Los Templarios - I: 33

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Capítulo XXXIII - De cómo llegó a noticia del misterioso templario la fuga de Elvira con Castiglione[editar]

En el fondo de un valle, rodeado de un espeso bosque de encinas, veíase un ancho pilar. En torno de la fuente podían contarle hasta unos veinte hombres, que sentados en el borde del pilón, tenían del diestro a sus caballos. No dejaba de ser alarmante la catadura de nuestros personajes. En rigor no podía decirse que fuesen ladrones exclusivamente; pero ni tampoco soldados, por más que su atavío tuviese mucho de belicoso y espantable. Eran aquellos hombres una especie de condottieri, que lo mismo servían para desbalijar a un honrado caminante, que para alistarse bajo las banderas del rey y pelear contra los moros, sin otra mira política ni religiosa, que la esperanza de un rico botín. También (y esto sucedía con mucha frecuencia) solían servir a los señores feudales en las rencillas y disputas que entre sí tenían de continuo, diferencias que en aquella época, casi siempre se decidían por la fuerza de las armas. Se comprende muy bien que nuestros caballeros preferían constantemente a los señores feudales que con más largueza remuneraban sus servicios, sin que a aliados de tal estofa se les diese un ardite de que la causa por ellos defendida estuviese o no de acuerdo con las leyes de la equidad o la justicia. La mayor parte de aquellos paladines pertenecía al número y a la clase de los hidalgos, hijos pródigos que habían disipado alegremente su fortuna, o bien hijos avaros que no habiendo tenido nunca patrimonio, trataban de adquirírselo con sus rapiñas, a la manera que los andantes caballeros, con sólo el brío de su fuerte brazo, intentaban conquistar alguna ínsula o ciudad famosa. Es de saber que durante muchos siglos la hidalguía y la pobreza caminaron siempre juntas como hermanas, por más que los hermanos fuesen la causa de esta asociación nada apetecible. Queremos decir que los primogénitos, llevándose toda la hacienda de la casa, dejaban a los demás hermanos, como suele decirse, a la luna de Valencia, e inundaban al mundo de segundones, y si bien muchos de ellos buscaban un honroso refugio en la milicia o en la Iglesia, también no pocos se daban a correr tierras, buscando aventuras, rompiendo, rajando, esmintiendo, acuchillando y haciendo patente a todo el mundo que no conocían más leyes ni fueros que los de su voluntad y gusto.

Era al caer el sol, y la tarde estaba apacible y serena. Toda la naturaleza respiraba plácida calma y dulce melancolía. Los bandoleros no parecían indiferentes al encanto seductor de esa hora misteriosa del crepúsculo, hora melancólica como una tumba, pues entonces muere el día.

La actitud de aquella tropa demostraba harto evidentemente que allí se hallaban aguardando o las órdenes de su capitán o el resultado de otro cualquier acontecimiento. El que de todos parecía jefe, estaba dotado de maravillosa hermosura, y era tan joven, que de seguro no llegaba a los veinte años. Era su estatura más bien pequeña, negros rizos caían profusamente sobre su espalda, y en todos sus movimientos se notaba un aire tan distinguido, que no podía menos de llamar la atención y despertar la curiosidad. Aunque imberbe y lleno de gracias juveniles, el rostro del mancebo revelaba una firmeza extraordinaria y una extremada vivacidad, que más particularmente se manifestaba en sus ojos, negros como el azabache y brillantes como carbunclos. El joven, después de cambiar algunas palabras con los suyos, alejose un buen trecho de la fuente e internándose por el bosque como a una milla de distancia, llegó a un lugar en que ya los árboles estaban menos espesos, y por el que se deslizaba mansamente, como una sierpe de plata, un cristalino arroyuelo.

Tendió el joven la vista en torno suyo, como si por aquellos parajes aguardase ver alguna persona que de antemano le debiese estar esperando. Ya las primeras sombras de la noche extendían su negro manto sobra la faz de la ancha tierra y algunas estrellas comenzaban a brillar en el firmamento, proclamando con elocuente y sublime lenguaje la gloria del Criador. El bandido sacó un rico cuerno de caza, que, pendiente de un cordón de seda y oro, llevaba al pecho, y aplicándolo a sus labios, lo sonó por tres veces. Como evocado por el poderoso conjuro de una maga, apareció en el instante mismo un hombre que estaba oculto detrás de un altozano.

-A fe que creí que te habías ya marchado, mi querido Garcés, -dijo el joven.

-No, amada Aldonza; todavía no ha venido, y por esta razón no he ido ya a reunirme con los nuestros.

Por ciertos ademanes, y más particularmente por el metal de la voz, se habría deducido al punto que el joven de pequeña estatura, que parecía el jefe de los bandoleros, pertenecía al sexo femenino. Esto habría notado cualquier observador por poco lince que fuese; pero de seguro se habría confirmado en su primera opinión desde el momento en que hubiese oído pronunciar el nombre de Aldonza.

-¿Y qué piensas hacer? -preguntó.

-Aguardar a que venga. Sólo por complacerte, estoy sufriendo este plantón y exponiéndome a las murmuraciones de nuestros compañeros. ¡Voto a bríos!

-¿Y qué quieres? El caballero a quien aguardas viene enviado por una persona a quien no podemos dejar de complacer, y a la cual yo misma le profeso un afecto ilimitado. ¡Me ha hecho tantos beneficios! ¡Me quiere tanto! Y sobre todo, mi madre le tiene un cariño tan sincero, que yo sería la más infame y desagradecida de las criaturas, si en esta ocasión no procurase servir con todas mis fuerzas al bienhechor de mi familia. Además, que aun cuando él fuese mi mayor enemigo, no vacilaría un instante en complacerle, aunque no fuese más que por aprovechar esta ocasión de ver a mi pobre madre y de abrazar a mi amada Elvira.

-¿Oyes? -dijo vivamente Garcés

-Si, sí, suenan pasos, -repuso Aldonza.

-Quizás será el caballero de la Muerte.

-El mismo.

-¡Dios te guarde, mi querido y valeroso Garcés! -exclamó en esto una voz varonil y simpática.

-¡Cuánto me alegro de veros, señor!

-Y el Templario, ¿no vendrá con nosotros? -preguntó Aldonza.

-Nos aguarda algo lejos de aquí.

-¿Será preciso ir a buscarle? -preguntó la disfrazada.

-Sin duda alguna, -repuso el caballero.

-Pues vamos al punto, -dijo Garcés.

-¿Están corrientes los tuyos?

-Todos están dispuestos.

-Pues al instante vamos a ponernos en marcha.

-En ese caso, aquí te aguardamos.

-Pues hasta la vuelta.

Garcés al punto se encaminó a un árbol en donde tenía arrendado su caballo, cabalgó en él, y desapareció rápidamente en dirección a la fuente junto a la cual se hallaban los bandoleros.

Pocos momentos después emprendieron su marcha los ladrones, sirviéndoles de gula el caballero de la Muerte. Según podía juzgarse por la manera algún tanto familiar con que Garcés trataba al caballero de la Muerte, no era aquella la primera vez que se habían visto. Y efectivamente, nosotros hemos tenido ocasión de averiguar, por datos muy fidedignos, que ambos se conocían de mucho tiempo atrás y que habían militado juntos bajo las banderas del rey don Sancho el Bravo, que tan esforzadamente se opuso contra la invasión de los Mereynidas. Gran parte de la noche continuaron su camino por desusadas sendas, hasta que llegaron al pie de un elevado monte, en donde hicieron alto. En seguida el caballero de la Muerte echo pie a tierra, entregó las riendas de su caballo a Garcés, y después de haberse orientado con seguridad del sitio en que se encontraban, contó algunos árboles sobre su izquierda y comenzó a subir por la pendiente del cerro, sirviéndole como de guía las sinuosidades y quebraduras de un regajo que descendía desde la cima. Muy poco trecho había subido el caballero por la falda del monte, cuando súbito se oyó varias veces el canto de un mochuelo. Seguramente hubiera sido difícil, aun para el campesino más experto, distinguir que aquellos chirridos eran de un hombre antes que de la nocturna ave.

-¡Gracias a Dios que habéis venido! ¿Y Garcés?

-Muy cerca de aquí aguarda con su gente.

-¡Cuánto me alegro! -exclamó el misterioso personaje, en el cual fácilmente habrá reconocido el lector al fantasma blanco, es decir, al terrible e implacable enemigo de Castiglione.

-De esta vegada el maldito calabrés va a salir asaz escarmentado, -dijo el caballero de la Muerte.

-Así lo creo, mi buen amigo; pero es preciso tomar muy bien nuestras medidas, porque el tal Castiglione, a quien Dios confunda, es hombre que lo entiende, y de seguro que él también habrá tomado sus precauciones. Todo el éxito de nuestra empresa consiste en anticiparnos al rapto que él proyecta.

-Pues gracias a Dios; que nos encontramos en el mejor camino para dejar burlados sus proyectos.

-Sí, sí, -exclamó el Templario gozoso-; vamos al punto a dar el golpe, y después vuestro paisano blasfemará y rabiará y se mesará los cabellos, sin que atine por dónde se le ha escapado su amada.

-Vamos, vamos.

En seguida el caballero de la Muerte se dirigió hacia donde le aguardaban los bandidos. El blanco fantasma siguió también al caballero, después de haber cabalgado sobre un poderoso corcel que cerca de allí tenía amarrado a un árbol. Garcés y Aldonza saludaron al Templario con muestras del más profundo respeto. Sin duda alguna, el desconocido debía ser un alto personaje. Inmediatamente el Templario se pasó a la cabeza de aquella tropa, sirviéndole de guía al través de algunos espesos bosques que solían estar interpolados por algunos dilatados valles. Ya era muy cerca de la madrugada cuando por orden del Templario detuviéronse los bandidos junto a unos setos. En seguida el Templario y el caballero de la Muerte echaron pie a tierra y se dirigieron hacia la alquería, cuyas puertas encontraron de par en par. Inútilmente el misterioso personaje hizo con un silbato la acostumbrada seña. Nadie respondió. Solamente llegó a sus oídos un rumor sordo que sonaba en el interior de la quinta. Confusos y aterrados nuestros caballeros estaban haciendo mil extrañas conjeturas, cuando súbito oyeron un quejido lúgubre y espantoso.

-¡Oh! -exclamó el Templario-; verdaderamente que esta alquería es una caverna de lobos.

Luego añadió, dirigiéndose al caballero de la Muerte:

-Avisad al punto a Garcés que venga con los suyos a cercar la quinta. Aquí aguardo.

Con la rapidez del pensamiento voló el caballero a cumplir esta orden. Entretanto el blanco fantasma oyó repetirse los aullidos con mayor furia, y no pudiendo contener más su impaciencia, desenvainada la espada, se precipitó animosamente en la solitaria mansión. Muy pronto acudieron los bandidos y rodearon la quinta. Cuando el caballero de la Muerte no encontró en el mismo lugar al Templario, sospechó, y no sin fundamento, que alguna desgracia le había acaecido. Entonces el caballero, seguido de Garcés y Aldonza, penetraron en el caserío; pero al tiempo de entrar vieron salir algunos bultos que se desvanecieron como sombras. Algunos bandoleros echaron lumbres y encendieron teas por orden de su capitán, operación en la cual tardaron algún tiempo. Últimamente, ya provistos de luces, se aventuraron a penetrar en aquel lúgubre recinto. ¡Cuánta no fue su sorpresa al escuchar los dolorosos lamentos del Templario! Guiados por sus tristes ecos, atravesaron el patio, cruzaron la galería y subieron la escalera, en uno de cuyos descansos o mesetas encontraron al Templario, inmóvil y triste como el genio de los dolores. Un espectáculo horriblemente sangriento se presentó a sus ojos atónitos.

-¡La casa está desierta! -exclamó el caballero de la Muerte.

-¿Y mi madre? -preguntaron a un tiempo Garcés y Aldonza.

-¡Hela aquí! -dijo con voz ahogada el Templario, señalando a los despojos que se encontraban en la escalera.

-¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Comida de lobos! -exclamó la desolada Aldonza.

Efectivamente, veíanse esparcidos por la escalera varios girones de ropas y también sangrientos despojos. Sin embargo, las fieras carniceras no habían desfigurado completamente el rostro de la infeliz anciana. Mudos de estupor contemplaban todos aquel recinto, que había sido teatro de las más crueles y repugnantes escenas. Solamente Aldonza, arrebatada del dolor más inmenso, aplicó sus labios al yerto y desfigurado rostro de la infortunada Fidela, y con voz sorda y entrecortada de sollozos y que partía el corazón, repetía sin cesar:

-¡Madre mía! ¡Madre mía!

El lector no habrá olvidado que el Templario había dicho a doña Fidela, hablando de las desgracias de ésta, que, entre otras, había tenido la de ver a una hija suya, casada con un ladrón. Ahora bien, la susodicha hija era Aldonza, la cual, a pesar de su extraño carácter y de sus extravíos, amaba a su madre con singular ternura. Garcés, a la cabeza de los suyos, registró toda la casa y la halló completamente deshabitada. El Templario adivinó al punto todo cuanto había acaecido durante su ausencia.

-¡Oh! -exclamó con iracundo y sordo acento-. ¡Me ha ganado por la mano el infame Castiglione! ¡Ira de Dios!...

Todos los circunstantes se imaginaban que doña Fidela había sido víctima de la voracidad de las fieras, suponiendo que se hallaba sola en el caserío. De este parecer era también la triste Aldonza, que clamaba al cielo, lamentándose de su desventura. Después de algunos momentos, cuando el Templario logró serenarse algún tanto, procuró infundir a todos su misma opinión acerca de aquella catástrofe, opinión que se reducía a probar que doña Fidela había sido víctima del puñal de Castiglione, al ver éste que aquella se oponía, como no pudo menos de haber sucedido, a que Elvira se marchase con el italiano. Además, casi podía asegurarse, según lo confirmaban varios indicios, y entre otros el que las puertas estaban de par en par, el que hubiesen acudido los lobos atraídos por el olor del cadáver, lo cual era otro indicio de que Fidela había sido asesinada la noche anterior. Hechas estas explicaciones, todos se convencieron de que, por poco que hubiesen tardado, tal vez no hubieran podido encontrar rastro del horrendo crimen que allí se había perpetrado. Y como si todo esto no bastase, el Templario encontró aún otra prueba para confirmarse más y más en su primera opinión. Examinando atentamente a la luz de una tea el cadáver, conocieron que las fieras casi no habían hecho otra cosa que desgarrar los vestidos de la víctima, en cuyo pecho encontraron clara y evidentemente las tres puñaladas que le había dado Castiglione. Entretanto Aldonza permanecía con los puños crispados de ira y el corazón roído de dolor.

-¡Venganza! -exclamó de pronto-. ¡Venganza!

-Sí, -repitió Garcés-. ¡Tu madre será vengada!

-¡Busquemos a Castiglione! -exclamó el caballero de la Muerte.

-Vamos, vamos, -dijo el fantasma blanco.

Algunos bandidos, por orden de su capitán, envolvieron como mejor se les alcanzó el cadáver de doña Fidela, colocándolo de modo que pudiera ser fácilmente trasportado para darle sagrada sepultura. Al atravesar la galería, el Templario, como exaltado por un súbito recuerdo, exclamó:

-¡Venid!

Todos le siguieron a la estancia del piso bajo, en donde dijimos que se hallaba la cuna que contenía el cadáver de la encantadora niña Matilde. Entonces se presentó a sus ojos un espectáculo horrendo.

-¡Esto es lo que queda de la hija de Elvira y de Castiglione! - exclamó tristemente el Templario, señalando a algunos sangrientos despojos.

¡¡¡El fruto nefando del incesto había sido devorado por las fieras!!!