para nosotros solemne. Dentro de la gruta negra todo era blanco; parecía que habían metido en aquella oquedad los huesos de un megaterio grande como una montaña; unas rocas tenían figura de tibias y metacarpos, de vértebras y esfeno¡des; otras, parecían agujas solitarias, obeliscos, chimeneas, pedestales sobre los que se adivinaba el perfil de un hombre y de un pájaro; otras, roídas, tenían el aspecto de verdaderos encajes de piedra formados por el mar.

Las nubes, al pasar por el cielo aclarando u oscureciendo la boca de la cueva, cambiaban aparentemente la forma de las cosas.

Era un espectáculo de pesadilla, de una noche de fiebre.

El mar hervía en el interior de aquella espelunca, y la ola producía el estruendo de un cañonazo, haciendo retemblar las entrañas del monte. Recalde estaba aterrado, demudado.

-Es la puerta del infierno -dijo en vascuence, en voz baja, y se santiguó varias veces.

Yo le dije que no tuviera miedo; no nos pasaba nada. Él me miró, algo asombrado de mi serenidad.

-¿Qué hacemos? -murmuró.

-¿No habrá sitio donde atracar? -le pregunté.

Las paredes, hasta bastante altura, eran lisas. Recalde, que las miraba desesperadamente, vio una especie de plataforma, que seguía formando una cornisa, a unos tres metros de altura sobre el agua.

Nos acercamos a ella.

-A ver si cuando estemos cerca puedes saltar arriba -me dijo Recalde.

Era imposible; no había saliente donde agarrarse y el bote se movía.

-¿Si echáramos el ancla? -me preguntó mi compañero.

-¿Para qué? Aquí debe de haber mucho fondo -contesté yo.

Me acordaba de lo que decía Yurrumendi.

-¿Qué hacemos entonces? ¿Salir de este agujero? -preguntó. Recalde estaba deseándolo.

-Echa el ancla ahí arriba, a ver si se sujeta -le dije yo, indicando aquella especie de balcón.

Lo intentamos, y a la tercera vez uno de los garfios quedó entre las piedras. Subí yo por la cuerda a la plataforma, y después él. Desenganchamos el ancla, por si la cuerda nos podía servir, y descansamos.

Estábamos sobre una cornisa de piedra carcomida, llena de agujeros y de lapas, que corría en pendiente suave hacia el interior de la cueva. Unos pasos más adentro, en su borde, había un tronco de árbol, lo que me dio la impresión de que esta cornisa era un camino que llevaba a alguna parte. El Cachalote, abandonado ya, lleno de agua, comenzó a marchar hacia el fondo de la gruta, dio en una piedra y se hundió rápidamente.

Yo me adelanté unos metros.

La cornisa en donde estábamos se continuaba siempre con aquel tronco de árbol carcomido en el borde.

-Vamos a ver si de aquí se puede salir a algún lado -dije yo.

-Vamos -repitió Recalde tembloroso.

Realmente, si no teníamos salida, nuestra situación, en vez de mejorar, había empeorado. Avanzamos con precaución, afirmando el paso; al principio se veía bien, luego la oscuridad se fue haciendo intensa. Las olas entraban y hacían retemblar todo; rugían furiosas, con su voz ronca, en medio de las tinieblas, y aquel estrépito del mar parecía una algarabía infernal de clamores y de lamentos.

A los treinta o cuarenta pasos de negrura comenzamos a ver delante de nosotros una pálida claridad.

Se adivinaban a esta luz incierta las pirámides afiladas de las rocas, las estalactitas blancas del techo y, abajo, el mar, hirviendo en espumas, semejaba una aglomeración de monstruos de plata revolviéndose en un torbellino. Era realmente extraordinario. El choque de las olas hacía temblar las rocas, y su ruido iba repercutiendo en todos los agujeros y anfractuosidades de la gruta.

-Mira, mira -le dije a Recalde.

Mi amigo, temblando, murmuró:

-Shanti, volvamos atrás.

-No, no -le contesté yo-. Aquí debe de haber un agujero por donde viene la luz.

El tronco de árbol del borde de la cornisa indicaba que en otro tiempo había andado por allí gente. Seguimos avanzando y salimos debajo de una chimenea inclinada que formaban dos lajas de pizarra. Quedaban restos de tramos de una escalera. Recalde, más ágil que yo, trepó hasta arriba, y yo subí después de él, ayudándome de la cuerda.

Estábamos entre las rocas del Izarra; nos faltaban unos metros para llegar hasta el camino del acantilado. Recalde me confesó que pasó momentos de miedo terrible en aquella maldita cueva. Yo intenté convencerle de que dentro de ella no había nada extraordinario más que juegos de luz y de sombra.

La fila de troncos de árbol que había en el camino indicaba que por allí se habían hecho desembarcos de armas o de contrabando en otras épocas.

Bajamos del Izarra, y salimos por entre las peñas a la punta del Faro. Recalde sabía que en un pequeño fondeadero, labrado entre las rocas del promontorio donde se levantaba la torre, solía haber una barca que el torrero utilizaba para pescar; fuimos allá y encontramos la lancha; pero estaba atada con una cadena.

Llamamos en el faro, y una vieja nos dijo que el torrero había ido a Elguea. Por otra parte, el que tenía la llave de la cadena de la lancha era un señor que vivía en la primera casa de Izarte.

-Este señor estará ahora en la playa. Idos por el arenal y lo encontraréis.

Avanzamos por la playa de las Ánimas. Primero encontramos un hombre alto, rojo, con patillas cortas, a quien explicamos lo que nos pasaba y que no pareció entendernos.

Este hombre se reunió con nosotros y fuimos juntos más lejos, donde estaba un señor con una niña.

Volvimos a explicar lo que nos pasaba y el señor se levantó y habló con el hombre alto. Luego, los dos hombres, la niña, Recalde y yo nos acercamos al fondeadero de la punta del Faro; el señor desató la barca y él y el hombre alto entraron en ella.

Nosotros íbamos a embarcarnos, pero el señor nos dijo:

-Vosotros quedaos ahí.

El señor se puso al timón, el hombre izó la vela, y la lancha comenzó a marchar rápidamente hacia Frayburu. Una hora después volvían, trayendo a Zelayeta.

El viejo nos preguntó nuestros nombres, y cuando yo le dije el mío se quedó mirándome fijamente.

Los tres aventureros reunidos volvimos a Lúzaro, cansados, destrozados.

En mi casa no pude ocultar la aventura; tuve que contarlo todo. Mi madre y la Iñure se hacían cruces.

-¡Qué chico! ¡Qué chico! -decían las dos.

Desde aquel día Joshe Mari Recalde comenzó a mirarme con gran estimación. El no haberme asustado tanto como él en la cueva del Izarra le parecía, sin duda, una gran superioridad.

-No creáis -solía decir a los condiscípulos-. Parece que no, pero Shanti es muy valiente.

Muchas veces, después de tantos años, suelo soñar que voy en el Cachalote por la entrada de la cueva del Izarra y que no encuentro sitio donde atracar, y tal espanto me produce la idea que me despierto estremecido y bañado en sudor.