Las veladas del tropero/Las botas del potro

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LAS BOTAS DE POTRO

Una gran tropa de yeguas que marchaba para el saladero había pasado la noche cerca del puesto; y el puestero había agasajado lo mejor posible en su pobre rancho al capataz y á sus hombres. Por eso, el día siguiente, en momentos de poner otra vez en movimiento el arreo, el capataz había regalado á Agapito, hijo de su huésped, un lindo potrillo de pocos días, destinado, de todos modos, á quedar guacho, ya' que pronto la madre iba á ser sacrificada.

Agapito se quería morir de alegría y de orgullo. Era toda una felicidad para el muchacho tener un potrillo de él, y lo cuidó con todo esmero, privándose, muchas veces, de su escasa ración de leche para dársela. El potrillo lo seguía á todas partes; dormía en la misma puerta del rancho, y lo acompañaba trotando, cuando iba á repuntar la majada.

Pero con el invierno, faltó la leche, y el pobre animalito se empezó á atrasar. El frío acabó de aniquilarlo, y en pocos días, á pesar de los cuidados de Agapito, se debilitó y languideció de tal modo que pronto no hubo remedio...

Desconsolado, asistía el niño á los últimos momentos de su compañero querido, arrodillado cerca de él y sosteniéndole la cabeza, cuando oyó que el potrillo le decía:

—De mi cuero sacarás un par de botas, y mientras las lleves, no podrán contigo ni los mismos baguales de Mandinga.

Si semejante cosa le hubiese pasado con cualquier otro animal, seguramente Agapito hubiera disparado despavorido para las casas; pero, para él, el potrillo era casi una persona y no extrañó que le hablara.

Cuando, un rato después, murió el potrillo, no pudo menos el muchacho de soltar el llanto. Vino el padre; lo consoló, y sin saber nada de lo que al morir había dicho el animal, cortó de los garrones un lindo par de botas para Agapito.

Así que éste las tuvo en su poder, aunque sólo fuera muchacho de unos doce años, se mostró impaciente de empezar á probar sus virtudes, y como el padre tení en su manada algunos potros, le pidió que le dejase domar algunos. El padre, por supuesto, se burló de semejante pretensión y le aconsejo siguiese domando el petizo viejo y repuntando la majada.

Agapito no quería soltar su secreto y no insistió, pero un día que la manada estaba entrando en el corral, pialó él solo un potro de los más grandes, fuera de la tranquera y lo volteó, en un abrir y cerrar de ojos. Todos lo aplaudieron, menos el padre, que le dió un buen reto, diciéndole que á los potros había que dejarlos tranquilos. Pero no había acabado de rezongar, cuando Agapito ya estaba sentado en pelo en el animal sujetándolo con un bocado que en un momento le había atado en los asientos. Y lo más lindo era que no había maneado el potro, que nadie se lo había tenido, que ningún peón lo apadrinaba y que el animal era del todo chúcaro, sin haber sido nunca palenqueado siquiera.

El padre de Agapito y todos los presentes quedaban pasmados, mirando al muchacho guapo, quien, pegado en el potro como tábano, le daba con las riendas los tirones de estilo, castigándolo con el rebenque lo más fuerte que le permitía su pequeño vigor infantil y encerrando entre sus nerviosas piernecitas, calzadas con las botas de potro, las costillas sudorosas. El animal corcoveó con furor, pero sin resultado; saltó, brincó, se encabritó, y acabó por salir disparando por el campo, como si lo hubieran corrido. Agapito lo dejó correr á su gusto, empezando á sujetarlo despacio cuando vió que se podría cansar; y cuando llegó, vencedor y radiante de gozo, al corral, para soltar con la yeguada el potro, ya redomón, su padre lo abrazó con lágrimas de alegría, asegurando que con semejante jinete no podrían «ni los mismos potros de Mandinga.»

Agapito, desde entonces, siguió domando todos los animales que se le presentaban, ganándose en las estancias un dineral para un muchacho de tan poca edad. No había establecimiento que no lo mandase llamar, y nunca faltaba algún potro «reservado para poner á prueba su capacidad de domador.

Y su fama iba creciendo, y no había rancho ni estancia donde no se ponderase la habilidad de Agapito, concordando todos en afirmar que ani los potros de Mandinga» podrían con él, pasando así tres ó cuatro años, durante los cuales Agapito extendió sin cesar el radio de sus trabajos y el creciente rumor de su fama.

Un día, llegó al rancho del padre un gaucho desconocido en el pago, arreando una soberbia tropilla de obscuros tapados, con una yegua blanca, de madrina. Venía de chasque, trayendo para Agapito una carta muy atenta; la firma era ilegible, pero aseguró el portador que procedía de un estanciero rico cuyo establecimiento estaba situado muy lejos; y como en la carta le decían á Agapito que podía aprovechar para venir la misma tropilla que traía el hombre, que había en la estancia muchísimos potros que domar y que no se quería más domador que él, no tenía motivo para negarse á ir. El padre le aconsejaba no ir, diciéndole que podía ser alguna trampa; pero ¡vaya uno á detener á un joven á quien se ofrece la ocasión de ver cosas nuevas! Y Agapito, calzado con sus botas de potro, que á medida que crecía se estiraban, bien empilchado, por lo demás, y armado de un buen recado, de confortables ponchos y fuertes huascas, emprendió viaje con el gaucho de la tropilla de obscuros.

Nunca había salido de sus pagos; y lo que más deseaba era ir lejos, ver campo nuevo y gente desconocida; y quedó muy bien servido, pues cada día galopaban desde la madrugada hasta la noche, cruzando campos de todas clases, pajonales y cañadones, médanos y montes, lomas y bajos, campos feos y campos buenos, de pasto tierno y de pasto fuerte, y duró el viaje tantos días que, después, Agapito nunca pudo acordarse cuántos.

El gaucho se mostraba muy atento; pero los datos que de él pudo sacar Agapito sobre la estancia y su patrón eran sumamente vagos.

Lo que sí, le pareció admirable la tropilla de obscuros, pues cuando llegaron—un día, por fin, llegaron,—no había aflojado, ni siquiera se había mancado un solo animal.

Lo llevaron en seguida á presencia del amo.

Si Agapito hubiera sido menos inocente, al ver " esa cara tan característica, de nariz tan curva, de barba tan puntiaguda, de ojos tan relucientes; al ver, sobre todo, los pies tan delgados del hombre, hubiera pensado, seguramente, que no podía ser otro el personaje, que el mismo Mandinga en persona; pero ni siquiera se le había ocurrido, cuando le dijo éste:

—Su fama de domador ha llegado hasta mí; he sabido que todos aseguran que ni los potros de Mandinga podrían con usted y he querido yo, Mandinga, su servidor—agregó, medio burlón,—saber si era cierto. Tengo muchos potros por domar y se los voy á confiar. Son un poco ariscos—dijo con maliciosa sonrisa, pero para usted han de ser como corderos. ¿Se anima?

—Sí, señor—dijo sin inmutarse Agapito.—Empezaré cuando usted guste.

—Buen muchacho—susurró Mandinga; y ordenó ¡Que traigan la manada!

Los potros que, por parecerles indomables, llaman los estancieros reservados, son mancarrones mansos al lado de los animales que mandó entregar Mandinga á Agapito; pero tampoco era el muchacho de las botas de potro un domador cualquiera, y cuando vió llegar, haciendo sonar la tierra en estrepitoso galope, los mil potros y baguales que había hecho juntar Mandinga en su honor, ni siquiera pestañeó.

Habría costado un trabajo enorme el encierro de estos animales sin la presencia de Agapito; pero con sólo revolear el poncho, los hizo el muchacho amontonar en la puerta del corral, atropellando para entrar.

Mandinga no pudo dudar de que Agapito tuviera algún secreto para que con él no pudieran ni los potros de su cría, pero bien sabía que de vez en cuando le salían competidores, y no por esto se disgustó, pues el muchacho le había caído en gracia; además, había que verlo domar.

Pronto se pudo ver, pues en seguida empezó.

Le preguntó Mandinga cuántos peones necesitaba.

—Ninguno—dijo Agapito.—Yo solo me manejo. Enlazo, enfreno y ensillo.

—Pero, ¿y para manear?

—No maneo.

—¿Para palenquear?

—No palenqueo.

—¿Y el apadrinador?

—¿Para qué?—contestó desdeñosamente Agapito.

Mandinga no insistió, pero á pesar de ser él quien es, quedó medio sorprendido.

Entró en el corral el muchacho con el lazo listo. Al verle, remolinaron los potros, huyendo todos atemorizados; revoleó un rato el lazo y pialó con mano certera uno de los más lindos y más vigorosos animales. Lo volteó de un tirón, en la misma puerta, y en un momento, estuvo encima del animal enfrenado, antes de que nadie hubiera podido siquiera hacer un gesto de ayuda.

Como bien se puede suponer, la defensa del potro fué terrible. Corcoveó, saltando en sus cuatro pies, tiesos como postes de ñandubay, veinte veces seguidas, elevándose hasta un metro del suelo y dejándose caer de golpe; se encabritó, se revolcó, hizo por fin, pero decuplicados, todos los movimientos más irresistibles del potro que, por primera vez, lucha contra el hombre. No pudo con Agapito, á pesar de ser de Mandinga, y volvió al palenque, después del primer galope, mansito como mancarrón de cuidar ovejas.

Y, en seguida, Agapito agarró otro, y otro, y otro; enlazando, enfrenando y ensillando, solito, en presencia de Mandinga y de toda su gente, cansada ya de mirar antes que él lo estuviese de domar. Y montaba, domaba, daba el golpe, soltaba el animal vencido; y sin dar señales de cansancio, volvía á hacer la prueba con el siguiente. Veinte, treinta animales le pasaban así por las manos, cada día, y todos luchaban desesperadamente para voltearlo, sin poder despegar de sus flancos agitados las botas de potro del invencible domador.

Iba ya mermando la emoción, cuando, una mañana, cayó el lazo del muchacho sobre un soberbio animal, ya de cinco años por lo menos, de gran tamaño y de notable aspecto. Arisco como verdadero bagual, había esquivado el lazo hasta entonces, á pesar de las ganas que parecía tenerle Agapito; y cuando cayó, volteado de un pial, corrió un murmullo de expectante atención. Es que ese animal tenísu historia tres veces lo había dado, solapadamente, Mandinga á domar, á gauchos á quienes quería castigar ó simplemente probar, y los tres, aunque fucran todos grandes jinetes y muy experimentados domadores, habían perdido la vida en la prueba. Muchos de los presentes lo sabían y pronto lo supieron todos, menos Agapito, por supuesto. ¿Quién se hubiera atrevido á divulgárselo en presencia de Mandinga?

Este se había puesto más serio que nunca, y, las facciones contraídas, observaba todo con su mirada intensa y penetrante.

El potro no le dió á Agapito mayor trabajo que los demás, al principio, y salió caminando casi como si hubiera sido manso; pero de repente, dió tantos y tan tremendos saltos de carnero que bien se comprendía que ningún domador le hubiese podido resistir. Se encabritaba hasta ponerse parado, y de repente, ¡zás! con toda su fuerza se dejaba caer sobre las manos tiesas, y, sin darle tiempo al jinete de ponerse en guardia, casi se ponía derecho sobre las manos, volviendo á caer del mismo modo y á enderezarse sin cesar, horas seguidas, como si no sintiera los rebencazos ni el cansancio.

Agapito, la primera vez, bamboleó un poco en el recado, y todos lo creyeron perdido; pero fué sólo un breve momento de angustia y se afirmó en las caronas como si no se hubiera movido el animal. Más de cien veces saltó el potro antes de empezar á aflojar; pero ya poco a poco se le vió cansarse, temblar y casi caerse, hasta que, levantándolo vigorosamente Agapito con toda su fuerza, lo obligó á galopar. El galope fué tan rápido que no podían casi distinguirse las formas del animal y del jinete; pero fué corto, pues ya no podía más el bagual y pronto volvió, hecho redomón, vencido.

Y todos presenciaron, admirados y emocionados, un espectáculo que nunca se había creído posible: Mandinga se acercó á Agapito, después que hubo éste largado el potro, y abrazándolo, le dió su rebenque—un rebenque muy sencillo, por lo demás, de cabo de hierro forrado en cuero,—diciéndole:

No sé, ni quiero saber quién te ha dado el poder que tienes; pero no puede ser contrario mío, y aquel con quien «no pueden los potros de Mandinga» merece sacar de sus habilidades consideración y provecho. Toma ese rebenque, amiguito, y con él conseguirás ambas cosas.

Agapito, agradecido, pues bien se daba cuenta cabal de lo que valía el regalo, se despidió cariñosamente del que había sido su patrón durante varios días y emprendió el viaje de vuelta con el mismo gaucho de antes y la hermosa tropilla de obscuros con madrina blanca.

A la noche, tendieron los recados al raso, después de una frugal cena y durmieron, como se duerme al reparo de las pajas, en la pampa silenciosa, después de largo galope, divinamente.

Cuando despertó, Agapito vió con asombro que estaba á media legua escasa del rancho paterno y que había desaparecido su compañero, pero no así la tropilla, y que ésta llevaba la marca cuyo boleto encontró en el tirador, á su propio nombre.