Los relojes del soldado

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Los relojes del soldado
de Félix María Samaniego

Dieron alojamiento

a un tunante sargento

en la casa de cierta labradora,

viuda, joven, con humos de señora,

cuyo genio intratable

en breve con su huésped se hizo amable,

habiendo reparado

que era rollizo, sano y bien formado;

tanto, que dijo para su capote:

-¡ Vaya! Tendrá un bellísimo virote.

Al tiempo que cenaron,

mil pullas a los dos se les soltaron,

y después el sargento

dijo: -Patrona mía, lo que siento

es que mi compañía

marcha al romper el día,

por lo cual tendré que irme tempranito,

y quizá no habrá en este lugarcito

un reloj de campana

que se oigan dar las tres por la mañana.

-Aunque no haya ninguno,

la viuda respondió, yo tengo uno

en mi corral guardado,

que es más fijo que el sol por lo arreglado:

mi gallo, que no atrasa ni adelanta,

porque a la aurora sin falencia canta.

-Yo también, respondiola prontamente

el sargento, un reloj conmigo tengo

que, cuando está corriente,

todas las horas da que le prevengo;

pero para arreglarle

es preciso las péndolas colgarle,

dándolas movimiento

mientras que el minutero toma asiento,

que, en teniéndolas a gusto,

apunta bien y da las horas justo;

mas yo, solo y cansado,

no le puedo poner en tal estado.

-Lo hará el señor sargento con mi ayuda,

le dijo la viuda.

-Tanto mejor, exclama

el tunantón; pero será en la cama.

Y no lo dijo en vano,

que, tomándola luego de la mano,

al lecho la conduce y,

halagándola, pronto la reduce

a que en forma se ponga:

el minutero mete,

las péndolas le cuelga y arremete

tan firme a la patrona a troche y moche,

que dio todas las horas de la noche.

Gustosa la viuda, aunque cansada,

vino a dormirse hacia la madrugada,

y también el sargento, sin cuidado,

en el gallo fiado,

cogió el sueño, contento

de la repetición del movimiento.

Y bien entrado el día,

le despertó la prisa que tenía

de marcharse temprano,

porque no cantó el gallo, o cantó en vano;

y viendo que ya había falta hecho,

al corral fue derecho,

pilló al pobre reloj de carne y pluma,

y con presteza suma

el pescuezo torciole

y en el morral, colérico metiole.

Queriendo antes de irse

de su amable patrona despedirse,

volvió a entrar en la alcoba

y encontró a la muy boba

destapada y despierta;

conque cerró la puerta

y, montándola presto,

le dijo: -Mi reloj se ha descompuesto

otra vez y, antes de irme en tal estado,

quiero que me lo pongas arreglado.

La dócil labradora

lo arregló y le hizo dar la última hora;

y él, de la compostura agradecido,

tomó la puerta habiendo concluido;

mas ya en la calle, díjola en voz alta:

-Si su reloj, patrona, le hace falta,

no se la dé cuidado,

porque andaba también algo atrasado,

y yo para ponerlo como nuevo,

en mi morral a componer lo llevo.