Los Templarios - I: 51

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Capítulo LI - Astucia contra astucia[editar]

Dejamos al Templario (a quien a falta de otro nombre hemos solido llamar el blanco fantasma) en compañía del caballero de la Muerte y de Garcés el bandido. Desde la misteriosa habitación del Templario se dirigieron los tres hacia la solitaria torre en que habitaba Castiglione. Quedaron los dos satélites del fantasma aguardándole a cierta distancia, mientras que el Templario se encaminó a la oculta entrada, solamente de él conocida, que comunicaba con el vetusto edificio. Internose aquel singular personaje por una abertura cubierta de maleza, y comenzó a caminar por un estrecho callejón subterráneo. Iba el fantasma provisto de una antorcha y todo lo necesario para encenderla; verificolo así a los pocos pasos que hubo andado por el interior del antro. Probablemente no encendió antes la antorcha a fin de que nadie pudiese divisar la luz.

Verdaderamente que ofrecía un espectáculo singular, siniestro y fantástico aquel hombre con su traje talar, en aquel lúgubre subterráneo cuya bóveda se aplastaba sobre su cabeza como la losa de un sepulcro. Apenas cabía un hombre de pie en aquella gruta estrecha y larga como un ataúd. Era el piso fangoso, y de trecho en trecho se veían algunas charcas de agua negruzca y hedionda. De la desigual bóveda, y de las paredes que a trechos eran terrosas y a trechos lapídeas, se desgajaban a intervalos gruesas gotas de agua que se estrellaban lúgubremente contra los fétidos charcos. La caída de las gotas era el único ruido que denunciaba la vida y el movimiento en aquella cavidad siniestra. Era inexplicable el efecto que sobre los charcos agitados por aquella lenta y escasa lluvia producía la luz temblorosa de la antorcha. Diríase que el fantasma iba caminando, sobre un pavimento cristalino sobre el cual saltasen enroscadas infinitas serpientes de fuego, que tales parecían los movibles círculos producidos por el golpe de las gotas e iluminados por la antorcha que chisporroteaba, como indignada de lucir en aquella atmósfera comprimida y nauseabunda. Largo tiempo siguió su camino el fantasma. Diríase que era un espectro del abismo que se volvía a su morada.

Llevaba el Templario la antorcha en una mano, y en la otra un desnudo puñal, que relucía a los rayos de la luz como una víbora a los rayos del sol. Nuestro personaje llegó por último, después de varias vueltas y revueltas, al espacioso recinto circular donde ya en otras ocasiones le hemos visto, y en donde en otro tiempo lloraba emparedado el infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento. Allí el Templario permaneció largo rato inmóvil como una estatua, como oprimido por dolorosos recuerdos, y mirando fijamente al sitio en que por tantos años había vivido don Gonzalo en el angosto recinto de una tumba. A la sazón el cubículo se hallaba en el mismo estado que la noche aquella en que fue libertado Pérez Sarmiento por el fantasma y el trovador. Queremos decir que en aquella jaula de piedra había una abertura producida por la falta de los sillares que había derribado Castiglione con el ansia de buscar el manuscrito, en que estaban las señas del lugar donde se ocultaba el tesoro de Casib, el mago de Sierra Elvira. Súbito el Templario hizo un movimiento de espanto, y sus cabellos se erizaron de terror. Acababa de oír un lamento lúgubre, y que al través de aquellos espacios subterráneos se dilató vago, confuso, lejano, perdido, múltiplemente sonoro, ya en tono agudo, ya ronco, ora argentino y fuerte, ora áspero y débil. Todas estas distintas vibraciones tuvo aquel lamento, que al principio salió unido y después fue ondulando y abriéndose como un manojo de voces que se hubiese lanzado en los espacios. Súbito el Templario se dio una palmada en la frente, como asaltado de una idea luminosa.

-¡Ah! -pensó-. Es el león que guarda la entrada de estos subterráneos. Estas bóvedas y la sinuosidad de estos departamentos es lo que ha producido esa confusa multiplicidad de tonos... ¡Cuánto la imaginación preocupa al hombre!... La noche, el sitio, mis recuerdos... ¡Yo creí que era una voz de los abismos!...

El blanco fantasma se dirigió hacia donde estaba la puerta del bafomet. Causole terror el efecto que la temblorosa luz de la antorcha producía sobre aquella fantástica y repugnante figura, que representaba el genio del mal. El Templario hizo un movimiento marcado de sorpresa. Había encontrado cerrada la puerta que daba paso al callejón en donde estaba la entrada de los tres salones que servían de depósito de todas las riquezas de la orden del Templo en Castilla. Esta circunstancia dio mucho que pensar al Templario. ¿Había sospechado tal vez Castiglione la existencia de aquella oculta entrada? ¿Habría sido aquella simplemente una medida de precaución? No era fácil atinar con la verdadera causa que había motivado el cerrar aquella puerta.

A la vez se le ocurrieron al Templario dos explicaciones. La una de ellas era que acaso el calabrés se había ausentado de la torre, por más que sus satélites y espías no le hubiesen visto salir. La otra explicación, y la más plausible, fue que el Templario recordó que por la entrada oculta habían logrado escapar la noche que libertaron al infeliz Pérez Sarmiento. Castiglione no habría podido menos, después de la desaparición del prisionero, de reconocer minuciosamente todos los subterráneos de la torre; mas esta inspección fue inútil, supuesto que no pudo encontrar ni aun rastro siquiera de la oculta comunicación, sólo sabida por el Templario, el cual tenía siempre gran cuidado en cerrar la entrada por medio de un ingenioso mecanismo, que consistía en una puerta de piedra, la cual cerrada presentaba el muro una apariencia homogénea, siendo imposible al observador más lince sospechar siquiera aquel secreto.

No obstante, Castiglione, a pesar de su estéril investigación, abrigaba la convicción íntima de que alguna comunicación subterránea existía, como lo denunciaba incontestablemente la desaparición de Pérez Sarmiento. Otras veces el calabrés, dotado de una imaginación vivísima y excitada por los terrores y remordimientos de su conciencia, llegaba a creer, en sus accesos de sangriento somnambulismo, que su víctima había sido arrebatada del inmundo tugurio en que vivía agonizando, por un poder sobrenatural, por los ángeles del cielo.

Esta idea le estremecía de terror, le perseguía despierto, le abrumaba soñando. Pero aquel hombre feroz, enérgico y valiente hasta la temeridad, dado que supersticioso, tenía el poder bastante, el satánico poder de encadenar a sus plantas los temores, los remordimientos, las angustias de su conciencia. Sobre este agitado mar de sangre, bajo este cielo sombrío, tachonado de estrellas fúnebres, como la antorcha del crimen nocturno, como la hoja del puñal del asesino, volvía siempre a campear vencedora la voluntad enérgica de aquel hombre; voluntad de diamante, que se sobreponía a todas las tempestades, como el altivo bajel que, burlándose de todos los vientos, llega al fin adonde quiere, a la orilla deseada, al puerto de antemano previsto. De cualquier manera que Castiglione se explicase la desaparición de Pérez Sarmiento, lo cierto del caso fue que desde entonces, cuando se ausentaba de la torre, tenía siempre muy buen cuidado de cerrar las comunicaciones del subterráneo circular con el sitio en que se encontraba el depósito del Templo.

A la sazón habitaba en la torre el viceprocurador de la Encomienda de Alconetar, si bien Castiglione y Sechín de Flexián habían extraído secretamente de la torre la parte más considerable de los tesoros de los Templarios. Viéndose el fantasma blanco detenido en su camino, comprendió que Castiglione se hallaba ausente, y con ademán desesperado echó una última mirada a aquel lóbrego recinto, y volviose por el mismo callejón que había entrado. Cuando salió al campo, apagó la antorcha, y encaminose al sitio en que le aguardaban Garcés y el caballero de la Muerte. Grande sorpresa experimentó el fantasma cuando vio a sus satélites que estaban en conversación muy tirada con un nuevo personaje.

-¿Qué tenemos? -preguntó el caballero de la Muerte.

-He sido asaz desafortunado en mis investigaciones. Supongo que Castiglione se ha ausentado.

-Así es la verdad.

-¿Acaso sabéis vosotros?...

-Que aún podemos alcanzarle.

-¡Cómo! ¿Es posible?

-Todavía no es cosa muy segura, -dijo Garcés-.Escuchad lo que ha sucedido. Este muchacho que aquí veis es de mi partida, y como para hacer negocio es preciso siempre tener la gente bien situada. En fin, por los caminos más frecuentados tenemos espías para saber los caminantes que pueden merecer la pena de que les demos un asalto...

-Vamos al caso, Garcés.

-Este muchacho sabía que esta noche habíamos de venir por estos sitios, y yo le dejé apostado cerca de la Encomienda mientras que os fui a buscar, para que, si salía Castiglione, no se nos escapase.

-¿Y lo ha visto? -preguntó el Templario con viveza.

-Sí, señor; él dice que sí; pero como él no conoce bien a Castiglione...

-Veamos, veamos.

El Templario interrogó al joven bandido, y por él supo que había encontrado dos caballeros que se encaminaban hacia Valdecañas, y que en uno de ellos había reconocido a Castiglione.

-¿Estás seguro de que era él? -preguntó el fantasma blanco.

-Segurísimo, -respondió el joven.

En resolución, el Templario se informó minuciosamente de la dirección que llevaba Castiglione, y al punto dispuso que el bandido Garcés y su partida fuesen siguiendo la pista al italiano. El fantasma blanco no dudaba que Castiglione, a cualquiera parte que se ausentase, llevaría consigo a Elvira. Acordose también el misterioso personaje del sueño que había tenido la noche anterior, en que se le presentaron Elvira y Castiglione a punto de embarcarse.

Ya sabemos la extraordinaria importancia que el incógnito daba a los sueños y presentimientos; así es que este recuerdo se le apareció en aquel instante como la verdad más calificada. Pensó, pues, que el italiano había emprendido el largo viaje que, digámoslo así, le había sido revelado. El Templario y el caballero de la Muerte se encaminaron a Jaraicejo, donde hicieron rápidamente todos sus preparativos de marcha, y al día siguiente fueron a reunirse con Garcés y los suyos, que habían tomado el camino de Talavera la Vieja.

Durante muchos días no fueron muy afortunados nuestros expedicionarios, si bien siempre hallaron los datos bastantes para no desanimarse y proseguir su excursión con esperanza de buen éxito. Así llegaron hasta las fronteras del reino de Valencia, y allí se convencieron evidentemente de que Elvira y Plácida iban en compañía de Castiglione y Sechín de Flexián. Luego supieron que el calabrés y su comitiva habían retrocedido un poco, girando hacia la derecha, de cuya evolución dedujeron que su intención primera había sido dirigirse a Valencia, pero después, variando de rumbo, y acaso por estar más cercano, se dirigieron a Alicante. Por lo ya referido podrá deducirse hasta qué punto era irrevocable la resolución del misterioso Templario en perseguir al italiano, pues había sido capaz por esta causa de intentar y proseguir un tan dilatado viaje; y de seguro el incógnito no hubiera abandonado la pista de Castiglione, aun cuando hubiese tenido que ir hasta el último cabo del mundo. Cuando llegaron a Alicante les señalaron aún la nave en que se habían embarcado Castiglione y sus compañeros.

El bajel se perdía en el horizonte, y el blanco fantasma permaneció inmóvil en el puerto, contemplando el movible aposento en que a la sazón habitaban el calabrés y Elvira, horrible pareja reunida por el crimen, disfrazado de amor, por el crimen más repugnante, por el incesto. ¿Qué pasaba en el corazón del incógnito, que a la orilla del mar miraba desaparecer aquellos dos seres tal vez amados, tal vez aborrecidos, pero cuya suerte le interesaba tanto? El misterioso personaje revelaba en su rostro una tristeza inconsolable. Al fin salió de su distracción, y volviéndose a los suyos les encargó se informaran de cuándo salía un buque, y que le avisasen.

Supieron nuestros expedicionarios que al día siguiente salía otra nave para Italia, y en consecuencia, lo dispusieron todo para partir. Garcés y los suyos iban en traje de caballeros, y habían atravesado una gran distancia sin el menor peligro y sin cometer tampoco el menor desmán, que no se lo permitiera la hidalguía del Templario. Este, antes de partir, dio sus instrucciones al bandido Garcés, el cual le prometió solemnemente no separarse un ápice de sus órdenes. Por lo demás, se convino en que se embarcasen ocho hombres de los más valerosos y leales en compañía del Templario y del caballero de la Muerte. Al partir, el fantasma blanco dijo a Garcés:

-No olvides nada de lo que te he dicho, y sobre todo protege y vela por la seguridad de don Gonzalo Pérez Sarmiento... ¡Infeliz! Mucho me temo que la ausencia de su hijo no le cause la muerte... ¡Oh! ¿Y qué será de Jimeno?

Los ojos del Templario se inundaron de lágrimas.

-Descuidad, señor, -repuso Garcés-, que yo cumpliré fielmente con todos vuestros encargos.

En resolución, el Templario y el caballero de la Muerte, acompañados de su pequeña, pero valerosa escolta, se embarcaron con el mismo rumbo que sabían llevaba la nave en que iba Castiglione. Este se apercibió de que espiaban todos sus pasos, pues en Génova llegaron a reunirse en la misma posada unos y otros. Castiglione, cuya astucia y malicia ya conocemos, se puso en guardia desde el momento en que vio al fantasma blanco y a los que le acompañaban. No conoció a Juan Osorio (nombre que en aquel viaje había adoptado el Templario), ni conoció tampoco al caballero de la Muerte, porque ambos habían adoptado un disfraz que consistía particularmente en luengas barbas postizas. Pero aun así y todo, Castiglione, suspicaz y receloso como todo criminal, temió alguna emboscada de parte de aquellos hombres.

Sospechaba que acaso le espiaban los mismos Templarios, a quienes era casi imposible se les ocultase ninguna resolución de importancia, atendidos los medios con que contaba la poderosa orden del Templo. Por otra parte, recelaba que el rey Felipe el Hermoso y Nogaret espiasen su conducta y la de Sechín de Flexián, para saber hasta qué punto eran servidos con lealtad. De cualquier manera, Castiglione quería sustraerse a toda inspección, y comunicando sus temores o recelos con su colega Sechín de Flexián, resolvieron, de común acuerdo, ausentarse de Génova repentinamente. Por más que las gentes de Osorio estuviesen alerta, Castiglione supo burlar su vigilancia, saliendo por la populosa ciudad de Génova como a dar un paseo con Elvira, Plácida y sus criados.

Ya Sechín de Flexián estaba emboscado en las afueras de la población con otros servidores que llevaban los caballos. Así, pues, se marcharon sin ser vistos de sus espías. Mucho sintió Osorio perder la pista; mas, sin embargo, no estaba desorientado completamente. Por una conversación sorprendida por él mismo desde la puerta del aposento del calabrés, había sabido, no sólo que conspiraban contra la orden del Templo, sino también que se encaminaban a Jerusalén para dirigir sus tiros contra el gran maestre.

Fácilmente pudo inferir Osorio con estos datos que el calabrés se había dirigido a Nápoles. Y en esta inteligencia, y seguro de encontrarle, volvió a embarcarse en Génova con toda su gente para aquella ciudad. Pero en esta ocasión Osorio acertó en cuanto al punto adonde se encaminaban, mas se equivocó respecto al camino. Castiglione había ido por tierra, como ya tuvimos ocasión de ver en Capua, cuando llegó a media noche a la posada de Pietro Maccarroni. Mas en Nápoles al fin volvieron a encontrarse, y entonces Osorio tornó tan bien sus medidas, que Castiglione no se apercibió del lazo que se le tendía.

El caballero de la Muerte tuvo arte para trabar amistad con Mendo, cuya biografía le había bosquejado Osorio. Mendo, que fue traidor para la infeliz doña Fidela, no podía dejar de serlo para Castiglione, siempre que en ello ganase. El caballero de la Muerte no le habló por lo pronto con toda franqueza, sino que con algunos obsequios consiguió hacerle entrar en largas pláticas, que sirvieron de gran luz para deducir los proyectos del calabrés. Por de pronto supieron positivamente que ambos caballeros, Castiglione y Sechín de Flexián, se dirigían a Jaffa. No contento Osorio con tantas seguridades, quise aguardar a que se embarcasen, y su previsión llegó a tal extremo, para no abandonar segunda vez la pista, que se embarcó con los suyos en el mismo bajel de Castiglione. Para no inspirar sospechas, Osorio hizo que los suyos fuesen en traje de judíos unos, y otros como peregrinos. El caballero de la Muerte y Osorio habían adoptado este último hábito.

Rápida y feliz fue la navegación, y muy pronto dieron vista a la antigua Joppe, ciudad antediluviana, y que entonces llevaba, como hoy, el nombre de Jaffa. Aquella ciudad pertenecía a los caballeros del Templo, que la defendían con heroica constancia de los continuos ataques de los infieles desde los tiempos del gran Godofredo, que asentó su trono en la patria de Dios.

Vieron los navegantes asomar la ciudad reclinada sobre una colina que se interna en el mar, desplegando a la vista del puerto los magníficos edificios de la Casa del Templo, rodeada de castillos y torres, el hospital de los peregrinos, un convento de religiosos con la advocación de San Juan Bautista, y algunos minaretes de los árabes, que estaban sujetos a los cristianos.

Desembarcaron, pues, nuestros viajeros, y los unos se encaminaron al Templo y los otros a la hospedería del convento de San Juan. Por la parte del Norte la ciudad presentaba un aspecto encantador, pues se veía rodeada de jardines deliciosos, y sobre sus murallas inclinaban su pintoresco y odorífero ramaje las altivas palmeras, pompa magnífica del desierto y bello emblema de la victoria. Por doquiera se veían granados que ostentaban su manto de verdura salpicado de cálices de fuego, que tales parecían sus rojas y brillantes flores, envidia de la púrpura de Tyro; y recreaban la vista y el olfato cedros marítimos cuyas copas parecían de aéreas filigranas, naranjos de aterciopelada verdura bordada de nacaradas flores de azahar, y limoneros de prodigioso tamaño que inclinaban las ramas bajo el peso de su fruto y de sus flores.

Y a lo lejos se divisaba el mar por Occidente, y hacia el lado oriental el fondo blanco de la arena del desierto que separa a la ciudad del Egipto. Diríase que Joppe, la más antigua de las ciudades del mundo, estaba rodeada de dos océanos, uno de arena y otro de agua; por una parte rizadas ondas de cristal, y por la otra la pálida mortaja del desierto. Pero después de los arenales, la naturaleza parecía querer compensar su pasado ceño con las presentes sonrisas. Para llegar al paraíso es necesario atravesar los arenales. Respirábase allí un ambiente perfumado, y las frescas brisas del mar y los últimos rayos del sol poniente hacían de aquel sitio una de las mansiones más deliciosas del globo.

El caballero de la Muerte y el supuesto Juan Osorio contemplaban todas aquellas bellezas naturales con esa profunda y a la vez grata melancolía propia de las almas sensibles y que han llorado y padecido mucho. Ambos guardaron durante largo rato profundo silencio.

Al fin Osorio dijo:

-¿Habéis quedado en veros con Mendo?

-Esta misma noche.

-¿En dónde?

-Me ha prometido ir al convento a buscarme.

-¡Muy bien! -exclamó gozoso Osorio-. Veo que habéis ejercido sobre Mendo una fascinación magnética, y de esta circunstancia podemos sacar mucho partido.

-Así lo creo.

Ambos guardaron silencio, y pocos minutos después se hallaban ellos y sus ocho compañeros, o mejor dicho, súbditos, en la hospedería del convento de San Juan Bautista, donde fueron recibidos por los religiosos con el mayor cariño y agasajo. Juan Osorio había elegido aquel asilo con preferencia a cualquiera otro, no sin motivo.

Sabía que en aquel convento era religioso un su antiguo amigo y deudo que había abandonado la España por causas tan poderosas como lamentables. Cortesanos envidiosos y malévolos le habían malquistado con el rey, haciéndole dudar de su lealtad acrisolada y despreciar sus eminentes servicios. Añadiose a esta desgracia, que no es poca el ser calumniado para un hombre de honor e inocente, el que también por aquella misma época una joven hermosísima, de quien estaba apasionado el tal caballero, cometió un desliz mientras su amante estaba en la guerra; lo cual, sabido por el desdichado galán, fue causa de tan negra melancolía en el guerrero, que estuvo a punto de suicidarse; pero su espíritu, que siempre había abrigado una tendencia religiosa, fue herido, de repente, a consecuencia de tales sucesos, por una idea salvadora, y que engendró en él una resolución irrevocable.

Pensó retirarse del mundo y ocultar sus insignias de caballero y sus amargas desilusiones bajo el áspero sayal del monje. Aquel caballero se llamaba don Rodrigo de Osorio, y este recuerdo fue la causa de que el misterioso Templario hubiese tomado aquel apellido, que hasta cierto punto también le pertenecía, pues ya hemos dicho que entre ambos mediaban vínculos de parentesco.

Después de las preguntas naturales entre el prior del convento y el Templario, éste demandó si en aquel monasterio había un religioso llamado Rodrigo de Osorio.

Era el prior un hombre muy respetable, de aspecto bondadoso, de tez pálida, y que, a causa de su vida ascética, representaba mucha más edad que la que tenía realmente. Con dificultad pudiera encontrarse un hombre más inteligente, más virtuoso, más circunspecto; y aunque en extremo caritativo, manifestaba señaladamente su predilección por los españoles, sus compatriotas. El prior, pues, era el antiguo caballero que en el mundo llevaba el nombre de don Rodrigo de Osorio. ¡Figúrese el lector cuán agradable no sería aquel encuentro para el misterioso Templario!

El supuesto Juan Osorio indicó al prior que tenía que hablarle de asuntos tan reservados como importantes. El religioso le condujo a su celda, y ambos allí encerrados, tuvieron el siguiente diálogo:

-¡Válgame Dios! ¿Tan mudado estoy, que no me conoces?

El prior clavó sus ojos en el viajero, y después de contemplarle largo rato, le respondió:

-Os confieso francamente que no caigo en quién sois, por más que vuestra fisonomía no me sea desconocida completamente.

-Pues somos parientes, y hemos sido amigos.

Estas indicaciones fueron inútiles, pues el prior se dio por vencido, diciendo que no recordaba su nombre. Juan Osorio entonces comenzó a referirle su historia, la cual era tan lamentable, que arrancó muchas lágrimas al buen religioso. Al fin, lleno de sorpresa, exclamó:

-¡Es posible! ¿Quién había de creer que después de tantos años había de encontrarte en este sitio y con ese traje?

-Sobre esto te encargo la mayor reserva, el más inviolable secreto.

-Haz cuenta, mi querido... ¿cómo deberé llamarte?

-Juan Osorio.

-Pues bien, mi querido Juan, haz cuenta que te has confesado conmigo, y puedes estar seguro de que nadie sabrá por mi boca lo que acabas de confiarme... ¡Oh Dios! ¿Es posible que haya hombres tan infames, tan malvados como tu enemigo?

-Desgraciadamente los hay.

-¿Y podré yo complacerte en algo?

-Es posible que me puedas ayudar mucho.

-Desde luego puedes mandarme.

-Por ahora nada tengo meditado. Es preciso estar a la expectativa de los acontecimientos y de los planes de mi adversario.

Durante mucho tiempo ambos parientes estuvieron hablando de su patria y de su familia. Entretanto en el recinto del convento tenía lugar otra escena muy interesante para nuestra historia. Mendo, el criado de más confianza de Castiglione, había ido a ver, según lo había prometido, al caballero de la Muerte.

-¡Cuánto he sentido tener que separarnos!

-Parece, sin embargo, que nos quedaremos aquí, en cuyo caso tendremos el gusto de vernos frecuentemente.

-¿Lo sabéis de cierto? ¿Estáis seguro de que ese caballero a quien servís permanecerá en Jaffa?

-Hasta ahora no tengo ningún motivo para creer lo contrario.

-Es un caballero muy sabio y que le gusta mucho viajar, así al menos he oído decirlo. ¿No viaja por gusto?

-Sí... sí, señor; es un hombre muy instruido... -murmuró Mendo.

El caballero de la Muerte guardó silencio, y durante largo rato fijó sus ojos en Mendo como si quisiese leer en lo más profundo de su corazón. Al fin el caballero de la Muerte le preguntó:

-¿Quién es ese caballero?

-Es un señor muy rico de Italia, que ha vivido mucho tiempo en España, donde yo le conocí y entré a servirle.

-Y la dama que viene en su compañía, ¿quién es?

-Su hermana.

-¿Y cuál es su nombre?

-¿El de él, o el de ella?

-El nombre del caballero.

-Don Diego de Mendoza.

-Y ella, ¿cómo se llama?

-Doña Leonor.

Sonriose el caballero de la Muerte oyendo mentir tan descaradamente al bueno de Mendo, quien no podía sospechar que quien le preguntaba conocía aun mejor que él mismo a Castiglione. Tuvo tentaciones el caballero de hacerle alguna proposición a Mendo, relativa a que descubriese en lo sucesivo todos los planes del calabrés en cambio de gruesas sumas de dinero; mas se contuvo por temor de errar el golpe y de poner en guardia a sus adversarios, si por acaso Mendo quería permanecer leal para con su señor.

Mendo, después de algunos momentos de silencio, dijo:

-¿Sabéis que en la casa de los Templarios he oído hablar de una mala noticia?

-¡De veras!

-Como lo oís.

-¿Y qué es ello?

-Dícese que con frecuencia caen sobre Jaffa todas las plagas de la guerra. Casi todos los años las caravanas que vienen del desierto hacia Galilea, intentan acometer la ciudad por asalto, y este año, según afirman, se han reunido varias tribus muy poderosas, con el designio de llevar a cabo de una vez la ardua empresa de conquistar a Jaffa. Parece que dentro de pocos días llegarán los enemigos, en cuyo caso habremos tenido la suerte de encontrarnos en una guerra en la cual deberemos tomar parte, aunque yo, maldita de Dios la gana que tengo de meterme en tales andanzas.

-Sin embargo, nuestro deber como cristianos es ayudar a la defensa de esta ciudad, que desde el tiempo de las Cruzadas ha estado constantemente bajo el poder de los nuestros.

-Estoy muy conforme con que ese será nuestro deber; pero es preciso convenir en que hay deberes muy penosos de cumplir, especialmente, cuando ahora es probable que nos toque perder, porque, según yo me imagino, los Templarios no son tan poderosos como otras veces.

-Es preciso que no olvidéis que la orden del Templo es la más acatada de los cristianos y la más temida de los infieles, porque los Templarios son los más esforzados guerreros que jamás hubo en el mundo.

El caballero de la Muerte, dado que aborrecía a los Templarios, hablaba de ellos en estos términos, no sólo porque su valor realmente así lo merecía, sino también porque, extrañando sobremanera ver a Mendo hostil para el Templo, intentaba sondearle y averiguar la causa de aquella enemistad hacia la orden, enemistad que no dejaba de ser extraña en un hombre que estaba al servicio de un personaje de importancia entre los Templarios.

-Yo tampoco niego que los caballeros del Templo sean valerosos, -repuso Mendo-; mas lo que sí digo es que en el día tienen muchos enemigos poderosos.

-¿Y quiénes son esos enemigos?

-De manera es, señor, que yo digo lo que oigo y lo que por ahí dice todo el mundo... En fin... Dios quiera que el mejor día del año no le suceda una desgracia a la orden.

-¿Y quién se atrevería a quebrantar las fuerzas de la gloriosa orden del Templo?

-Para Dios no hay nada imposible. Además, que por muy poderosa que la orden sea, si todos los pueblos de la cristiandad se sublevasen contra ella, de seguro que no podría resistirlos.

-¿Y cómo es posible que los pueblos de la cristiandad se subleven contra los soldados de Cristo?

-¡Ay, señor! ¿Decís eso de veras? ¡Soldados de Cristo! Mejor diríais soldados del diablo. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Pues ahí es nada lo que se dice de los Templarios!

-¿Pues qué se dice? -preguntó el caballero de la Muerte haciéndose el lelo.

-Uf... Af... ¡Bah! ¿Pues estamos ahí ahora? Se cuentan cosas estupendas de los Templarios. ¿No sabéis que adoran un ídolo espantoso, el cual dicen que es la verdadera figura de Dios? Y además, añaden que en sus iglesias, detrás del Tabernáculo y en un lugar oculto, en vez de la imagen del Crucificado, tienen un ídolo que representa la figura de un gato negro. ¡Valientes hechiceros están los buenos de los Templarios!... Y han encontrado muchas veces en las cercanías de las casas del Templo cadáveres de mujeres y de niños, porque solamente los niños y las mujeres dicen que son a propósito para los maleficios y hechicerías que ellos hacen; pero yo creo que muy pronto les llegará la hora de pagarlas todas juntas a esos malditos brujos.

-Esos son cargos injustos, o por lo menos muy difíciles de averiguar.

-La cosa está averiguada, y la voz y fama pública lo cantan y lo rezan. Además que se les hacen otros cargos, que al golpe se conoce que no son calumniosos, antes muy fundados, y el principal de ellos es que aspiran al dominio universal. La orden ha ensanchado de tal manera su poderío, que por cualquiera parte que vayáis, sea en Europa o en Asia, encontraréis siempre las principales ciudades en su poder, por cuya razón todos los reyes de Europa están recelosos de los Templarios, que han sabido adquirir tanta prepotencia y riquezas tantas, que es cosa de hechicería. ¿Habrán adivinado ellos lo que muchos sabios dicen que es posible hacer?

-¿El qué?

-El modo de hacer oro.

-¡Qué disparate!

-Vamos, vamos, que de menos nos hizo Dios.

Largo rato estuvo Mendo consejando con el caballero de la Muerte acerca de las hablillas que sobre la orden del Templo corrían. Al fin se separaron, y Mendo prometió volver al convento a visitar a su nuevo conocido, siempre y cuando sus ocupaciones se lo permitiesen. Mostrose el caballero muy afectuoso para Mendo, agradeciéndole su adhesión. Además le ofreció amistad y le encargó que lo tuviese al corriente de cuantas noticias pudiese adquirir, con lo cual el caballero de la Muerte echó los cimientos de su principal intriga, que consistía en picar la codicia de Mendo y prepararle poco a poco a que al fin por dinero vendiese a su señor, revelando todos los secretos que pudiera sorprenderle. Apenas partió Mendo, el caballero de la Muerte dirigiose al aposento de Juan Osorio, que ya aguardaba impaciente. Repitió el caballero palabra por palabra a Osorio todo cuanto había hablado con Mendo, manifestándole asimismo la extrañeza que le había causado ver al criado de Castiglione con disposiciones hostiles hacia los Templarios.

Sonriose Juan Osorio.

-¿Qué pensáis de todo esto? -preguntó el caballero de la Muerte.

-Pienso, -repuso Osorio-, que hemos encontrado ya la clave de la conducta de Castiglione.

-¿Cómo así?

-Escuchadme bien. Hasta ahora hemos sido enemigos de los Templarios, sola y exclusivamente porque Castiglione pertenecía a la orden del Templo; pero desde hoy nosotros debemos ser fieles amigos de los Templarios, que ciertamente no merecen ser aborrecidos en corporación; pues en una orden tan numerosa, naturalmente debe haber de todo, bueno y malo. En prueba de esta verdad, yo pudiera deciros que un Templario, Castiglione, me ha hecho muchísimo mal, ha llenado para siempre mi vida de amargura, y no hay una sola desgracia en este valle de miserias que no me haya venido de su mano. En cambio, otro Templario, el noble don Martín Núñez, que de Dios goce, me hizo inmensos beneficios, sin conocerme y sin saberlo, sin más impulso que el de su generoso corazón. Todo el consuelo que pueda recibir mi alma hasta la muerte, se lo debo al comendador Núñez. Él salvó por caridad, solamente por caridad, a un desgraciado niño, que encontró cerca de la Encomienda de Alconetar dentro de un cesto y pendiente de un árbol. ¡Aquel niño era mi hijo!...

-¿Jimeno?

-El mismo. Ya veis que en una misma casa se encontraban el genio del mal y el genio del bien.

-Sin duda; no es posible creer que todos los Templarios sean indignos de la gloria que adquirieron sus antecesores.

-Ellos han prestado grandes servicios a la causa de Dios y de los hombres en esta tierra santa. Los caballeros Templarios han sido la prolongación magnífica del eco resonante de los guerreros cruzados. Ellos han servido de valladar insuperable a las bárbaras legiones del islamismo, que apoderadas del Santo Sepulcro, amenazaban tragarse el culto cristiano en Europa. Los Templarios son y han sido la muralla viviente y broncínea de la cristiandad, la muralla contra la cual se han estrellado las irrupciones de la barbarie. Bajo el escudo de los guerreros del Templo de Salomón, ha podido crecer, desarrollarse y fructificar en estas apartadas regiones la mística palma del cristianismo, que con su sombra convida al peregrino en el desierto de la vida.

¡Ya lo veis! La ciudad de Jaffa está poblada en su mayor parte de cristianos. Este convento, el hospital de peregrinos, la ciudad que duerme tranquila entre el desierto y el mar, ¿a quién sino a los Templarios debe su seguridad y defensa?

-Veo que tenéis una manera de juzgar a los Templarios, que, no obstante ser muy diversa del común de las gentes, es muy profunda y acertada. Pero se me ocurre una observación...

-Decid.

-Si hemos de mirar como amigos a los Templarios, no entiendo cómo hemos de hacer la guerra a Castiglione.

-Precisamente; poniéndonos en favor del Templo contrariamos a Castiglione y a su compañero.

-¿Cómo así?

-Vos mismo me habéis dicho que extrañáis la enemistad de Mendo hacia el Templo, y cabalmente en esta circunstancia he leído yo todas las intenciones del calabrés.

-¿Y qué intenciones son esas?

-Conozco tan a fondo a Castiglione, que soy capaz de razonar su conducta mejor aún que él mismo. Ya recordaréis que Castiglione ha pretendido dos veces ser maestre provincial de la orden en Castilla.

En ambas ocasiones han sido vanos sus intentos, por lo cual el rencoroso calabrés, lleno de despecho, trata ahora de hacer la guerra a sus mismos correligionarios. Estoy seguro de que su misión en este viaje no es otra que la de hacer daño al Templo, para lo cual se habrá puesto de acuerdo con los enemigos de la orden, que envidian su esplendor, su poder y sus riquezas.

-Me parece que son muy aventuradas vuestras suposiciones...

-No supongo nada; lo que os digo es la verdad.

-¿Y en qué fundáis vuestro juicio?

-En mil razones que cada una por sí sola me bastaría para convencerme de lo que os he dicho. A más del resentimiento inextinguible que Castiglione abriga contra los Templarios, porque no han querido hacerlo maestre, tengo otra razón muy poderosa, y que precisamente he sabido hace poco por vuestra boca. ¿No os ha dicho Mendo que Castiglione se llama don Diego de Mendoza?

-Así me lo ha dicho.

-Pues bien, ¿qué más queréis para convenceros de que Castiglione conspira contra los Templarios? Si así no fuera, no procuraría encubrir su nombre.

-Puede ser que tengáis razón; mas en ese caso, ¿cómo ha ido a albergarse en la Casa del Templo?

Esta reflexión pareció impresionar bastante a Juan Osorio, el cual, después de algunos momentos, dijo:

-Necesito que averigüéis el concepto bajo el cual Castiglione se ha introducido en la Casa del Templo, si como caballero Templario, o bajo algún otro pretexto.

-Pues bien, lo preguntaré mañana.

-Es también indispensable saber en dónde se ha alojado la supuesta doña Leonor de Mendoza, y en ese caso podremos formar un juicio exacto de la situación.

Quedaron conformes ambos caballeros en la necesidad de hacer esta averiguación, y en seguida pensó cada cual en irse a su aposento para entregarse al descanso. A la vez que en el convento latino tenía lugar la conversación antecedente, en la Casa de los Templarios se había entablado otro diálogo entre Castiglione y Mendo.

-¿Fuiste a visitar a tu nuevo amigo?

-Sí, señor, y he hablado con él largo rato.

-¿Y qué has sacado en limpio?

-Hasta ahora nada, señor.

-¿No habéis hablado con intimidad?

-He hecho todo cuanto he sabido por inspirarle confianza, y en mi concepto, creo haberlo conseguido; pero aun así y todo, nada he averiguado que merezca la pena de molestarse espiando a ese caballero. Permitidme, señor, que os diga que dais mucha importancia a vuestras sospechas, y que yo las creo infundadas.

-¡Hum! ¡Hum! -refunfuñó el calabrés-. Podrá ser que tengas razón; pero yo no sé por que se me ha metido en la cabeza que ese caballero viene espiando todos mis pasos... En fin, no lo dejes de la mano, visítalo a menudo, sondéalo bien, y cuenta con mi generosidad, siempre que me sirvas astuta y lealmente en este negocio, que es más delicado de lo que tú te imaginas.

Y esto diciendo, Castiglione dio a Mendo algunas monedas de oro, como indicándole que aquella gratificación no era más que el preludio de una recompensa mucho más considerable, siempre que en este encargo desplegase toda su actividad y destreza.

-Pero ¿quién piensas que es ese caballero? -preguntó Sechín de Flexián después que Mendo hubo salido.

-Al principio creí que fuese un espía de los Templarios; pero ahora imagino que es un emisario del rey de Francia.

-¿Y qué interés tiene el rey Felipe en espiarnos?

Acaso desconfíe de la sinceridad de nuestras palabras y de nuestro odio hacia el Templo.

Esto lo pronunció Castiglione en voz tan baja, que tuvo necesidad de repetirlo para que Sechín de Flexián lo entendiese bien.

-En verdad que tienes razón, porque Nogaret es muy suspicaz.

-Y en verdad que la orden podía darle un golpe al rey...

-Ya lo creo, si fuésemos como antes...

-Es decir, Templarios...

-De buena fe.

Durante algunos minutos, ambos caballeros guardaron silencio. Luego Sechín de Flexián preguntó.

-¿Y qué te ha parecido el comendador?

Castiglione hizo un gesto que quería decir:

-Un pobre hombre.

-Dicen que es valiente, -añadió Sechín.

-Podrá ser. ¿Qué trabajo cuesta el ser valiente?

-Don Hernando Sotomayor tiene fama de ser uno de los comendadores más ilustres de la orden del Templo.

-Me ha parecido estúpidamente orgulloso, como lo son todos los españoles. Por lo demás, creo que es un buen hombre, sencillo y cándido hasta la simpleza. Estoy seguro de que se le engaña impunemente diez veces al día.

-Pues me parece que te equivocas en cuanto al juicio que has formado del comendador.

-Allá veremos.

Aquí llegaban nuestros interlocutores, cuando súbito oyeron grande ruido de voces y de caballos, cuyas herraduras restallaban en los patios de la Encomienda. Llamaron en esto a la puerta de la estancia en que se hallaban Sechín de Flexián y Castiglione. Presentose un aspirante diciendo:

-El comendador desea hablaros al punto.

Dichas estas palabras, desapareció el aspirante, dejando a los dos caballeros sumergidos en un mar de confusiones.

-¿Que será esto? -preguntó Sechín de Flexián.

-¿Habrán sabido algo?

-¡Tal vez nos hayan escuchado!

-Habría sido inútil. ¿Crees que pueda oírse nada en el tono que hemos hablado?

-En efecto, por este camino están a oscuras.

-Puede que por otro conducto...

-¿Y cuál? Sería necesario que monsieur Nogaret nos hubiese hecho traición, porque él es el único que sabe nuestro negocio...

-Eso no es probable...

-Claro está; a él mismo no la convendría obrar tan disparatadamente.

-Esto debe ser otra cosa.

-¿Para qué será?

-¡Qué ruido!

-Vamos allá, y sea lo que fuere.

Encamináronse al aposento del comendador, el cual les salió al encuentro, acompañado de gran número de caballeros. Don Hernando Sotomayor, perteneciente a una de las más distinguidas familias de España, era hombre ya de cincuenta años, pero ágil y vigoroso como un joven. Era alta su estatura, de miembros fornidos, de andar majestuoso y de aspecto venerable. Es verdad que, como había dicho Castiglione, había algo de orgulloso y altivo en el rostro del comendador. Esta noble altivez del guerrero en nada perjudicaba a los bondadosos impulsos de su corazón; amaba a sus soldados, y cuidaba de que nada les faltase con una solicitud verdaderamente paternal. Más de una vez se le había visto en el campo de batalla ceder su caballo a algún caballero herido que había perdido su corcel en el fragor de la pelea.

También es cierto que don Hernando era sencillo de corazón, y rara vez se inclinaba a pensar mal de nada ni de nadie. A esta elevación de carácter, noble cualidad de un caballero, llamaba el villano calabrés simpleza, que es decir, sandez o tontería. ¡Cuánto se equivocaba Castiglione! Sotomayor reunía a su modo recto de pensar y obrar suma perspicacia; pero jamás manifestaba sospechas ni recelos, que le ofendían a él tanto como al que se los inspiraba.

Así, pues, era una naturaleza muy avara de manifestaciones malévolas, pues temía humillarse sobremanera, si por acaso sus malos pensamientos hacia alguna persona se veían luego desmentidos por la experiencia. Esto, sin embargo, no impedía el que Sotomayor fuese un hombre sagaz y astuto lo bastante para no dejarse engañar fácilmente, y no tan en sumo grado, que tuviese una idea mezquina de la humanidad. El comendador había mandado reunir a los más idóneos de los caballeros, a fin de deliberar sobre el importante suceso que acababa de saber. Sin embargo, cuando vio a Castiglione y a Sechín de Flexián, volviose solo con ellos a su estancia, mandando a sus caballeros que le aguardasen en la sala del Capítulo.

Castiglione hablaba perfectamente el español, y era imposible que nadie reconociese su origen italiano. Así, pues, Castiglione se había presentado al comendador como caballero Templario de Castilla, y llevaba cartas de recomendación, en que se exageraban sus méritos, tanto para el gran maestre, como para el comendador de Jaffa, don Hernando Sotomayor. Excusado parece decir que estas cartas eran fingidas, así como también era falso el nombre de don Diego de Mendoza. Castiglione había imitado perfectamente las armas y sellos de la orden y la letra del maestre provincial de Castilla don Rodrigo Ibáñez. Lo propio había hecho Sechín de Flexián con el prior o maestre de Tolosa, monsieur de Villeneuve. Sechín se había presentado con el supuesto nombre de monsieur de Legneville.

Ambos intrigantes llevaban la misión de aniquilar por todos los medios imaginables el poder de los Templarios en Oriente. Ya sabemos que el rey de Francia tenía particular empeño en atraer a sus dominios al gran maestre de la orden, Santiago Molay, y éste cabalmente era el encargo principal que el rey Felipe y Nogaret habían dado a los dos aviesos personajes en la abadía de San Ponce. Difícilmente habrían podido encontrar Felipe el Hermoso y su consejero personas más a propósito que Sechín de Flexián y Castiglione para llevar a cabo sus tenebrosas cábalas. Unidos por una horrible simpatía, el supuesto monsieur de Legneville y el falsario don Diego de Mendoza hallaban dentro de sí mismos una fecundidad asoladora de recursos y expedientes para obrar el mal. Eran aquellos hombres dos genios maléficos que desplegaban sus negras alas en la tempestuosa y lóbrega atmósfera de la intriga subterránea, del crimen sanguinario y de la cobarde y pérfida calumnia. Cuando se hallaron solos en presencia del comendador, éste les dijo:

-Ya sabéis que en la sala del Capítulo me están aguardando todos mis caballeros, y esta circunstancia os habrá hecho comprender que se trata de un asunto de grande importancia para la orden. Siento que hayáis venido a Jaffa en momentos harto críticos. Precisamente acabo de recibir una noticia funesta. Casi todos los años acampan en las cercanías de esta ciudad las innumerables tribus que del desierto pasan a la tierra de Galilea, y nunca se ha verificado todavía que en su tránsito no intenten apoderarse de Jaffa. Todos los años hemos podido resistir sus asaltos, gracias al valor incomparable de nuestros caballeros...

-Y en esta ocasión sucederá lo mismo, el triunfo será nuestro, -interrumpió el terrible tuerto, que a duras penas podía disimular el júbilo inmenso que semejante noticia le había causado.

-Mucho me temo que este año no nos suceda alguna desgracia, -dijo el comendador con acento melancólico-. A vosotros, que ocupáis un lugar tan distinguido en nuestra orden, no he querido ocultaros mis temores, pues ya veréis que en el Capítulo uso de otro lenguaje; que no conviene al jefe de guerreros esclarecidos manifestarse vacilante ni temeroso.

-¿Y en qué fundáis vuestros recelos, mayores hoy que otras veces?

-En que la peste ha acabado con la tercera parte de mis caballeros; muchos aún están débiles por sus dolencias pasadas, y todos abatidos por el horroroso estrago de que han sido testigos en esta ciudad infortunada. A mayor abundamiento, acabo de saber que mañana mismo estará sobre Jaffa innumerable muchedumbre de árabes, y es lo peor que según me dicen, viene mandando esas fuerzas el más famoso de todos los jefes de las tribus del desierto. Llámase este jefe Khalil-Ben-Kelaun, el cual, por parte de padre, es de raza árabe y baharita de los soldanes de Egipto; pero su madre es turca. El joven Khalil parece que ha recibido a manos llenas todos los dones de las dos razas de que desciende. Al valor indomable del scytha, reúne la generosa altivez y la brillante y fecunda imaginación del árabe. Los turcos le respetan, y los árabes le aman y le obedecen. Este es el hombre que mañana estará con los suyos a vista de Jaffa.

-En efecto, la cosa es más grave de lo que yo pensaba, -dijo Sechín de Flexián.

-¿Y qué pensáis hacer? -preguntó Castiglione.

-No me queda más recurso sino es defender la ciudad hasta el último trance.

-¿No decís que son muy escasas vuestras fuerzas?

-Sin embargo, moriremos todos antes que huir o entregarnos a los infieles.

-¿Y no pudierais reunir más fuerza?

-Enviare a Jerusalén a pedir algún refuerzo al gran maestre.

-En ese caso, no tenéis que perder ni un instante.

-Precisamente para hablar de este asunto os he llamado.

-Estamos a vuestra disposición.

-Nuestro mayor placer sería que pudiésemos contribuir en algo a la gloriosa defensa que proyectáis.

-Se os proporciona una ocasión oportunísima de prestar un gran servicio a la orden.

-La aceptamos.

-Decid.

-Nadie mejor que vosotros pudiera llevar al gran maestre la noticia del conflicto en que nos encontramos.

-¿Y cuándo es necesario partir?

-Dentro de pocas horas.

Sechín de Flexián y Castiglione cambiaron una mirada de inteligencia, como para consultarse la conducta que en aquel caso debían seguir. Castiglione pareció reflexionar profundamente durante algunos minutos; pero al fin el semblante del supuesto don Diego de Mendoza tomó una expresión de júbilo infernal. Sin duda se le había ocurrido al italiano una idea luminosa y conveniente para llevar a cabo sus tenebrosos proyectos.

-Estamos dispuestos, comendador, a partir sin pérdida de tiempo, -dijo Castiglione.

Don Hernando Sotomayor dio sus instrucciones a los dos caballeros, que pocas horas después salieron de Jaffa para llevar a Jerusalén la nueva de la próxima llegada del temible Khalil-Ben-Kelaun. Mendo había recibido el encargo de permanecer al cuidado de Elvira, la cual se había alojado en el hospital de peregrinos. Castiglione le prometió volver dentro de muy breve tiempo.

En cuanto a Juan Osorio y al caballero de la Muerte, debemos decir que, a pesar de sus disfraces y astucias, no habían podido evitar que el astuto Castiglione dejase de entrar en sospechas. El caballero de la Muerte intentaba engañar a Mendo, y éste pretendía averiguar las intenciones de los misteriosos caballeros.

Cada cual pensaba engañar a su contrario, y se imaginaba que lo conseguía. La guerra era de astucia contra astucia.