Luchana/XV

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XV

Cierta era la anterior referencia. El desgraciado Churi, estimando más la posesión del asno que su propia existencia, embistió a los fieros enemigos que le arrebataron lo que más amaba en el mundo. Alguno de los facciosos le conocía, sin duda, e intercedió para que no le mataran. Le apalearon de lo lindo, dejándole, como observó Sabas, patas arriba. Pero en cuanto los carlistas se desocuparon de él, púsose patas abajo, todo magullado y con los huesos doloridos, y se dejó caer, o se deslizó gateando por un cantil hacia las rocas donde batía la mar brava, y allí estuvo escondido hasta que, asomando una y otra vez la cabeza entre peñas, adquirió la certidumbre de que los bárbaros iban lejos. Andando con los cuatro remos de costado por los cantos resbaladizos, más parecido a un enorme cangrejo que a un hombre, avanzó todo lo que pudo por la costa hacia el Este, pues los carlistas habían seguido hacia Occidente. Le anocheció cerca de la rada de Berrón. Recogido al amanecer por una lancha de Plencia, desembarcó en Algorta, y de allí salvó en otra lancha la barra, desembarcando al fin sus pobres huesos a la siguiente noche obscura en el propio Desierto. Entró en Bilbao por su pie; en su casa le agasajaron sus primos, padre y tíos, que alarmados estaban ya por su demora, y el primer cuidado fue darle friegas con aguardiente en todo el cuerpo y meterle en la cama, donde sólo permaneció horas, porque su viveza era incompatible con el reposo, y no quería más que correr a enterarse de cuanto en la gloriosa villa ocurría. Era la casa una de las de la Ribera frente a la Merced, con tienda famosa de artículos de mar, bien provista de toda clase de aprestos para la navegación de vela. La muestra ostentaba una fragata bastante bien pintada al óleo, navegando a toda vela, sin añadidura de nombre alguno ni especificación de lo que allí se vendía. Los dueños vivían en el entresuelo: el piso bajo estaba ocupado totalmente por el género comercial, hierros, lonas, cabos, y mil objetos tan extraños de forma como de nombre, que la gente de tierra adentro habría creído caprichosos, fantásticos. El olor de alquitrán era como el alma del recinto; y tan connaturalizados con él se hallaban los habitantes de la casa, que les olía mal el aire libre cuando pasaban de la tienda a la calle.

Eran a la sazón dueños del establecimiento los hermanos Vicente, Sabino y Prudencia Arratia, hijos del difunto José María de Arratia, comerciante bilbaíno, que murió el 30, dejando un nombre intachable, y restos de una fortuna quebrantada por malos negocios. Cada uno de los tres hermanos necesita filiación propia, por ser los tres caracteres muy significados y castizos en aquella raza tan inteligente como trabajadora.

Valentín Arratia, el primogénito, con cincuenta y tres años el 36, era piloto de altura, y había pasado lo mejor de su vida rompiendo mares en América y en el Norte. Mandó primero barco ajeno, después barco propio, del cual fue capitán y armador. El 28 se divorció de la mar salada para dedicarse al comercio de tablazón, que hubo de abandonar al principio de la guerra, refugiándose en el establecimiento paterno. Era hombre al propio tiempo duro y dulce, como el turrón de Alicante, aferrado a un corto número de ideas en el orden social y moral, y con gran caudal de ellas en todo lo referente a la náutica y gobierno de naves. Enviudó de su mujer el mismo año en que le hizo la cruz a la mar. Esta le dejó un reuma que le cogía todo el costado derecho, haciéndole andar escorado, y su esposa le dejó un hijo, que es el Churi del burro, y además una ferrería situada en Lupardo, barrio de Miravalles.

Prudencia, a quien se da el segundo lugar por respeto a la cronología, con cincuenta y un años el 36, casó en Eibar con un rico armero. Viuda a los tres años de matrimonio, contrajo segundas nupcias con Ildefonso Negretti, residiendo muchos años en Burdeos y Bayona. Esposa dos veces, nunca fue madre.

Sabino, el más joven de los tres hermanos, estuvo largo tiempo en desacuerdo con sus padres, por haberse casado a disgusto de ellos con una moza de Bermeo, hija de pescadores. Hechas las paces con la familia, vivió algunos años en Bilbao dedicado a la construcción de buques; era un habilísimo carpintero de ribera, y muy fuerte en arquitectura naval, que no aprendió por principios, sino por reglas y módulos de maestros empíricos. De su astillero salieron buques muy afamados, algunos tan veleros, que iban a parar a manos de los tratantes y cargadores de esclavos en el Golfo de Guinea. Era además buen mecánico en todo lo que se relacionaba con el arte naval, y muy entendido en la fundición y forja del hierro. Su mujer, que falleció del cólera, le dejó tres hijos: José, Martín y Zoilo, que el 36 eran unos tagarotes de veintitantos años, y no desmentían la cepa vigorosa de la familia ni su consistente devoción del trabajo.

Lo más admirable en los Arratias era la unión y concordia que entre ellos, desde la muerte del padre, reinaba, haciendo de los tres hermanos y de su prole una verdadera piña. Apretados uno contra otro, sin que ninguno mirase al interés individual, aplicándose todos con alma y vida al bien común, ofrecían gallardo ejemplo de la fuerza que, según el proverbio, es producto de la unión. Se agruparon, no sólo por virtud, sino por necesidad o espíritu de defensa, pues cuando perdieron a su padre, los negocios de este iban de capa caída, y no se hallaban en situación más próspera los de cada uno de los hijos. Valentín había tenido desgracia en sus últimas expediciones comerciales, perdiendo en las del Norte lo que había ganado en las de América. El bergantín Aurra (el niño) se le quedó en los hielos de Stettin, y sólo pudo salvar parte de la madera de que estaba cargado, el velamen y los instrumentos. La fragata Victoriana, construida por su hermano, fue vendida a desprecio para cumplir compromisos comerciales, resultado de una operación demasiado ambiciosa en cacaos de Carúpano y La Guayra. Quedábale después de estos desastres un capitalito que empleó en el comercio de maderas de Riga, el cual habría sido de seguros rendimientos si no viniera la guerra a entorpecer y paralizar las transacciones.

Por su parte, Sabino había tenido también reveses: el tráfico de pescado estaba muerto por la falta de comunicación con el interior, y la ferrería de su hermano, que a su cargo tomó, exigía para funcionar con fruto un gasto considerable, por hallarse en mal estado la turbina y toda la maquinaria. A ello se aplicó con ahínco; mas cuando pudo vencer las dificultades y empezó a trabajar, fue menester dar a los carlistas a bajo precio, por vía de canon, la mayor parte de los frutos de aquella industria. En tanto Negretti, que iba medianamente en la fabricación de armas, fue solicitado para poner sus grandes conocimientos mecánicos al servicio de la causa absolutista. Le repugnaba comprometer su apacible neutralidad política; pero de tal modo le deslumbraron con fantásticas promesas, que al fin cayó en la red, y se ajustó con los agentes de Carlos V, contando con la colaboración de su cuñado Sabino; mas este, influido por los patriotas de Bilbao, se asustó y no quiso ir a Oñate. Trabajó Negretti solo, primero con éxito y valiosas recompensas; después con dificultades y contratiempos mil, hasta que le salieron envidiosos y enemigos en número alarmante, y acusado de masón, fue perseguido y encarcelado inicuamente.

El fracaso de aquel trabajador tan inteligente como honrado, produjo verdadera consternación en la familia, y les movió más a todos a estrechar la piña o fraternal agrupación, así para ir a la conquista de la fortuna como para defenderse de la adversidad. Y conviene advertir, para mayor esclarecimiento de la eficacia de la trinca, que el esposo de Prudencia era para Valentín y Sabino tan hermano como la hermana misma; que a falta de hijos a quienes querer como tales, Ildefonso y Prudencia amaban a los de sus hermanos como si fueran de ellos, y que todos, tíos y sobrinos, hermanos y cuñado, padres e hijos, se confundían en un sentimiento amoroso, que era el aglutinante de aquella humana concentración de fuerzas.

Aunque ya se sabe también, bueno es repetir que antes de establecerse Negretti en el Real de D. Carlos como maestro armero y constructor de proyectiles para la artillería, fue a Madrid llamado por un amigo a quien respetaba, y de aquel viaje se trajo una sobrinita, llamada Aurora, que confiaban a su tutela y protección. Sábese que mientras Ildefonso trabajaba en Oñate o Durango, la niña residía en Bermeo con su tía Prudencia, alternando en acompañarla Valentín, Churi y los hijos de Sabino. Alguien creerá que al agregar a la familia la persona de Aura, mujer de excepcional hermosura, de educación harto distinta de la de los Arratias, algo anárquica en sus pensamientos, antojadiza, nerviosa por todo extremo y poco dispuesta a la subordinación, se introducía en ella un principio disolvente, un disgregador poderoso. Así lo creyó Prudencia en los primeros días de su tutela, que fueron en verdad penosos por el desorden mental y el desenfreno imaginativo en que Aurorita se encontraba. Poco a poco se fue adaptando esta al modo de ser de los Arratias, y la realidad, el roce continuo con los parientes de su tío, efectuaron en ella como una segunda educación. Algunas molestias ocasionó a Prudencia, en los comienzos de la temporada de Bermeo, el cuidado y disciplina de la joven, y no porque esta hiciese o pensase cosas malas, sino porque todo lo que pensaba y hacía era extrañísimo, perteneciente a otro mundo, a otro planeta... También consideraba Prudencia como una calamidad no floja la belleza, no ya humana, sino divina, de la hija de Jenaro Negretti. Hermosuras tan extremadas, cuyo semejante se encontraba sólo en las pinturas, en las imágenes de santos, o en las estatuas mitológicas, eran, según ella, una aberración dentro de la humanidad. ¿A qué conducía, Señor, que las mujeres fuesen tan rematadamente guapas, más que a producir mil quebrantos y desdichas? Cuantos hombres veían a la moza se volvían locos por ella. Un general carlista que la vio a las dos de la tarde, le escribió a las tres una carta amorosa, y a las cuatro fue a pedirla en matrimonio. Los muchachos no cesaban de rondarle la calle. Los más atrevidos acosábanla en el paseo con requiebros fastidiosos; otros disparaban contra la casa un fuego nutrido de cartitas y amorosos mensajes. Verdad que la hechicera niña, lejos de favorecer estas demostraciones, a todos ponía cara de pocos amigos, y fiel a la devoción sagrada de su amor primero y único, no hacía cosa alguna por donde se la pudiese acusar de liviandad, de inconstancia ni aun de coquetismo. Falta decir que Aura correspondió al cariño de sus tíos con una adhesión intensa, y aunque este sentimiento no llenaba ni con mucho el vacío de su alma, servíale de gran consuelo para soportar la dolorosa ausencia, forma sensible de la muerte, como esta silenciosa, con lentitudes de tiempo que daban la impresión de la eternidad.

Desde los primeros días de convivencia, lo mismo Ildefonso que su mujer y los hermanos y sobrinos de esta, respetaron en Aura el conflicto misterioso que la joven se traía consigo, aquella pasión, aquel drama no bien conocido, y del cual el mismo Negretti no tenía más que vagas impresiones o referencias. La niña se había dejado en Madrid a su enamorado, que era un príncipe o cosa así; un joven a quien muchos tenían por hijo de potentado, quizás de un Rey, quizás del propio Napoleón. La familia de este nobilísimo joven había gestionado la separación o el destierro de la enamorada. ¡Qué drama, qué hermosa poesía! Había, pues, traído la niña de Madrid su leyenda, y con ella un inmenso duelo, que respetaron con singular delicadeza los Negrettis y Arratias. Ninguno de ellos trató de desvirtuar la leyenda ni aplicar al dolor los emolientes vulgares. Nadie le dijo: «Olvida eso, que es un delirio, un sueño, una idea...».