Las tres puertas de San Pedro

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Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
Las tres puertas de San Pedro


Que las iglesias catedrales luzcan tres puertas en su frontis es cosa en que nadie para mientes. Pero ¿por qué San Pedro de Lima, que no es catedral ni con mucho, se ha engalanado con ellas?

Aunque digan que me meto en libros de caballería o en lo que no me va ni viene conveniencia, he de echarme hoy a borronear un pliego sobre tan importantísimo tema. ¡Así saque con mi empresa una alma del purgatorio!

Confieso que por más que he buscado en crónicas y archivos la solución del problema, hame sido imposible encontrar datos y documentos que mi empeño satisfagan; y aténgome a lo que me contó un viejo, gran escudriñador de antiguallas y que sabía cuántos pelos tenía el diablo en el testuz y cuáles fueron las dos torres de Lima en las que, por falta de maravedises para hacerlas de bronce, hubo campanas de madera, no para repicar, sino para satisfacer la vanidad de los devotos y engañar a los bobos con apariencias. Creo que esas torres fueron las de Santa Teresa y el Carmen.

Volviendo a mis carneros, o lo que es lo mismo, a las tres puertas de San Pedro, he aquí sin muchos perfiles lo que cuenta la tradición.

Fue San Francisco de Borja, tercer general de la Compañía de Jesús, quien por los años de 1568 mandó a Lima al padre Jerónimo Ruiz del Portillo con cinco adláteres, para que fundasen esa institución sobre la que tanto de bueno como de malo se ha dicho. Yo ni quito ni pongo, y por esta vez dejo en paz a los jesuitas, sin hacer de ellos giras y capirotes.

Poco después de llegados a la ciudad de los reyes, dieron principio a la fábrica de los claustros llamados entonces Colegio Máximo de San Pablo y que, después de la expulsión de los jesuitas en 1767, tornaron el nombre de convento de San Pedro con que hoy se les conoce.

Este templo, cuya fábrica se principió en 1623 y duró quince anos, es entre todos los de Lima el de más sólida construcción, y mide sesenta y seis varas de largo por treinta y tres de ancho. Todo en él es severo a la par que valioso. Altares tiene, como el de San Ignacio, que son maravilla de arte. El templo fue solemnemente consagrado el 3 de julio de 1638, con asistencia del virrey conde de Chinchón y de ciento sesenta jesuitas. El mismo día se bendijo la campana por el obispo Villarroel, bautizándola con el nombre de la Agustina. La campana pesa cien quintales, es la más sonora que posee Lima, y las paredes que forman la torre fueron construidas después de colocada esa gran mole; de manera que para bajar la campana sería preciso empezar por destruir la torre.

Las fiestas de consagración duraron tres días y fueron espléndidas. La custodia, obsequio de varias familias adeptas a la Compañía de Jesús, se estimó en valor de doce mil ducados.

Principiada la fábrica exhibieron los jesuitas un plano en el que se veía la iglesia dividida en tres naves, dejando presumir a los curiosos que la nave central era para dar entrada al templo. Entretanto, el superior de Lima había enviado un memorial a Roma pidiendo a Su Santidad licencia para una puerta.

Aquellos eran los tiempos en que el Vaticano cuidaba de halagar a las comunidades religiosas que se fundaban en el Perú. Así otorgó a la monumental iglesia de San Francisco de Lima los mismos honores y prerrogativas de que disfruta San Juan de Letrán en Roma. Esto explica el porqué sobre la puerta principal de San Francisco se ven la tiara y las llaves del Pontífice. Los franciscanos, para manifestar su gratitud a la Santa Sede, grabaron desde entonces en su coro, en letras como el puño, esta curiosa inscripción anagramática, en la que hay tal ingenio en la combinación de letras que, leídas al derecho o al revés, de arriba para abajo y al contrario, resultan siempre las mismas palabras:


RARO
AMOR
ROMA
ORAR


Al recibir el Papa la solicitud de los jesuitas, no supo por el momento si tomar a risa o a lo serio la pretensión. «¿Es humildad la de los hijos de Loyola, candor o malicia? ¿Quieren dar una prueba de acatamiento al representante de Cristo sobre la tierra, buscando su apostólica aquiescencia hasta para lo más trivial?». Todo esto y mucho más se preguntaba Su Santidad. «Sea de ello lo que fuere -concluyó el Padre Santo-, allá va el permiso, que por más que alambico el asunto no alcanzo a descubrir el entripado».

Por algo se dijo lo de que un jesuita y una suegra saben más que una culebra, y en esta ocasión los sucesos se encargaron de comprobar la exactitud del refrán.

Cuando los jesuitas de Lima tuvieron bajo los ojos la licencia pontificia, construyeron tres arcos y plantaron puerta en cada uno de ellos. El cabildo eclesiástico armó un tole-tole de todos los diablos y ocurrió al poder civil para que hiciese por la fuerza quitar una puerta. «¡Cómo, cómo! ¿De cuando acá -gritaban los canónigos- se arroga la Compañía privilegios de catedral? ¡Eso no puede soportarse!».

Entonces los jesuitas, que contaban con amigos en el gobierno y con gran partido en el vecindario, sacaron a lucir el consabido permiso pontificio. Arguyeron los canónigos que ese documento necesitaba más notas explicatorias que un epigrama latino de Marcial, y que todo podía significar, menos autorización expresa para abrir tres puertas.

A esto contestaban los jesuitas con mucha sorna: «¡Miren qué gracia! Ya nos sabíamos que para dos puertas no necesitábamos venia de alma viviente. Conque dos puertas a que tenemos derecho y una que nos concede el Papa, son tres puertas. Esto, señores canónigos, no tiene vuelta de hoja y es de una lógica de chaquetilla ajustada».

El Cabildo no se dio por convencido con el argumento, un si es no es sofístico y rebuscado, y para poner fin a la controversia ambos contrincantes ocurrieron a Roma.

Su Santidad no pudo dejar de reconocer, in pecto, que los jesuitas le habían hecho una jugada limpia y de mano maestra; pero como no era digno del sucesor de Pedro confesar la burla urbi et orbi, con escándalo de la cristiandad, adoptó un expediente que conciliaba todos los caprichos o vanidades de sotana.

El Papa expidió no sé si bula o rescripto concediendo, por especial privilegio y razones reservadas, tres puertas a la nueva iglesia de San Pablo; pero prohibía bajo severas penas canónicas que se abriese la tercera, salvo casos de incendio, terremoto y aseo o refección de la fábrica.

¿Han visto ustedes, lectoras mías, ni el sábado de gloria, que es el día en que San Pedro se convierte en rinconcito del cielo con ángeles y serafines y música y perfumes, que se hayan abierto las tres? ¿No lo han visto ustedes? Pues yo tampoco.

Un cerrojo, cubierto de moho, prueba que en San Pedro hay una puerta por adorno, por lujo, por fantasía, por chamberinada, como decimos los criollos, y que esa puerta no sirve para lo que han servido todas las puertas desde la del arca de Noé, la más antigua de que hacen mención las historias, hasta la de la jaula de mi loro.