Los cien mil hijos de San Luis/XIX

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XIX

Al día siguiente le aguardaba en mi casa y no fue hasta muy tarde, cuando ya anochecía. Estaba muy fatigado, triste y abatido. Lo primero de que me habló fue del vacío que había dejado en su casa la muerte de su madre, de la partida de su hermana, a quien creía encontrar en Madrid, y del brevísimo espacio que un perverso destino había puesto entre la marcha de ella y la llegada de él.

-Castigo de Dios es esto -dijo-, por mi descuido en escribirle y mi desnaturalizado proceder.

Después pasó de la tristeza a la furia. Yo procuraba arrancarle tan lúgubres ideas, recordándole nuestro placentero viaje del verano anterior y la catástrofe de su cautiverio; hacíale mil preguntas sobre sus padecimientos, emancipación, campaña de Cataluña y toma de la Seo; pero sólo me contestaba con monosílabos y secamente. Escaso interés mostraba por las cosas pasadas, y aun yo misma, que era un presente digno a mi parecer de alguna estima, apenas podía obtener de él atención insegura y casi forzada. Su pensamiento estaba fijo en la fugitiva hermana, y mis sutiles zalamerías no podían apartarle de allí. No cesaba de discurrir sobre los móviles de aquel viaje, y yo, sintiendo revivir y agitarse en mí lo que siempre tuve de serpiente, estuve a punto de indicarle que Soledad habría partido arrastrada por algún hombre; pero en el momento en que desplegaba los labios para sugerir esta idea, me contuve. Aquella vez había vencido mi conciencia, y hallándome con fuerzas para las mayores crueldades, no las tuve para la calumnia.

Al fin, creí prudente no decirle una palabra sobre aquella cuestión.

-Bastaba que yo viniese con deseo de verla -dijo hiriendo violentamente el suelo con el pie-, para que ella huyese de mí. Así son todas mis cosas. Lo bueno existe mientras yo lo deseo. Pero lo toco, y adiós.

Estas amargas palabras eran un desaire para mí, y por lo visto yo no estaba comprendida en el número de las cosas buenas; pero sofoqué mi resentimiento y seguí escuchándole.

-Desde que el deseo de venganza y mi odio al absolutismo -añadió-, me inclinaron a tomar las armas, tuve el presentimiento de que la campaña se echaría a perder, y así ha sido. Ya tienes a la plaza de Figueras en poder de los franceses; a Mina vagabundo sin saber qué partido tomar, y todo el ejército desconcertado y sin esperanza de vencer. ¡Gran milagro habría sido que donde yo estoy hubiese victorias! Desastres y nada más que desastres. La sombra que yo echo sobre la tierra, destruye.

-¡Qué necio eres! ¿Crees acaso en las estrellas fatales y en el sino?

-No debiera creer; pero todo me manda que crea... Ya ves. Me envía Mina a Madrid con una comisión en que funda grandes esperanzas, y desde que llego aquí pierdo las pocas esperanzas que traía, porque no hallo sino desanimación y flojedad. Al mismo tiempo, la ilusión más querida de este viaje se ha desvanecido como el humo. Yo tenía una hermana, más que hermana amiga, con una amistad pura y entrañable que nadie puede comprender sino ella y yo; una amistad que tiene todo lo santo de la fraternidad y todo lo bueno del amor, sin las tenebrosas ansias de este. En mi hermana veía yo todo lo que me queda de familia, lo único que me resta de hogar; en ella veía a mi madre y una representación de todos los goces de mi casa, la paz del alma, dichas muy grandes sin mezcla de martirio alguno. Pues bien: llego y mi casa está desierta. Jamás pensé en perderla. Ella, el único ser de quien estaba seguro, vuela también lejos de mí, y se va. ¡Ay, Jenara! ¡No puedo decirte cuán sola estaba mi casa! Figúrate todo el universo vacío y sin vida. Ni mi madre, ni Soledad... ¡Qué sepulcro, Dios mío! Así se va quedando mi corazón lo mismo que una gran fosa, todo lleno de muertos... Tú no puedes entender esto, Jenara. En ti todo vive. Tu carácter hace resucitar las cosas y eres un ser privilegiado para quien el mundo se dispone siempre del modo más favorable; pero yo...

-Cúlpate a ti mismo -le dije-, y no hables del destino. Te quejas de que tu hermana te haya abandonado, y no recuerdas que has estado mucho tiempo sin escribirle, sin darle noticias de ti, sin decirle ni siquiera: «estoy vivo».

-Es verdad; pero se amparó de mí el estúpido delirio de la guerra. Me sedujo la idea gloriosa que representaba nuestro ejército al perseguir a los realistas. Sólo veía lo que estaba delante de mis ojos y dentro de mí: el enemigo y los torbellinos de mi cerebro, un ideal de gloriosas victorias que dieran a mi país lo que no tiene. Ya sabes que yo me equivoco siempre. Lo extraño es que conociendo mi torpeza me empeñe en andar hacia adelante como los demás hombres, en vez de estarme quieto como las estatuas... Ahora todo lo veo destrozado, caído y hecho pedazos por mis propias manos, como el que entrando en un cuarto oscuro y lleno de preciosidades y a ciegas tropieza y lo rompe todo. En Cataluña, desengaños, en Madrid más desengaños todavía; un gran vacío del entendimiento y otro más grande del corazón. Parece que la realidad de mis ideas es un ave que se asusta de mis pasos y levanta el vuelo cuando me acerco a ella. ¡Maldita persona la mía!

Debía enojarme de tales palabras, porque, según ellas, yo no era nada. Pero no me mostré ofendida y solamente dije:

-Si al llegar encuentras todo solo y vacío, no es porque las cosas vuelen antes de tiempo, sino porque tú llegas siempre tarde.

-También es verdad. Llego siempre tarde. Ya ves lo que me ha pasado ahora -dijo con el mayor desaliento-. Se le antoja al general Mina enviarme aquí cuando todo está perdido. Pero él no contaba con la rapidez de este desmoronamiento, no contaba con la retirada de Ballesteros, sin combatir, ni con la defección de La Bisbal. Mina tiene la desgracia de creer que todos son valientes y leales como él.

-¿La defección de La Bisbal? De modo que ya... No creí que fuera tan pronto. El conde acostumbra preparar con cierto arte sus arrepentimientos.

-No se dice públicamente; pero es seguro que ya está en tratos con los franceses para capitular. Me lo ha dicho Campos, que olfatea los sucesos. De mañana a pasado el aborrecido estandarte negro ondeará en Madrid. ¿A qué he venido yo? No parece sino que ha venido a izarlo yo mismo.

-Pues no hagas caso de los masones, ni de la guerra, ni de la Constitución -le dije-. ¿Para qué te empeñas en cosas imposibles? ¿Por qué desprecias lo que tienes y buscas fantasmas vanos?

Él me miró comprendiendo mi intención. Su mirada no indicaba desafecto; pero me era imposible vencer su tristeza. Acompañome a cenar, y mis alardes de humor festivo, mi cháchara y las delicadas atenciones que con él tuve no lograron disipar las nubes sombrías que ennegrecían su alma. También la mía se encapotaba lentamente, cayendo en hondas tristezas, porque acostumbrada a verse señora de los sentimientos de aquel hombre, padecía mucho al considerar perdido su amoroso dominio y esa tiranía dulcísima que al mismo tiempo embelesa al amo y al esclavo.

Pero aún conservaba yo gran parte de mi prestigio. Vencí, aunque sin poder conseguir la tranquilidad que acompaña a los triunfos completos; porque descubrí en su complacencia algo de violento y forzado. Parecía que al corresponder a mi leal cariño, lo hacía más bien por delicadeza y por deber que por verdadera inclinación. Esto me atormentó toda la noche, quitándome el sueño. Cuando pude dormir, la imagen de la pobre huérfana que recorría media España buscando a su hermano, a su amante o lo que fuera, se me presentó para atormentarme más. ¡Ay!, ¡qué terrible es una gran falta sin éxito!

La visión de la mujer errante no se quitaba de mi imaginación. Pero yo entonces, creyéndome menos amada de lo que mi frenética ambición de amor exigía; pensando que me habían vencido ajenos recuerdos y vaguedades sentimentales referentes a otra persona, me gozaba con fiera crueldad en la desolación de la hermana viajera.

-¡Bien -le decía-, corre tras él, corre hoy y mañana y siempre, para no encontrarle al fin!... Muy bien, hipocritona, ¡¡me alegro, me alegro!!