Los duendes de la camarilla/25

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Desde su campestre residencia en la Villa del Prado, escribía D. Vicente Halconero cartas dulzonas a la que llamaba su prometida, y esta puntualmente les daba respuesta, poniendo en ella lo menos posible de ortografía, lo más de sinceridad y una fría expresión de gratitud y afecto. No quería engañarle con fingidos entusiasmos, y en todas sus cartas le abría, como si dijéramos, la puerta de aquel compromiso para que se retirase cuando fuera de su gusto. Pero el buen labriego no pensaba en abandonar un campo tan florido, y en cada epístola que enjaretaba se ponía más tierno y dulzacho, como si mojara la pluma en el arrope de aquella tierra.

Avanzaba Septiembre cuando el viejo Ansúrez manifestó a su hija que ya le aburría y descorazonaba el empleo en casa del señor Chico, no porque allí el trabajo le rindiera, ni por el adusto genio del amo, sino porque se veía mal mirado del pueblo y de toda la vecindad. El aborrecimiento de la gente de Madrid al cazador de ladrones y perdidos, recaía en los servidores que de ello no tenían ninguna culpa; a tanto llegaba la inquina ciudadana, que de él, Jerónimo Ansúrez, huían más de cuatro, y le miraban con miedo y repugnancia como si fuera criado del verdugo. Quería, pues, presentar la dimisión de su cargo, y habiendo conocido ya la vanidad y poca pringue de todos estos empleíllos, era su anhelo buscarse la vida con independiente trabajo, en un comercio de cosa que él entendiera. Proporción de establecerse se le ofrecía, que ni cogida por los cabellos. Se traspasaba la tienda de granos para simiente y de huevos, calle de las Maldonadas, y él podría quedarse con aquel tráfico sin más que aprontar cuatro mil reales que pedían por el traspaso. Cierto que ni él tenía tal suma ni su hija tampoco; pero bien podían pedirla prestada, y no había de faltar quien abriera la mano, por la seguridad de un buen interés o la participación en el negocio. Aunque su padre no lo dijo claramente, Lucila le caló la intención, la cual no era otra que tratar del préstamo con Antolín de Pablo. Resueltamente se desentendió la moza de semejante embajada, y por aquel día no se habló más del asunto. Conviene advertir que Lucila había cuidado de no poner en autos a su padre de las intenciones y fines del rico D. Vicente Halconero: temía que el celtíbero, de la fuerza del alegrón, se lanzase a explotar tempranamente la generosidad del opulento villano.

Continuaba Cigüela parroquiana de San Justo, prefiriendo a las demás esta iglesia por la singular atracción del clérigo, a quien suponía viviente archivo de aquella historia lamentable. «Aquí está quien sabe la verdad -se decía-. Me agrada el sentirme cerca de esta verdad, aun sabiendo que no ha de querer descubrirse. Siempre que me mira este maldito cura, feo y antipático, creo que le gustaría quitarse el velo. Es ilusión, locura mía». Una mañana la saludó al paso D. Martín: «Yo bien, gracias... Mucho calor... ¿Qué se sabe de Doña Domiciana? ¡Cuánto tiempo que no parece por aquí!... ¿Qué dice usted... que ya no son amigas?¡Vaya por Dios! Las mujeres por cosa grande riñen, y por cualquier nadería hacen las paces... Hoy furiosas enemigas, mañana comiendo en un mismo plato... Ea, conservarse».

Otro día que se encontraba en San Justo, allí fue Ansúrez en su persecución, y viéndola saludada por D. Martín, le dijo: «Hija del alma, lo que menos sospechas tú es que estamos tan cerca de nuestro remedio. ¿Ves ese sacerdote tan áspero, y de tan mal cariz que a mí se me parece al verdugo que había en Zaragoza el año 43? ¿Lo ves? Pues es hombre de posibles, y coloca su dinero a interés, que no digo sea mismamente módico. Lo sé por quien le debe y no puede pagarle, de lo que resulta que está el buen cura furioso, y por eso tendrá esa cara de vinagre... Pues óyeme: Al ver que te saludaba con aire de estimación, pensé y dije que si vas y le pides para tu señor padre, que quiere poner un comercio, cuatro, o aunque sean seis mil reales, con la formalidad de pagaré en regla, y réditos consecuentes y puntuales, cierto es que veo el dinero en tus manos, que es como decir en las mías... Con que atrévete, y verás a tu padre en su tienda de las Maldonadas... ¿Qué? ¿Sientes cortedad?... Entendí que te confiesas con él.»

-No me confieso porque me da miedo... No es de los que la llaman a una por ese aquél de la bondad cristiana... Vamos, que no me gusta para confesor... Sabe historias que me tocan muy de cerca; las sabe por confesión de otras personas; me parece que si con él me confesara, se me trastornaría el sentido y le diría: 'no vengo a entregar mis pecados, sino a que usted me entregue los de otros...'. Esto es un disparate. Pero yo me conozco... y por eso no me acerco a su confesionario.

-Hija de mis entrañas, no seas simple. Arrímate a la reja, y haz una confesión neta y clara, que a él le maraville por tu tribulación, por tus ansias de enmienda y de no volver a pecar. Entre col y col, le dices que tienes un padre amantísimo que se ve en grandes aflicciones, sin explicar porque sí ni porque no... Te absuelve... Quedáis amigos; eres su hija de confesión... te considera, te tiene lástima por lo que le dijiste de lo atropellado que anda tu buen padre. Dejas pasar dos días, y luego le pedimos una entrevista en su casa, que es ahí en el pasadizo de la Plaza Mayor; nos vamos los dos allá, y verás como no salimos con las manos vacías».

Protestando de que es gran sacrilegio confesar con la idea de pedir dinero al confesor, Lucila opuso resistencia a los planes de su padre. Después dijo que se tomaría tiempo para pensarlo, y que, si se determinaba, había de ser sin previa confesión... Por nada del mundo mezclaría las cosas sagradas con las mundanas, ni la conciencia con los intereses.

-Bueno, hija muy adorada, perla de mi familia: te dije lo del confesonario, porque en todas las cosas nunca está de más abrir cualesquiera caminos para los fines que buscamos, y eso al alma no daña; ni el confesar que te propuse era con el fin único de los intereses, sino para que con la limpieza de tu conciencia prepararas al sacerdote a estimarte más. Total, que de un tiro matabas dos pájaros; con una sola acción sacabas dos provechos: tu alma purificada y mi bolsillo guarnecido. Ya ves...».

Parte de aquella noche pasó Lucila en cavilaciones sobre lo propuesto por su padre, y de cuanto pensó resultaba el propósito de avistarse con Merino. ¿Qué perdía en ello? Podría suceder que hablando los dos se espontaneara el hombre, en una distracción de la conciencia, o que aun callando, con pausa brusca o con instintivo gesto diese a conocer la verdad. Quería, pues, aproximarse a la esfinge, y contemplar sus labios de bronce, por si de ellos alguna revelación al descuido caía... Hablaría con el clérigo, pero sola: la presencia de su padre la estorbaba. Ante todo, érale preciso prevenir a D. Martín, pidiéndole hora para la audiencia, y este trámite quedó cumplido a los tres días de la expresada conversación con Ansúrez. Tal era la impasibilidad del viejo cura, que no manifestó sorpresa ni disgusto de la visita que se le anunciaba: sin duda penetró el objeto aparente de ella, que era solicitud de préstamo. Contestó a Lucila que fuese cualquier mañana, o cualquier tarde antes de las siete, hora en que infaliblemente cenaba y se recogía.

Llegaron día y hora: una tarde, cuando se aproximaba el ocaso, fue Lucila a la Plaza Mayor con su padre; este se quedó dando vueltas alrededor del caballote de Felipe III, y la moza penetró en el siniestro pasadizo, que oficialmente se llamaba Arco de Triunfo, y por mote popular Callejón del Infierno. Entrando por la única puerta numerada que allí se veía, subió hasta el segundo piso poco menos que a tientas, pues ni había luz en la escalera, ni a esta llegaba la claridad del día declinante. Tiró de un cordón mugriento... abrió la puerta una doméstica joven, fea y sucia... y apenas nombró la visitante al Sr. D. Martín, vio que este surgía de las sombras de la casa, y le oyó decir: «Pase, joven, pase. Dominga, traerás luz».

Tras D. Martín entró Lucila en una estancia chica, con ventana que daba al callejón. Había en ella un derrengado sofá de paja, una mesa camilla con cubierta de hule negro y raído, y faldón de bayeta verde; en el rincón próximo una papelera con libros apilados en la parte superior; entre la mesa y la pared una silla, enfrente otra. El esterado era de empleita con rozaduras; en las paredes no había ninguna estampa ni cuadro; sobre la mesa, al lado izquierdo de D. Martín, papeles manuscritos sujetos con un pedazo de mármol que debió de ser peana de una figura, tintero de loza con dos plumas clavadas en los agujeros laterales, polvorera de cobre y un pedazo de paño negro; el breviario, arrimado al lado derecho, encima de otro libro de cubierta roja; un almanaque con las hojas muy sobadas, un bote de hojalata con tabaco, librillo de papel de fumar. Todo allí revelaba pobreza y avaricia.

A una indicación de Merino se sentó Lucila en la silla del lado exterior de la mesa, y sentado él entre la mesa y la pared, quedaron frente a frente. La sotana verdinegra que el clérigo usaba dentro de casa era prenda antediluviana que le envejecía más. Lucila le vio más feo que en la iglesia, más sucio, abandonado y desapacible. Abrió el cura la conversación con estas palabras: «Hoy me ha dicho el chico de la cerería que su hermana está para llegar». Lucila no dijo nada: se alegraba de que D. Martín relacionara siempre la persona de la criminal con la de la víctima, pues ni una sola vez, al hablar a esta dejaba de nombrar a la cerera maldita. ¿No podría esperarse que de la tangencia de personas en el cerebro del cura resultara un abandono del secreto?... «Y a propósito de Doña Domiciana -prosiguió Merino-, voy a enseñarle a usted los tres regalitos que me hizo antes de irse a La Granja». De un cajón de la papelera próxima fue sacando y mencionando los objetos que mostró a Lucila. «Vea usted: una caja con bolitas de jabón, alumbre y trementina, para quitar manchas de la ropa negra, y remediar el lustre que llamamos de ala de mosca... Vea usted: un rollo de cerillo fino para alumbrarse en la escalera cuando uno entra de noche... Y por último, este cuchillo...». Lo desenvainó para mostrarlo a Lucila, que en todo su cuerpo sintió repentina frialdad al reconocerlo. «Es precioso -dijo D. Martín, satisfecho de poseer aquella joya-. Vea usted qué punta más afilada... Es fino de Albacete, con grabados árabes en las costeras; el mango muy bonito... Era una lástima que esta magnífica hoja no tuviese su vaina correspondiente. En busca de ella me fui al Rastro algunas tardes, y al fin, mirando en este puesto y en el otro, me encontré esta que le viene tan bien como si con ella hubiera nacido... Y no me costó más que dos reales... Vea usted... Lo he limpiado... Siempre es bueno tener uno alguna defensa, por lo que pudiera ocurrir».

La idea que a Lucila embargaba le sugirió con celeridad eléctrica esta pregunta: «D. Martín, ¿no le dijo Domiciana de dónde sacó este puñal, o cómo fue a sus manos?»

-Es un arma muy buena, la hoja de temple fino, el mango muy bien labrado -dijo el clérigo guardando el cuchillo y sin parar mientes en la pregunta de la joven. Esta la repitió con más énfasis.

-Si me dijo algo, ya no me acuerdo -contestó Merino con indiferencia real o fingida-. Se lo encontró probablemente...

-Pero usted sabe que Domiciana es muy mala... Ese cuchillo, lo mismo pudo ser suyo para matar, que de alguien que quiso matarla».

En aquel momento entró la doméstica con un candil que apestaba. Iluminando de frente el rostro amarillo y huesudo del presbítero, sus ojuelos brillaron, fijos en la moza, y con su más bronco acento le dijo: «Señora, ¿en qué puedo servirla?». Desconcertada por esta invitación a seguir la derecha vía, el pensamiento y la palabra de la guapa moza se lanzaron por un despeñadero. «Pues verá usted, D. Martín: como Domiciana es tan mala, yo... digo, mi padre... Es que quiere establecerse, tomar una tienda de granos y huevos... y... el cuento es que no tiene posibles... Si no fuera Domiciana lo que es, una mujer infame y traidora, yo estaría en buenas relaciones con ella... y siendo amigas ella y yo, no había por qué molestarle a usted...»

-Acaba, hija, acaba -dijo Merino impaciente, tuteándola, con lo cual expresaba lo que la linda joven había desmerecido a sus ojos en el momento de declararse necesitada de dinero-. ¿Y cómo se te ha ocurrido venir a mí para esa necesidad? ¡Anda! creen que tengo yo el oro y el moro... No, hija: si en algún día dispuse de fondos, entre tramposos y estafadores me han limpiado, cree que me han dejado como una patena. ¿Qué dinero ha de tener nadie en un país donde no hay justicia, donde no se castiga a los bribones, donde los más altos dan el ejemplo de la inmoralidad y el ladronicio?

-¡Oh! sí, D. Martín, los más altos son los peores -dijo Lucila con arranque-. ¡Quién había de creer que Domiciana... que todavía no ha dejado de ser esposa de Cristo... porque esos votos no los rompe nadie, ¿verdad?... quién había de creerla capaz de una tan villana acción!... No se queje usted de que le hayan robado algún dinero, porque eso, el vil metal, ¿qué supone?...

-¡Que no supone! -exclamó el clérigo con extraordinario brillo en su mirada-. Los ahorros de toda mi vida, los cinco mil duros que a la Lotería gané, lo que me daba la Capellanía de San Sebastián, todo me lo han ido quitando con engaños y malos procederes.

-Quiero decir que esas pérdidas, aunque sean muy grandes, no se pueden comparar con otras... con que le quiten a una el corazón... el corazón y el alma, Sr. D. Martín... Por eso dije que el dinero no supone nada... El dinero no es más que una basura. Todo el que hay en el mundo, si fuera mío, lo daría yo por que me devolvieran lo que me ha quitado Domiciana... ¿Y a quién reclamo yo? ¿Quién me hará justicia?

-La justicia está en manos de los fuertes, y los fuertes no la usan más que en provecho propio, y en vituperio y perjuicio del humilde, del pobre, del limpio de corazón. Pero los fuertes caerán algún día... vaya si caerán... No hay ídolo de barro que resista a un buen empujón... Muchos que nos espantan por poderosos, nos harían reír si de un golpe los tiráramos al suelo y viéramos que son armadura de caña forrada de papeles; y más nos reiríamos si al hacerlos rodar de una patada, viéramos que ya por dentro, por dentro... se los van comiendo los ratones... ¿Usted me entiende?».

Decía esto el maldito viejo iluminando con la luz siniestra de sus ojos el rostro impasible, amarillo, de una rigidez estatuaria de talla vieja despintada y cuarteada. Lucila le miró, observando el marcado resalte de los pómulos que a la luz brillaban, redondos, con un deslucido barniz de santo viejo; observó también las dos grandes arrugas que descendían de la nariz chata hasta unirse con las comisuras de los delgados labios, y la extensa curva que estos formaban cayendo por sus extremidades... No entendía bien Lucila el lenguaje gráfico de aquel rostro, en el cual algo había de momia con vida, y lo que más claramente pudo descifrar en él, a fuerza de deletrearlo, era un inmenso desdén de todo el Universo.