Los cien mil hijos de San Luis/XXXI

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XXXI

Y corriendo hacia la casa, soñaba no ya con las delicias de un encuentro feliz y de una amable reconciliación, sino con proporcionar a mi alma el inefable, el celestial, el infinito regocijo de un escándalo, de una escena, de una de esas venganzas de mujer que son la Ilíada del corazón femenino. No sé si me equivocaré juzgando por mí de todas las mujeres; pero pienso firmemente que ninguna, por muy tímida que sea, deja de sentir en momentos dados, y cuando se discuten asuntos del corazón, el poderoso instinto de la majeza. La maja, digan lo que quieran, no es más que lo femenino puro. De mí puedo asegurar que en aquel instante me sentía verdulera.

-Tengo la seguridad -decía-, de que le encontraré allí. El corazón me lo dice... Es precisamente lo que necesito; es la satisfacción más preciosa y agradable de mi inmenso afán, el desahogo de mi pecho, semejante a un volcán sin cráter, el consuelo de todas mis penas. Hablaré, gritaré, vomitaré injurias, ¿qué digo injurias?, verdades. Diré todo lo que sé; abriré los ojos de un marido crédulo y bonachón; arrancaré la máscara a una hipócrita; confundiré a un ingrato... en suma, estaré en mi elemento... ¡¡Ahora, Santo Dios de las venganzas, ahora sí que no se me puede escapar!!

Al dirigirme a la plaza de la Magdalena, donde vivía el Marqués, vi a dos o tres patriotas que eran llevados presos por el pueblo con una cuerda al cuello. ¡Pobre gente! Entre ellos vi a Canencia, que me dirigió al pasar una mirada suplicante; pero no hice caso y seguí. Casi arrastrando a Mariana que apenas podía seguirme de puro cansada y soñolienta, llegué a casa de Falfán.

En el patio encontré al Marqués, que al punto que me vio asombrose mucho de la alteración de mi semblante, creyendo que ocurría algún grave accidente.

-Señora -me dijo ofreciéndome una silla-, no extraño que esa gente mal educada... Se están cometiendo toda clase de excesos en la desgraciada Sevilla.

-No es eso, no -repuse-. Si no me ha pasado nada.

-Señora, su rostro de usted me indica gran desasosiego y agitación.

-Es verdad -dije-, pero...

-Está usted muy intranquila.

-Intranquila no, estoy furiosa.

Después de decir esto y de romper en seis pedazos mi abanico, que ya lo estaba en cuatro, procuré tomar una actitud aparentemente serena, pues el caso requería en mí la grave majestad del que condena, no la atolondrada cólera y pueril turbación del condenado.

-¿Y por qué está usted furiosa? -me preguntó el Marqués, confundido-. ¿En qué puedo servir a usted?

-¡Yo sé que está aquí!!... -dije mirando al Marqués de un modo que le aterró.

-¿Quién?

-¡Oh!, ¿quién?... será preciso que yo hable, que lo diga todo...

-Señora, no comprendo una palabra.

-Llame usted a la señora Marquesa, y quizás ella me comprenda -repuse con amargo sarcasmo.

-Andrea no está en casa.

Al oír esto sentí un sacudimiento. Nuevo y más doloroso cambio en mis ideas, en mi voluntad, en mi cólera, en mis planes; nuevo movimiento de la aguja magnética que brujuleaba en mi corazón, marcándome el derrotero en medio de la tempestad... El Marqués no podía tener interés en negarme a su esposa. Así lo comprendí al momento, y sin vacilar un instante, dije:

-¿Ha ido a la casa de D.ª María Antonia?

-Precisamente, allí está -manifestó Falfán en tono de confianza honrada y tranquila que hubiera cautivado a otra persona más irritada que yo-. La Sra. D.ª María Antonia se puso anoche mala y mi esposa fue a acompañarla un ratito. A las diez estaba de vuelta.

-¿A las diez?

-Pero sin duda la Sra. D.ª María Antonia se ha agravado hoy, porque al rayar el día vinieron a buscar a Andrea y allá está. ¿Encuentra usted en esto algo de extraño?

-No señor, nada -dije levantándome-. ¿Y dónde vive esa D.ª Antonia?

-En la calle que sale a la puerta de Carmona, número 26. ¿Pero se va usted sin explicarme el motivo de su visita, su agitación...?

-Sí señor, me voy.

-Pero...

-Adiós, señor Marqués.

Quiso detenerme; pero rápida como un pájaro fugitivo, le dejé y salí de la casa.

-A la calle que sale a la puerta de Carmona, número 26 -dije a Mariana que me seguía durmiendo.

-Ahora -decía para mí, en el horroroso vértigo que formaban mis pensamientos y mi marcha-, ahora sí que de ningún modo se me puede escapar.

Yo saboreaba de antemano las horribles delicias del escándalo que iba a dar, de la venganza que tomaría, de las palabras que saldrían de mi boca, como el humo y la lava de un volcán en erupción. Me deleitaba con aquella copa de amarguras que se convertía en copa llena de delicioso licor de la venganza. Había llegado al extremo de recrearme en el veneno de mi alma y de hallar delicioso el fuego que respiraba. Seguía teniendo las mismas ganas de morder a alguien, y creo que mi linda boca tan codiciada, habría sido un áspid, si en carne humana hubiera posado sus secos labios.

Mariana, que conocía a Sevilla, me llevó hacia la puerta de Carmona, yo no sé por dónde ni en cuánto tiempo. Había yo perdido la noción de la distancia y del tiempo. Vi una calle larga y solitaria, con muchas rejas verdes llenas de tiestos de albahaca. Vi una fila de casas de fachada blanca iluminadas por el sol y otra línea de casas en la sombra. Yo buscaba el número 26, cuando sentí pisadas de caballos. Delante de mí, como a cuarenta pasos, abriose una gran puerta y salieron tres hombres a caballo. ¡Era él!

Corrí, corrí... Iba vestido con el traje popular andaluz, y su figura era la más hermosa que puede imaginarse. Los otros dos vestían lo mismo. Caracolearon un instante los corceles delante de la casa, y en seguida emprendieron precipitadamente la carrera en dirección a la puerta de Carmona.

Yo corría, corría, y al mismo tiempo gritaba. Mariana, que no había perdido el juicio, me detuvo enlazando con sus dos brazos mi talle. Mi furor estalló con un grito salvaje, con una convulsión horrible y este apóstrofe inexplicable: -¡Ladrones! ¡Ladrones!

En el mismo momento en que yo rugía de este modo, dos mujeres se asomaban a la ventana de la casa y saludaban a los jinetes con sus abanicos. Él miró repetidas veces hacia atrás y saludaba también sonriendo. Vi brillar el lente de D.ª María Antonia, vi los negros ojos de Andrea... ¡Oh Satanás, Satanás!

Yo seguí hasta ponerme debajo de la ventana; pero esta se cerró. Seguí corriendo un poco más. Un grupo de hombres feroces apareció por una boca-calle. Su aspecto infundía pavor; pero yo me adelanté hacia ellos y señalando a los tres jinetes que huían a escape fuera de la puerta entre nubes de polvo, grité con toda la fuerza de mis pulmones:

-¡Que se escapan!... corred... corred tras ellos... ¡Que se escapan!... los patriotas, los más malos de todos, los ateos, blasfemos, los republicanos, los masones, los regicidas, los enemigos del Rey... ¡los que querían matarle...! Corred y cogedles... Yo tengo dinero... Mil duros al que les coja... ¡En nombre de la religión!... ¡En nombre de las caenas!... Vamos, vamos tras ellos... ¡Que se escapan!

A medida que hablaba, iba desapareciendo en mi espíritu la noción de lo externo, y me sentía envuelta en tinieblas o en llamas, no sé en qué; me sentía caer en un hondo infierno lleno de demonios; sumergirme en abismo de negro delirio, de fiebre, de sueño o muerte; pues no puedo expresar bien lo que era aquello.

Perdí el conocimiento.