Los Templarios - I: 40

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Capítulo XL - Conjeturas sobre la muerte del rey don Sancho[editar]

Apenas penetró en el aposento el que había sido anunciado con el título de infante, se oyeron algunas exclamaciones que denotaban la más viva sorpresa.

-¡Mi querido Castiglione!

-¡Amado señor don Juan!

-¡Cuánto me alegro encontraros en este sitio!

-¿Y Ayub?

-Tan bueno y tan sano.

Fácilmente habrá reconocido el lector al hermano del rey don Sancho. Aquellos dos hombres, el infante y Castiglione, se comprendían maravillosamente, y hasta se profesaban cierto cariño infernal. Entre aquellos dos genios mediaba la horrible simpatía del crimen, la fraternidad de los espíritus del averno.

El rey de Francia manifestó al infante de Castilla las mayores muestras de aprecio y consideración, no porque interiormente le estimase, sino porque pensaba utilizar sus servicios para la grande empresa que meditaba, la abolición de la temida y poderosa Orden de los Templarios.

-¿Y qué noticias tenemos? -preguntó Nogaret.

-¡Oh! Monsieur de Villeneuve no es hombre que se duerme en esto de ayudar a los intereses de su Orden, -dijo el infante.

-Pues ¿qué sucede?

-El conde de Fanatan es uno de los hombres más poderosos de Alemania, aun cuando actualmente reside en Francia, en donde también posee muchas tierras y castillos...

-Sí, sí, en la Provenza, y ahora parece que habita cerca de Tours, en el castillo de Belle-Vue.

-Justamente; pero he aquí la principal cuestión del prior de Tolosa. Ya sabéis que los Templarios admiten en sus Casas hermanos casados, con la condición de que éstos al morir dejen toda su hacienda en beneficio de la Orden. Pues bien; el conde de Fanatan había manifestado deseos de entrar en la Encomienda de Tolosa; pero lo había ido dilatando a causa de la enfermedad de su esposa, la cual acaba de fallecer.

-No digáis más, -interrumpió Castiglione, que era muy ducho en los procedimientos que en tales casos usaban los Templarios-. Aquí se trata de aprovechar ahora la tristeza del conde de Fanatan por la pérdida de su esposa, a fin de que, entrando como hermano del Templo, la Orden pueda abrigar la esperanza de poseer algún día los inmensos señoríos del conde.

-¡Por San Felipe, mi patrón! -exclamó el rey-. A fe que alambican de lo lindo los buenos de los Templarios para esto de acrecentar su hacienda. ¡Oh buen Hugo de Paganis, de feliz memoria! ¡Cuán bien aleccionaste a tus discípulos!

-Pues ya sabéis con toda exactitud la causa del viaje de Villeneuve con sus caballeros, -dijo el infante don Juan dirigiéndose a Nogaret.

-¡Son los Templarios inmensamente ricos! -murmuraba el rey Felipe con los ojos chispeantes de avaricia.

El conciliábulo se prolongó largo rato, y allí estuvieron conferenciando acerca de los medios de que habían de valerse para contrariar a la Orden en Francia, en España, en Palestina, en todas partes.

-En Castilla tenemos que luchar con un enemigo temible, -dijo el infante.

-¿Con quién?

-El rey don Sancho profesa grande estimación a los Templarios, y es seguro que nada podrá obligarle a perseguirlos en su reino.

-Todo podrá arreglarse, -dijo Nogaret fijando en el infante una significativa mirada.

-Si mis amigos me ayudasen...

-Debéis contar con su más sincera alianza, -dijo el rey.

-Vos tenéis un gran medio para perseguir a los Templarios, y después... ¿Quién sabe?... Una corona...

Nogaret murmuró estas palabras en el oído del infante, cuyos ojos se animaron con un brillo siniestro.

El canciller continuó articulando lentamente y una a una sus palabras, que caían sobre el corazón del infante como un filtro del infierno.

-Vuestro hermano os ha desterrado... don Sancho se rebeló contra vuestro padre... Vos debéis ser el genio de la venganza. Si tenéis valor, acaso suceda que dentro de poco tiempo el rey de Castilla se llame don Juan...

-¡Oh! ¡Sí! ¡sí! -exclamó súbitamente el infante, cuyo rostro se inflamó como si una llamarada infernal hubiese iluminado su pensamiento. Efectivamente, yo poseo grandes medios para llevar a cabo semejante empresa... Mi esclavo Ayub... Lope García... ¡Oh, querido Nogaret! ¡me habéis hecho rey con vuestras palabras!... Es preciso, es preciso que yo parta al punto para Castilla.

-Soy de la misma opinión; pero os aconsejo que guardéis el más riguroso incógnito.

-¿Quién lo duda? De otro modo me expondría a una muerte inevitable.

-Ahora podéis aprovechar la ocasión de marcharos en compañía de estos dos caballeros.

-Justamente estaba pensando en eso mismo.

Mientras que así departían Nogaret y el infante, Sechín de Flexián y Castiglione recibían las últimas instrucciones del rey Felipe acerca de la conducta que debían seguir en Palestina para contrariar en todo y en todas partes los proyectos de la Orden del Templo.

Ya muy entrada la noche se recogieron nuestros interlocutores, y al día siguiente dieron la última mano a sus combinaciones, que, andando el tiempo, habían de conmover la Europa entera.

También aquel mismo día Enguerrando de Marigny partió para Roma con una importante misión del rey de Francia, relativa a los Templarios.

Sechín de Flexián y Castiglione, acompañados de Ayub y de don Juan, se volvieron a España.

Pocos días después entraban por las calles de Alcalá de Henares dos peregrinos que al parecer venían de Santiago de Compostela. Ambos se detuvieron en una humilde posada, y después de pedir un cuarto y haber comido, cerraron la puerta y entregáronse al sueño, habiendo encargado que los llamasen al anochecer.

No fue preciso que el posadero se molestase, pues apenas había comenzado a oscurecer, cuando uno de los peregrinos, muy rebozado en su capa, salió de su alojamiento y encaminose hacia el alcázar, en que a la sazón habitaba el rey don Sancho.

El peregrino, pues, preguntó a los palafreneros, a los escuderos y pajes que encontraba al paso, demandando que le dijesen en dónde estaba el aposento de Lope García, criado del rey.

Después de una larga entrevista que tuvieron Lope García y el peregrino, éste volviose a la posada a dar cuenta a su compañero del éxito de su comisión.

Cuando más engolfados estaban ambos en su coloquio, y precisamente en el momento mismo en que cambiaban algunas palabras de un sentido terrible, oyeron llamar a la puerta con extraordinario brío. Aun cuando de malísima voluntad, no dejaron de franquear la entrada al importuno que había interrumpido aquella conversación, a la cual los peregrinos daban grande importancia.

Presentose en el aposento un caballero ricamente vestido, de noble continente, de facciones enérgicamente pronunciadas y de semblante severo, ceñudo, sombrío y que revelaba una agitación profunda.

Los peregrinos intentaron revestir sus facciones de una extremada frialdad; pero, por más esfuerzos que hacían para aparecer indiferentes, sólo consiguieron asomar a sus labios una falsa sonrisa, palideciendo espantosamente.

-A fe que no aguardaba encontraros en este pueblo ni en tan humilde posada.

-¡Silencio, mi caro amigo! -exclamó uno de los peregrinos cerrando la puerta del aposento.

Y volviéndose al recién llegado, añadió:

-Pues en verdad os digo que no ha dejado de sorprenderme encontraros aquí sin ningún género de precaución, sin disfraz y a rostro descubierto... Verdaderamente que no acierto a explicarme cómo vivís en Alcalá, en donde...

-En donde nada tengo que temer, -interrumpió el caballero con altivo continente.

-Me parece que el rey...

-El rey es incapaz de ensañarse contra quien está vencido y desarmado.

-Pero ¿no le habéis visto?

-Muchas veces.

-¡Y os ha recibido bien!

-Con un cariño paternal. Desde que os marchasteis, después que os libertó del tumulto el mismo don Alonso de Guzmán a quien tan villanamente ofendisteis...

-¡Don Nuño!

-Perdonad, señor, si mis palabras os ofenden; pero no es culpa mía el que hayáis seguido una conducta, no sólo desacertada para realizar vuestros planes, sino también indigna de un caballero.

-¿Pues vos mismo no me habéis acompañado en todas mis empresas?

-Señor, yo no trataré de disculparme diciendo que no tengo defectos ni que jamás he cometido una acción vituperable; pero lo que sí puedo decir es que un hombre puede muy bien promover revueltas y dirigir intrigas cortesanas para el logro de sus fines políticos, sin que por esto se extinga de su corazón la voz del honor y de la humanidad.

-Eso es decir...

-Que en vos se ha extinguido... Mal que os pese, señor, os digo que yo no puedo aprobar lo que hicisteis con el niño Guzmán, y que ahora apruebo mucho menos lo que pensáis hacer.

El infante clavó sus ojos de víbora en don Nuño.

-¿Pues qué pienso yo hacer? -preguntó el infante sonriéndose.

-¡Lo sé todo!

-¡Oh! ¡De veras! ¿Sois profeta?

-No; pero he sido testigo de toda la inicua trama que acaban de concertar Ayub y Lope García.

-¿Cómo es eso? -preguntó don Juan, que de pálido que estaba se puso lívido, pero, esforzándose, sin embargo, por aparecer tranquilo y risueño-. Ya veis, -continuó-, que yo ignoro qué trama es esa; pues que, como vos mismo decís, la cosa ha sido entre Ayub y Lope. Veamos. ¿De qué habéis sido testigo?

Don Nuño miró de arriba a abajo al infante con una expresión de soberano desdén.

Después de algunos momentos en que don Nuño estaba contemplando al infante, rompió su silencio, diciendo con voz solemne:

-Señor, cuando esta tarde entrabais por Alcalá, un hombre fijó su atención en dos peregrinos, y al punto los reconoció. Yo era, señor don Juan, la persona que tan atentamente os observaba; y figurándome que algunos negocios de grande importancia debían traeros por aquí, al punto imaginé que debíais de estar en inteligencia con Lope García. No me engañé en esto. Sin embargo, se me ocurrieron algunas dudas, y comencé a recelar si acaso me habría equivocado... Resolví salir de la incertidumbre, y ya me dirigía a esta posada, cuando divisé a un peregrino que salía; emboceme cumplidamente y púseme a acechar. Era Ayub, que pasó rozando conmigo...

Don Nuño al llegar aquí se detuvo.

El infante escuchaba impasible.

-Perdonad, señor, lo que voy a deciros.

-Hablad, don Nuño, hablad, -repuso el Infante con cortesana sonrisa-. No puedo menos de admirar vuestra buena vista, escucharos con gusto y aguardar con impaciencia el resto de vuestra narración. ¿Quién había de pensar que habíamos de ser reconocidos en este traje? ¡A fe que sois un excelente fisonomista!

-Experimenté, -continuó don Nuño-, un vehementísimo deseo de seguir a Ayub, lo cual verifiqué paso a paso, hasta que, oculto en la galería del alcázar en que tiene su aposento Lope, vi a vuestro fámulo llamar a la puerta, reunirse con el traidor García, a quien del polvo de la tierra el rey lo ha hecho señor de vasallos y colmádole de mercedes y beneficios... En resolución, señor, debo deciros que, aproximándome a la puerta, escuché gran parte de la conversación, y os aseguro, señor, que fueron tales y tan espantosas las revelaciones que allí tuve, que me horrorizo sólo de pensarlo.

-Pero ¿qué oísteis? Veamos.

-Siento, señor, que guardéis tanta reserva con un antiguo amigo, con un hombre que siempre se ha portado para con vos con la mayor lealtad, por más que en algunas ocasiones hayamos disentido... ¡Oh! Creedme, que hoy he padecido mucho, porque, a la verdad, nunca creí, nunca podía creer que os arrojaseis a tales excesos; pero, amigo mío, en saltando una vez la valla... ¡Qué horror!

-¡Válgame el cielo! ¡Qué misterioso y timorato os habéis tornado! ¿Acabaréis de una vez?

-Señor, estoy resuelto a impedir que se envenene a un hombre, a vuestro hermano, a nuestro rey.

-¿Y quién trata de semejante cosa?

-Vos.

-¡Mentís! -exclamó el infante dando un salto.

-¡Sois un miserable!

-¿Llamabais, señor? -dijo en esto Ayub, que se había ido a poner de acecho en la escalera para evitar que nadie pudiese oír.

-No, Ayub, -repuso el infante, que, volviéndose a don Nuño, dijo:

-Dispensad; pero voy a dar a Ayub algunas órdenes.

Don Nuño se encogió de hombros.

El infante y su esclavo saliéronse a la galería, en donde rapidísimamente cambiaron estas palabras:

-¡Estamos perdidos!

-Ya he oído que lo sabe todo.

-Está dispuesto a hacernos la guerra.

-Pues entonces...

-Cuando oigas una fuerte pisada en el pavimento.

Lo demás fue explicado por un signo muy expresivo, pero casi imperceptible de puro rápido.

El infante volviose a su aposento sin haber tardado arriba de cinco segundos.

Al entrar dijo:

-Os suplico, don Nuño, que no alcéis mucho la voz... El tratar de ciertas cosas no es para que nadie se entere...

-Lo comprendo, señor; Ayub puede estar de centinela.

-Justamente acabo de darle esa orden, -dijo gozoso don Juan.

-Pues volviendo a nuestro propósito, señor, no puedo menos de suplicaros que desistáis de vuestro proyecto; y para obrar con rectitud, lo primero que debéis hacer es entregarme a Ayub, para que junto con el villano Lope sufra la pena que merece. En cuanto a vos, señor, yo mismo os proporcionaré caballos y servidores fieles que os acompañen hasta donde sea vuestra voluntad. Ya veis que este es el único medio que hay de que yo cumpla con mi conciencia y con la buena amistad que en otro tiempo nos ha ligado.

El infante quedose profundamente pensativo.

Don Nuño Gómez de Lara, ya lo hemos dicho, era un hombre de carácter enérgico y revoltoso; pero en medio de sus defectos se encontraban ciertas buenas cualidades, y, sobre todo, era incapaz de una bajeza. Por otra parte, se había verificado una mudanza radical en su carácter desde el trágico suceso del niño Guzmán, y no había podido menos de mirar con asombro y respeto al ilustre alcaide, espejo de bravura y de caballería.

-De lo contrario, -dijo don Nuño después de algunos momentos-, me veré obligado a revelárselo todo al rey; pero esto, señor, por respeto a vos, no lo haré sino cuando todas mis razones hayan sido desatendidas... ¡Oh! -exclamó el buen don Nuño, ¡algún ángel me llevó por allá!

-Y sin duda un ángel os ha traído por aquí, -dijo el infante con una expresión siniestra, que don Nuño estaba muy lejos de comprender.

-¿Qué queréis decir?

-Que vos habéis sido en esta ocasión el salvador de mi hermano, a quien estimo sobremanera, por más que entre nosotros hayan existido algunas diferencias y agravios. Yo, a la verdad, sabía que se trataba, como siempre, de intrigas o planes más o menos atrevidos; pero os juro por mi nombre que jamás pensé que las miras de Lope y Ayub fuesen tan adelante, lo cual sólo puede atribuirse en ellos, o a un celo indiscreto por servirme, o a alguna otra combinación hecha por su cuenta y riesgo, y que yo absolutamente ignoro. ¡Esto es ya demasiado! ¡Ira de Dios!

Y así diciendo, el infante dio una fuerte patada en el pavimento, al mismo tiempo que, como el tigre sobre su presa, se precipitó sobre don Nuño, dándole de puñaladas con su daga, que ya tenía prevenida.

-¡Traidores! -barbotó don Nuño helado por la sorpresa, y conociendo, aunque tarde, que había sido víctima de su generoso celo.

Entretanto Ayub, con la rapidez del rayo, tapó la boca a don Nuño impidiéndole que gritase, y acometiéndole por la espalda, le dio cuatro puñaladas mortales, sin que el malaventurado caballero demandase socorro, y sin que siquiera hubiese podido desenvainar su espada.

Así es que don Nuño había caído sin vida en la estancia, sin rumor, sin riña, sin gritos, sin que nadie en la posada se apercibiese de aquel horrible atentado.

La noche estaba oscura y lluviosa. Ni luna, ni estrellas aparecían en el cielo encapotado de negros nubarrones. Todos los caminantes que aquella noche habían acertado a parar allí estaban reunidos en comunidad agradable en torno del hogar, departiendo acerca de duendes, batallas con los moros y fechorías de famosos ladrones, reinando entre aquella buena compañía esa complacencia inexplicable y propia del viajero que ve formarse una tempestad y que se halla a cubierto de ella con buena lumbre, gustosa conversación y un buen jarro de vino al lado, espada poderosa con que, sabiamente manejada, vence y ahuyenta la melancolía.

En tal estado se encontraba la gente que había ido aquella noche a parar en la posada, de manera que nadie se curó de lo que en el aposento de los peregrinos pasase o pudiese pasar.

El moro, ayudado por su señor, arrastró el cuerpo de don Nuño hasta un rincón de la estancia, y una vez allí colocado, ambos peregrinos salieron, cerrando la puerta con llave y bajando la escalera. Precisamente tenían que pasar por delante de la puerta de la cocina, de manera que los viandantes invitaron a los peregrinos a que compartiesen con ellos su lumbre, su conversación y su vino.

Excusáronse nuestros personajes como mejor supieron, y llamando Ayub al posadero le entregó una moneda de oro, diciendo:

-Acaso nos detendremos hasta muy tarde, o tal vez suceda que no volvamos.

Quiso el posadero dar la vuelta al esclavo; mas éste le respondió:

-Guardadla para vos.

En seguida los dos peregrinos, muy rebozados en sus capas, acaso para impedir que se les viesen algunas manchas de sangre, salieron de la posada y se alejaron precipitadamente.

Cuando el posadero volvió al corro, dijo:

-¿Sabéis que me han dejado confuso los peregrinos?

-¿Por qué?

-Porque paréceme que bajo los atavíos de la peregrinación se han alojado aquí esta noche dos altos personajes.

-¿Y qué razón tenéis para decir tal cosa?

-¡Oh! -exclamó el posadero enseñando la moneda-; ved aquí una prueba innegable de lo que digo.

-¡Es verdad?

Mientras que así discurrían las gentes de la posada, muy ajenas de lo que allí había acaecido, una niña del posadero dijo:

-Papá, el hombre que entró no ha salido.

-¿Quién?

-El que venía preguntando por los peregrinos.

-Como entran y salen tantos, no le habrás visto salir, muchacha, -dijo uno de los caminantes.

-No, no, -repuso la niña-, no ha salido, y yo le estaba aguardando para verle su capa con franja de oro, que relumbraba mucho, mucho...

-Señores, los niños y los locos son los que dicen las verdades, -observó uno de los pasajeros, que estaba junto al hogar en el sitio de preferencia. Era un ordenando que iba para Toledo a recibir la primera de las tres órdenes mayores.

-¡Cáspita! Quizás tenga la muchacha razón, -exclamó un trajinante-. ¡Sabe Dios el misterio que tendrá la moneda de oro!

-Pues pronto podemos salir de dudas, -repuso el posadero pidiendo una luz a su mujer y disponiéndose a subir al cuarto de los peregrinos.

Varios de los caminantes, llevados de su curiosidad, acompañaron también al posadero.

Figúrese el lector la baraúnda y el guirigay que se armaría en la posada después que descubrieron el horrible asesinato.

La posadera se lamentaba, su marido maldecía la hora en que allí arribaron los peregrinos, la niña lloraba, y los pasajeros comentaban de mil maneras aquella extraña y trágica aventura.

Por último, el ordenando tomó la mano en aquel suceso, y se ofreció a dar parte a la justicia y a declarar con todos los presentes las circunstancias del hecho, aseverando la inocencia del posadero, que, como era natural, temía las consecuencias de la justicia, palabra que, en ciertos casos, infundía y aún suele infundir en España un terror pánico.

Entretanto los peregrinos fueron a casa de una hermana de Lope García, la cual en otro tiempo había sido manceba de don Juan, y cuyas ilícitas relaciones sólo se habían interrumpido a causa de las vicisitudes y ausencia del infante.

La dama hizo llamar a su casa al hermano, y allí los tres se comunicaron sus espantosos secretos, poniéndose de acuerdo para llevar a cabo sus planes. En aquella casa permanecieron ocultos todo aquel día hasta que vino la noche, y mudando de trajes y provistos de poderosos caballos, don Juan y su fámulo salieron de Alcalá.

Entre los negros sueños que revolaban en torno de su frente, el infante vislumbraba una corona, pero para esto era preciso sacrificar también a un inocente niño, al heredero de don Sancho. El asesino de don Pedro de Guzmán no era hombre que se detuviese en obstáculos de tan poca monta. Así es que el príncipe don Fernando fue también sentenciado a muerte en el horrible conciliábulo. A la sazón decíase que el rey don Sancho el Bravo se encontraba enfermo; pero lo cierto es que se hallaba en lo mejor de su edad, y que su dolencia nada presentaba de grave ni de temible, pues lo que verdaderamente daba motivo para que se hablase de la enfermedad del rey era su melancolía y retraimiento.

Algunos días después de haber salido el infante y Ayub de Alcalá de Henares, cundió por toda España la funesta noticia de la muerte del rey don Sancho.