Los cien mil hijos de San Luis/XI

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XI

Entrando de lleno en nuestro asunto, el triste Chactas me dijo:

-Ya oiría usted ayer el discurso de Su Majestad. La guerra es inevitable. Yo la creo conveniente para las dos Naciones, y he tenido el honor de sostener esta opinión en el Congreso de Verona y en el Ministerio, contra muchos hombres eminentes que la juzgaban peligrosa. En cuanto a la cuestión principal, que es la clase de Gobierno que debe darse a España, no creo en la posibilidad de sostener el absolutismo puro. Esto es un absurdo, aun en España, y las luces del siglo lo rechazan.

Yo le hice una pintura todo lo fiel que me fue posible del estado de nuestras costumbres y de las clases sociales en nuestro país, así como de los personajes eminentes que en él había, haciendo notar de paso, conforme a mi propósito, que un solo hombre grande existía en toda la redondez de las Españas. Este hombre era el marqués de Mataflorida.

-Reconozco las altas dotes del señor Marqués -me dijo Chateaubriand con finísima sonrisa-. Pero la conducta de la Regencia de Urgel ha sido poco prudente. Su manifiesto del 15 de Agosto y sus propósitos de conservar el absolutismo puro no pueden hallar eco en la Europa civilizada.

Yo dije entonces, usando las frases más delicadas, que no era fácil juzgar de los sucesos de Urgel por lo que afirmaran hombres tan corrompidos como Eguía y el barón de Eroles, a los cuales, con buenas palabras, puse de oro y azul. Concluí mi perorata afirmando que la voluntad de Fernando era favorable a los planes de Mataflorida.

-Para nosotros -dijo-, no hay otra expresión de la voluntad del Rey de España, que la contenida en la carta que Su Majestad Católica dirigió a nuestro Soberano.

El pícaro me iba batiendo en todos mis atrincheramientos y me desconcertó completamente cuando me dijo:

-El Gobierno francés ha acordado nombrar una Junta provisional en la frontera, hasta que las tropas francesas entren en España.

-¿Y la Regencia?

-La Regencia dejará de existir; mejor dicho, ha dejado de existir ya.

-Pero Fernando no le ha retirado sus poderes, antes bien, se los confirma secretamente un día y otro.

Al oír esto el insigne escritor y diplomático no contestó nada. Conocí que se veía en la alternativa de desmentir mi aserto o de hablar mal de Fernando, y que como hombre de intachable cortesía no quería hacer lo primero, ni como Ministro de un Borbón lo segundo. Viéndole suspenso insistí, y entonces me dijo:

-Indudablemente aquí hay algo que ahora no se puede comprender; pero que andando el tiempo se ha de ver con claridad.

Después, deseando mostrarme el más filantrópico interés por la ventura de nuestro país, afirmó que él había trabajado porque se declarara la guerra, sosteniendo para esto penosas luchas con Mr. de Villéle y sus demás colegas; que la resistencia de Inglaterra y de Wellington habían exigido de su parte grandes esfuerzos y constancia, y por último, que aún necesitaba de no poca energía para vencer la oposición a la guerra que las Cámaras mostrarían desde el primer día de sus sesiones.

-Muchos -añadió Chactas-, me consideran loco. Otros me tienen lástima. Algunos, y entre ellos los envidiosos, preguntan si podré yo conseguir lo que no fue dado a Napoleón. Pero yo fío al tiempo la consagración de este gran hecho, tan necesario a la seguridad del orden y la justicia en los pueblos de Occidente.

Habló también de las sociedades secretas y de los carbonarios, a quienes parecía tener muchísimo miedo; y yo empecé a comprender que el objeto de la intervención no era poner paz entre nosotros, ni hacernos felices, ni aun siquiera consolidar el vacilante trono de un Borbón, sino aterrar a los revolucionarios franceses e italianos que bullían sin cesar en los tenebrosos fondos de la sociedad francesa, jamás reposada ni tranquila.

Prometió contestar a Mataflorida, mas sin mostrarse muy entusiasta de las altas prendas de mi amigo, ni indicar nada que trascendiese a propósitos de acceder a su petición. Bajo sus frases corteses yo creía descubrir cierto menosprecio de los individuos de la Regencia, y aun de todos los que mangoneaban en la conspiración. De un solo español me habló con acento que indicaba respeto y casi admiración, de Martínez de la Rosa. Atribuí esto a mera simpatía del poeta.

Despedime de él, deplorando el mal éxito de mi embajada, y aquí fue donde se deshizo en cumplidos, buscando y hallando en su fina habilidad cortesana ocasión para deslizar dos o tres galanterías con discretos elogios de mi hermosura y del país donde florece el naranjo. Me había tomado por andaluza y yo le dejé en esta creencia.

A los dos días fue a pagarme la visita a mi alojamiento de la calle del Bac, y en su breve entrevista me pareció que huía de mencionar los oscuros asuntos de la siempre oscura España. En los días sucesivos visité a otras personas, entre ellas al Ministro de lo Interior, Mr. de Corbiere, y a algunos señores del partido del conde de Artois, como el príncipe de Polignac y Mr. de la Bourdonnais. También tuve ocasión de tratar a dos o tres viejas aristócratas del barrio de San Germán, ardientes partidarias de la guerra de España y no muy bien quistas con el Rey filósofo y tolerante que gobernaba a la Francia, convaleciente aún de la Revolución y del Imperio. De mis conversaciones con toda aquella gente pude sacar en limpio el siguiente juicio, que creo seguro y verdadero. Las personas influyentes de la Restauración deseaban para Francia una Monarquía templada y constitucional fundada en el orden, y para España el absolutismo puro. Con tal que en Francia hubiera tolerancia y filosofía, no les importaba que en España tuviéramos frailes e inquisición. Todo iría bien, siempre que en ninguna de las dos Naciones hubiese franc-masones, carbonarios y demagogos.

Tenían de nuestro país una idea muy falsa. Cuando Chateaubriand, que era el genio de la Restauración, decía de España: allí el matar es cosa natural, ya sea por amor, ya sea por odio, puede juzgarse lo que pensarían todas aquellas personas que no supieron escribir el Genio del Cristianismo. Nos consideraban como un pueblo heroico y salvaje, dominado por pasiones violentas y por un fanatismo religioso semejante al del antiguo Egipto.

La princesa de la Tremouille se asombraba de que yo supiera escribir, y me presentó en su tertulia como un objeto curioso, aunque sin dar a conocer ningún sentimiento ni idea que me mortificasen. Yo creo que ni uno solo de sus amigos dejó de enamorarse de mí, ilusionados con la idea de mi sentimentalismo andaluz y de mi gravedad calderoniana, y de la mezcla que suponían en mí de maja y de gran señora, de Dulcinea y de gitana. El más rendido se suponía expuesto a morir asesinado por mí en un arrebato de celos, pues tal idea tenían de las españolas, que en cada una de ellas se habían de hallar comprendidas dos personas, a saber: la cantaora de Sevilla y doña Jimena, la torera que gasta navaja, y la dama ideal de los romances moriscos. Yo me reía con esto y llevaba adelante la broma.

Volviendo al asunto de la guerra de España, diré que al salir de París no tenía duda alguna acerca del pensamiento de los franceses en esta cuestión. Ellos no hacían la guerra por nuestro bien ni por el de Fernando. Poco se les importaba que después de vencido el constitucionalismo, estableciésemos la Carta o el despotismo neto. Allá nos entenderíamos después con los frailes y los guerrilleros victoriosos. Su objeto, su bello ideal era aterrar a los revolucionarios franceses, harto entusiasmados con las demencias de nuestros bobos liberales, y además dar a la dinastía restaurada el prestigio militar que no tenía.

El principal enemigo de los Borbones en Francia era el recuerdo de Bonaparte, y el dejo de aquel dulce licor de la gloria, con cuya embriaguez se habían enviciado los franceses. Una Monarquía que no daba batallas de Austerlitz, que no satisfacía de ningún modo el ardor guerrero de la Nación y que no tocaba el tambor en cualquier parte de Europa, no podía ser amada de aquel pueblo, en quien la vanidad iguala a la verdadera grandeza y que tiene tanta presunción como genio. Era preciso armarla, como decimos en nuestro país; era necesario que la Restauración tuviera su epopeya chica o grande, aunque esta epopeya fuese de mentirijillas; era indispensable vencer a alguien, para poder poner el grito en el cielo y regresar a París con la bambolla de las conquistas. Dios permitió que el anima vili de este experimento fuésemos nosotros, y que la desgraciada España, cuya fiereza libró a Europa de Bonaparte, fuese la víctima escogida para proporcionar a Francia el desahoguillo marcial que debía poner en olvido a aquel mismo Bonaparte tan execrado.

Mi viaje a París modificó mucho mis ideas absolutistas en principio, si bien pensando en España no podía admitir ciertas cosas que en Francia me parecían bien. Toda la vida me he congratulado de haber visto y hablado a monsieur de Chateaubriand, el escritor más grande de su tiempo. Aunque su fama se eclipsó bastante después de la revolución del 30, lo cual indica que había en su genio mucho tomado a las circunstancias, no puede negarse que sus obras deleitan y enamoran principalmente por la galanura de su imaginación y la magia de su estilo; y aún deleitarían más si en todas ellas no hablase tanto de sí mismo. Tengo muy presente su persona, por demás agradable, y su rostro simpático y lleno de aquella expresión sentimental que se puso de moda, haciendo que todos los hombres pareciesen enamorados y enfermos. Me parece que le estoy mirando, y ahora como entonces me dan ganas de llevar un peine en el bolsillo y sacarlo y dárselo diciendo: «Caballero, hágame usted el favor de peinarse».