Los baguales

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LOS BAGUALES

En soledades tan extensas como las comprendidas entre las márgenes del Colorado y las del Agrio, la rara pureza del silencio predispone á pensar en cosas graves.

El tictac del corazón golpea muy fuerte en los oídos.

Se sorprende uno de oir por primera vez tan claro ese trotecito de perro de la vida hacia la nada. El ánimo flaquea, la sangre zumba como mar lejano, los nervios rompen filas para buscar refugio unos tras otros, y la emoción de espanto nos echa su dogal de seda á la garganta.

En ese estado de zozobra marchábamos, cuando se nos vino encima una nube de tierra, con velocidad de cataclismo.

¡Los baguales!...

Erizado de azotes y crujidos de ramas retorcidas pasó un retumbo de redobles subterráneos.

Los ramajes quedaron tiritando.

El remolino se internó en el desierto con rapidez de tromba, y sobre el azul dormido de aquel atardecer sin mancha, quedaron fiotando arrumazones de polvareda lenticular.

Algunas crines negras ondearon luego sobre la cresta de una colina remota y el eco de un relincho apocalíptico repercutió trẻmulamente en el cobre viejo de la tarde.

Cuando el sargento principió á desatar las boleadoras, ya no esgrimía el pajonal sus lanzas tras la brecha de esa fuga.

Todo se disponía al sueño.

Las nubecillas de arena vagabundearon un rato antes de bajar á dormir entre los mėdanos.

Las brisas de la noche esparcieron por el cielo las cenizas de los últimos fogones del ocaso.

Y fué esa noche, cuando desde mi carpa oi al sargento, que de cuclillas al lado de su sable clavado á modo de asador sobre la hoguera, refería á sus subalternos la vida de los baguales, con el mismo cariño del veterano que recuenta las hazañas de sus viejos camaradas.

Sorprende eso de recibir una lección de sociología en tales parajes.

Mueve á pensar en las rebeliones de los hombres ese núcleo de caballos insurgentes.

Su abolengo es de próceres.

Sus antepasados fueron todos guerreros: unos, los que llevaron el ejército argentino á conquistar la Patagonia, y otros, los que defendieron el terruño, formando con los caciques y la lanza en ristre un solo cuerpo: el del centauro andino.

Todos fraternizaron en un solo sentimiento de protesta: el odio á la guerra y el horror al hombre.

En esos desiertos, donde los dueños de la vida se nivelan y entienden, el caballo debió formarse una idea completa de la ferocidad de su jinete. Al fuego de su corazón bajo la silla llegó tal vez el hielo del rencor humano. En sus músculos debieron penetrar directamente los temblores nerviosos de las ansias de sangre.

Todo eso debió inspirarles aversión invencible por las esclavitudes de su noble raza.

Entre el hombre monstruoso y la llanura virgen, la elección era fácil.

La fidelidad á las banderas, la disciplina militar, la ignominia de la deserción, la patria, el amo: todo eso era para ellos iuido de palabras frente al susurro seductor del pajonal.

Mejor el oro de los crepúsculos que la mortífera llamarada del cañón; mejor el azote incitante del tallo tierno que el flagelo de la fusta; más dulce el tomillo que el acero mordicante, más piadosa la soledad que el regimiento.

Todos fueron aprovechando las ocasiones de arrancar: unos haciéndose los muertos de fatiga, otros ganando leguas de espesura al extinguirse las brasas del vivac, y otros ramoneando con disimulo, de escondite en escondite, hasta desorientar al rastreador.

Ese retorno á la vida primitiva que nosotros llamamos regresión, es para ellos redención, ascensión.

Son los rebeldes, los altivos iniciadores de la reconquista.

Oprobio sienten por sus prójimos serviles: por esos epicureos de la ciudad que arrastran coches opulentos, y por esos lechuguinos y afeminados efebos del hipódromo, que persiguen la estéril celebridad de los juglares.

Las corvetas amaneradas de los inconscientes mutilados les inspiran desprecio.

Los eunucos del pesebre, los que en su escarceo remedan las afectaciones femeniles de su dueño, á esos la vergüenza de la raza.

Renuncian á su estirpe, olvidan su abolengo, cuando se dejan regañar por los lacayos.

¡Y eso de permitir que el roce enervante de la almohaza les profane los ijares!

¡Y eso de ahogar en grasa los resortes del brío!

¡Y salir á la calle con arneses dorados y cascabeles funambulescos!

¡Y el látigo... ¡Y el látigo!... La cobardía de permitir que esa víbora se enrosque en las armoniosas curvas de la fuerza!

Vivir mirando el cielo por la reja de una jaula, dejarse castigar por señoritos de librea, recibir en trueque de su abyección fardos de alfalfa, enorgullecerse con los oropeles del jaez, iqué ignominia!

¡Qué enorme distancia entre esos ganapanes y la muy noble y alada raza de Pegaso!

Por eso los grandes descepcionados de una civilización falaz y depresiva, retornan á la cruda independencia libertaria.

Del hombre, los baguales no llevan al desierto sino el recuerdo de su trato brutal.

Ahí están sus cueros lacerados por los símbolos torturantes de la propiedad humana. Las marcas! ¡las marcas! El modo más amable que sus amos tuvieron para ligarlos á su nombre, las medallas crueles con que la humanidad premia á los suyos, jeroglíficos de leyes infamantes, tatuaje que les recordará por siempre su permanencia entre los bárbaros...

Como los de otros mártires, ahí están sus pies agujereados. Ya que los hombres no obtuvieron el olímpico privilegio de usar cascos, que no cometan la iniquidad de someterlos á ese grillete de las herraduras.

Eso lo hacen para interrumpirles la comunicación con los flúidos libres de la vida, para embotarles su sensibilidad tactil, para que no pongan demasiado cariño en la suavidad de la pradera.

Pero ellos han probado que, cuando las libertades piden cancha, los herretes de la ley ponen rosas de ira entre la carne, y no hay soga de reata que resista el arranque.

Cuando los baguales fugitivos escapan de la primera pesquisa, buscan las serranías inexploradas. Allí relinchan por primera vez á pulmón lleno, con timbre ufano de soberanía; de allí dominan hacia todos lados el confín, husmean el olor de agua, empluman la cola, enarcan la cerviz y se disparan como sagitarios tras las brisas reveladoras de abrevaderos inéditos.

No temen la soledad, porque nacieron para ser libres; ni la inmensidad los desorienta, porque ellos han sido los primeros—quizá los únicos—geógrafos del territorio.

Conocen ó adivinan los esguazos de los ríos, aspiran el olor del manantial á veinte leguas de distancia, saben cómo debe escalarse un ventisquero, y ellos abrieron personalmente todas las huellas que hoy son allí los únicos caminos nacionales.

Viven con plenitud.

Aun los más ancianos se conservan triscadores y joviales, en ágil jarana con sus nietos bravíos.

En tropas organizadas con su inmemorial estatuto de beduinos, vagan de sierra en sierra, merodeando campos vírgenes.

Basta una señal del jefe para disparar sus corvejones y salvar cincuenta leguas con el plausible fin de tomarse un sorbo de agua, ó para divertirse de lo lindo en la persecución de algún guanaco zonzo.

Saciados de coirón en algún valle, una pequeña invitación les incita al escape tras el postre de fresas en otro prado remoto.

En las noches claras del verano, cuando en la arena asoleada de la pampa les hormiguca el insomnio, les parece muy lógico escalar la luna en una cumbre, ó abanicarse con araucarias entre las camelias blancas del glaciar.

Se dán la insolencia de mirar al sol muy frente á frente, y hay tal electricidad en sus pupilas, que los viborones de fuego donde la tempestad echa sus rayos, ni siquiera les hacen pestañear.

Hínchanse el pecho con emanaciones metálicas é instilan en su sangre fulminantes jugos primitivos.

El acidulado retoño mordido en la falda del volcán, el aire purificado en las termas al vapor del hierro hirviente, y las aguas vírgenes recién salidas del fondo de la tierra y recién besadas por el sol, he ahí sus tónicos de brío.

Sus músculos, retemplados por los masajes de los huracanes y las corrientes de los ríos, son resortes eléctricos en tensión perpétua, dispuestos á dispararse con la velocidad del viento, si una brisa les finge voz humana ó si una espina de monte les recuerda el acicate.

Toda la atención la dedican á vigilar su li bertad y sus amores. Los gritos casi humanos de los zorros, el trote de los avestruces, el canto de los zorzales, el zarpeo lejano de las quebradas, el alarido del huracán entre las rocas, el sedeño roce de las brisas en los sauces, todos esos rumores del desierto les requintan los arcos motores de su vigor cerril. Hasta la fugaz proyección resbaladiza de una nube sobre el cesped, les riza la seda sensible de su serenidad.

Viven alerta, como deben vivir los pueblos libres.

Esos emperadores de la soledad son opulentos. Es verdad que renuncian al aplauso del guante blanco, á la aceitosa caricia escuderil, á la proximidad excitante de las faldas de seda, al ensueño dorado por la luz de los palacios: pero, en cambio, los aplauden las aves campesinas, y los acarician los raudales, y se revuelcan entre flores, y sus párpados se hipnotizan con la reverberación de las estrellas en el cristal infinito de los Andes.

Su amor es libre y pleno; no el trunco y reglamentado de la ciudad, donde una mano bárbara lo sofrena cuando piafa anhelante, sino el amor del campo, donde la crin izada junto al rival vencido es cimera de triunfo sobre la hembra encelada.

No menos digna de tan. austera rebelión llega su muerte.

Ni la fría baldosa del pesebre, ni el brebaje de los veterinarios, ni el puntapié profanador de los cocheros, ni el póstumo reproche de los amos: nada altera la majestad de su agonía.

Mueren entre los terciopelos de la pradera y del silencio, con la nariz hundida en almohalón de lirios, con la piel sepultada en musgos blandos, y con la pupila abierta, bien abierta, para que de su cristal, ya opaco, no se escape ningún reflejo de la cruz del sur...

¡Y después?...

Los condores llevándose en el pico los resortes de la fuerza.

La arena chupando sangre con su esponja compasiva.

El flúido de la briosa libertad embarcándose en el viento.

Y el fósforo errante de los huesos deshojando miosotis en el luto de la noche...