Las nacionalidades :15

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Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876


Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)


Capítulo XIII

Argumentos. Refutaciones

Oigo ya la voz de mis contradictores. "¿Queréis resolver el problema por la federación? —me dicen—. La federación sería hoy un anacronismo. Pudo ser buena cuando estaban, las sociedades en la infancia, no ahora, que son adultas. El mundo camina a la unidad, y la historia política no es sino la serie de los esfuerzos que se hizo por conseguirla. Ved que vais a destruir la obra lenta de los siglos y hacernos retroceder a la Edad Media, cuando no a los tiempos de la antigua Grecia. Enhorabuena que, por la federación, tratéis de reunir en un haz todas las naciones de Europa —utópico o realizable, éste es un doble deseo—; pero si no queréis desorganizarlas, no la llevéis al gobierno de cada nación, no inoculéis en los pueblos ese germen de disolución y de muerte. La podríamos tolerar en los que de nuevo se formasen, no en los ya formados. La federación es la impotencia; la unidad, la fuerza. La federación es el predominio de los intereses pequeños; la unidad, el de los grandes intereses."

Estas objeciones andan hoy en boca de muchos y pasan por indestructibles. Examinémoslas. Uno de los pueblos, como antes dije, más activos y más poderosos del mundo, el primero en haber realizado el ideal de la democracia, el más genuino representante de la vida moderna, son los Estados Unidos de América; están, como acabamos de ver, federalmente constituídos. La nación que hoy predomina en Europa, no sólo por sus armas, sino también por sus letras, es Alemania; aunque reorganizada de ayer, sobre el principio federal descansa. ¿Son una y otra pequeñas naciones? ¿Son la voz de pequeños intereses? Cuenta la primera treinta millones de habitantes; algunos millones más, la segunda. Es aquélla el portaestandarte de la libertad política; ésta, el de la libertad religiosa. Recuérdese ahora cómo han resuelto la pavorosa cuestión de la esclavitud los Estados Unidos. ¿Qué nación ha mostrado ni más grandeza, ni más energía, ni más audacia? Han debido arrostrar una de las más sangrientas luchas civiles; y la han arrostrado sin perdonar sacrificio por que prevaleciera su generoso pensamiento. Y hoy millones de esclavos son ya no sólo hombres, sino también ciudadanos. Y ¿es la federación un anacronismo? Y ¿son los pueblos federales eco de mezquinos intereses?

Además de estas dos naciones, son federales, en Europa, Suiza, en América, Méjico, Venezuela, Colombia y las Repúblicas del Plata. Lo es aquí la misma Austria, sobre todo en sus relaciones con Hungría. Hungría, como se dijo, se levantó en 1848 por su independencia; y aunque fue vencida, no dejó de ser para el Imperio una perturbación y un peligro. Austria, para acabar con tan antiguas contiendas, no encontró mejor medio que devolverle la autonomía, irse a coronar en Pesth y dejarla unida sólo por lazos federales al Gobierno de Viena. Le concedió que se rigiera por sus propias leyes, tuviera su administración y su Parlamento, y fuese, dentro de su vida interior, completamente dueña de sí misma. Acaso no esté lejos el día en que haga otro tanto con Bohemia.

Y ¿es la federación un anacronismo? ¿Qué nación tenéis por la más unitaria? ¿Francia? Bonaparte, uno de sus genios, disuelta la Confederación alemana, la restableció bajo el nombre de Confederación del Rin. Luis Napoleón quiso, después de la batalla de Solferino, confederar a los pueblos de Italia. Se me dirá que no querían este régimen para su patria; pero no lo verían, cuando lo empleaban, tan contrario al espíritu de los tiempos. La nación misma estaba sin saberlo, y tal vez sin quererlo, impregnada de la idea del federalismo. Allá en su bello y grandioso movimiento del ano 1789, celebraba sus triunfos revolucionarios con la brillante fiesta de la Federación, la más imponente que ha concebido la imaginación de los pueblos. En su célebre Convención tenía un partido que, si no era federal, acariciaba la esperanza de encontrar en la organización de las provincias un escudo contra la tiranía de París sobre la Asamblea. En 1871 vio de improviso a ese mismo París levantarse armado y entusiasta por su autonomía, proclamar la federación y caer por ella envuelto en fuego y sangre. ¿Cuándo ni dónde se ha visto mayor explosión de federalismo de la que entonces hubo en la capital de la vecina República?

Quizá dude el lector de la significación de tales hechos. La gran fiesta de la Federación se celebró en el Campo de Marte, el día 14 de julio de 1789. Fueron allí de todos los puntos de Francia hasta 60.000 hombres, bajo las banderas de sus respectivas provincias. Estas banderas, lo mismo que la oriflama nacional, fueron bendecidas por el obispo de Autun desde el altar de la patria. Habló La Fayette por los 60.000 delegados, por sí y por el Ejército, y juró ser fiel a la nación, al rey y a las leyes. Ni entonces ni después se dió a esos representantes de las provincias otro título que el de confederados. Que los girondinos tendían al federalismo nos lo confiesa en sus Memorias Madame Roland, que lo era y trata de sincerarlos. Por ella sabemos sus ideas sobre las provincias y las razones con que defendía Buzot este sistema de gobierno. De todo lo que se dice se infiere que, si sostenían la unidad y la indivisibilidad de la República, era sólo por creerlas en aquel momento necesarias para hacer frente a Europa. Nos lo acaba de probar la conducta que siguieron después de su caída. Fueron entonces a buscar realmente en la coalición de las provincias un medio de acabar con la omnipotencia de París. Hechos más claros aún revelan el carácter federal de la revolución de 1871. El municipio que entonces se nombró en París no fue ya un cuerpo administrativo, sino un verdadero poder; legisló y decretó para la ciudad como habrían podido hacerlo para toda la nación el Gobierno y la Asamblea. Se declaró autónomo, se presentó a los ojos de Francia como el modelo de los demás municipios; y para que no cupiera dudar de su naturaleza ni de sus propósitos, dijo, al constituirse, por boca de Beslay, su presidente: "De hoy más ha de hallar en la República cada uno de los grupos sociales su completa libertad de acción y su independencia. De todo lo que sea local debe conocer la ciudad; de lo regional, la región; de lo nacional, el Gobierno"; fórmula tan breve como completa del federalismo.

La federación, lejos de ser una idea de otros días, es la de los nuestros. Montesquieu, que no pertenecía por cierto a la antigüedad ni a la Edad Media, la consideraba como el único sistema capaz de obviar los inconvenientes de las pequeñas y las grandes naciones, conciliar las ventajas de la República con la grandeza de la monarquía y ser a la vez amparo de la libertad y garantía del orden. (Espíritu de las leyes, libro IX, cap. I.) Proudhon terminó por hacerla su programa de gobierno. La miraba como la solución de todas las antinomias políticas, como el más firme valladar de las usurpaciones del Estado y la idolatría de las muchedumbres, como la más solemne expresión de la dignidad del hombre, como el único sistema por el que descansan en equilibrio indestructible la paz y la justicia. (Del Principio Federativo.) Gervino, uno de los mas sensatos y perspicaces historiadores del siglo, cree que sólo por ella cabe asegurar la libertad y la paz de Europa. Ya, en 1852, anunciaba el actual engrandecimiento de Alemania; y para cuando éste se verificase le daba por fin político transformar en federaciones los grandes Estados, cuya unidad, decía, es tan ocasionada a peligros. (Introducción a la Historia del siglo XIX, Sección V, párrafo último.)

Sólo desconociendo cómo las ideas se desenvuelven y toman cuerpo, se puede sostener que la federación sea un retroceso. Toda idea es eterna y pasa por una larga serie de evoluciones antes de llegar a realizarse en todo su contenido y en toda su pureza. Las vemos por este motivo reaparecer con frecuencia en el curso de los acontecimientos. Las instituciones en que se encarnan, los hechos por que se manifiestan, las formas que revisten, distan, no obstante, de ser las mismas. Cambian de siglo a siglo y hasta de pueblo a pueblo. Cambian principalmente según el lugar que ocupan y la importancia que alcanzan entre las demás del mismo orden, y son cada vez más perfectas. Esto es lo que ha sucedido y no podía menos de suceder con la federación, antigua como el mundo. La distinguimos ya en los primeros albores de la Historia. La hallamos primeramente entre los israelitas y los fenicios; después, en Grecia e Italia; más tarde, en la misma Italia, en Alemania, en Holanda; al fin, en las naciones que van hoy a la cabeza del mundo. Distaba en la antigüedad y en la Edad Media de ser, como hoy, el principio generador de todo un sistema; distaba de parecer aplicable a vastas sociedades y a todo el humano linaje. Se han ido agrandando de siglo en siglo sus horizontes y haciéndose a la luz de la democracia cada vez más esplendorosos. En la historia de la federación que me propongo escribir verá el lector las enormes diferencias que hay, por ejemplo, entre el Consejo de los Anfictiones de la antigua Grecia y el Senado de la moderna República de Washington, entre la Liga Anseática de la Edad Media y la que han formado y quieren realizar en el terreno social y político los trabajadores de Europa y América.

Los trabajadores se afanan hoy por sobreponerse a las clases medias, como éstas lo hicieron durante un siglo por sobreponerse a la aristocracia. Desean ser independientes, y, por lo tanto, propietarios; y para conseguir sus propósitos pretenden apoderarse del gobierno de las naciones. Desde 1848 acá no hay revolución donde no manifiesten por hechos este vehementísimo deseo. Aquel mismo año dieron en París a los poderes constituidos la más sangrienta batalla que haya podido darse en el recinto de ciudad alguna. Se han organizado después, han discutido y formulado en Congresos internacionales su programa, y han llevado el espanto al corazón de las demás clases. Por sus propias discordias y las medidas de sus enemigos se presentan hoy menos temibles; pero no arrepentidos ni impotentes. Como pudieron más en 1871 que en 1848, a pesar del silencio a que se los redujo, podrán mañana más que en 1871, porque está en la lay del progreso que desaparezca la última forma de la servidumbre y caiga el feudalismo industrial, como cayó el feudalismo guerrero. Son la revolución del porvenir. ¡Y qué! ¿No dice nada que, unánime y espontáneamente, hayan buscado en la federación su arma de combate para hoy y sus instituciones para mañana? No la habrían adoptado a buen seguro si realmente fuese una idea ya agotada y muerta.

Es la federación la idea más viva de nuestro siglo y llegará a ser un hecho en todos los pueblos, siga o no Alemania la política que le dictan sus intereses y le aconseja Gervino. ¿Qué importa sea otro el principio sobre que se hayan formado y descansen ciertas naciones? Lo hemos visto ya: se las ha compuesto y descompuesto veinte veces en el dilatado curso de la Historia. Cuando así no fuese, es obvio que no habríamos de pararnos en una organización irracional sólo porque ya la tuvieran. Porque vamos sin tregua de lo irracional a lo racional somos hombres. ¿Qué no hemos dicho de los antiguos que sacrificaban el individuo al Estado? Como de la personalidad del Estado hemos distinguido y emancipado la nuestra, es justo que distingamos y emancipemos la de la ciudad, que ha sido el primero y el más natural de los grupos políticos, y la de las provincias, que fueron antes naciones. Es por demás ilógico que se respete sólo la autonomía de los dos extremos de la serie. Lo es tanto más cuando se considera que cada grupo debe su origen a diverso orden de necesidades, y tienen todos por la misma razón distinto círculo en que moverse. La organización más racional ha de ser, naturalmente, la que permita la libre acción, dentro de sus respectivos círculos, no sólo de estos grupos, sino también de cuantos se formen para llenar los diversos fines de nuestra vida. Y pues todas estas cosas permite la federación, por ella hemos de reconstituir los Estados que por la unidad se formaron y en la unidad siguen viviendo.

Yerra el que crea que por esto se hayan de disolver las actuales naciones. ¿Qué había de importar que aquí en España recobraran su autonomía Cataluña, Aragón, Valencia y Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León, Asturias, las provincias Vascongadas, Navarra, las dos Castillas, las islas Canarias, las de Cuba y Puerto Rico, si entonces como ahora, había de unirlas un poder central armado de la fuerza necesaria para defender contra propios y extraños la integridad del territorio, sostener el orden cuando no bastasen a tanto los nuevos Estados, decidir las cuestiones que entre éstos surgiesen y garantir la libertad de los individuos? La nación continuaría siéndo la misma. Y ¿qué ventajas no resultarían del cambio? Libre el poder central de toda intervención en la vida interior de las provincias y los municipios, podría seguir más atentamente la política de los demás pueblos y desarrollar con más acierto la propia, sentir mejor la nación y darle mejores condiciones de vida, organizar con más economía los servicios y desarrollar los grandes intereses de la navegación y el comercio; libres, por su parte, las provincias de la sombra y la tutela del Estado, procurarían el rápido desenvolvimiento de todos sus gérmenes de prosperidad y de riqueza: la agricultura, la industria, el cambio, la propiedad, el trabajo, la enseñanza, la moralidad, la justicia. En las naciones federalmente constituídas, la ciudad es tan libre dentro de la provincia como la provincia dentro del cuerpo general de la República; tendría España un verdadero foco de vida hasta en el último de sus municipios. Merced a la autonomía de que gozaron, tuvieron en otros tiempos largos períodos de grandeza y gloria muchas de nuestras ciudades.

Otro tanto sucedería en Francia si se devolviese a sus provincias la vida de que disfrutaron, y en Italia si se declarase autónomos sus antiguos reinos y repúblicas, y en la misma Inglaterra si lo fuesen Escocia e Irlanda. Siempre que los nuevos Estados quedaran unidos por los vínculos de la federación, Inglaterra, Italia y Francia seguirían siendo las naciones de ahora, con más intima cohesión entre sus distintos miembros, con más centros de vida de los que jamás tuvieron, sin el temor de que pensaran un día en su independencia allí Irlanda, aquí Niza y Saboya, acullá Toscana y Nápoles.

Se dice que se rompería cuando menos la unidad de las naciones; pero nada más inexacto. Son unas las naciones mientras siguen formando un todo orgánico. No porque el organismo cambie, la unidad se rompe. Se rompe sólo cuando desaparece la fuerza que mantenía dentro del todo las partes. Aquí en España, por ejemplo, el año 1808, se descompuso de repente nuestro organismo político. Abandonáronla sus reyes, que eran todo el poder de aquel tiempo, cuando la tenían ya invadida las tropas de Bonaparte. Gracias a la fuerza de cohesión que existía entre las provincias, no bastaron ni tan extraordinarios sucesos a romper la unidad de la patria. Se reorganizó la nación primero por la Junta Central y luego por unas Cortes, que variaron esencialmente la Constitución del Estado. Antes, como después de esta mudanza, siguió una España.

Sé que muchos entienden de otro modo la unidad de las naciones. No las consideran unas sino cuando forman un solo cuerpo de ciudadanos y tienen para todos unos mismos poderes y unas mismas leyes; cuando las provincias y los pueblos no son más que entidades administrativas sin realidad de ningún género; cuando el Estado es la fuente de toda autoridad y de todo derecho y por los gobernadores y los alcaldes, sus agentes, puede extender su acción a la más apartada aldea y hacerla sentir en todos los ámbitos del reino. Pero esta idea de la unidad es inadmisible. Los pueblos y las provincias son, por lo menos, tan reales como las naciones. Es verdaderamente quimérico buscar la unidad en la negación de estas realidades. Si se las niega, ¿en qué descansará la realidad de las naciones mismas? ¿Por qué no podrán, a su vez, ser meras entidades administrativas dentro de imperios como el de Napoleón o como el de Carlomagno?

Esta idea de la unidad nos lleva, además, como por la mano, al absolutismo, ¿A qué la multiplicidad de poderes? ¿A qué ese antagonismo entre los reyes y los Parlamentos? ¿Por qué no desde luego un dios, un monarca y una ley para las naciones? Aunque no hasta sus últimas consecuencias, ha determinado esta idea la marcha de algunos pueblos. Los efectos han sido desastrosos. Ella es la que ha llevado a las capitales la vida de las provincias; ella la que ha paralizado la iniciativa de las ciudades y las ha reducido a esperarlo todo de la omnipotencia de los Gobiernos; ella la que ha puesto a merced de los ejércitos la libertad de los ciudadanos; ella la que ha condenado las naciones a fluctuar entre la reacción y la revolución y las mantiene en perpetuo estado de guerra.

Los elementos constitutivos de las naciones son hoy el individuo, el pueblo y la provincia. No es destruyéndolos ni privándolos de las naturales condiciones de su existencia como se los ha de llevar a la unidad, sino subordinándolos, tales como son, a una fuerza que los obligue a moverse dentro de la vida de la nación a que correspondan. Los planetas, no porque hayan de girar alrededor del Sol y de él reciban luz y calor, tienen todos unos mismos movimientos ni una misma vida. Es cada planeta una variedad dentro de la unidad del sistema. Esta variedad en la unidad, o lo que es lo mismo, esta unidad en la variedad, es general en la Naturaleza, donde obedecen a la sola ley de la necesidad todos los seres, excepto el espíritu del hombre. Y ¿habríamos de oponernos a la variedad, tratándose de reducir a la unidad seres que nacieron libres?

La unidad en la variedad, y no otra, es la posible en la organización de las sociedades. La variedad, después de todo, existe, y sería locura empeñarse en olvidarla. A pesar de las invasiones, de la mezcla de razas, de los esfuerzos por borrar diferencias de pueblo a pueblo, hay dentro de cada nación provincias con carácter y fisonomía propias que el hombre menos observador distingue, apenas encuentra ocasión de compararlas. Ni por la lengua, ni por los hábitos, ni por el traje, ni por las facciones es posible confundir aquí a un castellano con un catalán, ni a un valenciano con un aragonés, ni a un andaluz con un vasco. Donde falta la diversidad de leyes, queda la de usos y costumbres. Nadie confundirá tampoco en Francia al provenzal con el bretón, ni a los gascones con los parisienses; ni en Inglaterra a los irlandeses con los anglos; ni en Austria a los alemanes con los bohemios o los húngaros; ni en Rusia a un finlandés con un cosaco. Separa a todos estos pueblos y a otros cientos que pudieran citarse, no sólo la Naturaleza, sino también la Historia.

Se dice que marcha el mundo a la unidad; veamos si es cierto. No lo es en el terreno religioso, donde la división es cada día mayor y la libertad de cultos se impone como elemento de orden a todos los Gobiernos. A las mil y una sectas que se disputan las conciencias, hay que añadir la del escepticismo, que todo lo disuelve. Mata la duda las antiguas creencias y la razón no las reemplaza; la discordia aumenta. No lo es tampoco en el terreno filosófico, donde bajo cien formas y nombres luchan eternamente el espiritualismo y el materialismo, sin que ninguno de los dos se dé por vencido ni carezca de vigor para reponerse de sus derrotas. Dentro de cada uno de los dos campos la división es infinita: tot capita quot sensus. Ni la religión ni la filosofía logran hoy establecer unidad de sentimientos ni de ideas entre los ciudadanos de un mismo pueblo. No sin razón se ha dicho por los que vuelven los ojos a los buenos días del catolicismo que las sociedades están disueltas. Esta misma disolución de las sociedades ha contribuído a que haya alguna más unidad en el terreno político. En la imposibilidad de unir los espíritus por una doctrina ni por un dogma, se ha venido a reconocer casi en todas partes la autonomía del hombre y se la ha hecho la piedra angular de la Constitución del Estado. No están, sin embargo, sometidos en todas partes a las mismas reglas la libertad del pensamiento y el derecho de voto; ni falta quien les niegue en Europa, cuanto más en Asia. Ni puede decirse que prevalezca todavía ninguna forma de gobierno. Aquí se vive bajo la monarquía, allí bajo el imperio, acullá bajo la República, Aquí hay el régimen absoluto, allí el democrático, más allá el mixto. Y dentro de cada nación hay partidos y fracciones de partido.

¿Dónde está esa marcha a la unidad que tanto se encarece? Desde el triple punto de vista que acabo de considerar las sociedades, es indudable que nunca hubo menos unidad que ahora. La falta de una creencia común o de una común doctrina no podía, naturalmente, dejar de reflejarse en todas las manifestaciones de nuestra vida. Pero tal vez se me diga que se habla de la unidad en el sentido de congregación de pueblos. En este mismo siglo hemos visto la mitad de América desgajarse de España y dividirse en multitud de naciones, no pocas veces en guerra. Unos años antes se habían separado de Inglaterra los Estados Unidos. El imperio napoleónico ha durado aún menos que el de Alejandro; el emperador ha sobrevivido a su imperio. Bélgica ha dejado de formar parte de Holanda. Austria ha sido arrojada de Alemania. Turquía se está desmembrando. Noruega pasó de las manos de Dinamarca a las de Suecia; los ducados del Elba, de las de Dinamarca a las de Prusia; la Finlandia, de las de Suecia a las del autócrata ruso.

¿Qué pueblos son, por fin, los que se han acercado? De los de Alemania podrá decirse que han estrechado los vínculos que los unían, no que los han establecido, como hice notar en otro párrafo, existía antes del 66, y más vasta que ahora, la Confederación Germánica. Se ha reconstituído Italia: ésta es toda la tendencia a la unidad que se ha revelado por hechos en este siglo. Y ¿basta esto para decir pomposamente que marcha a la unidad el mundo? Ved las naciones todas: de la más pequeña a la más grande están celosas de su independencia, y las unas para con las otras llenas de rivalidades y desconfianzas. El patriotismo es todavía lo que hace vibrar con más fuerza las fibras del corazón del hombre, lo que más nos lleva al heroísmo y al sacrificio. Acá en nuestra misma Península, en los confines de España y Francia, en las vertientes de los Pirineos Orientales, hay una diminuta República que no llega a contar de mucho mil kilómetros cuadrados de territorio. Puesta entre dos grandes naciones, se ve frecuentemente amenazada de muerte. Hace prodigios de habilidad por no caer en manos de sus vecinos. No le habléis de incorporarse a Francia ni a España; la subleva la idea de perder su autonomía.

¿Es, además, un bien toda agregación de pueblos? Si lo es, debemos aplaudir la conducta de Rusia, que se va sin cesar derramando por los pueblos de sus fronteras; debemos alentar a los zares a que realicen la monarquía universal y pongan bajo su cetro a todas las naciones de Europa. No pretendemos, se dirá, que se las reúna por la espada; mas si no quieren renunciar a su independencia, ¿queda otro medio que el de la federación? La admitimos, se contestará quizá, para reunir las naciones; pero antes del 59 ¿no eran aún naciones muchos de los pueblos que hoy forman parte de Italia? ¿No lo eran Nápoles, Parma, Módena, Toscana, Cerdeña? Se suele convenir en que el principio federativo era aplicable a la reconstitución de Italia; mas ¿cómo no se ve que las provincias de Inglaterra, de Francia, de España, de Austria, de Rusia, fueron naciones como lo eran hace quince años Cerdeña y Nápoles? El hecho, ¿mata el derecho? Todas esas provincias fueron incorporadas a sus respectivas naciones, o por la fuerza, o dándoles la seguridad de que seguirían gobernadas en su vida interior por sus instituciones y leyes. ¿Por qué la federación para las unas y no para las otras?

Yo estoy porque el mundo, si no marcha, debe marchar a la unidad; no a esa unidad absurda que consiste en la destrucción de toda variedad; pero sí a esa unidad en la variedad que descubrimos en la Naturaleza. Y bien: precisamente porque quiero esa unidad, soy partidario acérrimo de la federación. En política no se me presentará, a buen seguro, un sistema de más general aplicación ni más flexible. Lo mismo sirve para reunir ciudades que para enlazar naciones. Lo mismo se adapta a las monarquías que a las Repúblicas. Lo mismo lo podemos emplear para la organización social que para la política. Dentro de cada federación política pueden, por ejemplo, confederarse sin dificultad las diversas categorías del trabajo: la agricultura, la industria, el comercio, la ciencia, las artes. La unidad se va formando de abajo arriba por la escala gradual de los intereses; intereses locales, provinciales, nacionales, europeos, continentales, humanos. Y se realiza sin violencia y sin esfuerzo, porque dentro de sus particulares intereses conserva cada grupo su independencia.

¡Los intereses!, exclamará tal vez alguno. Comprendo en primer lugar bajo este nombre lo mismo los morales que los materiales. Sólo ellos caen, además, bajo la acción de los Gobiernos. ¿Se ignora acaso cual ha sido el origen de los pueblos? El de la tribu, los vínculos de la sangre; el de las ciudades, el cambio. El cambio agrupó las familias en pueblos. ¿Cuál fue el objeto de la autoridad que con ellos nació más tarde? Primeramente regular las condiciones de este mismo cambio; después extenderlo a otros servicios. La autoridad se encargó de los que eran comunes a todos los vecinos, y éstos de pagárselo con parte de sus productos. De aquí los servicios públicos, de aquí las contribuciones. De aquí el gobierno; de aquí la justicia. Esto y no otra cosa son en mayor escala las provincias y las naciones; esto sería mañana la confederación europea.

Obsérvese ahora qué es lo que allana el camino a la futura unión de los pueblos. Son principalmente los intereses. Abate el comercio las fronteras y une el ferrocarril lo que separan los odios de nación a nación y las prevenciones de raza. Ponen en contacto el correo y el telégrafo las más apartadas gentes. Llaman las Exposiciones universales a una sola capital los productos de la industria del mundo. Nadie es ya extranjero para beneficiar la riqueza de otros pueblos. Se celebran sin cesar tratados de navegación y de cambio. Se conciertan las naciones para los semáforos. Quedan muchas vallas por destruir y reclaman mucho más los intereses; pero ¿quién no ve ya, en lo que se está haciendo y en lo mismo que está por hacer, la necesidad de crear un gobierno superior al de cada una de las naciones? Unen los intereses hasta lo que la guerra desune; y tengo para mí que más o menos tarde han de lograr que prevalezca la diplomacia sobre la espada, el derecho sobre la fuerza, los fallos de los Tribunales sobre los juicios de Dios.

No olvido que los intereses han sido una de las principales y más poderosas causas de la guerra; no por esto dejaré de creer que puedan impedir mañana lo que ayer promovieron y fomentaron. En el fondo de todas las guerras de la antigüedad se ve realmente la codicia. Se combate por acumular riquezas, hacer esclavos, ganar tierras que aumenten, ya el patrimonio de la ciudad, ya la fortuna de los que la habitan. Cuando un Estado, leo en Platón, ha crecido de manera que no le bastan ya sus tierras para la vida de los ciudadanos, hay que robarlas a los vecinos; tal es —añade— el origen de ese funesto azote que llamamos guerra (libro II de La República). En la Edad Media no solía ésta presentar otro aspecto. Los bárbaros bajaban simplemente a buscar tierras en que establecerse. Ya antes de Jesucristo habían invadido el Mediodía de Europa los cimbrios, que venían del corazón de Dinamarca. Ofrecían la paz a Roma, en quien llegaron a poner espanto, bajo la condición de que les diesen tierras en Italia. Tierras y sólo tierras pedían cinco siglos después esa multitud de pueblos que, como ellos, abandonaron en busca de mejores climas los bosques y las montañas del Norte. Con el mismo fin entraron más tarde, primero los mogoles y los tártaros, luego los turcos. Vinieron los árabes movidos por el sentimiento religioso, pero no menos aguijoneados por la sed de goces y el afán de lucro. No hay por qué hablar de las guerras feudales, verdaderas guerras de pillaje.

En la Edad Moderna empezaron a prevalecer sobre los intereses materiales los políticos. Para satisfacer el espíritu de dominación y de codicia, se fue a buscar en otros continentes los campos de batalla. La guerra tuvo aquí principalmente por objeto, ya la preponderancia o la independencia de un pueblo, ya el triunfo de un principio. La Reforma, las rivalidades entre las naciones y la Revolución francesa han sido ios semilleros de casi todas las guerras de la edad presente. El interés particular ha entrado cada día por menos en esas deplorables luchas. Véase si no cuál ha sido el carácter y el fin de las que han ocurrido después de la muerte de Napoleón Bonaparte. Algo han ganado con ellas los intereses, pero más los generales que los de los pueblos vencedores. Citaré dos ejemplos. Rusia, por servicios prestados a Turquía cuando la insurrección de Egipto, había obtenido del sultán, según hemos visto, que cerrara el mar Negro a las demás naciones. La guerra de Crimea dió por resultado el libre paso del Bósforo y los Dardanelos, no sólo para los aliados, sino también para todos los pueblos. China, como es sabido, se incomunicó con el resto del mundo; tenía cerrados sus puertos a nuestros buques. Inglaterra y Francia los abrieron por dos veces a cañonazos, y abiertos están para todos los europeos.

Ese decaimiento de las guerras de interés particular y ese predominio de los intereses generales, unidos a la mayor y más clara conciencia que de ellos se va teniendo, me hacen esperar que acá, en Europa, los intereses mismos pongan término a la guerra. ¿Qué falta para que tal suceda? Lo he dicho y lo repito: que tengan un poder político que los represente y los defienda; que haya una confederación de naciones, además de la confederación de las provincias y de los pueblos.

Enhorabuena, se me podrá decir, por fin, que busquéis la unidad por la organización de los intereses; enhorabuena que deseéis la unidad en la variedad, y no esa unidad por la que se pretende vaciarlo todo en un solo molde. ¿Podréis querer que continúe la anarquía de hoy en la moneda, en las pesas y las medidas, y sobre todo en el derecho? Si ahora, bajo el sistema unitario, se resisten las provincias a que desaparezca, ¿qué no harán cuando estén unidas por los solos vínculos de la federación? El error está en creer que la federación sea una dificultad para que los pueblos o las provincias lleguen a un mismo derecho, a un mismo sistema métrico y a un mismo sistema monetario. En Grecia, junto al Golfo de Corinto, hubo antiguamente una confederación que llevaba el nombre de Liga Aquea. Componíase en un principio de doce ciudades, pero se fue poco a poco extendiendo a todo el Peloponeso. En tiempo del historiador Polibio, que pertenecía a la Liga, se habían ya confundido de tal modo los confederados, que no sólo tenían unas mismas leyes, unas mismas medidas, unos mismos pesos y una misma moneda, sino también unos mismos magistrados, unos mismos senadores y unos mismos jueces. Para que el Peloponeso se parezca a una sola ciudad, apenas le falta, decía aquel escritor, sino una muralla que lo circunvale. (Historia General, libro II, capítulo XXXVII.) Vuélvase ahora los ojos a España. Cerca de cuatro siglos hace ya que las provincias todas, a excepción de Portugal, forman un solo reino. Hay todavía quince que no se rigen por el derecho de Castilla. La unidad monetaria es un hecho reciente. La de pesas y medidas no ha bajado de las regiones oficiales.

No; la dificultad de estas reformas no está en el federalismo; está en la índole de las reformas mismas. Son y serán siempre difíciles las que afecten la propiedad o el cambio. Hieren la vida intima de los pueblos, modifican más o menos los intereses generales, alteran los hábitos y las costumbres; y la sociedad, conmovida como no lo será nunca por las más trascendentales reformas políticas, les opone una tan vigorosa como obstinada resistencia. Id a decir al aragonés o al navarro que renuncien a su libertad de testar y se sometan al régimen de la sucesión forzosa; os contestarán que no lo consienten ni su autoridad como jefes de casa, ni sus derechos de ciudadano. Id y decidles que sus viudas no podrán, en adelante, gozar del usufructo de sus bienes; os contestarán que disolvéis la familia, rompiendo los lazos que la pueden mantener unida a la muerte del padre. Id y decidles que, en cambio, sus viudas harán suya la mitad de los bienes que hayan ganado durante el matrimonio; lo creerán injusto y hasta lo considerarán como una usurpación a los hijos. Id y decid ahora a la generalidad de los españoles que cuenten por kilogramos y no por libras, por metros y no por varas, por hectáreas y no por fanegas, por céntimos y no por cuartos. Pasarán años y años sin que lleguen a comprender la relación entre los nuevos y los antiguos sistemas, y en medio siglo no dejarán de contar por los antiguos. Hace más de ochenta años que el sistema métrico decimal es ley en Francia; el pueblo, sobre todo en los departamentos, sigue fiel a las antiguas prácticas.

¿Qué se requiere principalmente para que estas reformas se acepten? Que se convenzan de que son justas y útiles los que hayan de recibirlas, que sean hijas de la espontaneidad social, que las leyes y sistemas que se trate de derogar hayan sido entre los mismos a quienes rijan materia de discusión y controversia; que entre ellos haya por lo menos un partido que sostenga la necesidad del cambio. Bajo el régimen unitario es imposible que esto suceda en nuestras provincias aforadas. Como no tienen la facultad de alterar sus códigos, ni la nación de corregírselos sino por leyes generales, no hay ni puede haber en ellas movimiento jurídico. Se piensa en conservar el fuero, no en reformarlo, y la legislación está, por decirlo así, petrificada. Sólo por la federación se la puede volver a la vida y hacerla entrar en vías de progreso. Arbitras, entonces, aquellas provincias, de acomodar sus leyes a las ideas y las necesidades del siglo, no tardarán en querer enmendarlas, y darán margen a la contradicción y al debate. Resonarán sus deliberaciones y sus reformas en toda España, y algo más se ha de hacer en años por la unidad de derecho, que no se hizo en siglos de unitarismo. No hablo yo de la métrica ni de la monetaria, porque ley de la nación, es sólo obra del tiempo que vayan bajando a las últimas capas del pueblo.

Ei principio federal, lejos de dificultar la resolución de ningún problema, la facilita. He hablado en otro párrafo de la tendencia general de los jornaleros a sobreponerse a las clases medias y apoderarse del gobierno. Yerran cuando creen que de un golpe cabe refundir las sociedades como en una turquesa; pero es indudable que, al denunciar las injusticias de que son victimas, han levantado pavorosas cuestiones que urge decidir, si se quieren evitar grandes peligros y tal vez próximos conflictos. Estas cuestiones, aunque en todas partes las mismas, presentan distinto aspecto, no sólo en las distintas naciones del mundo, sino también en sus distintas provincias. Aquí, por ejemplo, la cuestión de la propiedad de la tierra, una de las más arduas que, como acabo de indicar, puedan tocarse, dista de tener los mismos términos en el Norte que en el Mediodía, en el Oriente que en Occidente. No depende esto de que se rijan las provincias por la ley común o por el fuero; depende de causas, unas naturales, otras históricas. Aquí está la tierra excesivamente aglomerada y allí extremadamente dividida. Aquí domina el principio individualista y allí lucha con el comunista. Aquí se conserva íntegro el dominio y allí está dirimido por el foro y la enfiteusis. Aquí está la tierra en poder de colonos y allí en el de los propietarios. Aquí se la ha repartido con justicia y allí ha sido objeto de usurpaciones que sublevan el alma. Aqui basta, por fin, media hectárea para la vida de una familia y allí no bastan dos hectáreas. ¿Quién podrá con más acierto resolver el problema: la nación o las provincias? ¿Es aquí posible dictar reglas generales? ¿No exige el mal, según sus diversas causas, distintos remedios?

La federación es, pues, el mejor medio no sólo para determinar y constituir las nacionalidades, sino también para asegurar en cada una la libertad y el orden y levantar sobre todas las provincias un poder que, sin menoscabarles en nada autonomía, corte las diferencias que podrían llevarlas a la guerra y conozca de los intereses que les sean comunes. No comprendo, a la verdad, ni por qué la han abandonado tan fácilmente muchos que ayer la enaltecieron, ni por qué la presentan otros como un monstruo que amenaza devorar la patria. Extrañábase el girondino Buzot de que la considerasen los montañeses una herejía política; ¿qué diría si oyese hoy el concierto de imprecaciones que sobre ella arrojan aun los que blasonan de liberales y de sensatos? Si una causa pudiera desacreditarse por los desórdenes y aun los crímenes que a su sombra se cometiesen, lo más santo merecería el general anatema. Es una verdadera puerilidad condenar la federación por hechos que soy el primero en lamentar; pero han distado de ser tan graves como los que precedieron al triunfo de ideas menos fecundas.

No se crea, sin embargo, que dé aquí por acabada la defensa de mi principio. Lo desarrollaré y sistematizaré en la segunda parte de este mismo libro, y de ahí resultará su mejor defensa. Voy ahora a contestar a una pregunta que me hice al emprender el examen de la teoría de las nacionalidades. ¿Debemos estar por la reconstitución de los pueblos en pequeñas Repúblicas?