Los Templarios - I: 22

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Capítulo XXII - Los dos amigos[editar]

Don Nuño Gómez de Lara era ni más ni menos que un hidalgo del siglo XIII. Queremos decir que a la nobleza de su alcurnia y numerosos dominios y señoríos reunía un valor extraordinario y las pasiones enérgicas del clima y temperamento de los españoles. Era aquella época fecunda en facciones y revueltas. Aún no se había extinguido la lucha entre el trono y la nobleza, aquella lucha terrible que más adelante llevaron hasta el último trance Luis XI en Francia, Juan II en Portugal y don Pedro I en Castilla. Los reyes, apoyados en el pueblo, deseaban demoler el edificio feudal, que cercenaba las regalías de la corona, perjudicando a la unidad del gobierno y manteniendo en pie una clase rebelde, altiva, poderosa e igual al mismo rey en sus respectivas jurisdicciones y señoríos. Mas cuando las fuerzas populares crecieron hasta el punto de ser ya sospechosas a los reyes, éstos se echaron entonces en brazos de la nobleza, que sepultó la libertad castellana en los campos de Villalar. Con la dinastía austríaca comenzó una reacción acaso providencial, porque resumió en sus manos el poder bastante para ahogar en Lepanto la barbarie que habría traído la conquistadora Turquía a la Europa; reacción tal vez funestísima, porque por espacio de siglos dejó a la España como a la mujer de Loth, inmóvil, convertida en una estatua de piedra.

En la época de nuestra verídica historia aún no se habían olvidado, o, por mejor decir, no se habían extinguido las parcialidades de los infantes de la Cerda, ni las disensiones entre los Haros y Laras, que desgarraron a Castilla, del mismo modo que en tiempo de don Alonso el Noble había sucedido entre los Laras y Castros.

Arrastrado por su parentela y también por sus miras ambiciosas, don Nuño había tomado una parte muy activa en las revueltas de aquel tiempo, llegando a ser uno de los principales rebeldes que seguían la parcialidad del infante don Juan, siempre inconstante, desleal y turbulento, que antes había abandonado a su padre por su hermano y después abandonó a su hermano por su padre.

Don Nuño, sin embargo, no estaba dotado de mala índole. Así es que no podía llevar en paciencia la última resolución tomada por el infante.

Poco antes de la derrota que los rebeldes sufrieran en el castillo de Alcántara, había recobrado don Juan la libertad de la prisión en que le tenía su hermano don Sancho en Alfaro, a consecuencia de la muerte del señor de Vizcaya, cuyo cómplice había sido el infante. Ni el juramento que entonces hiciera de mantenerse fiel, ni las benévolas disposiciones que hacia él manifestara el rey, lograron detenerle en la senda tenebrosa de sus intrigas, como la tela de Penélope, interminables.

Alborotose de nuevo, y fue vencido nuevamente; dirigiose a Portugal, y el rey Don Dionís le mandó abandonar su reino por consideración a don Sancho.

Refugiose en Granada, y ya sabemos que pensaba reunirse a Abuz-Yusuf, después que el rey de Castilla había brindado indiferentemente con la paz o con la guerra a los reyes moros de Granada y de Marruecos.

Abuz-Yusuf eligió la guerra.

Mohamet, luego que el marroquí abandonó la ciudad, se puso de acuerdo con don Sancho, optando por la paz.

Grande era el conflicto en que a la sazón se hallaba la España, invadida por el poderoso ejército de Abaz-Yusuf. Pero concertados Mohamet y don Sancho, se disponían a combatir contra el común enemigo.

El infante don Juan y muchos de sus partidarios se unieron al rey de Marruecos.

Felizmente ocurrió entonces la muerte de Abuz-Yusuf, con lo que Granada y Castilla quedaron libres del gran peligro que les amenazaba. El sucesor de Abuz-Yusuf llamó inmediatamente a Marruecos al ejército de España.

Pero el infante, que en sus cábalas no contó con que la muerte podía destruir sus proyectos, quedó expuesto más que nunca a la rigorosa persecución de su hermano y a la justa enemistad de Mohamet, a quien villanamente había engañado y vendido.

Retirose, pues, a Tánger, y allí ofreció sus servicios al nuevo rey de Marruecos Aben-Jacob, que al fin también se determinó a encender la guerra contra el rey de Castilla.

Aben-Jacob recibió al infante con grande honor y cortesía, y le envió con su primo Amir al frente de cinco mil jinetes, con los cuales pasaron el Estrecho y pusieron cerco sobre Tarifa.

Vanamente trataron de comprar la lealtad del alcaide cristiano, ofreciéndole tesoros, si entregaba la plaza. La vil propuesta fue desechada con indignación.

Después atacaron la villa con todos los artificios que en aquella época el arte de la guerra les ofrecía, y que el rencor implacable y su firme propósito pudieron sugerirles; mas los moros fueron rechazados esforzadamente por los castellanos.

Dejaron pasar muchos días, creciendo a cada instante el peligro de los sitiados. Amir y don Juan advierten al alcaide el desamparo en que le dejan los suyos, y pretenden atemorizarlo con los socorros que ellos pueden recibir de hombres y bastimentos. Le proponen, que pues había despreciado las riquezas que le daban, si él compartía con ellos sus tesoros, levantarían el asedio.

El héroe Guzmán dio esta respuesta sublime:

-Los buenos caballeros ni compran ni venden la victoria.

Furiosos los moros, se aprestan nuevamente al combate, intentan un asalto, los cristianos pelean como leones, y los sarracenos se retiran escarmentados, contando entre sus muertos al caudillo Amir.

Mas no por esto desisten de su resolución irrevocable. Aben-Jacob se había empeñado en que Tarifa fuese suya, y pocos días después del último combate, el campo de los moros recibe un gran refuerzo de soldados, a cuya cabeza viene Aben-Jacob en persona.

Entonces el infante recurre a una traza que sólo pudo infundir en su corazón el mismo Satanás.

Desde que salió de Granada llevaba siempre consigo al niño Guzmán. Ya sabemos que la hermosa doña María había entregado su hijo al infante para que lo condujese a Portugal, y allí se lo entregase a su deudo el rey don Dionís. La triste señora ignoraba que el infante había sido lanzado de Portugal, y que le estaba prohibido volver a aquel reino.

También hemos indicado en otro lugar que las gracias de doña María habían infundido a don Juan una pasión abrasadora. Pero la discreta dama había rechazado siempre las indignas proposiciones del infante, si bien con el decoro y la conveniencia que exigía el alto nacimiento de aquel hombre malvado.

A los ojos de la dama, el inicuo pasaba solamente por desafortunado en sus empresas, y muchas veces en su corazón se había lamentado de la enemiga que mediaba entre los dos hermanos. Nunca doña María pudo sospechar que existiesen tales monstruos de maldad entre los hombres.

Por su parte don Juan había disimulado profundamente la ira y el rencor que le causaran las repulsas de la noble matrona. Pero había jurado vengarse, y ya desde Granada había empezado su obra de horrible iniquidad. Al principio sólo había pensado tener en rehenes al hijo para obtener criminales favores de la madre. Ahora el despecho le tenía fuera de sí, y deseoso de quebrantar la entereza de don Alonso Pérez de Guzmán, comunicó al rey de Marruecos su proyecto espantoso. Aben-Jacob lo aprobó con entusiasmo, pues no sólo anhelaba conquistar la villa, sino también tomar venganza de la muerte de su primo Amir.

Entonces resolvieron enviar al héroe el atroz mensaje que ya hemos referido.

Antes que Abenzayde comunicase a don Alonso la cruel alternativa en que su mala estrella le había puesto, ya había sabido doña María la horrible extensión de su desgracia. Don Nuño Gómez de Lara, dado que turbulento y nada estrecho de conciencia, no era tampoco tan inicuo, que no reprobase tan atroz atentado. Así, pues, aunque recatándose de su amigo el infante, voló a dar aviso a la dama, ya para ver si ella encontraba algún remedio a su angustia, ya para probar que él no tomaba parte alguna en crimen tan horrendo.

La noche comenzaba a extender sus sombras.

Un caballero armado de todas armas y jinete sobre un poderoso caballo atravesó la línea del campamento.

Apenas habría caminado media milla, cuando se detuvo a la entrada de un bosque de encinas situado en una pequeña eminencia. Desde allí se descubría la extensa superficie del mar. Sin duda que la hora convidaba a tiernas meditaciones; el sitio estaba solitario y el paisaje era bello y majestuoso. Empero nuestro personaje no parecía dar mucha importancia al magnífico espectáculo que la naturaleza presentaba en aquellos momentos. Ni el bosque, ni el mar, ni el cielo llamaban su atención.

El caballero echó pie a tierra, y tomó la actitud de una persona que aguarda el instante prefijado para una cita.

Ya comenzaba a impacientarse, cuando sonó el ruido de algunos pasos.

El que aguardaba vio detenerse a alguna distancia tres personas. Eran éstas dos caballeros y una dama.

Doña María cambió algunas palabras con los que la acompañaban, y en seguida echó pie a tierra, hizo una seña a los suyos para que se alejasen algún tanto, y se dirigió hacia el infante.

Frente a frente permanecieron durante algunos minutos, sin atreverse ninguno de los dos a romper el silencio.

La dama estaba trémula como la hoja en el árbol y pálida como la muerte.

El caballero contemplaba a su víctima como el avaro a su tesoro, como el tigre a su presa.

-¿Quién había de pensar que nos habíamos de ver en este sitio, y que vos habíais de ser la causa de mi dolor inmenso?

-Ciertamente, señora, que nunca creí llegase este caso.

-Ni he sido yo la que ha hecho que llegue.

-Ni yo tampoco.

La triste madre fijó una mirada imposible de describir en el infame caballero. Aquella mirada de odio, sin embargo, espiró en una sonrisa.

-Pues entonces, señor don Juan, yo espero que todo al fin podrá arreglarse.

-¿Habéis encontrado algún medio?

-Vos sois tan generoso, que no dudo lo aceptaréis.

-Señora...

-Sí, don Juan, vos sois de carácter impetuoso y de voluntad firme; pero estoy segura de que vuestro corazón es compasivo y generoso.

-Veamos el medio.

-Yo tengo inmensos tesoros que serán vuestros, es decir, que pondré en vuestras manos para que se los entreguéis al rey Aben-Jacob.

-El moro no quiere otra cosa sino la plaza.

-¿Pues no quisieron no ha mucho que mi esposo les diese sus riquezas?

-También hace poco tiempo que el desgraciado Amir le ofreció grandes tesoros en vez de pedírselos.

-Pero debéis conocer el carácter de don Alonso.

-En ese caso, ya sabéis que él será el verdugo de su hijo.

La dama estuvo a punto de desplomarse en tierra.

-Yo misma, señor, que he venido a buscaros para haceros esta proposición, me vería obligada a huir de la presencia y del furor de mi esposo, si a saber llegase que me he rebajado (así lo llamaría él) hasta el punto de ofrecer dinero a los moros. Pero si me he atrevido a dar este paso, ha sido confiada en vuestra cortesía, que no dejará de prestar ayuda a una dama afligida tan cruelmente como yo me veo. Vos sois un noble caballero, lleváis espuela de oro, vuestro padre era un rey, y nadie me convencerá de que vos, infante de Castilla, me dejaréis abandonada en tan doloroso trance. ¡Ay, señor! Supuesto que el rey moro tanto os estima, ¿no podíais hacer que mi querido Pedro fuese rescatado? Ofrecedle oro, señor, no tengáis cuidado; yo podré hartar su codicia... ¡Ah!... ¿No me respondéis?

-Ya es tarde, doña María.

-¡Ya es tarde!... ¿Y no lo intentaréis siquiera? Ved, señor, que de rodillas os lo pido... ¡Tened compasión de mí! Haréis una obra de caridad, y yo... os bendeciré, sí, os bendeciré como al libertador de mi hijo... ¡Ay, señor don Juan! ¿No haréis por mí este favor?

El infante guardaba profundo silencio.

Su rostro daba muestras de haberse conmovido algún tanto, y contemplaba a la dama, cuya hermosura se aumentaba con su dolor. ¿Qué duro pecho no se ablandara al ver tanta desventura pintada en rostro tan divino?

-Levantaos, señora, -dijo el infante con un acento que revelaba el más inmenso júbilo.

Levantose doña María, abriendo su corazón a la esperanza, como las flores abren sus corolas al beso de las brisas.

-¡Ah, señor don Juan! Yo os viviré constantemente agradecida; ahora comprendo que era verdad lo que en otro tiempo me decíais acerca del cariño que yo os había inspirado... Decid, señor, decid lo que debo hacer.

-En vuestra mano está el salvar a vuestro hijo, hermosa doña María.

-¡Qué felicidad! ¿Al fin podréis conseguirlo?

-Yo no, señora, vos sois quien lo ha de conseguir... Ya sabéis que nada es más cierto que lo que acabáis de decirme... Siempre os he profesado el más ardiente amor...

Don Juan se detuvo, clavando sus ojos en la triste dama.

Durante largo rato los dos guardaron silencio. Al fin doña María sintió encendérsele el rostro de ira, de dolor, de vergüenza. Nada era comparable con la angustia de su alma en aquellos momentos; pero una santa indignación le prestó fuerza bastante para contener las lágrimas que se agolpaban a sus ojos.

-¡Sois el más infame de los hombres! -dijo la dama, y llena de tristeza y de amargura se alejó.

Y cuando el infante vio que en compañía de los dos caballeros desapareció rápidamente doña María, se mesó la barba y los cabellos en señal de desesperación.

-¡Cuán insensato he sido! ¡La he dejado ir!

El demonio le había inspirado un nuevo crimen, o por mejor decir, el pesar de no haberlo cometido.

Los dos caballeros que acompañaban a doña María no eran otros que el señor de Alconetar y su inseparable amigo Álvaro del Olmo, a quienes la ilustre dama había suplicado que la escoltasen hasta el lugar en que tuvo la cita con el infante.

Álvaro del Olmo, sin participarlo a su altivo compañero, había mandado que secretamente les fuesen siguiendo a lo lejos los hombres de armas que habían acompañado a don Guillén desde Alconetar. Esta medida fue muy acertada, pues que todo se debía temer de un hombre tan malvado como el infante, el cual desde luego podía pensar en apoderarse también de la hermosa cuanto infeliz doña María.

Ya hemos tenido ocasión de observar que el infante pensó en ello desde el punto en que creyó que la esposa de Guzmán había ido solamente acompañada por dos caballeros.

Por su parte don Juan no había creído conveniente, puesto que se le ocurrió de antemano, el llevar a cima semejante proyecto, en atención a que lo juzgaba impracticable o muy peligroso; pues desde luego imaginaba que la esposa del alcaide no dejaría de venir muy bien escoltada.

Doña María y los caballeros caminaban silenciosos, y aun cuando la hermosa alcaidesa no les había manifestado los pormenores de su designio al ir aquella noche a las cercanías del campamento de los infieles, con todo, bien se les alcanzaba a los generosos mancebos que el éxito de la empresa había sido muy poco satisfactorio para la triste dama. No obstante, el señor de Alconetar y su amigo respetaron el silencio de doña María, y ni siquiera le dirigieron una pregunta que pudiera parecer indiscreta.

La dama y los caballeros llegaron todavía en las primeras horas de la noche a los muros de Tarifa. En las inmediaciones de la puerta les salió al encuentro el jefe de la guardia, que de antemano se había puesto de acuerdo con doña María para favorecer su salida de la plaza.

Habiendo reconocido el jefe a los recién llegados, los dejó pasar sin dificultad alguna, así como también a los que llegaron algún tiempo después, que eran los hombres de armas del señor de Alconetar. La triste dama entró por una puerta secreta en el alcázar, después de haberse despedido de los dos caballeros, a los cuales dio las gracias en los términos más cariñosos.

Inmediatamente los dos jóvenes se encaminaron a la puerta principal del alcázar, a fin de presentarse a don Alonso, y que este no pudiese advertir que habían estado ausentes de Tarifa; pues el alcaide había cobrado mucha afición a don Guillén y a su amigo, y ningún día dejaban de verse. Por otra parte, nuestros jóvenes caballeros abrigaban razones muy poderosas para no dejar de presentarse a don Alonso Pérez, el cual en varias ocasiones había encomendado al señor de Alconetar y a su amigo difíciles y honrosos encargos militares. Esta distinción por parte del alcaide les imponía el deber imprescindible de no faltar a ninguno de los continuos lances que tenían lugar durante el cerco de la plaza. Además, en casos tales todas las fuerzas se utilizan, y desde los más tiernos jóvenes hasta los ancianos casi decrépitos se veían obligados a prestar algún servicio, conforme con sus años y aptitudes. Ahora bien, atendidas las circunstancias, el señor de Alconetar y su amigo habían tenido necesidad de asistir como guerreros a los puntos designados por el alcaide.

Aquella noche el infortunado cuanto valiente caudillo se hallaba celebrando un consejo con los capitanes más ancianos de la guarnición, a fin de determinar si convenía o no hacer una salida de la plaza para acometer de improviso a los infieles.

Por esta razón, ni don Guillén Gómez de Lara ni su amigo pudieron ver a don Alonso; pero su lugarteniente les manifestó que el alcaide había preguntado por ellos, y que en la distribución del servicio de aquella noche se había contado con los hombres de armas del señor de Alconetar para que después de la hora de prima guardasen una de las puertas de la ciudad.

Afortunadamente aún no había llegado la hora en que debía comenzar el servicio de las gentes de don Guillén, y por lo tanto ni habían podido notar su ausencia, ni mucho menos pensar que esquivaba las ocasiones de servir a su patria.

Los dos caballeros, seguidos de sus gentes de armas, volaron al sitio que se les había designado.

Era cerca de la media noche, y todo yacía sumergido en silencio y tinieblas, cuando los dos amigos se hallaban guardando la puerta de la ciudad y departiendo con voz recatada de sus amigos ausentes y de su patria.

También se habían reunido con nuestros mancebos algunos jefes de los puestos y guardias próximas. Hablose allí del consejo que se estaba celebrando, y vertiéronse opiniones diversas. Unos juzgaban que lo más acertado sería permanecer a todo trance en la plaza; los más fogosos pensaban que era más digno de la valentía española el salir del recinto de las murallas y acometer a los enemigos en su mismo campamento; y por último, todos convenían en la necesidad de enviar mensajeros al rey de Castilla para que, enterado del conflicto en que se hallaban, les enviase el ansiado socorro.

Al fin cesaron las pláticas, y sólo quedaron don Guillén y su amigo con las lanzas empuñadas y paseándose por las inmediaciones de la puerta, que daba al campo y frente por frente de la tienda de Aben-Jacob.

El señor de Alconetar recordaba en aquellos momentos a su hermosa, cuanto adorada Elvira, que era la luz de sus ojos y el alma de su alma.

El amor apasionado es el compañero inseparable de la gloria inmarcesible.

El señor de Alconetar, soñando con los laureles del guerrero para ceñirlos a la frente de la virgen de sus amores, exclamó dirigiéndose de pronto a su compañero:

-¡A fe que sería una hazaña de las más gloriosas!

-¿Qué quieres decir?

-Estoy pensando en que a mí podía estarme reservada la gloria de hacer pagar muy cara su audacia a los infieles.

-¿Cómo así?

-Mira el silencio y la calma que reinan ahora en el campo enemigo. Ya solamente se distingue alguna que otra hoguera moribunda; y la noche está oscura y convida a llevar a cabo la empresa difícil que ha concebido mi mente.

-Veamos qué es ello.

-Todos los caballeros que se encuentran en Tarifa desean salvar al tierno hijo de don Alonso de la muerte cruel con que el bárbaro enemigo le amenaza; y en último caso, ya que esto no sea posible, al menos que tampoco sea estéril el inmenso sacrificio que al fin don Alonso está resuelto a hacer, antes que entregar la plaza a los infieles.

-A la verdad que sería muy doloroso que el buen alcaide perdiese la plaza después de haber sacrificado a su hijo.

-A lo menos, el hijo de Guzmán será vengado, y quiero que mi brazo sea el que tome esta venganza. He aquí, Álvaro, lo que deseaba decirte.

-¿Y es posible, amigo mío, que hayas pensado en llevar tú solo a feliz cima tan temerario intento?

-Escúchame y verás cómo no es temeraria mi empresa. En un lugar oculto dejo mi caballo, y con precaución me adelanto hasta la tienda de Aben-Jacob, donde me será fácil penetrar a favor de las tinieblas; y degollando al rey de Marruecos, mañana podemos hacer una salida de la plaza, y el triunfo será seguro, porque los enemigos estarán aterrorizados con la nueva de la muerte de su monarca. Y aun cuando yo no consiguiera privar al rey moro de la vida, al menos podré llevar a cabo una empresa gloriosa para un hombre solo, y de la cual tal vez depende la salvación de la plaza.

-¿Qué piensas hacer?

-Atravesar el campamento moro, encaminarme a Castilla, dar parte al rey de mi embajada...

-¿No le enviaste una carta a don Sancho, cuando salimos de Granada? -interrumpió Álvaro.

-En aquella carta le comunicaba las respuestas que habían dado los reyes moros; pero ¿quién sabe si el buen Martín Galindo habrá llegado bueno y salvo a Castilla? Además, yo podré decirle al rey de palabra muchas cosas que no era discreto confiar a una carta.

-No lo niego; pero el resultado principal de la embajada ya lo sabe el rey, por cuya razón no veo la necesidad de que te expongas al peligro de una muerte poco menos que inevitable, sin más causa ni motivo que manifestarle al rey el éxito de su mensaje, que ya sustancialmente lo sabe don Sancho.

-Es que mi pensamiento no es sólo el hablarle al rey de lo que en secreto me dijo en la Alhambra Mohamet, sino anunciarle al mismo tiempo los sucesos que han tenido lugar en Tarifa, manifestándole que urge socorrer la plaza.

-¡Oh! ¡Si tú pudieras llevar esa noticia!... ¡A fe que sería un hecho glorioso!... Cabalmente, según tengo entendido, los capitanes más experimentados de entre todos los de la guarnición se ocupan en este momento de la necesidad de hacer una salida, no sólo por escarmentar al enemigo, sino principalmente porque, a favor del tumulto de la pelea, será fácil que puedan atravesar el campamento de los moros algunos jinetes cristianos que ya estarán designados, a fin de que lleven al rey la triste nueva de lo que acaece en Tarifa.

-Yo creo que don Sancho debe saber el estrecho cerco que Aben-Jacob ha puesto sobre esta plaza, porque es imposible que después de seis meses que llevamos de sitio no haya tenido el rey noticias del intento de los infieles; pero también imagino que ignorando nuestro monarca la iniquidad del infante, no habrá creído necesario enviar socorro, confiado en la entereza y bravura del alcaide.

Efectivamente, el señor de Alconetar y sus hombres de armas llevaban cerca de siete meses de residencia en Tarifa, pues que a los pocos días de haber llegado a la plaza escoltando a la esposa del alcaide, había tenido lugar la aparición de los infieles, cerrando todos los pasos para que no pudiesen los cristianos dar aviso a los suyos, ni menos recibir auxilios de hombres o bastimentos.

-Seguramente, -dijo Álvaro-, cuando el rey no ha enviado socorro, será porque no le habrá sido posible disponer de hombres de armas; pero en ningún modo puede creerse que el rey no sepa el cerco de Tarifa, porque a lo menos los pueblos comarcanos y que están situados en esta costa, no habrán dejado de sufrir las crueldades y vejaciones de los infieles; de modo que a punto fijo puede asegurarse que las nuevas de esta invasión han llegado hasta Castilla.

-Pero habrán llegado de manera que a estas horas el rey no sabrá pormenores del asedio, ni tampoco la horrible iniquidad que medita su hermano el infante, supuesto que don Alonso no ha podido enviar mensajeros a don Sancho.

-Sin duda tienes razón.

-Pues bien; yo, que merecí el honor de que el rey me eligiese para llevar su mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos, yo quiero ahora probar que soy digno de la predilección de don Sancho, llevándole noticias de lo que por esta tierra sucede, y contribuyendo de este modo a que se salve la plaza, ya que por desdicha tal vez no pueda evitarse la muerte del niño Guzmán.

Álvaro del Olmo guardó silencio, no atreviéndose a contrariar el intento de su amigo por lo que tenía de heroico, ni osando tampoco aprobarlo por lo que tenía de peligroso.

-¿No te parece, -insistió Gómez de Lara-, que sería un hecho por demás hazañoso y digno de mí, el atravesar el campamento enemigo, degollar al rey de Marruecos y llevar a Castilla las nuevas que ninguno hasta ahora ha podido llevar de Tarifa?

Álvaro del Olmo, reconociendo el noble brío del valeroso caballero, exclamó lleno de júbilo:

-¡Querido amigo, bien se conoce que tienes un gran corazón, supuesto que tales hazañas intentas! Pero ¿cuándo, querido Guillén, cuándo has notado en mi flaqueza, para que tú solo quieras emprender tal hazaña sin contar conmigo? ¡Nunca creí que me hicieses tan grande ofensa!

-No, querido Álvaro, yo no te ofendo por querer que permanezcas aquí, mientras que yo me lanzo a empresa tan peligrosa.

-Por lo mismo yo quiero acompañarte.

-Por lo mismo yo quiero que me sobrevivas.

-¿Qué haré yo si tú mueres?

-Escucha, querido amigo: si mi destino adverso hubiese decretado que yo pierda la vida en el peligroso lance que intento, ruégote que, si te es posible, adquieras mi cuerpo, y haz que lo sepulten al lado de mis mayores en el castillo de Alconetar; y si por desdicha mía permite el cielo que mi cadáver quede insepulto en el campo moro, toma esta trenza de cabellos que mi adorada Elvira me envió cuando yo estaba herido, y entrégasela, diciéndole que nunca sus hermosos cabellos se apartaron de mi corazón, y que si he desafiado tantos riesgos, ha sido solamente impulsado por el santo fuego de su amor y por hacerme con mis acciones gloriosas más y más digno de sus amantes miradas... Y dile también que al exhalar el último suspiro mi última palabra fue su nombre.

Esto diciendo, el señor de Alconetar entregó a su amigo una trenza de cabellos primorosamente sujeta por un torzal de seda azul.

Álvaro, no queriendo aceptar aquella fúnebre comisión, dijo:

-Guarda tu trenza, querido Guillén, y no pienses que he de consentir en que mi suerte sea distinta de la tuya. Desde niños hemos vivido juntos, y juntos también quiero que nos sorprenda la muerte. ¡Yo no me separaré ni un instante de ti, querido amigo!

Y Álvaro echó los brazos al cuello de Gómez de Lara, que también cariñosamente lo estrechó contra su seno.

-¡Oh noble abnegación de la amistad! El infeliz Álvaro procuraba ocultar a todo trance la angustia inmensa que oprimía su alma. Ya sabemos que el sobrino de Gil Antúnez estaba también enamorado de Elvira, y al recordar que ésta amaba a don Guillén, el infeliz Olmo sufría torturas inexplicables; pero las devoraba en silencio, por no afligir a su amigo.

-Yo no quisiera, Álvaro, que por mi causa te expusieses al peligro de una muerte segura...

-De una muerte gloriosa. ¿Acaso piensas que yo no tengo también ambición de renombre? Además, que si vamos los dos juntos, será más fácil que salgamos con nuestra empresa adelante.

-Yo acepto tu compañía, Álvaro, porque tú eres digno de mi amistad.

Los dos mancebos mandaron a uno de sus servidores que al punto les llevase sus caballos, que los tenían allí cerca en el mismo puesto de la guardia.

Luego se encaminaron rápidamente al alcázar, a tiempo en que aún estaban reunidos los experimentados capitanes que había convocado a consejo el héroe Guzmán. Este, sabido el nombre de los que a tales horas le buscaban, mandó que inmediatamente fuesen introducidos en la sala del consejo.

Los jóvenes saludaron respetuosamente a los ancianos guerreros, y dirigiéndose al noble alcaide, el señor de Alconetar dijo:

-Ilustre don Alonso, perdonad si venimos a interrumpir vuestros cuidados por salvar la honra de nuestra fe y de nuestra patria; pero confío, valientes capitanes, en que nos escucharéis sin enojo, supuesto que nosotros también venimos estimulados, por el deseo de hacer alguna cosa en favor de nuestra patria querida. No juzguéis temeridad lo que es fruto de madura reflexión, que también en almas juveniles puede caber razonable discurso. Hemos tenido ocasión de reconocer las avenidas del campo enemigo, y hemos visto con gozosa sorpresa que hay un lugar a propósito para pasar sin grande riesgo por entre los reales de los infieles. Si nos dais licencia, nosotros nos atrevemos, no solamente a pasar más allá del campamento moro y llevar las nuevas al rey de Castilla de lo que en Tarifa acaece, sino que también de camino pudiéramos intentar la salvación de vuestro tierno hijo, o al menos su venganza, degollando sin piedad a todos los que encontremos al paso.

El noble alcaide y todos los guerreros que se hallaban en su compañía escucharon con júbilo el razonamiento del valeroso Gómez de Lara.

-¡Cuán grande gozo es para mí, -exclamó don Alonso Pérez-, contemplar que hay en Tarifa tan buenos caballeros que, movidos por la honra de la patria, se anticipan a ejecutar nuestros mandatos y deseos! Habéis de saber, esforzados paladines, que en este momento mismo estábamos pensando en quiénes serían a propósito para llevar a cima la misma empresa gloriosa que vosotros por vuestra propia voluntad habéis venido a proponernos. Si antes os estimaba, nobles caballeros, ahora os admiro, y si pertenecieseis al vulgo de los soldados, yo os ofrecería riquísimos premios; mas ya que os movéis por el solo amor de la patria y de la gloria, yo me contento con deciros: Partid, amigos de mi alma, partid, y que el cielo os ayude en vuestro empeño generoso -dijo el noble alcaide; y, enternecido, abrazó a los dos mancebos.

Todos los capitanes que contemplaban esta escena se sintieron conmovidos por el amor de la patria y por la virtud de los héroes.

-Nosotros, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose a Guzmán-, nosotros no queremos otra recompensa que la estimación de los buenos caballeros.

-Las nobles palabras que nos habéis dirigido, señor alcaide, son para nosotros la gloria cumplida, -añadió Álvaro con el acento della más viva gratitud.

Los dos jóvenes salieron de aquel recinto, después de haber estrechado la mano de todos los guerreros que allí se encontraban, y que hacían ardientes votos porque los dos fieles amigos llevasen a cabo felizmente su arriesgada empresa.

Salen por fin de la plaza, atraviesan los fosos, y a favor de las tinieblas avanzan hacia el campo enemigo.

Llegan hasta escuchar la respiración de los infieles, que dormían descuidados.

-Los dos amigos cambian algunas palabras con recatado acento.

-Convendría, -dijo Lara-, que echásemos pie a tierra y nos introdujésemos en la tienda de algún jefe enemigo. ¡Tengo sed de sangre!

-Espera, -repuso Álvaro deteniéndose y mirando en torno suyo, como si buscase lugar adecuado para su intento.

Después de algunos minutos de observación, el sobrino de Antúnez dijo:

-Por este lado, a la izquierda, hay un bosque cuya espesura podrá favorecer nuestra marcha. Aquí y entre aquellas encinas, podremos dejar los caballos. Espérame aquí un momento.

Y, Álvaro dejó los caballos en lugar seguro, y tomando bien las señas del sitio, fue a incorporarse con su amigo.

Habiendo logrado no encontrar ninguna de las guardias avanzadas, penetraron hasta la tienda de Ismael, guerrero de agigantada estatura, y que dormía sobra cojines, teniendo al lado su corva cimitarra. Un negro estaba atravesado a la entrada de la tienda y también estaba sepultado en profundo sueño.

-Entra en la tienda inmediata, -dijo el señor de Alconetar-, y degüella todo cuanto encuentres al paso, mientras que yo hago lo mismo.

Los dos se estrechan las manos, cada cual se dirige a una tienda, y para el caso de algún contratiempo se dan por punto de reunión el sitio donde han dejado sus corceles.

Como en la oscura noche el león hambriento se precipita en el redil, del mismo modo el valeroso Lara penetra en la tienda de Ismael y degüella rápidamente al esclavo que guardaba la puerta.

En seguida se dirige hacia donde estaba Ismael, a tiempo que, abría los ojos atónitos; pero no tuvo más lugar que el necesario para ver la sangre de su esclavo y la espada del fiero campeón que, brillante y rápida como un relámpago, se hunde tres veces en su pecho.

Murió Ismael como en el terror de una pesadilla, medio despierto, medio durmiendo. La espada del cristiano cortó de un solo golpe su sueño, su terror y su vida.

Gómez de Lara se apodera de la cimitarra de Ismael, y pasa a la tienda contigua, y divisa el blanco alquicel de un moro que salía desatentado. Era el árabe Al-Asshari, que, huyendo de la espada de Álvaro, se encontró con la muerte que le dio el señor de Alconetar. ¿Quién puede oponerse al destino?

Al-Asshari lanzó un grito y cayó inundado en su sangre. Por encima del cadáver salta otro guerrero hacia el cual don Guillén asestaba su espada, cuando reconoció a su amigo.

-¡Huyamos! -exclamó Álvaro.

-¡Tan pronto!

-A cuatro he quitado la vida en esta tienda; pero ese que salía, y a quien diste muerte, nos ha descubierto gritando... Mira, algunas sombras se distinguen al incierto resplandor de aquella hoguera moribunda... La prudencia no está reñida con la valentía. ¡Sígueme!

-Todavía no.

-Querido amigo, no seas temerario, y piensa que la patria aún necesita de nuestros servicios. ¿Qué ganaremos con sucumbir ahora en desigual combate? ¡Acuérdate de que somos portadores de un mensaje de importancia!

El señor de Alconetar guardó silencio y se dejó conducir por su amigo.

Las sombras que antes habían divisado en torno de la hoguera casi extinguida eran algunos soldados que se despertaron al grito de Al-Asshari; pero como estaban soñolientos en demasía, volvieron otra vez a recostarse sobre la hierba, juzgando que algún compañero pretendía burlarlos, haciendo que se alarmasen con aquel grito lastimoso.

Entretanto los dos amigos caminaban libres y seguros hacia el sitio donde tenían los caballos.

El alba comenzaba a sonreír en el cielo cuando ya los dos caballeros habían logrado abrirse paso por entre los infieles. Ambos iban más gozosos que los pajarillos que con sus arpadas lenguas comenzaban a entonar el saludo al nuevo día.

De repente por una de las encrucijadas del bosque apareció una pequeña partida de moros a caballo, que llevaban antecogidos algunos bueyes y corderos, y que sin duda habían arrebatado a los míseros labradores de la comarca.

-¡Eh, deteneos! -gritó una voz imperiosa.

Los dos amigos clavaron los acicates a sus corceles, y con rapidez increíble se internaron por lo más espeso de la selva.

Por su desdicha encontraron un arroyo cuyo cauce era muy profundo y peñascoso. El señor de Alconetar consigue salvar el obstáculo, y se escapa de los moros que los perseguían con bulliciosa algazara; pero Álvaro no fue tan afortunado.

Gómez de Lara creía que su amigo le iba siguiendo, y en esta inteligencia clavaba sin compasión las espuelas a su corcel. Al fin, no escuchando el galope del caballo de Olmo, se detuvo, y tornando la cabeza, lanzó un grito de horrible angustia. Al saltar el arroyo, caballo y caballero habían caído en la margen opuesta, de modo que los infieles habían tenido tiempo de aproximarse al desdichado Álvaro, el cual a pie sostenía un desigual combate con seis moros Gómez de Lara, rugiendo de ira, volvió las riendas y se lanzó en defensa de su caro amigo.

El valeroso Álvaro había dado ya muerte a dos moros; pero no había podido menos de sucumbir al número de los contrarios. El que parecía jefe de aquella partida había derribado de un golpe en la cabeza al triste Álvaro, que, con la vista turbada por la sangre que manaba de su frente, vaciló algunos instantes como un hombre beodo, y al fin se desplomó en tierra. Al caer el cuerpo membrudo, resonó la armadura como cruje el tronco del cedro gigante que cae tronchado al impulso de la segur del leñador. El bárbaro moro tenía ya levantada en alto su corva cimitarra para degollar al triste Álvaro; pero en este mismo momento llega el fiero Gómez de Lara y se precipita con ímpetu sobre el moro, por cuyo semblante se difunde la última palidez de la muerte.

¡Oh! ¡Quién pudiera pintar el noble brío y la marcial belleza del invencible paladín! En aquel momento Gómez de Lara estaba poseído del genio de Marte, de la inspiración del valor, inspiración sugerida por el santo sentimiento de la amistad. Sus golpes son seguros, su fuerza titánica, su bravura irresistible.

Los tres infieles que restaban, asombrados de la pujanza del guerrero, apelaron a la fuga para salvarse.

Entonces Gómez de Lara echó pie a tierra y limpió la sangre del pálido y hermoso rostro de su amigo.

-¡Aún vive! -murmuró.

El señor de Alconetar paseó en torno suyo una mirada de mortal inquietud, como si temiera la aparición de nuevos perseguidores. En efecto, no era infundado el temor de Gómez de Lara, pues los que poco antes habían huido no dejarían de llevar la alarma al campamento de Aben-Jacob.

Al considerar el lamentable estado de su amigo, los negros ojos de Lara se empañaron de lágrimas.

Luego, con mucho tiento, con mucho cuidado, con la misma ternura de una madre para con su hijo, el señor de Alconetar colocó a su amigo sobre la delantera de la silla de su caballo. En seguida Lara cabalgó, sujetando entre sus brazos al amigo de su corazón, al compañero de su infancia.

Ya el sol brillaba en el Oriente, esparciendo sobre la tierra júbilo y vida, y a lo lejos se escuchaban los instrumentos bélicos de los infieles.

El valeroso paladín, lleno de tristeza, clavó los acicates al noble bruto y partió al galope.