Los Templarios - I: 09

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Capítulo IX - De cómo el señor de Alconetar se encuentra de repente muy favorecido del rey[editar]

Después que el rey don Alfonso X de Castilla había merecido justamente el renombre de sabio, repartiendo su tiempo entre los estudios y los negocios, componiendo versos de una estructura facilísima y de mérito muy notable atendida la época, y dando su nombre a las tablas astronómicas que bajo su protectora colaboración redactaban los astrónomos árabes y judíos de Toledo, tuvo la debilidad de dejarse seducir por el título que le fue ofrecido de emperador de Alemania, y que se obstinó en conservar hasta el momento en que fue excomulgado por el arzobispo de Sevilla.

Tales sueños de ambición fueron en demasía funestos para la España, que no tan sólo tuvo que soportar excesivos y ruinosos gastos, sino que también, desatendiendo al enemigo de casa por poner la mira en una prosperidad lejana e incierta, se vio acometida enérgicamente por los moros, que poco antes se limitaban a defender y conservar a duras penas su territorio.

Ya en la Península ibérica habían caído para nunca más levantarse los antiguos Estados musulmanes. Los prósperos y gloriosos días de Abderrahamán y de Almanzor habían sido eclipsados por la memorable batalla de las Navas de Tolosa y por las gloriosas conquistas del santo y valiente rey Fernando. A tantas victorias de la cruz sobre la media luna había resistido, sin embargo, el hermoso reino de Granada, destinado a sobrevivir todavía dos siglos.

Mohamet-ben-Alhamar fue el afortunado fundador del reino cuya capital era para los musulmanes una nueva Damasco, que entre limoneros y palmenil veíase acariciada a porfía por el Darro y el Genil, escuchando sus plácidos murmurios como la hermosa dama escucha sonriendo los blandos suspiros de dos galanes que a la vez la requieren de amores.

Ben-Alhamar reunía a las cualidades de un ilustre guerrero una prudencia consumada, un genio organizador y una afición apasionada a la artes y a las letras. Hizo prosperar a Granada, conservando la paz, dando impulso a la agricultura y distribuyendo premios a los que le presentasen los más hermosos caballos, la seda de mejor calidad, las armas de más fino temple, los tejidos mejor fabricados.

Entre tanto los cristianos iban cada día conquistando más territorio, tanto en la parte oriental de la Península como en el Mediodía. Alfonso el Sabio intimó a Ben-Alhamar que le prestase ayuda para la conquista de Jerez y de Niebla, postrer asilo de los almohades. Quiso al pronto resistir el moro el prestar su cooperación contra sus mismos correligionarios; pero el estado de vasallaje en que le tenía el rey cristiano y los tratados precedentes, le impidieron de todo punto el excusarse. Muy a su pesar peleaba el príncipe árabe contra sus correligionarios, y en sus accesos de impotente ira exclamaba: «¡Cuán insoportable sería esta vida de miserias si no existiese la esperanza!»

Más adelante sobrevinieron nuevos motivos de disgusto, y para la España cristiana se encapotó terriblemente el horizonte, pues que la amenazaba una tercera invasión como la de los almorávides y la de los almohades, cuyo poder en el África habían heredado los meirinidas. Viéndose por todas partes acosado, Ben-Alhamar mandó embajadores a Marruecos para implorar el auxilio de los meirinidas contra las armas cristianas.

En esto sorprendió la muerte al rey de Granada, y le sucedió su hijo Mohamet II, que, igual a su padre en valor y prudencia, comenzó su reinado bajo los más felices auspicios.

A medida que los musulmanes perdían más terreno, se aumentaba considerablemente la población en el reino granadino, y Mohamet se empeñó en que los que se refugiaban a sus Estados desde la sabia Córdoba y la industriosa Valencia nada tuviesen que echar de menos en su hermosa ciudad, recibiendo con favor y agasajo a cuantos hombres instruidos albergaba la opulenta y culta Andalucía.

Nuevos disturbios y rebeliones suscitadas por los cristianos entre los mismos musulmanes obligaron a Mohamet a renovar las instancias que ya su padre había hecho a los meirinidas, y esta vez el rey de Marruecos acudió al llamamiento del granadino, quien le prometió darle a Algeciras y a Tarifa.

Con tan poderosas fuerzas sometieron a algunos walíes rebeldes, y ambos monarcas convinieron después en trasladar la guerra al territorio de los cristianos. Así, pues, el rey de Marruecos se encaminó hacia Sevilla y Mohamet hacia Córdoba.

Entonces los míseros cristianos vieron con espanto renovarse los calamitosos días de Muza y de Tarif.

Por todas partes los mahometanos paseaban victoriosos el estandarte de la media luna.

Talaban los campos, traspasaban sin obstáculos las fronteras, conquistaban ciudades y degollaban sin piedad a los vencidos.

Los valerosos hijos de Pelayo velan con dolor el peligro inminente de perder las fértiles regiones cuya conquista había costado siglos regados con torrentes de sangre.

Alfonso el Sabio se hallaba a la sazón en Italia ocupándose en manejos para ceñirse la corona imperial, en tanto que los musulmanes derrotaban a sus soldados y quitaban la vida a Sancho, infante de Aragón y arzobispo de Toledo.

Vuela el espanto por todas partes, pregona la fama los triunfos del infiel, los ancianos elevan sus ojos al cielo, los jóvenes robustos buscan en vano quien los lleve al combate, y lágrimas de ira y de vergüenza empañan las miradas del guerrero.

No obstante, los españoles hicieron el último esfuerzo, que, por grande y heroico, no podía ser inútil. Las resoluciones generosas, aun cuando tengan un éxito desgraciado, atestiguan por lo menos que, si hay mala ventura, no es por cobardía.

En las grandes circunstancias, los hombres, lo mismo que los pueblos, son siempre grandes.

Pero parece que la España más particularmente desdeña la medianía de las proezas.

O calla y sufre, o se levanta y conmueve al mundo.

Esto no es una opinión, es una verdad histórica.

El hijo de Alfonso, Sancho IV, que con razón mereció ser apellidado el Bravo, supo dirigir tan bien la defensa, y con tan extraordinaria bizarría desafió los peligros y prodigó su sangre y sus hazañas, admirando a los más valientes, que el rey de Marruecos se vio al fin obligado a volverse al África, y la España se vio libre de esta tercera invasión, gracias al raro esfuerzo de sus hijos capitaneados por el valeroso don Sancho.

Creyendo Alfonso el Sabio que su hermano Federico había favorecido la fuga de la reina Yolanda, de Blanca de Francia y de sus hijos desheredados los príncipes de la Cerda, le hizo dar garrote. Indignado don Sancho de tales excesos, se rebeló contra su padre, y en la asamblea del clero, de la nobleza y del estado llano, le declaró depuesto, si bien se contentó con tomar para sí el título de regente.

Alfonso, indignado a su vez, solicitó la alianza del rey de Marruecos, que volvió a España a la cabeza de un lucido ejército.

Entonces don Sancho se vio en gran peligro, asediado en Córdoba, excomulgado por el Papa y desheredado por su padre. En tan críticas circunstancias don Sancho imploró el auxilio del rey de Granada, quien al punto se le manifestó propicio; pero no tuvo que hacer uso de los ofrecimientos de Mohamet a causa de la muerte de Alfonso, que puso término a estas diferencias.

Las últimas disposiciones de Alfonso X sumergieron a Castilla en un intrincado laberinto de bandos, desórdenes y guerras. Había dejado por herederos a los príncipes de la Cerda; y si bien éstos eran hijos de don Fernando, primogénito de don Alfonso, también es cierto que don Sancho, después de la muerte de su hermano, había libertado a la España del yugo de los meirinidas.

No obstante que don Sancho contaba numerosos parciales, costole mucho trabajo el consolidar su trono.

Las facciones de los Haros y Laras destrozaron el reino, y a mayor abundamiento el infante don Juan se sublevó contra su hermano don Sancho.

Pero al fin el rey consiguió varias victorias sobre los parciales de los príncipes de la Cerda y del infante don Juan, haciendo que muchos se refugiasen en Granada implorando el auxilio de Mohamet.

Hecha esta reseña histórica, sólo nos resta añadir que una vez hallándose en España el rey de Marruecos, que había venido a solicitud del difunto Alfonso, determinó hacer la guerra a los cristianos en compañía del rey de Granada.

Pero Mohamet en secreto lamentaba el verse arrastrado a hacer la guerra a don Sancho, al cual se le había manifestado como amigo dispuesto a auxiliarle durante la guerra que sostuvo con su padre don Alfonso.

El rey de Castilla a la sazón se ocupaba en levantar un ejército capaz de resistir a las fuerzas reunidas de los reyes de Granada y de Marruecos.

Desde Alcalá de Henares, don Sancho se había adelantado hasta la baylía de Alconetar, con el fin de hallarse más próximo al enemigo, si éste se aventuraba a traspasar las fronteras.

Hallábase el rey muy agasajado en la baylía por el comendador don Diego de Guzmán.

El comendador era un cumplido caballero, muy celoso de la gloria y prerrogativas de su orden, dotado de un valor a toda prueba y de excelente índole; si bien por esta misma razón tenía un defecto que le incapacitaba en muchas ocasiones para el mando, siendo víctima de las maquinaciones de los hombres astutos y perversos. Para mandar no es preciso confundirse con los malvados; pero es indispensable ser cautos como la serpiente, sin perjuicio de ser cándidos como la paloma.

El comendador de Alconetar, aunque de ánimo sencillo, carecía de esa prudente sagacidad que hace a los hombres circunspectos y aptos para el dominio, sin que degeneren en hipócritas y sin perder nada de su grandeza.

Habiendo sabido don Sancho el Bravo el peligroso estado en que se encontraba un tan noble y poderoso caballero como lo era don Guillén Gómez de Lara, tuvo el rey la bondad de visitar al herido en su mismo castillo de Alconetar, cuya honra agradeció mucho el joven amante de Elvira.

Dio el monarca este paso, tanto porque estimaba sobremanera a los buenos caballeros, cuanto porque acaso pensaba utilizar los servicios de don Guillén. Este, a mayor abundamiento, era muy estimado del comendador don Diego de Guzmán, quien casi todas las tardes iba a visitarlo, y le había hablado al rey muy ventajosamente de su joven amigo.

En un suntuoso aposento de la hospedería de la Encomienda se hallaban el rey de Castilla, el comendador Guzmán, algunos caballeros Templarios y una hermosa dama acompañada de sus doncellas.

La dama tenía por nombre doña María, y era madre de un hermoso niño que estaba junto a ella.

Parecía que la naturaleza se había complacido en prodigar dotes de belleza y gracia al niño, al cual el rey acariciaba con risueño gesto.

Uno de los caballeros Templarios hizo disimuladamente una seña al comendador.

Pocos momentos después don Diego de Guzmán, salió con un pretexto de la estancia, y fue a reunirse con el que le había hecho seña de que le aguardaba.

-Perdonad, don Diego, que os haya hecho abandonar por un instante la compañía de su alteza dijo el disforme caballero con redomada sonrisa.

-He creído que cuando me habéis llamado en tal ocasión, tenéis sin duda que hablarme de algún negocio de importancia.

-Como que tengo la fortuna de ser uno de vuestros más queridos amigos, he creído que me encuentro en el deber de daros un buen consejo en cambio de la confianza que siempre me habéis dispensado.

-Decid, Castiglione, decid.

-¿No recordáis lo que me babéis dicho respecto, a don Guillén Gómez de Lara?

-En este instante no recuerdo...

-Si no tuviera incontestables pruebas del afecto, que me profesáis, os digo que me había de causar envidia el profundo cariño que tenéis al joven señor de Alconetar; pero afortunadamente la amistad no es tan exclusiva como el amor, porque si así fuese, os aseguro que había de mirar con envidia a don Guillén.

-Vos y él sois mis únicos, mis verdaderos amigos.

-Pues bien, yo vengo a hablaros en favor del joven Lara.

-¿Cómo así?

-¿No recordáis que me dijisteis que habíais hablado al rey muy favorablemente del señor de Alconetar?

-Así es la verdad.

-¿No es cierto también que el rey ha pensado en el señor de Alconetar para enviarlo de embajador a Granada?

-Y yo he sido acaso el que más ha influido para disponer el ánimo de don Sancho a que envío de embajador a don Guillén, y aún recuerdo que estando nosotros dos paseando por la huerta se nos ocurrió la idea de que nadie era tan a propósito para llevar el mensaje del rey como el señor de Alconetar.

-Por lo mismo que se me ocurrió pronunciar su nombre con ese motivo, puedo considerarme hasta cierto punto como el autor de su nombramiento, si es que al fin su alteza ha consentido en que don Guillén vaya a Granada.

-Es cosa resuelta.

-Así se dice.

-Y así se hará, supuesto que mañana partirá don Guillén en compañía de mi cuñada, -dijo el comendador.

-Pero ¿sabe ya don Guillén la misión que se le confía?

-De un momento a otro se la comunicará el rey.

-¿Luego no habéis hablado con el señor de Alconetar respecto a este asunto?

-No por cierto.

-Pues me parece que habéis hecho mal en no prevenirlo, porque sería lamentable que después de vuestros buenos oficios, no quisiese don Guillén aceptar la embajada.

-Yo no creo que tenga inconveniente.

-¿Quién sabe?

-De todas maneras, nosotros hemos cumplido con los deberes que nos imponen la amistad y el honor. El rey, departiendo conmigo del estado de estos reinos, me había dicho: «Comendador, pensad en un caballero a propósito para llevar un mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos; y supuesto que vuestra cuitada va a reunirse con su esposo, puede acompañarla el mismo embajador que vos elijáis».

-Sin duda don Sancho se ha manifestado con vos en extremo bondadoso.

-Pues bien, hablando con vos acerca de lo que el rey me había dicho, y recorriendo en nuestra memoria los nombres de los caballeros más idóneos para desempeñar esta comisión, me recordasteis a don Guillén, y al punto reconocí que ninguno era más a propósito para el caso. Como embajador, reúne las más relevantes prendas, por su nobleza calificada, por su elocuencia, por sus conocimientos poco comunes, por su carácter simpático y hasta por su varonil hermosura; y para acompañar a doña María, ninguno puede encontrarse que más confianza me inspire que don Guillén, supuesto que es uno de mis queridos amigos. Por otra parte, yo he querido aprovechar esta ocasión para presentar al rey a un joven caballero que puede dar a su patria muchos días de gloria.

-Estoy seguro de que así sucederá, siempre que el rey sepa utilizar sus buenas disposiciones; pero volviendo a nuestro propósito, debo deciros que estoy conforme con vos en todo cuanto decís respecto a que habéis cumplido con la amistad y el honor, prestando buenos oficios al señor de Alconetar. Ahora bien, ¿os será indiferente que don Guillén acepte o no la embajada?

-Y esto diciendo, Castiglione clavó en el comendador su ojo único y penetrante como un puñal.

Don Diego miró a Castiglione con extrañeza.

-¿No es don es don Guillén vuestro mejor amigo? -insistió el italiano.

-Quiero a ese joven como un padre a un hijo.

-Pues bien, en ese caso debéis procurar que no sea víctima del fuego devorador de las pasiones de la edad primera.

-¿Qué queréis decir?

-¿A qué causa habéis atribuido la herida que recibió don Guillén?

-No puedo atribuirla sino a lo que todo el mundo dice, incluso el mismo señor de Alconetar.

-¿Y qué dice todo el mundo?

-Que dos ladrones trataron de asesinarle.

-Pues todo el mundo, incluso el señor de Alconetar, dice una cosa por otra.

-¡Castiglione!

-Como lo estáis oyendo.

-¿Sabéis vos?...

-Sé que don Guillén está perdidamente enamorado, y que recibió la herida que le ha tenido postrado tanto tiempo en un desafío con su rival.

-¡Es posible!

-Nada hay más cierto; pero ya os hablaré más despacio de la dama y de los amoríos de don Guillén; por ahora me parece que debemos hacer que a todo trance acepte la embajada que el rey piensa encomendarle, porque de esta manera tal vez se consiga que el infeliz mancebo olvide a una mujer indigna, que le engaña villanamente.

Y el italiano exhaló un profundo suspiro, como dando a entender que lamentaba amargamente la desgracia del señor de Alconetar.

El comendador hizo la pregunta sacramental:

-¿Y quién es ella?

-Una joven que habita en la aldea, y que, según he oído decir, es muy casquivana.

-¿Es alguna labradora?

-No, señor; pero de cualquier modo, es una mujer que no es digna de que don Guillén piense en ella, cuanto más de ser su esposa, que tales son los deseos de la niña.

-A fe que siento que nuestro amigo esté apasionado de una mujer vulgar.

-¡Qué queréis! El amor es ciego y niño.

-¿Y creéis que será capaz don Guillén de renunciar a la honra que le dispensa el rey por no alejarse de su amada?

-Tanto lo creo, que ésta precisamente ha sido la causa que me ha movido a llamaros.

-¿Y qué hemos de hacer si se resiste?

-Yo imagino que acaso no se resistirá a partir si vos le habláis antes de lo mucho que el rey le estima, encareciéndole que es muy honorífica la distinción que le dispensa nombrándole su embajador. Mi objeto al llamaros la atención sobre este particular no ha sido otro sino impedir que nuestro joven amigo cometa la indiscreción de escuchar con poco interés las palabras de don Sancho.

-A fe que eso me disgustaría sobremanera.

-Lo mejor es que antes de que entre en la cámara del rey le salgáis al encuentro y lo prevengáis acerca de la misión que don Sancho piensa confiarle.

-Decís muy bien, Castiglione; eso es lo mejor que puede hacerse para evitar que don Guillén rehúse los favores del rey.

-Favores obtenidos por vuestra amistosa mediación.

-Esa es precisamente la causa de que yo sienta que don Guillén se manifieste poco agradecido al rey, porque éste ha formado un gran concepto de nuestro joven amigo, gracias a los elogios que yo le he prodigado, y que lealmente creo que merece.

-Ya debe tardar muy poco.

-Vamos a salirle al encuentro.

Los dos Templarios encamináronse hacia la puerta de la Encomienda; pero en el atrio vieron dos magníficos trotones que pertenecían al señor de Alconetar y a su amigo inseparable Álvaro del Olmo.

También, se encontraba allí el halconero Pedro Fernández, departiendo largamente con algunos armigueros.

-Mientras nosotros nos hemos estado paseando por la huerta, ha llegado don Guillén, -dijo el comendador.

-¡Ira de Dios! -murmuró Castiglione.

-Tal vez el rey no le habrá recibido todavía.

-Vamos a verlo. ¡Vamos!

Ambos caballeros dirigiéronse rápidamente al aposento en donde se hallaba el rey.

Dos aspirantes se hallaban de centinela en la puerta de la antecámara.

El comendador les preguntó:

-¿Ha entrado el señor de Alconetar?

-En este mismo momento.

El comendador y Castiglione cambiaron una mirada.

Pero debemos advertir que la mirada de don Diego fue simplemente de disgusto, en tanto que en el ojo único del feroz Castiglione había brillado un resplandor siniestro como los reflejos del hacha del verdugo.

Los dos Templarios se detuvieron, no atreviéndose a interrumpir la audiencia que el rey concedía en aquel momento al joven señor de Alconetar.

Esta audiencia, sin embargo, no tenía un carácter de rigorosa reserva, supuesto que en la cámara real se hallaba la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán cuando entró don Guillén Gómez de Lara.

Don Sancho recibió al mancebo con suma benevolencia, informándose cariñosamente del estado de su salud y felicitándole por su completo restablecimiento.

El joven, agradecido a tanta honra como le dispensaba el rey, dijo:

-Señor, casi me alegro de haberme visto postrado en el lecho del dolor, porque a esta circunstancia he debido la dicha de que ya se haya dignado visitarme en mi castillo.

-Yo estimo en mucho a los buenos caballeros, y vos, don Guillén, sois uno de los que mejor merecen este título en Castilla.

-Señor, yo agradezco con toda mi alma la bondadosa acogida que V. A. me ha dispensado sin yo merecerla. Hasta ahora nada he hecho, nada he podido hacer tampoco a causa de mi extremada juventud; pero desde hoy en adelante, señor, no pasará un solo día sin que yo no lo consagre al servicio de V. A.

-Y yo aceptaré muy gustoso los servicios de un tan cumplido caballero.

-Mi deseo más vehemente es que lleguen ocasiones en que poder mostrar a vuestra alteza la lealtad que arde en mi pecho para servir a mi rey.

-Pues ha llegado la ocasión que tanto deseáis.

-¡Es posible! ¿Qué puedo yo hacer en servicio de vuestra alteza?

-Quiero que vayáis a Granada para que llevéis de mi parte a Mohamet-Ben-Alhamar una importante embajada.

-Gracias, señor, gracias, porque tan pronto y tan bien ha adivinado vuestra alteza mis deseos más ardientes.

Y esto diciendo, el gallardo caballero se arrojó a los pies del rey, gozoso y agradecido.

-Alzad, don Guillén, alzad, -dijo don Sancho con apacible gesto.

-¿Y cuándo debo partir, señor?

-Con tal de que sea pronto, a vuestra elección dejo el día.

-Mañana mismo, si place a vuestra alteza.

Don Guillén paseó en torno suyo una mirada que el rey comprendió perfectamente.

Hallábanse en la estancia dos ancianos caballeros, la hermosa doña María con su hijo, y una dueña que estaba inmóvil y de pie a cierta distancia respetuosa.

Ahora bien, el señor de Alconetar había juzgado que el rey no le manifestaría el objeto de la embajada en presencia de aquellos testigos.

Don Sancho, según hemos indicado, leyó lo que pasaba en la mente del caballero.

-El objeto de la embajada, -dijo el rey-, no es ni puede ser un secreto, porque toda la España sabe que el rey de Marruecos vino a hacerme la guerra; pero habiendo muerto mi buen padre, el rey moro entró con su ejército en Granada, donde Mohamet, aunque era mi aliado, ha concedido al rey de Marruecos la entrada y la permanencia con agasajos tales, que ya no puedo dudar que ambos de consuno piensan hacerme la guerra. Ya hace mucho tiempo que abrigo tales temores; el rey de Marruecos continúa demasiado en Granada; yo no puedo intentar ninguna empresa ni vivir tranquilo, porque constantemente estoy viendo la morisma próxima a precipitarse sobre mi reino; y en tal estado, he resuelto salir de una vez de la incertidumbre.

-Comprendo, señor. Vuestra alteza quiere saber si los reyes de Marruecos y de Granada deben ser considerados como amigos o como enemigos.

-Justamente.

-¿Y en qué términos deberé formular mi embajada?

-En los más enérgicos.

-¡Que me place! -exclamó el altivo señor de Alconetar.

Después de algunos momentos de reflexión, el discreto mancebo añadió:

-Sin embargo, yo estimaré a vuestra alteza se digne manifestarme una fórmula exacta de su pensamiento; pues en tal ocasión mi único deseo debe ser interpretar fielmente las intenciones de vuestra alteza.

Don Sancho escuchó estas palabras en extremo complacido, porque eran una prueba de la acertada elección que había hecho al nombrar embajador a don Guillén de Lara.

Al fin el rey, con altivo ademán y con voz vibrante, dijo:

-Señor de Alconetar, diréis de mi parte a los reyes de Granada y de Marruecos, que en una mano tengo el pan y en otra el palo. Que elijan, pues, entre la paz y la guerra. Esta es mi voluntad, y podéis repetir estas mismas palabras.

-Descuidad, señor, que así lo haré.

-Todavía tengo que haceros otro encargo.

-Mandad y seréis obedecido.

-Deberéis elegir una buena porción de jinetes bien armados para que os sirvan de escolta.

-En mi calidad de embajador, me parece que con mis escuderos podré llegar a Granada con seguridad...

-No se trata de vuestra seguridad, -interrumpió el rey-. A la vez que mi embajador, seréis el caballero encargado de velar por esta ilustre dama, que es la esposa de uno de mis guerreros más leales y valientes.

-Gracias, señor, gracias por vuestra benevolencia, -dijo a este tiempo doña María, conmovida y gozosa por las alabanzas que el rey había tributado a su esposo.

El señor de Alconetar saludó respetuosamente a la noble matrona.

-Doña María,-dijo el rey-, es cuñada de vuestro amigo el comendador.

-Yo me considero muy dichoso en acompañar y servir a la digna esposa del ilustre caballero don Alonso Pérez de Guzmán, -dijo Gómez de Lara.

-¿Tenéis un amigo de confianza? -preguntó el rey.

-Tengo un amigo que es más bien un hermano.

-¿Se llama Álvaro del Olmo?

-Sí, señor.

-Ya tengo noticia de la buena amistad que os profesáis entre ambos.

-¿Quiere vuestra alteza que llame a mi amigo? Cabalmente está en la antecámara.

-Ahora no; pero antes de marcharos quiero que vengáis los dos a verme.

-Está muy bien.

-Sólo tengo que advertiros que llevéis en vuestra compañía a vuestro amigo Álvaro del Olmo, a fin de que siga escoltando a doña María desde Granada a Tarifa. Esto será en el caso de que la respuesta de los reyes moros exija que inmediatamente vengáis a darme cuenta del resultado de vuestra embajada; pero si fuesen pacíficas las disposiciones de los infieles, podéis continuar acompañando a doña María hasta dejarla en Tarifa.

Con esto el rey don Sancho dio por terminada aquella audiencia.

El señor de Alconetar salió de la cámara real, prometiendo volver al día siguiente, que era el prefijado para la partida. En la antecámara se reunió con su amigo Álvaro del Olmo.

También se encontraban allí el comendador y Castiglione, los cuales cambiaron entre sí estas palabras:

-¿Si nos habrá dejado airosos en presencia del rey? -dijo el comendador.

-Ahora es ocasión de saberlo, -dijo Castiglione en voz alta y empujando a don Diego hacia el señor de Alconetar.

Y el feroz calabrés añadió para su sayo:

-¡Ay de ti si no has aceptado la embajada!

Aproximáronse los dos Templarios a don Guillén, y cuando éste les manifestó que estaba dispuesto a partir al día siguiente, ambos cambiaron una mirada de júbilo, bien que impulsados por móviles muy diversos.