Los novios/I

De Wikisource, la biblioteca libre.
Los novios: Historia milanesa del siglo XVI (1880)
de Alessandro Manzoni
traducción de Juan Nicasio Gallego
Capítulo I
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAPÍTULO PRIMERO.



Aquel ramal del lago de Como que, torciendo hácia el Sur entre dos cordilleras de montes, forma varios golfos y ensenadas, segun ellos se apartan ó se acercan, toma casi de repente curso y figura de rio, estrechándose entre un promontorio al lado derecho y una espaciosa ribera al izquierdo. El puente, que en este sitio abraza las dos orillas, presenta más patente á la vista semejante trasformacion, pareciendo que designa el punto en que termina el lago y empieza el Ada, rio que vuelve á tomar despues el nombre de lago, cuando alejándose de nuevo sus orillas, se espacian segunda vez sus aguas, resultando otras ensenadas y otros golfos. La ribera, obra del tiempo y de tres caudalosos torrentes, viene declinando desde la falda de dos montañas contiguas, llamada la una el Cerro de San Martin, y la otra el Recegon, voz lombarda que significa hoz ó sierra, y nace de la semejanza que le dan con estos instrumentos los nuchos picos en fila que terminan su cumbre: asi, el que la vea por su frente como desde las murallas de Milan que caen al Septentrion, no podrá ménos de distinguirla al instante, por las señas indicadas, de los demas montes de ménos nombradía y más comun configuraeion que componen aquella prolongada cordillera. Desde la orilla del rio va subiendo la ribera con suave y regular declive, que interrumpen despues algunas colinas y valles de poca extension, formando alturas y sinuosidades segun la estructura de los montes y el continuo lamer de las aguas. Los puntos más altos de aquel terreno, socavados por los cauces de los torrentes, están por lo comun cubiertos de piedras y cascajo, pero el resto son campos y viñedos, aldeas y granjas, con algunos bosquecillos que suben por la falda de los montes. No léjos del puente y tan cerca del lago, que en las grandes avenidas llega á circundarla, está situada Leco, la principal de aquellas poblaciones, tan aumentada en nuestros dias que casi presume de ciudad.

En el tiempo que sucedieron las cosas que vamos á referir no era ciertamente de tanta consideracion, pero ya se reputaba por un pueblo regular, y tenia su castillo, guarnecido por un comandante y soldados españoles, que cuidabạn de inspirar modestia á las muchachas del país, de sacudir el polvo de tiempo en tiempo á sus padres y maridos, y de esparcirse por las viñas en el otoño para aliviar en parte á los aldeanos del trabajo de la vendimia. Todo el terreno, desde el lago á los montes, de un collado á otro, de casería á casería, estaba y está cruzado de caminos y sendas, unas llanas y otras pendientes, quedando algunas tan hondas entre los vallados de las heredades, que apénas descubre el caminante otra cosa que el picacho de algun monte ó el pedazo de cielo que está sobre su cabeza. A veces permite la altura del terrena que la vista descubra perspectivas más ó ménos extensas, pero siempre variadas y ricas, segun campean ó se esconden los diferentes puntos y objetos de aquellos amenos contornos. Ya brilla y deslumbra por una parte la tersa superficie del lago, que oculta despues un grupo de árboles ó de casas. Ya vuelve á aparecer más extenso entre los montes que le circundan, y se pintan inversamente en sus ondas. A este lado se descubre el rio, más allá el lago, y el rio otra vez, que serpeando y luciendo como plata al piẻ de la cordillera que le acompaña, se pierde por fin y desaparece con ella en el horizonte.

Por uno de los caminos arriba descritos volvia de paseo hácia su casa, al caer la tarde del 7 de Noviembre de 1628, D. Abundo, cura de una de aquellas aldeas, cuyo nombre no se expresa en el manuscrito que nos sirve de guia. Iba rezando en su breviario pacíficamente, cerrándolo á veces entre salmo y salmo, y cruzando las manos á la espalda con un dedo puesto por via de señal entre las hojas. Ya caminaba con los ojos bajos, echando con el pie hácia las cercas los guijarros del camino, ya levantaba la vista fijándola en la cima de algun monte, en que los rayos del sol en su ocaso, penetrando por las quebradas de olro situado enfrente, formaban largas y brillantes fajas de púrpura.

Abierto otra vez el breviario, y rezando de nuevo, llegs á donde torcia el camino, y en este paraje levantó los ojos mirando adelante como solia hacerlo los demas dias. La senda despues de torcer seguia derecha como unos sesenta pasos, dividiéndose luégo en dos, de las cuales la derecha subia hácia la montaña, y era la que conducia á la parroquia, y la izquierda bajaba al valle hasta llegar á un torrente, siendo por esta parte más baja la pared. Las cercas interiores de las dos sendas, en vez de formar ángulo al reunirse, remataban en una pequeña ermita en que estaban pintadas várias figura punta, las cuales, segun la intencion del pintor, y á los ojos de los habitantes, debian significar llamas, alternando entre ellas ciertos mamarrachos como personas de medio cuerpo arriba, que significaban ánimas del purgatorio, y unas y otras de color de ladrillo sobre un fondo blan quizco, con algunos desmochados de trecho en trecho.

Al volver D. Abundo de la esquina, y dirigiendo la vista hácia la ermita, segun tenía de costumbre, vió lo que no esperaba ni hubiera querido ver. Casi en la confluencia de las dos sendas se hallaban dos hombres, uno enfrente de otro: el uno de ellos sentado en la pared más baja con una pierna colgando por la parte de adentro, y el compañero en píé, apoyado en la tapia de enfrente y con los brazos cruzados. Por el traje, el aire, y lo que podia divisarse desde el punto á que habia llegado el cura, era fácil inferir su condicion. Los dos llevaban en la cabeza una redecilla verde, que con gran borla caia sobre el hombro izquierdo, saliendo de ella en la frente un gran mechon de pelo á manera de tufo; dos grandes bigotes ensortijados por la punla chaquetilla ajustada al cuerpo, con un cinturon de gas, undosas, y acabadas en ta, cuero muy reluciente, de donde colgaban un par de pistolas. Pendiente del cuello, y caido sobre el pecho en forma de dije, traian un cuernecito con póivora. A la derecha salia de un bolsillo lateral de los anchos calzones el inango de un gran puñal, y colgaba á la izquierda una disforme I espada con el puño de metal muy labrado y terso. Manifestaba semejante atavio que aquellos dos hombres eran de los que en aquel tiempo se llamaban bravos ó valentones.

Esta clase de individuos, que en el dia ya no existe, era inuy antigua y entónces muy floreciente en la Lombardía.

Para dar una idea á los que no la tengan de su carácter principal, de los esfuerzos que se hicieron para extingu:rla y de su iarga y tenaz resistencia, preseutaremos los trozos auténlicos siguientes:

Desde el 8 de Abril de 1583, D. Cárlos de Aragon, príncipe de Castelvelrano, duque de Terranova, marqués de Avila, conde de Burgueto, grande almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milan y capilan general en Italia por S. M. C., «informado de los trabajos en que vivió »y vivia la ciudad de Milan por causa de los bravos ó va- »gamundos, publicó un bando contra ellos, declarando »estar comprendidos en él dichos bravos 6 vagamundos, »los cuales siendo forasteros 6 del pais no tienen oficio al- »guno, ó leniéndolo no lo ejercen, sino que sin salario 6 »con él, se ponen á la merced de algun caballero ó hidalgo, »oficial, ó comerciante, para guardarle las espaldas, 6 más »bien, como es de presumir, para armar asechanzas á »olros.» En el expresado bando se mandaba «que en el »término de seis dias saliesen del pais, bajo la pena de ga- »leras á los que no lo verificasen;» y se concedia á los dependicntes de justicia las facultades más ámplias y exiraordinarias para la ejecucion de la órden. El año siguiente, en 12 de Abril, sabedor el mismo capitan general de que la «ciudad estaba todavía llena de dichos bravos, »los cua'es vivian como ántes, sin haber mudado de con- »ducta, ni haber disminuido su número, » publicó otro bando más enérgico y riguroso, en el cual, entre otras cosas, mandeba «que cualquiera individuo de la ciudad ó »forastero á quien se le justificase con dos testigos ser »considerado, ó generalmente reputado, por bravo. 6 te- »ner este nombre, aunque no constase haber cometido de- »lito alguno, por la sola opinion de bravo, y sin más indi- »cios, pudiese por los jueces y por cualquiera de ellos ser »puesto ai cast go de la cverda y al lormento por infor- »macion sumaria... Y aunque no confesese delito alguno, »pudiese, sin embargo, ser condenado á tres años de »leras por sola la opinion y nombre de bravo.» Y concluia diciendo: «Todo estc, y lo demas que se omite, porque S. E.

»está resuelto á que todos le obedezcan.»

Al oir palabras lan terminantes, y disposiciones de tanto rigor, nadie habrá que no piense que todos los bravos desgaaparecerian para siempre: pero el testimonio de un personaje de no ménos autoridad ni ménos títulos nos obliga á creer lo contrario. Este es el Excmo. Sr. D. Juan Fernandez de Velasco, condestable de Castilla, mayordomo mayor de S. M. C., duque de Feria, conde de Haro, señor de la casa de Velasco, y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del estado de Milan, etc. «En 5 de Junio de »1593 tambien informado plenamente de los perjuicios y pruinas que causaban los bravos y vagamundos, y de los »pésimos efectos que por esta clase de gente resultaba al »bien público en menosprecio de la justicia, mandó de »nuevo que sa iesen del país en término de seis dias, re- »pitiendo las niismas penas y castigos de su autecesor.»

Luégo.el 23 de Mayo de 1598, «informado con no poco sen- »limiento suyo de que se aumentaba cada dia más en »aquella ciudad y estado el número de bravos y vagamun- »dos, y que dia y noche sólo se oian heridas alevosamente »dadas, homicidios y robos, y otros delitos semejantes »que cometian con tanta más facilidad cuanto confiaban en »el favor de sus principales y fautores, prescribia de »nuevo las mismas medidas y remedios,» aumentando la dósis como en las enfermedades rebeldes, y concluia el bando en estos términos: «Cuiden, pues, de no contrave- »nir.de modo alguno al presente bando, pues en vez de »encontrar clemencia en S. E., experimeniarán su rigor y »su cólera, por haber resuelto que éste sea el aviso último »y perentorio.»

Poco ó ningun efecto produjeron semejantes medidas, pues vemos renovadas las mismas disposiciones por el gobernador de Milan conde de Fuentes en 5 de Diciembre de 1600, por el marqués de Hinojosa en 22 de Seliembre de 1612, por el duque de Frias en 24 de Diciembre de 1618, por D. Gonzalo Fernandez de Córdoba en 5 de Octubre de 1627, y otros posteriores al tiempo en que ocurrió lo que vamos refiriendo:

Que los dos bravos arriba descritos estuviesen allf aguardando á alguno, era cosa de que no se podia dudar; lo que no agradó á D. Abundo fué el inferir, por ciertos movimientos, que él era la persona que esperaban. En efecto, asi que le vieron sa miraron uno á ctro, levantando la cabeza con cierto ademan como si dijesen: «alli viene.»

El que estaba á horcajadas en la cerca salLó al camino, y separándose de la pared el compañero, se dirigieron ambos bácia nuestro cura, el cual, con el breviario abierto como si leyera, alzaba la vista con disimulo por encima del libro para ver lo que hacian. Convencido de que se dirigian á él, le pasaron por la cabeza varios pensamientos.

El primero de todos fué el de discurrir rápidamente si entre él y los bravos habia alguna senda á derecha 6 á izquierda; pero no la habia. Hizo despues un rápido exámen para averiguar si habia hecho ofensa á algun poderoso vengativo; bien que le tranquilizó en parte el testimonio de la conciencia. Acereábanse entre tanto los bravos teniendo los ojos fijos en él. Puso entónces los dedos indice y medio de la mano izquierda entre el alzacuello como para sentarlo bien, y dando vuelta con ellos alrededor del cuello, volvia la cara todo lo que podia, torciendo al mismo tiempo la boca y mirando de reojo hasta donde alcanzaba, para ver si parecia gente por aquel contorno; pero no vió á nadie. Echó una mirada tambien inútilmente por el lado de la cerca á los campos, y otra con más disimulo delante de sí, sin ver más alma viviente que los dos bravos.

En semejante apuro no sabía qué hacerse. De volver atras ya no era tiempo: echar á correr era lo mismo que decir seguidme, 6 quizá peor: viendo, pues, que no podia evitar el peligro, se determinó á arrostrarle, porque aquellos momentos de incertidumbre eran para él tan penosos, que ya sólo pensaba en abreviarlos: de consiguiente, aceleró el paso, rezó un versículo con voz más alta, compuso el semblante lo mejor que pudo, manifestando serenidad y şosiego, se esforzó por preparar una sonrisa, y cuando se halló enfrente de los dos perillanes, dijo para si: ahora es ello,» y se quedó parado.

—Scñor cura,-dijo uno de los bravos, mirándole de hito en hito.

—¿Qué se le ofrece á usted, amigo?-contestó inmediatamente D. Abundo levantando los ojos del breviario que tenía abierto en las dos manos.

—¿Está usted en ánimo-prosiguió el otro con tono amenazador-de casar mañana á Lorenzo Famallino con Lucía Mondella?

—Ciertamente,-respondió con voz trémula D. Abundo;- es decir, que como no hay dificultad ni impedimento...

Usledes son personás que conocen el mundo, y saben cómo van estas cosas. El pobre cura nada tiene que ver ca eso:

hacen entre ellos sus enjuagues, y luégo vienen á nosotros como... en fin...

—-En fin,-interrumpió el bravo con voz moderada, pero con el tono de quien manda,-tened entendido que este casamiento no se ha de hacer ni mañana, ni nunca. -Pero, señores,-replicó D. Abundo con la voz pacata de un hombre que quiere persuadir á un impaciente;-pero, señores, pónganse ustedes en mi lugar. Si ia cosa estuviese en mi mano... Ya ven ustedes que yo no tengo en ello interes alguno.

—¡Ea!-interrumpió otra vez el bravo:-si la cosa se hubiese de decidir con argumentos, convengo en que no saldriamos bien librados; pero nosotros no entendemos de razones, ni nos gusta maigastar saliva. Ya estais prevenido...

y al buen entendedor...

—Ustedes son demasiado racionales para...

—Como quiera,-interrumpió el bravo que hasta entónces no habia hablado,-el casamiento no ha de hacerse... (aquí echó un tremendo voto). y el que lo hiciere no tendrá que arrepentirse, porque le faltará tiempo, y... (aquí otro volo).

—¡Vaya, vaya!-repuso el primer bravo;-el señor cura conoce el mundo, y nosotros somos hombres de bien, que no queremos hacerle daño, siempre que tenga prudencia.

Señor cura, reciba usted expresiones del Sr. D. Rodrigo.

Este nombre hizo en el ánimo de D. Abundo el mismo efecto que en noche de tormenta un relámpago, que iluminando rápida y confusamente los objetos, aumenta el espanlo. Bajó como por instinto la cabeza, y dijo:

—Si ustedes supiesen indicarme un medio...

—ilndicar medios á un hombre que sabe latin!-interrumpió el bravo con una sonrisa cntre burlona y feroz.- Eso le toca á usted. Sobre lodo, chiton; y nadie tenga noticia de este aviso que le damos por su bien. De lo contrario... ¿Está usted? Hacer semejante casamiento sería lo mismo que... En fin, ¿qué quiere usted que digamos al señor D. Rodrigo?

—Que soy muy servidor suyo.

—No basta, señor cura. És preciso que usted se explique.

—Siempre, siempre dispuesto á obedecer sus mandatos...

Pronunciando D. Abundo estas palabras, él mismo no sabía si hacía un mero cum plimiento, 6 una prcmesa. Tomáronla los bravos, 6 aparentaron lomarla, en este último sentido, y se despidieron, dándole las buenas tardes. Don Abundo, que poco ántes hubiera dado un ojo de la cara por no verlos, deseaba ahora prolongar la plática, y así cerrando el breviario con ambas manos, empezó diciendo:

«Señores...» pero los bravos sin dar!e oidos tomaron el camino por donde él mismo habia venido, y se ausentaron, cantando cierta cancioncilla que no quiero copiar. Quedó el pobre D. Abundo un momento con la boca abierta, como quien ve visiones; tomó luégo la senda que conducia á su casa, echando con trabajo un pié delante del otro, porque los dos se le figuraban de plomo, y tan consternado como podrá inferir más fácilmente el lector, despues de que tenga dalos más puntuales acerca de su carácter, y de la condicion de los tiempos en que le habia tocado vivir.

D. Abundo no babia nacido con un corazon de leon (como lo habrá advertido ya el lector), y desde sus primeros años hubo de convencerse que en tales tiempos no habia condicion más miserable que la del animal que, naciendo sin uñas ni garras, no siente en si la menor inclinacion á dejarse devorar por otro. Entónces la luerza legal no era bastante á proteger al hombre sosegado y pacifico que no tuviera otros medios de meter miedo á los demas; no porque faltasen leyes y penas contra las violencias privadas; åntes por el contrario, las leyes llovian sin consuelo; los delitos estaban enumerados, y especificados con fastidiosa prolijidad; las penas, sobre ser brutalmente severas, eran agravadas en cada ocurrencia por el mismo legislador y sus mil ejecutores, y la forma de enjuiciar propendia á que el juez no encontrase impedimento en condenar á su antojo, como lo atestiguan los bandos contra los bravos, de que acabamos de dar noticia: por la misma razon dichos bandos publicados y repetidos de gobierno en gobierno, 8ólo servian para manifestar con énfasis la impotencia de sus autores; y si producian algun efecto inmediato, era únicamente el de añadir muchas vejaciones à las que los bombres débiles y pacificos sufrian de parte de los perturbadores, y de aumer.tar las violencias y las astucias de estos ú'timos. La impunidad estaba organizada y lenia raíces, å que no alcanzaban, 6 que no podian arrancar los bandos.

Tales eran los asilos y privilegios de algunas clases de la sociedad, unos reconocidos por la misma fuerza legal, otros tolerados con culpable silencio, y otros disputados con vanas prote vados por las mismas clases, y casi por cada individuo, con todo el empeño que inspira el interes, 6 la vanidad de familia. Esta impunidad, pues, que amenazaban é insultaban los bandos sin destruirla, debia naturalmente, á cada amenaza y á cada insulto, emplear nuevos medios y nuevas tramas para sostenerse. En efecto así sucedia, pues en cuanto se publicaba un edicto contra los opresores, buscaban éstos en su fuerza material los arbilrios más oporpero sostenidos de hecho, y conser tunos para continuar haciendo lo que prohibian los bandos.

Estos, á la verdad, podian molestar y oprimir á cada paso al hombre incaulo que no tuviera fuerza propia ni proteccion, porque con el fin de extender sus disposiciones á todo hombre para precaver castigar todo delito, sometian cada movimiento de la voluntad privada á la voluntad arbitraria de mit magistrados y ejecutores. Pero el que ántes de cometer ei delito habia tomado sus medidas para acogerse á tiempo á un convento, ó á un palacio en donde nunca hubiesen puesto el pié los esbirros; el que sin olra precaucion llevaba una librea, que empeñase la vanidad 6 el interes de una familia poderosa 6 de una corporacion á defenderle, podia reirsc de toda la bulla de los bandos y de los edictos. De los mismos que estaban encargados de su ejecucion, algunos pertenecian por su nacimiento á las clases privilegiadas, otros dependian de ellas por clien- Lela; unos y otros habian abrazado sus máximas por educacion, por interes, por hábito, ó por imitacion, y se hubieran guardado de faltar á ellas en obsequio de un pedazo de papel pegado á una esquina.

Por otra parte, aunque los hombres encargados de su inmediąta ejecucion hubiesen sido lan resueltos como héroes, tan obedientes como monjes, y tan resignados como márlires, jamás hubieran llegado .á conseguir el intento, tanto por ser inferiores en número á aquellos con quienes debian entrar en pugna, cuanto por la frecuente probabilidad de que los abundonasen, y quizá los sacrificasen los mismos que en abstracto, ó digámoslo así, en teoria, les mandaban obrar. Ademas, estos encargados eran, por lo regular, hombres malos, canalla sacada de la hez del pueblo; su mismo encargo se tenía por vil, y su nombre como una afrenta. De aqui es facıl inferir que tlales gentes, léjes de aventurar su vida en una enipresa casi imposible, venderian su inaecion y-áun su connivencia á los poderosos, y se limitarian á ejercer sus detestadas facuitades y la fuerza que tenian en aquellas ocasiones en que no hubiese riesgo en oprimir, esto es, en vejar á los habitantes pacíficos é indefensos.

El hombre que trata de hacer daño ó teme que se lo hagan, busca naturalmente aliados y compañeros; así es que en aquellos tiempos llegaba al exceso la tendencia de los individuos á reunirse en clases, á formar nuevas corporaciones, y á aumentar la fuerza de aquellas á que pertenecian. El clero trabajaba en defender y extender sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, y el militar sus fueros. Los comerciantes y los artesanos se reunian en sociedades y corporaciones; los letrados formaban liga, y hasta los médicos se clasificaban en compañías. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenia su fuerza propia y particular, y el individuo encontraba en cada una la ventaja de emplear para si, en proporcion de su crédito y de su habilidad, la fuerza de muchos. Los más honrados se valian de esta ventaja para su defensa, y los astutos y malvados se aprovechaban de ella para el logro de sus siniestras empresas, que no hubieran podido llevar á cabo con sóio el auxilio de sus medios personales, y ménos asegurar su impunidad. Sin embargo, la fuerza de estas diversas ligas era muy desigual, sobre todo, fuera de las ciudades; el noble rico y perverso, con una cuadrilla de bravos, y rodeado de aldeanos acostumbrados por tradicion doméstica, é interesados, ú obligados á considerarse como súbditos ó soldados del amo, ejercia un poder al cual no era fácil que pudiese contrareslar asociacion alguna.

Nuestro D. Abundo, pues, no siendo ni noble, ni rico, ni valiente, conoció cası al salir de las mantillas, que se hallaba en aquella sociedad como un vaso de barro precisado á caminar en compañia de otros muchos de hierro; de consiguiente se conformó gustoso con la voluntad de sus padres que le destinaron å la lglesia. A decir verdad (y sin que por esto se desentendiese de las obligaciones y fines sublimes del ministerio á que se dedicaba), el proporcionarse los medios de vivir con alguna comodidad, é introducirse en una clase fuerte y respetable, le parecieron desde luégo dos razones más que suficientes para semejante eleccion. Pero una clase, cualquiera que fuese, no favorecia ni aseguraba al individuo sino hasia cierto punto, y ninguna le dispensaba de formarse un sistema particular. Ocupado continuamente D. Abundo en mirar por su propia seguridad, no codiciaba aquellas ventajas cuyo logro exigia trabajar mucho 6 arriesgarse algun lanto. Šu sistema consistia principalmente en evitar toda contienda, y en ceder en aquellas de que no podia librarse: neutralidad desarmada en todas las guerras que se encendian por aquel contorno de resultas de las competencias, entónces frecuentisimas, entre el clero y la potestad civil, y de los altercados tambien muy frecuentes entre militares y nobles, entre nobles y magistrados, y entre valentones y soldados, y hasta en las quimeras entre dos aldeanos, originadas por una palabra y decididas á palos 6 á puñaladas.

Si á la fuerza se veia precisado á tomar parte entre dos contrineantes, se declaraba siempre en favor del más fuerte; pero sin abandonar la retaguardia, y procurando manifestar al contrario que no era su enemigo por su propia voluntad. En fin, con mantenerse léjos de los poderosos, con disimular sus fechurfas ligeras, con tolerar las más graves y trascendentales, y con obligar por medio de sa- Tados y profundas reverencias á los más vanos y desdeño- 8o8 á corresponderle con una sonrisa cuando le encontraban, llegó el buen hombre á vadear los sesenta años de su vida sin grandes borrascas.

Esto no es decir que no tuviese tambien él su poquito de hiel en el cuerpo; y la necesidad continua de aguantar, el dar siempre la razon á los demas, y las muchas pildoras amargas que callando habia tenido que tragar, se le habian acedado en términos, que si no hubiese podido darle de cuando en cuando un poco de desahogo, hubiera padecido bastante su salud. En efecto, como habia en el mundo y á su lado personas que tenía por incapaces de hacerle daño, desabogaba con ellas su mal humor por largo liempo reprimido, y podia satisfacer su de3eo de ser algun tanto caprichoso y de regañar sin razon. Por otra parte, era un censor rígido do los hombres que no se conducian como é1, con tal que en la censura no hubiese el menor riesgo.

El apaleado era para él, cuando ménos, un imprudente; el muerto habia sido siempre un hombre turbulento; al que, por haber sostenido su derecho contra un poderoso, salia con las manos en la cabeza, siempre le encontraba don Abundo alguna culpa, cosa bastante fácil, porque nunca la razon y la sinrazon tienen tan claros y exactos límites que no se hallen de algun modo mezcladas una con otra.

Declamaba sobre todo contra sus compañeros, que de su cuenta y riesgo tomaban la defensa de algun débil oontra un opresor poderoso. A esto llamaba él comprarse cuidados y querer enderezar el mundo; y regularmente concluia todos sus discursos con esta máxima: que casi nunca le sucede mal al que no se mete en camisa de once varas.

Háganse ahora cargo nuestros lectores de la impresion que haria en el ánimo de D. Abundo el encuentro que hemos referido. El susto que le causó el terrible ceño de los valcntones, el escándalo de aquellos votos, las amenazas de un podero80 que nunca amenazaba en balde, su sistema de vida alterado en un momento despues de tantos. años de estudio para mantenerle, el atolladero sin salida en que se hallaba; todos estos pensamientos rodaban tumultuariamente en la cabeza de D. Abundo, el cual se decia á sí mismo:

—Si pudiera enviar á pasear á ese Lorenzo!... ¡Válgame Dios! ¿qué podré yo decirle? Sobre todo... jél tambien tiene una cabecilla!... muy buena si no le tocan; mas si le contradicen, adios, es una furia, y más ahora que está enamorado perdido de esa Lucía!... ¡Mozalbetes, que no saben qué hacerse, se enamoran, y quieren casarse luégo, sin hacerse cargo de los conflictos en que ponen á los hombres de bien!... Yo no sé por qué aquellos dos bribonazos no irian con su intimacion á otra parte... ¡Qué desgracia no haberme ocurrido entónces esia especie! pudiera habérsela insinuado...

Pero reflexionando D. Abundo que el arrepentirse de no haber aconsejado una maldad era cosa demasiado inicua, volvia toda su cólera contra el que turbaba su sosiego. No conocia á D. Rodrigo sino de vista y de fama, ni habia tenido con él otras relaciones que la de tocar el pecho con la barba y el suelo con el sombrero. las pocas veces que le habia encontrado. Habiale ocurrido más de uħa vez defenderle contra los que privadamente reprobaban alguna de sus iniquidades; mil veces habia dicho que era persona muy respetable; pero ahora le dió en su interior todos aquellos titulos que nunca oyó en otras ocasiones sin interrumpirlos con un «;vaimos, vamos, p0- cas murmuraciones.»

Llegado entre el tumulto de semejantes ideas á la puerta de su easa, situada en la extremidad de la aldea, melió aprisa el picaporte, que ya tenía en la mano, abrió, entró, y cerró de nuevo con mucho cuidado; y ansiando por halarse con persona de su confianza, empezó á gritar: «;Perpetua! ¡Perpetua!» dirigiéndose al comedor en que aquella estaba poniendo la mesa para cenar. Era Perpetua, como ya lo conjeturará cualquiera, el ama de D. Abundo, criada afecta y fiel, que sabia obedecer y mandar á su tiempo, y sufrir con oportunidad los regaños y las extravagancias del amo, para hacerle luégo sufrir las suyas, que eran de dia en dia más frecuentes, pues ya habia pasado la edad sinodal de los cuarenta sin haberse casado, bien fuese por haber desechado, segun ella decia, no pocos parlidos, bien por no haberse presentado ninguno, segun se decia en el pueblo.

—Voy,-respondió Perpetua, dejando en la mesa la botella del vino predilecto de D. Abundo.

Y echó á andar pausadamente; pero aún no habia llegado á la puerta del comedor cuando entró su amo, tan mustio, y con las facciones tan alteradas, que no se necesitaban los ojos expertos de Perpetua para conocer al instante que le habia sucedido algun contraliempo.

—Jesus! Señor, qué tiene usied?

—Nada, nada,-respondió D. Ahundo, sentándose con agitacion en su silla poltrona.

Cómo nada? A mf me lo querrá usted decir! Segun esa cara, es imposible que no le haya á usted sucedido alguna cosa.

—Déjame en paz por Dios! Cuando digo que no es nada, 6 es nada, 6 es cosa que no puedo decir.

—¿Conque lampoco á mí? ¿Quién cuidará de la salud de usted? iquién le dará un buen consejo?

—Vaya, calla, y dáme un poco de vino.

—Y usted querrá darme á entender que no tiene nada?- dijo Perpetua llenando el vaso, que mantenia luégo en la mano, como si no quisiese soltarlo sino en pago de que le declarase lo que —Tráelo, tráelo,-dijo D. Abundo.

Y tomando el vaso con mano no muy firme, se echó al euerpo el vino tan aprisa como si fuera una purga.

—Conque tendré yo que ir á preguntar por la vecindad qué es lo que le ha sucedido á mi amo?-dijo Perpetua de pié delante de él, puesta en jarras y con los ojos clavados en su rostro.

—iPor amor de Dios, no me fastıdies! déjate de alharacas. Se trata... nada ménos que de la vida.

—¿De la vida?

—Sí, de la vida.

—Bien sabę usted que cuando me ha dicho algo en confianza, jamás...

—S1, como cuando...

Advirtió Perpetua al momento que habia tncado mala tecla, y variando de registro:

—Señor,-dijo con voz enternecida y para enternecer,- yo sienpre he querido á usted, y si ahora deseo saber lo que le ha sucedido, no es más que porque me intereso en aliviar á usted, en socor Lo cierto es que D. Abundo lenia tanta gana de echar fuera su secreto, como Perpetua de saberlo; por lo que, despues de haber repelido cada vez más débilmente sus várias acometidas, despues de haherle hecho jurar por más de una vez que no resollaria, por fin con muchas interrupciones y muchisimos intercalares le contó el sucesoaconsejarle y conso 'arle. Cuando pronunció el nombre del autor del atentado, no pudo Perpetua contenerse, y echó un voto. Al oirle don Abundo se dejó caer sobre el respaldar del sillon con un gran suspiro, y levantando las manos al cielo, exclamó:

—¡Perpetua, por amor de Dios!

—iJesus. mil veces!-prosiguió cl ama;-iqué pícaro! iqué bribonazo! ;Qué hombre tan sin temor de Dios!

—¿Quieres callar, ó quieres perderme para siempre?

—Aquí estamos solos; nadie nos oye. Y cómo se compondrá usted, pobre señor?

—No está mala la salida,-dijo D. Abundo con enfado.- ¿El parecer que me has ofrecido es preguntarme cómo me compondré?

—Yo bien le diria mi parecer bueno 6 malo; pero...

—Oigámoslo.

—Mi parecer serfa, que como todos dicen que nuestro Arzobispo es un santo, un hombre de sumo respeto que no teme á esos bribones, y que se complace por sostener á un párroco en meter en costura á uno de esos prepotentes, yo le escribiria una cartita muy bien puesta, informándole de todo, y...

—Calla, calla, no digas más. ¿Y es ese el famoso parecer que me das en tan duro conflicto? Cuando me hayan sepultado en los riñones un par de balas, ¡Jesus! ¿lo remediará el señor Arzobispo?

—Pues qué, las balas se reparten así á dos por tres como los confites? ;Dios nos librara si esos perros mordiesen todas las veces que ladran! Yo siempre he visto que al que enseña los dientes todos le respetan, y dice bien el refran, que al que se hace de miel las moscas se lo comen.

Justamente porque usted nunca sostiene su razon, todos vienen á... 'con perdon hablando...

—¿Quieres calar?

—Ya callo; pero es muy cierto que cuando las gentes ven que uno siempre y en todos los lances se deja sopapear...

—iQuieres callar, repito? ¿Estamos ahora para esas badajadas?

—En fin, basta; consúltelo usted esta noche con la almohada; pero entretanto no empiece á hacerse daño á sí mismo y á arruinarse la salud. Coma usted un bocado.

—Sí, si, yo pensaré en ello,-respondió D. Abundo refunfuñando.-Ya lo sé,-prosigui6 levantándose:-nada quiero tomar, nada. ;Buena gana tendré yo de comer! Ya sé que á mi me toca discurrir lo que se debe hacer. —Vaya otra gotita,— dijo Perpetua, echando vino en el vaso.—Ya sahbe usled que éste le conforta el estómago.

—¡Ah! no, basta; otra cataplasma se uecesita, otro confortante.

Diciendo esto, tomó la luz y prosiguió refunfuñando:

—¡Ahí es un grano de anis! ¡Que esto me suceda á mi, á un hombre como yo!

Con estas y otras lamentaciones se dirigió á su cuarto para acostarse. Llegando á la puerta se paró un momento, se volvió hácia Perpetua, y poniendo el dedo índice en los labios, dijo con tono lento y muy recalcado:

—¡Perpetua, por amor de Dios!

Y se metió adentro.