Las veladas del tropero/El gaucho del gateado

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EL GAUCHO DEL GATEADO

Estaba la reunión en su apogeo: las apuestas se cruzaban como si cualquier mancarrón se hubiese vuelto parejero; se armaban las carreras tan seguidas que tenían que acortar el número de partidas los corredores para desocupar pronto la cancha.

Llegó en estos momentos y se mezcló con la concurrencia un gaucho muy anciano, de blanca melena y de barba como nieve, flaco, de tez apergaminada, muy pobremente vestido de chiripá y de poncho, y montado en un gateado más flaco aún que él, viejísimo también y aperado miserablemente.

Como era desconocido de todos el recién venido, nadie le hacía caso y parecía el viejo, entre tanta gente, como alma de otros tiempos entre vivientes de hoy, alma de gaucho de antaño entre criollos modernos. De repente, al pasar cerca de él, un joven lo miró y le gritó, riéndose:

—¡Abuelito! le corro al gateado!

Fué general la carcajada, tan peregrina había parecido á todos estos paisanos, bien montados en fletes invernados, la idea de hacer correr una carrera al viejo montado en su gateado flaco.

Y redoblaron las risas, cuando, muy serio, contestó el gaucho:

—¡Pago! ¿cuántas cuadras?

—Cien varas—dijo el muchacho;—¿ó serán demasiadas para semejante osamenta?

—Bueno—dijo el viejo,—¿y por cuánto?

—Pongamos cincuenta centavos: ¿quién sabe si los tiene?

—Aquí están—dijo el hombre, y los sacó del tirador.

El interés iba creciendo. Correr cien varas, esto se hace á pie, no á caballo, pero creían todos que el gateado apenas podía caminar al tranco y encontraban atrevido á este viejo, en meterse á su edad, á correr, y en semejante animal, aunque fueran cien varas y por sólo cincuenta centavos.

Se despejó la cancha; el viejo tiró el poncho, desensilló el gateado, se ató la vincha en la frente y resolviendo ambos contendientes no hacer partidas por el reducido trecho que iban á correr, largaron en seguida.

¡Un rayo! señor, el gateado; lo cortó á luz al parejero del joven. Apenas estaban en su sitio los rayeros, cuando lo vieron al gateado como exhalación pasar delante de ellos, y parecía tranco el galope tendido del otro, comparado con el suyo.

—Diez cuadras le corro ahora con el gateado—dijo el viejo al contrario, cuando se juntaron.

—¡Pago!—contestó el vencido medio picado;—y por cien pesos, si quiere.

—¡Pago!—dijo sencillamente el gaucho viejo, y sacando de su pobre tirador, todo descosido, los cien pesos, los entregó al rayero.—Soy pobre—agregó,—pero le tengo. fe al gateado.

Empezó á alborotarse la gente. Era interesante la carrera pero, ¿á cuál ir?

¡Cuándo iba ese gateado á correr un tiro tan largo!

—¿No lo vieron hace un rato?

—Será maña ¿qué son cien varas? pero diez cuadras, es otro cantar.

Asimismo, se cruzaron muchas apuestas, y bien se puede asegurar que los que fueron al gateado no eran de esos descreídos que todo lo niegan.

Sin esfuerzo ganó el gateado, dejando tirado al otro, y cuando se apeó el amo lo miraban todos con admiración, y unos cuantos gauchos viejos allí presentes, con orgullo susurraban:

—Todavía somos un poco, nosotros, de aquellos tiempos.

El gaucho del gateado los convidó á celebrar con los cien pesos su victoria y gastó todo, sin contar, con ese afán tan criollo de lucir los pesos hasta que no quede ninguno.

Poco después hubo reyerta en la pulpería: cuestiones de juego entre mamados, y salieron á relumbrar los cuchillos. Peleaban dos tipos, de bombacha y de bigote, con apellidos en etti, y más peleaban para darse corte de gauchos, que con ganas de cortarse.

El viejo del gateado se les quiso interponer; veía que de chambones podían desgraciarse sin querer, y así se lo dijo para que dejasen de compadrear; pero fué lo bastante para que, dejando de pelear entre sí, se le diesen vuelta, insultándolo, tratándolo de viejo entrometido, y amenazándolo con los cuchillos, soñando ya con la gloria de darle un tajo. Fué breve la cosa el viejo, viendo que se le venían como relámpagos, desenvainó y zás, zás, con un revés á cada cual, los apaciguó en seguida; y mientras enjugaban, asustados la sangre que les chorreaba de la cara, les aconsejó que se dejasen crecer la barba para ocultar los tajos, y que así parecerían más gauchos.

Todos lo miraban ahora con respeto, ya no parecía tan débil, ni tampoco osamenta el gateado, y cuando juntos se fueron, al tranquito, por la Pampa, perdiéndose en las sombras de la noche, se preguntaban todos quién sería ese viejo, y más de uno pensó que, más bien que ser viviente, debía de ser el alma de algún gaucho de antaño.

Lo que muy bien puede ser, pues á mucha distancia de allí y el mismo día, mientras estaban tratando de bolear avestruces unos hombres que, persiguiéndolos sin ton ni son, no podían conseguir otra cosa que cansar los caballos, había aparecido de repente entre ellos el gaucho del gateado. Viejos, viejísimos eran ambos, escuálidos y, al parecer, sin fuerza ni valor; asimismo, se les ofreció el hombre para dirigir la boleada, criticando el modo de hacer de ellos, asegurándoles que así nunca iban á cazar nada.

Primero quisieron algunos burlarse de él; unos le preguntaban dónde tenía la tropilla, ó si pensaba con el gateado solo bolear avestruces; otros le decían que á su edad podía quizá dar consejos, y formar en el cerco... del fogón, pero que para andar corriendo, era ya muy viejo.

El gaucho del gateado los miraba sin contestar, cuando cerquita del grupo que formaban, se levantó un venado y salió disparando entre las pajas.

—¡A ver quién lo caza!—exclamó el viejo, y antes de que los otros jinetes hubieran salido, corría él, volaba, en el gateado, revoleando las boleadoras. Avergonzados, venían los demás en tropel, siguiéndolo de lejos; y antes que se hubieran podido acercar, quedaba volteado el animal de un tiro certero de bolas.

—¡Viejo lindo había sido!—confesaron,—y ¡qué pingo, el gateado!—y llamándole todos afectuosamente abuelito», le dieron el mando de la gavilla, para aprender de un gaucho viejo cómo se trabaja en la Pampa.

Poco tiempo se quedó con ellos: tenía que ir, dijo, á una estancia donde se estaba domando.

—¿Y usted va á domar?—le preguntaron asombrados.

—Pues, amigo—contestó el viejo, irguiéndose,—¡y entonces!...

La misma duda expresaron los de la estancia, cuando, allegándose al corral donde estaban encerrados los potros, preguntó si necesitaban algún domador.

—Ya somos dos—contestó, al cabo de un rato, un chino regordetón, con cara de indio á medio blanquear.

—Como son muchos los potros, pensaba...

—Pero, de cualquier modo, usted es muy viejo, amigo, para domar—le dijo el otro domador, criollo, al parecer, pero de piernas muy derechas para ser gran jinete.

Y el mismo patrón de la estancia, cuando supo lo que quería el viejo, le preguntó, riéndose, si todavía era redomón el gateado. Asimismo, ordenó que se le diera uno de los potros menos ariscos y más palenqueados, pues tenían costumbre, en el establecimiento, de amansar primero de abajo los animales antes de darles el primer galope.

Pero el gaucho del gateado insistió en que lo dejaran á él mismo elegir á su gusto los potros que más le gustasen; y le dejaron.

Desensilló el gateado y lo soltó para que comiera, se arregló para el trabajo, tiró el poncho, encerró en la vincha su blanca melena, y con el lazo arrollado entró en el corral. ¡Cosa rara... ó ilusión! firme en las piernas chuecas, ágil como un muchacho y fuerte como varón diestro y sereno, pronto, de un solo y certero tiro, hubo enlazado un potro chúcaro, sin palenquear aún, y lo detuvo á pie en su disparada, como poste de ñandubay, hazaña que no es para todos; y cuando el animal, ahorcado, se dejó caer, ya estuvo encima, maneándolo y poniéndole bozal. Casi no habían tenido tiempo los demás peones para ayudarle, y ya seguía la función en todos sus detalles: los tirones en la boca con el bocado de cuero, la trabajosa salida del corral, del animal maneado y cabestreando por la primera vez en su vida; la colocación en el lomo de las piezas del recado, el montar por fin de un salto y la lucha contra las mil defensas del potro, y el primer galope, loco, furioso, matador y la vuelta al corral, entre los vivas entusiastas al viejo del gateado, al gaucho de otros tiempos que volvía para enseñar á la juventud cómo se domaba antes en la llanura, y evocar en su espíritu los recuerdos enorgullecedores de la Pampa argentina.

A la noche el anciano ensilló el gateado y se fué, callado; dejando que todos pensasen que pronto volvería; pero ya estaba bien lejos, el día siguiente, presentándose en su gateado por toda tropilla, á un resero que iba á apartar novillos en varios rodeos. El hombre, al ver semejante fantasma, se rió y por ningún precio, por supuesto, lo quiso conchabar; y sólo de comedido, el gaucho del gateado atajó el señuelo y los animales apartados. Pero como la gente que trabajaba, criollos de nueva ley, bombachudos y de bigotes en punta, jinetes medio maulas y de poco coraje, montados en caballos bien gordos pero lerdos y mal enseñados, á menudo dejaban escapar novillos y después les erraban veinte veces el tiro de lazo, no pudo hacer menos el viejo que, de vez en cuando, entrometerse, y atajar con su gateado algún novillo, cortándole el camino y costeándolo, ó enlazándolo si se iba lejos y pechándolo también con el valiente pingo, cuando era necesario.

El resero, un vasco ya entrado en años y que sabía lo que era trabajar, aplaudió en varias ocasiones al gaucho del gateado, viéndolo tan guapo, se decidió á conchabarlo de capataz para arrear la tropa, dándolo de modelo á los muchachos que allí estaban.

—Aprendan, aprendan, muchachos—les decía,—cómo se debe trabajar y cómo en otros tiempos se trabajaba.

Y todos admiraban sinceramente el valor impetuoso y la destreza serena tanto del gaucho como del gateado, prometiéndose adquirir y transmitir á sus hijos, para que no se perdieran, las prendas naturales que habían adornado tantas generaciones desaparecidas de gauchos hábiles, sufridos y fuertes, generosos y fieles.

El gaucho del gateado, conociendo cuánto lo apreciaba el vasco, y cuántas ganas tenían los peones de aprender de él á trabajar, acompañó el arreo hasta muy cerca de Buenos Aires; y más de una vez, durante el viaje, tuvo ocasión de enseñar á los muchachos cuánta prudencia, cuánta energía, cuánta perspicacia, cuánta atención, y cuántas otras virtudes se necesitan para evitar pérdidas en un arreo, durante días y noches, entre tormentas y temporales, entre cañadones y alambrados, entre peligros siempre renacientes, y siempre nuevos.

De noche, el gaucho del gateado les contaba cuentos ó les cantaba décimas, acompañándose en la guitarra, y sus cantos primorosos evocaban en vaporoso ambiente de poesía intensa todo un mundo ya casi desaparecido, costumbres, trajes y decires olvidados y cuyo conjunto, bien lo sentían todos, formaba en otros tiempos el alma gaucha, base, cimiento, esencia del alma criolla, del alma argentina, de su alma propia.

Un día no amaneció entre sus peones el capataz del gateado.

Cuentan que habiendo visto en el horizonte un monte soberbio, quiso ir en busca de cosas nuevas que ignoraba y que quería conocer. Habría oído hablar de mejoras estupendas en el modo de trabajar la hacienda y quizá habría creído encontrarse con gauchos más diestros, enlazadores más certeros, pingos mejor enseñados, tropillas mejor entabladas, caballos mãs pechadores, y muchachos más pialadores; soñaría con domadores más atrevidos que los de sus tiempos y con jinetes ideales.

Lo cierto es que fué; y después de haber quedado algo perdido entre tantos alambrados y de haberse fastidiado abriendo y cerrando tranqueras y más tranqueras, no sin ver arrancado de su poncho algún andrajo más en los alambres de púa, llegó á una estancia donde todo parecía hecho á propósito para volverlo loco.

Las haciendas no tenían astas; hasta los toros eran mochos; una cantidad de hombres, no de mujeres, de hombres, estaban ordeñando. Más allá, habían encerrado las vacas en un corral y las hacían pasar de á una en una especie de brete donde gente de camisa almidonada y de galerita las manoseaban sin que se movieran, pinchándolas con una jeringuita, mientras que otros, que parecían peones, pero no gauchos, en otro brete trabajaban toros y animales grandes, haciéndoles venir á la fuerza con un lazo, pero con un lazo que por poleas manejaba un muchacho dando vuelta á un manija.

¡Todo se había vuelto trabajos de á pie, hasta los mismos trabajos de lazo!

Bamboleó en su gateado flaco, ya sin vigor y sin valor el gaucho viejo de blanca melena. Después de tanto luchar para conservar su dominio, la Pampa quedaba vencida ya sin remedio, desconocida, olvidada, sin fuerza para imponerse, despreciada de los que no la conocieron; y en un soplo se esfumó el alma gaucha, llevándosela consigo y para siempre el gaucho del gateado.