Las inquietudes de Shanti Andía/Libro VI

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Las inquietudes de Shanti Andía
de Pío Baroja
Libro VI

Libro VI

Unos días después de mi matrimonio, el médico viejo me encontró en la calle y me dijo con grandes extremos que fuera a su casa. Me tenía que hablar. Fui después de comer; pasamos a un despacho con armarios, que tenía en las paredes unas láminas anatómicas bastante desagradables; el doctor me hizo sentarme en una poltrona y me dijo:

-Sabrás que se marchó Machín.

-Sí, ya lo sé.

-¿Sabes a qué se debe el cambio que hizo con relación a tu novia y a ti?

-No.

-Pues a lo que le conté el mismo día que fuimos a verle, en este despacho. Estaba ahí sentado, donde tú estás. Al principio me oía irónicamente, con aquella sonrisa dolorosa que le caracteriza; pero cuando le conté lo que te voy a contar a ti se transformó. Lloraba como un chico. No creía que tuviera el corazón tan blando. Yo mismo me conmoví.

-¿Y a qué se refiere lo que me va usted a contar?

—Se refiere al padre y a la madre de Machín.

-¿Los ha conocido usted?

-Sí.

-¿A los dos?

-A los dos.

El médico empezó así:

-Hace ya más de cuarenta años acababa yo de venir de Régil, en donde estuve dos añós de médico. En aquella época Lúzaro no era como ahora; había cuatro o cinco familias que mandaban, y entre ellas la de Aguirre y la de Andonaegui eran de las más principales e influyentes.

Siendo médico aquí, había que estar bien con ellas, so pena de perecer y no tener una visita.

Yo iba con mucha frecuencia a casa de tu abuela, que por entonces se había quedado viuda.

Tu abuela tenía en casa una muchacha que era ahijada suya, y a quien llamábamos la Shele. Yo bromeaba mucho con ella cuando iba a tomar café a Aguirreche.

-¿Qué hay, Shele? -la decía.

-Nada, señor médico.

-¿Cuándo piensas casarte?

-Cuando me quieran —contestaba ella con gracia.

-¿No tienes novio todavía?

-No.

-Pues ten qué estás pensando?

Ella sonreía mientras llenaba las tazas de café. La Shele era muy bonita, muy modosita, muy fina. Era este tipo vascongado, esbelto, que tiene algo de pájaro. Muchas veces yo pienso -añadió el médico viejoque nuestra raza no es fuerte. Esto no lo digo delante de un forastero, no, jamás. Esta raza vasca es bonita, fina de tipo, pero en general no es fuerte. Tiene más resistencia la gente del centro: aragoneses, riojanos y castellanos. Ésta es una raza vieja que se ha refinado en el tipo, aunque no en las ideas, y que no tiene mucha fuerza orgánica. Tú habrás visto que aquí una muchacha se casa y al primer hijo se le caen los dientes, parece que se le alarga la nariz... Pero me alejo de mi historia. Vuelvo a ella.

Una mañana de invierno muy hermosa y muy clara me llamaron para ira Aguirreche. Hacía pocos días que tu tío Juan había marchado a embarcarse a Cádiz.

-Esto es un hospital -me dijo tu abuela-. Todos estamos enfermos.

Vi a tu abuela, a tu madre, a tu tía Úrsula, y al marcharme me dijeron:

-Espere usted, que también la Shele está mala.

Entró la muchachita, muy pálida y muy triste, y saludó, sin levantar los ojos del suelo.

-Vamos, acércate -le dijo tu abuela.

Pude notar que la Shele sufría y que las comisuras de sus labios temblaban como por un sufrimiento contenido.

-¿Qué tiene esta muchacha? -pregunté yo alegremente.

-Debe estar enferma del estómago -dijo tu abuela- Tiene vómitos, está ojerosa.

Contemplé a la muchacha, que bajó la vista; le tomé el pulso, y dije:

-Que vaya a mi casa y la reconoceré más despacio.

-Bueno, ya irá. ¿Cree usted que tendrá algo grave?

-Ya veremos.

Me despedí de la familia y seguí haciendo mi visita.

Acababa de tomar café; estaba charlando con mi madre y mi hermana en esa pequeña galería de cristales que da a la huerta, cuando entró la Shele. Acudí a su encuentro, la pasé al despacho y cerré la puerta.

-Siéntate -la dije.

La muchacha se sentó y yo comencé el interrogatorio.

-¿Hace mucho tiempo que estás en Aguirreche?

-Sí, ya va a hacer mucho tiempo.

-¿Cuántos años tienes?

-Dieciocho.

-Tus padres están en un caserío de la familia Aguirre, ¿verdad?

-Sí, señor.

-¿Les tienes cariño a los de tu casa?

-Sí, señor. -¿A la señora y a las señoritas?

-Sí, señor.

-¿Y al señorito Juan?

-También.

Y la muchacha se ruborizó. Yo continué con mis preguntas.

-¿No quieres marcharte de Aguirreche?

-No, señor.

-¿No tienes confianza en mí?

La muchacha me miró extrañada, preguntándose, sin duda, por qué le dirigía estas cuestiones. Yo seguí el interrogatorio. -Digo si tienes confianza en mí. Si crees que soy un hombre malo.

-¡Un hombre malo! No, no, señor.

-¿Entonces tienes confianza en mí? ¿No crees que yo te quiera hacer daño?

-No, no, señor; yo no he dicho eso.

-Ya sé que no lo has dicho; te lo advierto para que sepas que soy tu amigo, que te quiero bien. ¿Comprendes?

-Sí, señor. Entonces ya le dije claramente lo que tenía que decirle.

-Tú has tenido amores con el señorito Juan, verdad?

-No, no, señor.

-¡Para qué negarme la verdad! Tú has tenido amores con él, y lo que te pasa es la consecuencia natural... ¿Comprendes?

La Shele calló y bajó la cabeza.

-¿Te prometió casarse contigo? ¿Te engañó?

-No, no me engañó; no me prometió nada.

-¿Sabe en qué estado te encuentras?

-No, no lo sabe.

-¿Y por qué no se lo dijiste antes de que se marchara?

-Me daba vergüenza. La muchacha ocultó la cara entre las manos y comenzó a llorar en silencio.

-¡Ay ené! -decía de cuando en cuando, sofocando un suspiro.

Yo la contemplaba emocionado.

-Bueno, cálmate -la dije-. Aquí el único que sabe tu estado soy yo. ¿Qué piensas hacer? Vale más que te resuelvas pronto, antes de que noten tu estado. ¿Comprendes?

-Sí, señor.

-¿Qué te parece que hagamos? ¿Le escribimos a Juan?

-Bueno.

-¿Sabes sus señas?

-Sí; va de Cádiz a Filipinas en un barco.

-¿No sabes más?

-No.

-Debías enterarte del nombre del barco.

-Bueno. Ya me enteraré.

-Y mientras llega la carta y la recibe, si es que la recibe, ¿qué piensas hacer? ¿Ir al caserío?

-No; al caserío, no. Mi padre y mis hermanos me pegarán.

-Entonces, ¿quieres que yo se lo diga a la señora para ver qué decide?

-No, no. ¡Ay ené!

-Pues ¿qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir?

-No sé.

La Shele miraba al suelo y suspiraba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

Yo, algo impaciente, me levanté y la dije:

-Nada, tú decidirás. Yo ya te he indicado lo que te puede pasar. No sé qué aconsejarte.

La muchacha suspiró más fuerte, y viendo que me disponía a salir, me detuvo.

-No, no me deje usted.

-¿Qué quieres que haga?

La Shele pensó un momento y dijo:

-¡Escríbale usted al señorito Juan!

-Le escribiré, pero va a tardar mucho en saber la noticia. Si ha salido de Cádiz, hasta dentro de un año no vamos a poder tener noticias suyas.

-Entonces dígale usted a la señora lo que me pasa. A ver qué quiere hacer conmigo.

La pobre muchacha me dio lástima. Se entregaba a su suerte adversa, como un cordero que llevan al sacrificio.

Yo insinué varias veces, hablando con doña Celestina, después de comunicarle lo que ocurría a la muchacha, que debía dar cuenta a su hijo de lo que pasaba con la Shele; pero comprendí que era inútil y que estando en su mano no había de hacer nada con ese fin.

Sabía que Juan de Aguirre navegaba en la derrota de Cádiz a Filipinas, pero ni la Shele ni yo pudimos averiguar en qué barco. A pesar de todo, le escribí, y la carta no debió llegar, porque no tuve contestación.

Mientras tanto, doña Celestina y el vicario habían decidido casar a la Shele. Como sabes, aquí los matrimonios que se hacen entre la gente del campo, atendiendo sólo al dinero, se llaman la venta de la ternera.

En el caso aquel no era la venta corriente, sino la de una res estropeada y enferma, y había que dar mucho dinero encima para sacarla de casa.

-Nada, hay que llevarla de aquí cuanto antes -dijo el vicario-; que vaya a vivir a otro pueblo o a un caserío lejano, y nadie tendrá en cuenta si la criatura ha nacido antes o después del plazo legal.

-Sí, es lo más conveniente -añadió la señora de Aguirre ¿A usted qué le parece, doctor?

-Yo digo lo de siempre: antes consultaría con Juan -replicaba yo.

-Juan no vendrá aquí hasta dentro de cuatro o cinco años.

-Y mientras tanto, ¿cómo se evita el escándalo? -exclamó el vicario.

-No, no; si eso no puede ser -repuso doña Celestina-. Es perder el tiempo hablar de Juan. Aquí lo único es encontrar un marido y casarla.

-Creo lo mismo que doña Celestina -agregó el vicario.

-Pues vamos a ver quién nos convendría. Yo conozco a todas las familias.de los caseríos... El mozo de Olazábal está casado, el de Olazábal Aspicua es muy joven, el de Endoya se ha ido a Somorrostro...

-En Iturbide hay un muchacho carbonero...-insinuó el cura. -Pero ésos son unos salvajes -replicó doña Celestina-. No quiero que la Shele vaya allí. La tratarían muy mal.

-¿Y Machín? -preguntó el cura-. ¿Machín el mozo?

-¿El de mi caserío?

-Sí.

-Pero ¿no es tonto ese muchacho?

-¡Ah! ¡Claro! No vamos a encontrar un hombre perfecto como los de la Constitución del año doce.

El señor vicario se permitía alguna bromita de cuando en cuando contra las ideas liberales.

-Entonces, ¿qué? ¿Le llamaremos a Machín?

-Me parece lo mejor.

-¿Al padre?

-Al padre y al hijo. Se les explica lo que pasa y veremos las condiciones que ponen.

-Bueno; pues les llamaremos.

Presencié la entrevista en la cocina. Era una escena triste; daba una idea bien miserable de la humanidad. Machín padre y Machín hijo estaban los dos arrimados al fuego en la cocina.

-De manera -decía doña Celestina con voz imperiosa- que yo le doy a la Shele, cuatro onzas y dos vacas.

-Y las azadas y el trillo -añadía Machín el viejo.

-Bueno, y las azadas y el trillo. ¿Con esto estamos ya conformes?

-Es que... -decía Machín padre, rascándose la cabezacomo la chica ha quedado en ese estado, yo no sé si estará bien..., porque las gentes dirán que...

-Eso ya os lo he dicho antes. La muchacha está en ese estado. Ya lo sabemos. Con que resolved de una vez: sí o no. O decid qué queréis más.

-El caso es -murmuró el viejo- que hay un trozo de tierra cerca del barranco que no pertenece a nuestro caserío y mi mujer dice que debían dárnoslo a nosotros sin subir la renta... Yo no digo nada, pero mi mujer...

-Bueno: la tierra esa será para vosotros.

La conversación continuó así, con un lujo de detalles de esa avaricia campesina tan repugnante, y cuando llegaron a un arreglo definitivo, doña Celestina gritó a sus hijas:

-¡Que venga la Shele!

Vino la Shele, pálida, con los ojos bajos y las ojeras moradas.

-Hemos quedado de acuerdo en que te casarás con este joven.

-Bueno, señora -contestó ella, con una voz débil como un sollozo.

-¿No dices nada?

-Nada, señora.

-Bueno; ya lo sabes. Dentro de unos días será la boda.

-Está bien, señora.

Machín el joven sonrió, queriendo echárselas de malicioso, y el viejo siguió dando vueltas en su cabeza al pensamiento de si podía sacar alguna cosa más de la señora de Aguirre.

Ésa es la moral tradicional de las gentes ricas. Se destroza una vida, se deja un hijo sin padre, se lleva la desolación a una familia. Y se dice se ha salvado la honra de una casa; se ha salvado la sociedad.

-Siempre que pensaba en la Shele -siguió diciendo el médico viejo- tenía el presentimiento, muy lógico en el fondo, de que había de acabar mal.

Hubiera quedado muy sorprendido si en el transcurso de los años hubiese sabido que la Shele vivía tranquila y feliz con su marido.

Cuatro o cinco meses después de esta escena que le he contado de los preliminares de la boda, me llamaron del caserío de Machín. La Shele había tenido un hijo fuerte, robusto, pero ella estaba enferma.

La encontré la primera vez que fui a visitarla muy quebrantada y con un principio de fiebre.

Pasó un día y otro día. La pobrecilla no mejoraba. Cualquier cosa, la menor palabra, la hacía llorar.

Doña Celestina me llamó reservadamente.

-¿Qué le pasa a la Shele? -me dijo.

-Que está mal.

-Pero ¿no mejora?

-No.

-¿Qué tiene?

-Tiene un estado de excitación continua, y creo que padece una lesión cardíaca, que el embarazo y los disgustos han exacerbado.

Doña Celestina se inmutó, porque, aunque mujer orgullosa, tenía buenos sentimientos.

-¿Usted cree que el matrimonio con ese hombre habrá contribuido...?

-Es posible, pero no es fácil asegurarlo.

No quise tranquilizarla. Que pesara sobre su conciencia la brutalidad que había hecho.

Seguí visitando a la Shele diariamente. No había manera de hacerla reaccionar. Estaba decidida a dar un adiós definitivo a la vida.

Ante una resolución tan firme de morirse, todos los planes terapéuticos se estrellan.

A los quince días hubo que confesar y dar la -unción a la Shele.

Doña Celestina y sus hijas fueron a verla.

Adornaron el cuarto de la enferma de blanco, lo cubrieron de sobrecamas y trajeron flores y estampas religiosas. En el momento de darle el viático había unas mujeres en el pasillo del caserío con velas encendidas.

La Shele era muy cariñosa, y sin duda de verse mimada en aquel trance se encontraba alegre y sonriente. Por la mañana murió la pobrecilla .

El médico viejo dejó de hablar y se quedó mirándome, buscando conocer mi opinión.

-Sí, es horrible -dije yo- esa falta de respeto por la vida ajena. ¡Cuánta gente no se habrá sacrificado por esas ideas del rango y de la posición social que, después de todo, no sirven para nada! Son restos del feudalismo.

-Eso es. Es verdad.

-¿Y qué dijo Machín al oírle contar a usted esto?

-Se puso como un loco. Lloraba desconsolado. ¡Pobre madre, lo que la hicieron sufrir! -murmuró varias veces.

Luego dijo con voz iracunda:

Ahora le pegaría fuego al pueblo entero.

Después, más tranquilizado, me pidió que le dijese cómo era; si se parecía a él, si no se parecía; y cuando yo le indiqué que su padre se había portado mal, replicó:

-No, no; él tampoco tuvo la culpa.

-Me habló de que por tu mano había recibido un manuscrito de su padre y prometió enviármelo.

-¿Y se lo envió a usted?

-Sí, lo he leído ya; por cierto que no sé qué hacer con él. Creo que tú eres el más indicado para guardarlo.

De manera que llévatelo.

Cogí el manuscrito, lo llevé a casa y comencé a leerlo en seguida.