Lo prohibido: 07

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Lo prohibido : VII
La comida en casa de Camila

de Benito Pérez Galdós
La casa de Camila era digna de estudio por el desorden que en ella reinaba. Sicut domus homo se podía decir allí con más razón que en parte alguna. Todas las cosas, en aquella vivienda, estaban fuera de su sitio; todo revelaba manos locas, entendimientos caprichosos. Para honrar mis muebles habían hecho de la sala comedor; en la alcoba, a más de la cama de matrimonio, había una pajarera, y lo que antes había sido comedor estaba convertido en balneario, pues Camila, que aun en invierno tenía calor, se chapuzaba todos los días. La sala había sido llevada a un cuartucho insignificante, próximo a la entrada, arreglo que por excepción me parecía laudable, pues contravenía la mala costumbre de adornar suntuosamente para visitas lo mejor de la casa, reservando para vivir lo más estrecho, lóbrego y malsano. Fuera de este rasgo de buen sentido, el conjunto de aquel domicilio no tenía pies ni cabeza. Lo más culminante en la sala era una mesa de caoba de las que llaman de ministro, y una cómoda antigua que Constantino había heredado de su tía Doña Isabel Godoy. El piano se había ido a la alcoba creyérase que por su pie, pues no se concebía que ninguna ama de casa dispusiera los muebles tan mal.
En los pasillos, Constantino había tapizado la pared con enormes y abigarrados cartelones de las corridas de toros de Zaragoza y San Sebastián, y en el gabinete ocupaba lugar muy conspicuo un trofeo de esgrima compuesto de floretes, caretas, manoplas, con más una espada de torero y una cabeza de toro perfectamente disecada. Veíase por allí, así como en el comedor, algún otro mamotreto procedente de la testamentaría de la señora Godoy. Constantino tenía en su casa todas las cómodas que no cabían en la de su hermano Augusto. Los muebles regalados por mí hacían papel brillantísimo en medio de tanta fealdad y confusión, y cuando, después de recorrer la casa, se entraba en el comedor, parecía que se visitaba una ciudad europea, después de viajar por pueblos de salvajes. Lo único que hablaba en favor de Camila era la limpieza, pues todo lo demás la condenaba. Algunas de las láminas de la historia de Matilde y Malek-Adhel tenían el cristal roto. No vi una silla que no cojeara, ni mueble que no tuviera la chapa de caoba saltada en diferentes partes. Muchos de estos siniestros lastimosos, así como la decapitación de una ninfa de porcelana, y las excoriaciones de la nariz que afeaban el retrato del abuelo de Constantino, eran triste resultado de la afición de este a la esgrima y de los asaltos que daba un día sí y otro no, yéndose a fondo y acalorándose, sin reparar que su contrario era indefenso mueble o bien un cuadro al óleo, al cual no se podía acusar de crimen alguno como no fuera artístico.
Y a propósito de láminas, alcancé a ver, no recuerdo bien dónde, una buena fotografía de Constantino, retratado como suelen hacerlo los que presumen de atletas, esto es, con sencillez estatuaria, el cuerpo a lo gimnasta, con almilla y grueso cinturón, cruzados los brazos para que se le viera bien el desarrollo del bíceps y de los músculos del tórax, y con un empaque y mirar arrogante que movían a risa. Camila estaba retratada, de cuerpo entero, y se había puesto ante la máquina violentando su temperamento para salir formal; de modo que, a más de salir fea, no tenía el retrato ningún parecido.
«Habías de ver esta casa -me dijo Raimundo al oído-, cuando mi hermanita se pone a tocar frenéticamente el piano, en camisa, y el mulo de su marido a dar estocadas en todo lo que encuentra al paso». Yo no había visto nada de esto, pero lo comprendía por los efectos.
Camila nos había recibido muy al desgaire, vistiendo una batilla ligera, el pelo medio suelto, el pecho tan mal cubierto que recordaba la inocencia de los tiempos bíblicos, los pies arrastrando zapatillas bordadas de oro. Nos acompañó un momento para enseñarnos la casa, diciéndonos: «Acabo de bañarme. No les esperaba a ustedes tan pronto.
-Esta hermana mía -indicó Raimundo tiritando-, siempre tiene calor. Se baña en agua fría en pleno invierno. Jamás enciende una chimenea, y es la vestal encargada de conservar el frío sagrado... ¡Demonio! la casa es una sorbetera... ¡Que me voy!
Camila nos empujó a Raimundo y a mí fuera de la alcoba, donde a la sazón estábamos, y dijo a su marido:
«Entretenme a esos tipos un rato, que me voy a arreglar».
Nos llevó Miquis al comedor, donde al punto se personaron dos perros, el uno grande, de lanas, el otro pequeño y tan feo como su amo. Ambos hicieron diferentes habilidades, distinguiéndose el feo, que marchaba en dos pies con un bastón cogido al modo de fusil, y hacía también el cojito. De repente veíamos a mi prima pasar, medio vestida, como exhalación. Iba a la cocina. Oíamos su voz en vivo altercado con la criada... después la sentíamos regresar a su cuarto... llamaba a su marido con gritos que atronaban la casa. «Será para que le alcance algo... -decía él sin mostrar mal humor-. Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy!
Camila volvía corriendo a la cocina. Necesitaba estar en todo. Aun así, temía que aquella jirafa de Gumersinda echase a perder la comida. Al poco rato, vuelta a correr hacia la alcoba. Ya estaba peinada, pero aún no se había puesto el vestido ni las botas. De pronto, oímos la argentina voz de la señora de la casa que decía con cierto acento trágico: «Constantino, traidor... ¿que no pones la mesa?
El tal, dándome una prueba de confianza, me rogó que le auxiliara en el desempeño de aquella obligación doméstica. «Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case...
Risueño y compadecido, le ayudé de buena gana. Antes había solicitado Constantino el auxilio de mi primo; pero este, agobiado por el frío, no se apartaba del balcón por donde entraban los rayos del sol. Pronto quedó puesta la dichosa mesa. En la loza y cristalería no vi dos piezas iguales. Parecía un museo, en el cual ninguna muestra de la industria cerámica dejaba de tener representación. El mantel y las servilletas, regalo de la tía Pilar, eran lo único en que resplandecía el principio de unidad. No así los cubiertos, en cuyos mangos se echaba de ver que cada uno procedía de fábrica distinta.
No habíamos concluido, cuando entró Eloísa. Al sonar la campanilla, díjome el corazón que era ella. Raimundo abrió la puerta, y antes de que mi prima llegara al comedor, le oí estas gratas palabras: «Pepe no puede venir. Ha tenido miedo al frío... Yo me alegro de que no salga en un día tan malo, porque puede coger un pasmo.
«Yo sí que voy a pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se encienden chimeneas -dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en ella.
-No viene Pepe -repitió Eloísa mirándome a los ojos; y al reparar en mi ocupación echose a reír-. Eso, eso te conviene... ¿Y esa loca...?
-Su Majestad está en sus habitaciones -dijo el manchego-, con la camarera mayor, que es ella misma.
-Constantino -gritó Camila asomándose a la puerta-, traidor, ¿en dónde me has puesto mi alfiler?
- ¡Ah! perdona, hija, me lo puse en la corbata; tómalo y no te enfades.
-¡Que siempre has de ser loca! -dijo Eloísa pasando al cuarto de su hermana para dejar abrigo y sombrero.
Al poco rato vimos aparecer a la señora de la casa, vestida con elegante traje de raso negro, bastante guapa, luciendo su hermosa garganta por el cuadrado escote. Su pecho alto y redondo, su cintura delgada, sus anchas caderas dábanle airosa estampa. Podría parecer bella, pero nunca parecería una señora.
«¡Mujer, cómo te pones!... -exclamó Eloísa, aludiendo sin duda a la escasez de tela en la región torácica-. ¿Pero estás tonta? ¿A qué viene ese escote?... No he visto cabeza más destornillada. Y lo que es hoy no llorarás por polvos.
Lo más característico de Camila era su tez morena. Tenía a veces el mal gusto de corregir torpemente con polvos y otras drogas aquel aire gitanesco que daba tan salada gracia a su persona. Y fue tan sin tasa en aquel día la carga de polvos, que a todos nos pareció estatua de yeso, y como teníamos confianza con ella se lo dijimos en coro. «Pero Camila... pareces una tahonera.
-¿Sí? -replicó ella, riendo con nosotros-. Ahora veréis.
Desapareció, y al poco rato presentósenos en su color y tez naturales. Sólo las orejas quedaron un poco empolvadas.
«Si me quieren negrucha, aquí estoy con toda mi poca vergüenza.
Sin esperar a oír nuestros aplausos, pegó un brinco y echó a correr otra vez hacia lo interior de la casa. Pronto reapareció para decir a su marido:
«Nos sobra el cubierto de Pepe. ¿Por qué no avisas a tu hermano Augusto, de paso que vas por el postre?
-Yo no... Ya sabes que no puede venir -replicó el marido tomando su capa para salir.
-Pues déjalo; así tocaremos a más.
Después, vuelta a la cocina, donde la oímos disputar a gritos con la jirafa. Constantino no tardó en regresar trayendo el postre en un papel, que se engrasó de la bollería a la casa. Mientras yo le abría la puerta, oí la voz de Camila que desde la cocina clamaba:
«Váyanse sentando... Allá va la sopa.
El convite fue digno de los anfitriones. Por la hora debía de ser almuerzo; por la calidad de los platos era almuerzo y comida; por la manera de estar condimentados y el desorden e incongruencia que reinaban en todo, no tenía clasificación posible. Sirviéronnos un asado, el cual para ser tal debió permanecer media hora más en el fuego. «Ustedes dispensarán que esto esté un poco crudo -nos decía Camila. En cambio el pescado al gratin se había tostado y estaba seco y amargo. A los riñones había echado tal cantidad de sal, que no se podían comer. Por vía de compensación, otro plato que apenas probé, no tenía ni pizca... «Pero, hija -dijo Eloísa riendo-, tu cocinera es una alhaja.
«Dispensa por hoy... -replicaba la hermana-. Se hace lo que se puede. No me critiquen porque no los volveré a convidar.
-Descuida, que ya tendremos nosotros buen cuidado de no caer en la red otra vez -le contestó Raimundo.
Se había sentado a la mesa embozado en su capa, quejándose de un frío mortal, renegando de los dueños de la casa, y jurando que no volvería a poner los pies en ella sin hacerse preceder de una carga de leña. Al servir el segundo plato, se cayó en la cuenta de que no había vino en la mesa, de cuyo descubrimiento resultó un gran altercado entre Constantino y su mujer. «Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de chorlito!
-¡Ni fuego ni vino! -exclamó mi primo subiéndose el embozo y poniendo una cara que daba compasión. Parecía que iba a llorar.
-Que salga inmediatamente Gumersinda a buscarlo.
-No, ve tú.
-Como no vaya yo... Hubiéraslo dicho antes.
-Ay qué hombre tan inútil...
-¡Qué tempestad de mujer!
-Lo mejor -dijo la señora de la casa, serenándose después de meditar un rato-, es que Gumersinda vaya al cuarto de al lado a pedir dos botellas prestadas a los señores de Torres. Son muy amables y no las negarán.
Por fin trajeron el vino, y con él templó sus espíritus y su cuerpo mi primo Raimundo, decidiéndose a soltar la capa.
Camila, a cuya derecha estaba yo, me obsequiaba, valga la verdad, todo lo que permitía lo estrafalario de la comida. Su amabilidad echaba un velo, como suelen decir, sobre los innúmeros defectos del servicio. Repetidas veces tuvo que levantarse para sacar de un mal paso a la que servía, que era una chiquilla muy torpe, hermana de la cocinera. Había venido aquel día con tal objeto, y más valiera que se quedara en su casa, pues no hacía más que disparates. En los breves intervalos de sosiego, Camila nos hablaba de lo feliz que era, ¡cosa singular! ¡feliz en aquel desbarajuste, en compañía del más inútil de los hombres! Indudablemente Dios hace milagros todavía. Para ponderarnos su dicha, mi primita no cesaba de hacer alusiones a un cierto estado en que ella creía encontrarse, y por cierto que sus indicaciones traspasaban a veces los límites de la decencia. Ya nos contaba que pronto tendría que ensanchar los vestidos; ya que había sentido pataditas... Luego rompía a reír con carcajadas locas, infantiles. Yo me confirmaba en mi opinión. No tenía seso ni tampoco decoro.
Debo decir con toda imparcialidad que Constantino me pareció un poco reformado en la tosquedad de sus modos y palabras. Ya no hablaba de sus superiores jerárquicos con tan poco respeto; ya no decía como cuando le conocí: «Me parece que pronto la armamos...». Creyérase que había sentado la cabeza y adquirido cierto aplomo y discreción, que no se avenían mal con su creciente robustez corpórea. Pareciome que su mujer le dominaba, cosa en verdad extraña, pues quien no tuvo ninguna clase de educación, ¿cómo podía educar y domar a un gaznápiro semejante? La Naturaleza permite sin duda que dos energías negativas se amparen y beneficien mutuamente.
Al fin de la comida, Raimundo bebía más de la cuenta; bien claro lo denotaba, no sólo la merma del contenido de las botellas, sino la verbosidad alarmante de mi buen primo. Constantino, no queriendo ser menos, se había desatado de lengua más de lo regular. El uno contaba anécdotas, pronunciaba discursos, repetía versos y tartamudeaba penosamente las sílabas tra, tro, tru, mientras el otro decía cosas saladas y amorosas a su mujer, echándole requiebros en ese lenguaje flamenco que tiene picor de cebolla y tufo de cuadra. La discreción relativa, de que hablé antes, se la había llevado la trampa. Tal espectáculo empezaba a disgustarme.
El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo traer de fuera. Vino pues, el café, mal colado, frío, oliendo a cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y Constantino se pusieron a tirar al florete. Mi primo no podía tenerse. La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos a la alcoba, donde Camila, sentada junto a mí, hacía mil monerías, que llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y vocalizaciones difíciles, nos azotaba a su hermana y a mí, y concluía por sacar a relucir aquel su estado que la hacía tan dichosa.
«Ahora sí que va de veras -nos decía-. ¡Y este bruto se ríe, y no lo quiere creer!
De pronto le entraba como una exaltación o más bien delirio de tonterías, y cruzando las manos gritaba: «¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy a tener!... Más mono que el tuyo, más, más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y di: ¿por qué no te casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres asqueroso. Eso, eso, da tu dinero a las tías. Me alegraré de que te desplumen.
De aquí volvía la conversación a las dulces esperanzas maternas. Hasta me parecía que lloraba de satisfacción. «Vaya, ¿a que no me prometes ser padrino?
-Sí que te lo prometo.
Y se rompía las manos en un aplauso.
«¿Y le harás un regalo, como de millonario? ¿Me dejas escoger lo que yo quiera en casa de Capdeville?
-Sí: puedes empezar.
-Bien, bien... ¡Currí... Currí!
El perro pequeño entró, obedeciendo a las voces de su ama. Puso las patas en su falda, luego en la cintura, por fin en aquel seno hermosísimo. Ella le daba besos, le agasajaba, dejábase lamer por él. «Ven acá, tesoro de tu madre, rico, alegría de la casa.
«Yo no puedo ver esto -decía Eloísa con enfado, levantándose para retirarse-. Me voy.
-No, no, hermanita, no te vayas... Lárgate, Currí, Currí... Largo, y no parezcas más por aquí.
-No, no me beses -chillaba Eloísa, apartando su cara-; no pongas sobre mí esa boca con que has estado hociqueando al perro. Tonta, loca, ¡cuándo sentarás la cabeza!... José María está estupefacto de verte hacer tonterías.
-José María no se enfada, ¿verdad? Y ahora que caigo en ello, ¿por qué no me convidas esta noche al teatro?
-Otra más fresca...
-¿Pues por qué no? Después de que hemos echado la casa por la ventana para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí, dile que sí. José María, esta noche...
-Te mandaré un palco para el teatro que quieras. Elige tú.
-Constantino -gritó Camila, cantando la marcha real-. Esta noche vamos al teatro. Mira, tú, mi maridillo irá por el palco. Dame a mí los cuartitos.
Yo decía para mí: «No tiene decoro, ni vergüenza, ni delicadeza tampoco. Es completa. Si me obligaran a vivir con un tipo así, al tercer día me enterraban.
Eloísa estaba disgustada y deseaba marcharse. Yo también. Busqué a Raimundo para salir con él; pero mi primo se había dormido profundamente sobre el sofá de guttapercha del comedor. Camila le cubrió con la capa para que no se enfriase.
«Ve pronto por el palco -decía la señora de Miquis a su marido-, que es noche de moda, y si tardas no habrá localidades. Vamos... menea esas zancas. ¿A qué aguardas?
El manchego no se hizo de rogar. Pronto le sentimos bajar la escalera, saltando los escalones de cuatro en cuatro.
«Iré luego a casa de mamá -dijo Camila, poniendo a su hermana el sombrero y el abrigo-. Adiós, comparito.
Le di la mano y ella me la apretó mucho.
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