Los seis velos/I

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Primera Parte.[editar]

El velo blanco.


I


Habla Rafael


¿Porqué estaba yo triste a los diez y ocho años?

Todo me sonreía. Era rico; pertenecía a la familia más ilustre de mi pueblo; amábanme mis padres; había sido dotado por Dios de un alma entusiasta; adoraba lo bello y lo grande, y todo era bello y grande para mí en la tierra y en el espacio.

La muerte del día, el amanecer de la luna, los rumores del campo que me vio nacer, los himnos amorosos que preceden al sol por la madrugada, el variado aroma de las flores, todo hablaba a mi corazón... Pero ¡ay! su lenguaje era triste, desconsolador, como la memoria de un bien perdido...

¡Lloraba yo! ¿Por qué?

¿Era el sufrimiento mi predestinación? ¿Traje en mi alma el germen de la melancolía? ¿Había sellado Dios mi frente con la marca de un dolor indefinible, excepcional, privilegiado?

¿Por qué no era yo como los demás hombres? ¿Por qué mi disgusto hacia las cosas que ellos amaban tanto? ¿Por qué mi aislamiento sobre la tierra? ¿Qué deseaba yo? ¿Qué necesitaba? ¿Qué aristocracia de seres representaba en la vida? ¿Era yo más ángel o más demonio que el resto de la humanidad? ¿Cuál era mi jerarquía? Degradación o preeminencia, ¡yo la aborrecía, yo la rechazaba! Ser como todos era mi constante deseo... ¡Había en mí una superabundancia de vida que me agobiaba! ¿Qué crimen había yo cometido antes de nacer para que se me impusiera aquel tormento extraordinario? ¿Qué premio más alto que el de los demás me esperaba a mí en pago de tan incesante martirio? ¡Ah! ¡Cuánto me odiaba!

En esta situación decidí viajar, a fin de esparcir mi alma por el universo y dejar en cada horizonte una cantidad de pensamiento y de melancolía.


II


A Agustín Bonnat


-Agustín, ¿cómo se llama la enfermedad que sufría mi amigo?

-Celibato intelectual, moral y físico.

-¿Qué lo produce?

-El demasiado talento madurado precozmente en la soledad, o sea en compañía de tontos y de necios.

-¿Cómo se cura?

-Con tres mujeres: primero, una coqueta; luego, un ángel que se muera amando al paciente, y, por último, una mujer que se haga amar.

-¿Qué le pasa si carece de las tres?

-El pobre sucumbe al dolor de estómago.

-¿Y si sólo halla la coqueta?

-Se suicida.

-¿Y si da con un ángel, y el ángel no se muere?

-Se casa; se aburre más que de soltero; hace del ángel un demonio, y revienta de una plétora de vino.

-¿Y si halla a la mujer amable y amanda antes que a las otras?

-No hace caso de ella, ni la comprende...

-¿Y si llega el ángel antes que la coqueta?

-El enfermo muere a manos de su presunto suegro.

-¿Y si tropieza con la mujer amada después de salir de manos de la coqueta y antes de ver morir al ángel?

-Entonces pagan justos por pecadores.

-Pues bien, Agustín: Rafael se libró de todo eso porque no encontró a ninguna de las tres...

-¿Qué mujer halló entonces?

-¡A las tres resumidas en una sola! Total, ¡nada!

-Es decir, una sal neutra... ¡Desgraciado Rafael!

-Tu dixisti.


III


De Agustín Bonnat


Aquí se me hace indispensable advertir al lector que, cuando habla Agustín Bonnat, no es por cuenta suya.


Lo que él dice lo digo yo.


Y no puede ser de otro modo, supuesto que nos separan trescientas cincuenta leguas, parte de ellas de Monarquía española y parte de Imperio francés.


Porque estoy en París; en el París de Alfonso Karr; en la residencia del gran maestro de este nuevo género de literatura que Agustín y yo nos hemos propuesto cultivar desaforadamente, hasta que nuestros lectores pierdan el juicio...


IV


Sigue Rafael


La primera vez que la vi, fue al rayar el alba de un día de Enero.


Cruzaba yo a caballo la antigua villa de ***, sin pensar en detenerme en ella. Había entrado por una puerta para salir por la otra y continuar mi camino.


Te he dicho que amanecía.


Los ruidosos pasos de mi caballo turbaban solamente la quietud de la dormida población.


Yo iba mirando a los cerrados balcones, saludando con la imaginación a todos aquellos seres desconocidos que dejaba detrás de mí y que suponía entregados al sueño, o bien pensaba en que seguirían viviendo allí rutinariamente más o menos años, sin noticia alguna de que yo había pasado una mañana por delante de sus viviendas, hasta que la muerte los obligase a viajar también a ellos, de quienes, al cabo de cierto tiempo, tampoco tendrían noticia o memoria los nuevos habitadores de sus hogares...


De pronto vi moverse las blancas cortinillas de un balcón, levantadas por linda mano que parecía de marfil, y luego divisé una cabeza despeinada y curiosa que se pegaba a los cristales para verme pasar...


Detuve mi caballo.


Érase una hermosísima joven, de diez y siete a diez y ocho años, blanca como la nieve. Anchos bucles de cabellos negros encerraban unas facciones correctas y delicadas, de pureza encantadora. Sus ojos, negros también, tenían aquella mirada tranquila que hace meditar al hombre en quien se detiene, y sus labios ostentaban cierto orgulloso desdén, propio de las clases mimadas por la fortuna...


Mal hice en detener mi caballo..., y muy mal también en saludar a la gentil madrugadora...


Ella no me contestó; pero tampoco dio señales de enojo, de turbación, de burla ni de complacencia...


Limitóse a dejar caer la cortinilla, ocultándose a mi atrevida mirada, y yo me alejé más triste que nunca...

..............................


Medita en este encuentro.


Si yo hubiera tropezado con una mujer semejante en cualquiera gran población, indudablemente me habría sorprendido su rara belleza; pero al cabo de un minuto la habría olvidado... Mas encontrármela al cruzar por una aldea, al amanecer y como sola en el mundo; perderla al encontrarla; verla morir para mi vida cuando mi amor podía haber nacido para ella; dejarla así entregada a un destino en que yo nunca influiría; sospechar que detrás de mí vendría otro hombre y se haría dueño de su corazón; pensar en que ella acaso me hubiera dado la ventura, y en que yo había pasado a su lado sin demandársela..., ¡esto era ya, para mí melancolía, casi una pasión malograda por la fatalidad!


Así fue que súbitamente sentí remordimientos, como si hubiera hecho mal en no quedarme en aquella villa; dolor, como si acabara de perder a una amiga de mi infancia; celos, como si aquella niña me hubiera jurado eterno amor; y amor, como si en el minuto que había estado mirándola se hubiese detenido mi existencia a la manera de un reloj que se para...


Todo el día y el siguiente, es decir, todo el viaje, fui pensando en mi aparición.


¿Quién era? ¿Por qué estaba levantada a aquella hora? ¿Esperaba a su amante? ¿Acababa de separarse de él?


Aquí me asaltaban penosas ideas: mi imaginación se trazaba cuadros desesperadores; la envidia me roía el alma.


¿Había reparado en mí? ¿Me recordó en el resto del día? ¿Creó hipótesis sobre mi destino, como yo acerca del suyo?


¡Ya ves hasta qué punto era yo loco en aquel tiempo! -Por lo demás, hazte cargo de que las emociones que intento traducirte con palabras son de aquellas que el juicio persigue inútilmente, o que no pueden ser aprisionadas en el molde de un concepto. De las verdades que se sienten y no se explican, es una historia que estoy contando...


Hoy mismo creo aún distinguir el rostro de aquella niña entre el blanco tul de las cortinillas del balcón, y lloro lo mismo que lloré aquella mañana...


Como amanecía, creí por un momento que era la aurora, medio velada todavía en los vapores de la noche...


Como aun era algo de noche, la creí la luna pálida de celos al verse frente de la aurora...


Y desde aquel día la adoré con toda mi alma.


V


A Agustín Bonnat


En este punto, mi querido Agustín, pienso y siento lo propio que mi infortunado amigo Rafael.


No sé en qué consiste que los hombres de cierto temple nos enamoramos de la última desconocida que vemos al paso...


Tal vez sea por atormentarnos a nosotros mismos, como el personaje de Terencio...


¿No hay seres que sólo aman lo difícil, lo irrealizable?


Pues irrealizable es un deseo, siempre fijo en lo que ya ha quedado atrás.


Oye y maravíllate.


Cuando la diligencia en que yo voy cruza al galope de diez caballos por la calle de una aldea cualquiera, me entran ganas de casarme con todas las zagalas que me miran estólidamente.


-¡Qué feliz sería yo aquí! -me digo a cada momento. -¿Dónde hallaré otra mujer como ésa?


Y la diligencia corre, y el meteoro desaparece... Pero me queda la melancolía en el alma.


Recuerdo que una tarde pasé por cierto pueblo de la Mancha.


Era domingo.


Yo no lo sabía, o no lo recordaba en aquel instante; pero los cuellos limpios de los lugareños y los zapatos de cordobán de las zagalas me hicieron caer en la cuenta.


Mediaba Mayo.


La tarde era tranquila, transparente, embalsamada.


El mundo parecía un vasto diván preparado para dos amantes.


Los ancianos labradores manchegos paseaban por el campo.


Los mozos se contoneaban por las esquinas con su eterno aire amenazador.


Las muchachas jugaban, cantaban, bailaban, y se burlaban de nosotros los inquilinos de la diligencia.


¡Cómo me entristeció aquel sencillo cuadro de paz, de ignorancia, de fidelidad doméstica!


¡Cómo envidié las almas estúpidas de aquellos aldeanos!


¡Cómo amé a todas aquellas jóvenes castas, devotas e inciviles!


Y sin embargo, escribo esta historia en la patria de Rafael Valentín, el héroe de la Piel de Zapa.


Desde mis balcones se ve el Puente Nuevo, y debajo el luctuoso Sena...


Mañana se estrena en la Grande Ópera Las vísperas sicilianas, última obra de Verdi.


¿Qué son ya para mi corazón todas las zagalas de la Mancha?


FIN DE LA PRIMERA PARTE


Comentario del autor[editar]

Amigos lectores:


Antes de proseguir detengámonos un momento a meditar sobre la blancura, color o anticolor que resalta en esta primera parte de mi historia.


Blanca ha sido nuestra heroína; blanco es el invierno, estación en que la hemos conocido; blanca es el alba, a cuya luz dudosa se han realizado los graves acontecimientos que preceden; blanco es el velo a través del cual ha visto Rafael a su desconocida, pues no me negaréis que una cortinilla es un velo; en el blanco empieza la gradación de la paleta; blanco era todo el papel que llevo emborronado desde que empecé esta narración, y blanca es la inocencia que precede a los amores.


Con razón, pues, se llama esta primera parte El velo blanco.


Añadiré ahora que yo amo la blancura. La amo:


En Sierra Nevada, paloma enorme que cobija bajo sus alas purísimas a Granada la Sarracena;


En las nubes de incienso que suben a la cúpula del templo católico, entre las harmonías del órgano sagrado... (Por eso no soy protestante);


En una media de seda, o sea en dos;


En el majestuoso hábito de un fraile dominico;


En la lana de los corderos que se comen la hierba de los valles;


En el cantar de Salomón, cuando nos describe las recónditas bellezas de la mujer bien amada;


En un limpio mantel;


En una rabiosa cascada, cubierta de espuma como un caballo indómito;


En las provincias vascongadas, donde no hay papel sellado, sino blanco por excelencia foral;


En una hermosa dentadura;


En la cabellera de un anciano, hombre de bien, que parece en su casa una bendición de Dios:


En un tazón de rica leche, si me lo sirven en el campo, bajo los árboles, al anochecer;


En un fantasma... (¡Creo en ellos: los he visto!);


En una bandera de paz después de largos años de guerra;


En un día de invierno, cuando nieva mucho y yo estoy sentado a la chimenea, viendo el campo a través de dobles cristales, olvidado de los pobres que se hallan sin pan, ni casa, ni trabajo, ni abrigo;


En un pañuelo de batista que me dice, ¡adiós! a lo lejos, cuando doblo la esquina de cierta calle;


En una azucena;


En la vela que cruza los mares con dirección a los puertos que adoro en mi memoria;


En una bata de muselina con una mujer dentro, sentadas ambas a una reja, en el mes de Septiembre, a media noche... Por eso soy tan melancólico... ¡El cólera no respetó sexo ni edad!;


En la luz de la luna cuando besa por orden mía la losa de un sepulcro, del cual yo estoy distante;


En una buena cama después de largo viaje en que ha habido lluvias, ladrones, aduanas y malas fondas;


En el armiño del manto de los reyes, sin el cual se confundirían con sus vasallos;


En la blanca doble cuando hago dominó con ella;


En la posesión de una blanca que, multiplicada treinta y cinco veces, me daría un capital de más de cien millones;


En el nombre de una dama de Madrid;


En un arma blanca cuando tengo miedo, celos o ira... (Por eso no las llevo nunca);


En toda conciencia, así privada, como curial, como política, como literaria... (Este es un amor platónico)...


En fin, yo amo la blancura en todo lo que es puro, inocente, cándido, angelical, virgíneo; en ho corpóreo, en lo espiritual, en lo moral, en lo teórico, como color, como ausencia de color, como emblema, como símbolo, como apoteosis, como ropa limpia y como albayalde, que, al fin y al cabo, es un veneno.