Luchana/XXVIII

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XXVIII

Muy pronto lo dijeron; pero una vez dicho, no había más remedio que ejecutarlo. José María Arratia, que había hecho fuego sin cesar, agregado a los Cazadores Salvaguardias, fue de los primeros en traer de San Nicolás cantidad de paja en haces; otros acarreaban jergones, brea y alquitrán. Ya tenían la candela. ¿Quién era el guapo que al enemigo se acercaba para brindársela? El teniente de Nacionales D. Luciano Celaya dio el ejemplo de temeridad loca, dirigiéndose a la puerta de la casa de Menchaca con un jergón debajo del brazo, como quien lleva un libro, y una tea encendida en la otra. Los carlistas abrieron la puerta, y la volvieron a cerrar azorados; entre tanto, dos salvaguardias y un chico nacional trepaban por montones de escombros hasta ganar una ventana, y arrojaron dentro del edificio paja encendida. El nacional, que no era otro que Zoilo Arratia, se guindó aún a mayor altura, descalzo, y metió por donde pudo, despreciando la lluvia de balas, listones dados de azufre y ardiendo, que le alargaban otros no menos atrevidos, aunque no tan ágiles para trepar gatescamente, agarrándose con una mano y llevando el fuego en la otra... Tras de Zoilo subieron dos más: uno se cayó a la mitad de la ascensión, estropeándose una pierna; el otro, agarrado a una reja, cayó muerto de un disparo que le hicieron a quemarropa. En tanto, subieron dos más por la cortadura de la casa de Menchaca. Llevaban botes de alquitrán, haces de paja y mechas de pólvora. Felizmente, Zoilo consiguió ganar el tejado, y poniéndose panza abajo en el alero, logró coger de manos de sus camaradas las materias combustibles y arrojarlas por una bohardilla medio deshecha; todo con tal rapidez y habilidad, que cuando acudieron los carlistas ya estaba él descolgándose por un canalón, en el cual no pudo realizar todo el descenso porque se desprendió la mohosa hojalata, y con ella vino guarda abajo el animoso chico. Por suerte, todo el daño que se hizo fue en la ropa, y la sangre que echaba de un pie era de un rasguño sin importancia.

Repitiose la tentativa de incendio con increíble arrojo, perdiendo mucha gente. La mitad de los incendiarios se quedaba en el camino, a la ida o a la vuelta; el fuego de la fusilería enemiga era horroroso, apoyado por el cañón de los fuertes de Albia, Campo Volantín y Uribarri. A la caída de la tarde, el baluarte de la Cendeja hallábase atestado de muertos y heridos, que no era ocasión de retirar todavía, ni había quien lo hiciese; los vivos seguían batiéndose en ese paroxismo del coraje que no da espacio a la flaqueza ni tiempo a la reflexión, y el convento con la casa inmediata ardía como un infierno. El objeto estaba conseguido: los facciosos tenían dentro de casa un enemigo más, favorecido por furioso viento del Noroeste, que había venido a ser partidario de Isabel II.

Contuvo la quemazón a los carlistas y salvó a Bilbao. Llegada la noche, los héroes de la Cendeja, no molestados ya por la fusilería facciosa, pudieron recoger sus heridos y retirar los muertos. Pero nadie descansó aquella noche, porque toda fue empleada en reparar los destrozos del baluarte, reforzando la cortadura de la primera línea desde Quintana a la Cendeja, y estableciendo otras dos de caballos de frisa. Además, se engrosó la batería por el costado que miraba al cañón de Albia; se dio mayor consistencia a los merlones en la parte del muelle, y, por último, se prepararon las casas de la calle de la Esperanza para incendiarlas en caso de grande aprieto. Todo el vecindario que no estaba sobre las armas, ayudaba en esta operación. Si el enemigo lograba conquistar en combates sucesivos el palmo de terreno radicante entre San Agustín y la Cendeja, se encontraría ante una inmensa barricada de fuego, que luego lo sería de escombros. El tenaz bilbaíno, por defender a todo trance el recinto de su villa sagrada, cogía una casa y se la estampaba en los morros al fiero sitiador; y si no bastaba una, allá iban dos, tres y más. ¡Fuego y piedra en ellos!

Vagaba Churi inconsolable por las inmediaciones de San Nicolás, viendo el tráfago incesante de los que entraban y salían con herramientas, sacas de lana y demás material de ingeniería militar. Le habían quitado su fusil para darlo a un combatiente más útil; mandábanle a veces cosas que al revés entendía, y por fin, ordenáronle salir, pues allí no era más que un estorbo. Incitado por José María, que se le encontró sentado en el quicio de una puerta con la cabeza apoyada en las manos, oyéndose a sí mismo, ayudó al transporte de heridos, y desde las diez de la noche hasta el amanecer estuvo cargando camillas, sin más descanso que el que se tomó en San Antón para comer un poco de pan y bacalao crudo. Su padre se agregó también al servicio sanitario, rivalizando en actividad con ilustres mayorazgos y comerciantes ricos. En el hospital, Sabino Arratia asistía con entrañable amor y piedad a los heridos, y consolaba a los moribundos, asegurándoles que de par en par se les abrían las puertas del Cielo, y que en este encontrarían el eterno galardón por haber cumplido con su deber. «Allá, digan lo que quieran, no se distingue entre absolutistas y liberales, y Dios les mira a todos como hijos, sin fijarse en que peleen por estas o las otras causas. Esto de las causas y de los derechos es cosa de los hombres, con un poquito de mangoneo de Satanás». Dicho esto, iba por el Viático, que para los más era ya la única medicina.

También había hospital de sangre en Santa Mónica, con asistencia caritativa de señoras y mujeres, sin distinción de clases. A poco de amanecer arrimose a la puerta Prudencia Arratia, con mantón, acompañada de la criada, que llevaba una cesta al brazo como si fuera a la compra. Necesitaba procurarse carne, aunque fuese de la peor, para dar a Ildefonso algo de substancia, pues estaba el buen hombre perdido de la cabeza. Salió de la casa de Vildósola, y antes de dirigirse a Belosticalle, donde esperaba encontrar cabra y siquiera un par de huevos, llegose a Santa Mónica por ver a su sobrina, que allí, entre el mujerío principal y plebeyo, prestaba a los heridos asistencia. No se determinaba a entrar la buena señora, temerosa de que la obligaran, mal de su grado, a funcionar de enfermera, y esperó a que recalara persona conocida que la comunicase con Aura. Ella tenía su enfermo en casa, su herido grave, y del cerebro, que es lesión peor que cualquier pérdida de pata o brazo, y cuidándole bien cumplía con Dios y con Bilbao. Llegaron en esto Doña María Epalza y la viudita, y de ellas se valió Prudencia para transmitir a la niña la fausta nueva de que Martín estaba bueno y sano. «Me hará el favor de decírselo en cuanto la vea, señora Doña María... que estará la pobre muerta de ansiedad... No ha sido flojo milagro que escapase el chico en medio de aquel horroroso fuego. La Providencia, señora. Dios protege a los buenos».

-Pues bien bueno era Fernando Cotoner -dijo la viudita prontamente, arqueando las cejas y frunciendo la boca-, y está si vive o muere.

Convinieron las tres al fin en que debían abstenerse de cargar tales cuentas a la Divinidad, y sentir las desgracias y alegrarse de las venturas, dando gracias a Dios por estas sin meterse en más dibujos. Como dejara traslucir Prudencia el objeto de su salida, le dijo la señora mayor que no se cansara en buscar huevos, porque difícilmente los encontraría. Ella había comprado el día anterior los últimos que había en casa de Gorriti (calle de la Ronda), al precio exorbitante de veinte reales la media docena. Con un gesto de resignación se despidieron, y Doña María Epalza y su hija entraron en Santa Mónica. No tardó la viudita en tropezarse con Aura en medio de aquel barullo, y le soltó las albricias, maravillándose de que no las recibiese con tanto júbilo como ella esperaba. Fueron las dos a la cocina en busca de tazas de sopa para los heridos, las cuales recogieron de manos de las ilustres cocineras señoras de Orbegozo, de Arana y de Mac-Mahon. También las pobres enfermeras tenían que mirar por su vida; y una vez cumplida su obligación, se fueron a un ángulo de la cocina a tomar un sopicaldo.

«¿Sabes? -dijo a su amiga la viudita, que era muy despabilada y un tanto maliciosa-. Anoche nos quedamos en casa de mis tíos los de Arana. Llegó esta mañana Antonio Arana, ¿sabes?, el comandante de la Milicia, y nos contó las heroicidades de tu primo... creo que Martín; pero no estoy segura. Él llevó el primer fuego a la casa de Menchaca y al convento, y toda la tarde fue el número uno en el peligro... en fin, que ha sido el asombro de todos...».

-Nada de eso sabía -dijo Aura sintiéndose orgullosa, y orgullo debía de ser el ardor que le salió a la cara-: ahora lo oigo por primera vez; pero si alguno de mis primos ha hecho valentías, créete que no es Martín, sino su hermano.

-¿El pequeño?

-¿Pequeño? Es un hombre como hay pocos, con un corazón tan grande, que casi da miedo. No hallarás ninguno tan valiente, ni que sepa, como él, poner toda su alma en lo que mandan el honor y el deber.

-Y es guapo, más guapo que Martín.

-Ea, vámonos, que estamos haciendo falta.

Todo el día estuvo Aura pensando en lo que le contó la viudita; y como por diferente conducto llegaran a ella noticias de las hazañas de su primo, sentíase muy satisfecha por la honra que en ello recibía la familia, y deseaba ver al héroe para darle la enhorabuena. Por la noche, cuando vino Sabino a recogerla para llevarla con las señoritas de Gaminde a casa de este, hablaron de lo mismo. Al padre se le caía la baba repitiendo las alabanzas que en todo el pueblo se hacían del inaudito arrojo del chico. «Se ha portado como un valiente, y ha subido hasta las estrellas el nombre de Arratia. Dicen que van a proponerle para la cruz de San Fernando, y también puede ser que de golpe y porrazo me le hagan teniente o capitán. Esto lo sentiría... porque como es así, de un genio tan fogoso, podría tomar afición a la milicia... y los militares no son de mi devoción. Estoy por lo civil, por lo comercial, por lo pacífico...».

En casa de Gaminde contaron que aquella mañana, después de la brava respuesta que dio la plaza a la intimación del general carlista Eguía, reuniéronse Arana y otros jefes de la Milicia en el café del Correo, y convidaron a Zoilo, que por allí pasaba. Largo rato estuvieron brindando y cantando coplas, y victoreando a Bilbao y a la Libertad. El uno improvisaba discursos, el otro nuevas estrofas del himno. En un rapto de alegría, Zoilo se soltó su brindis, en el cual las ingenuidades y las bravatas chistosas sonaban a militar elocuencia: «Él no era valiente sino terco... No le mataban porque se moría de ganas de vivir... Todo lo que el hombre quiere lo consigue cuando hay voluntad firme, que por nada se tuerce ni se dobla... Los carlistas no entrarían en Bilbao; quedaban en la villa muchas piedras, mucho fuego, las pelotas de los trinquetes, los puños de los hombres... y los corazones de las mujeres, de donde salía toda la fuerza...». Tanto se entusiasmó Arana al oír estas frases ardorosas, que, después de abrazarle, le regaló una magnífica pistola que llevaba al cinto. Un señor muy anciano, bilbaíno, D. Calixto Ansótegui, veterano de la guerra del Rosellón, se llegó a Zoilo, y estrechándole en sus brazos, le besó en la cabeza y le dijo: «en nombre de mi pueblo, te beso y te bendigo». Estas y otras escenas y sucesos de aquel día despertaron en la mente de Aura ideas bélicas, de militar grandeza, y toda la noche se la pasó soñando, entre dormida y despierta, con héroes legendarios y con maravillosas hazañas. Los que había conocido humildes se crecían a su lado, y eran ya grandes capitanes, caudillos, reyes... ¡qué delirio! Y Bilbao era el pueblo sagrado, intangible, gracias al valor de sus hijos, que lo defendían y lo ilustraban con sus hazañas para luego hacerle rico y próspero entre todos los pueblos de la tierra. Se reía con lágrimas pensando esto y deseaba vivir para presenciar tantas grandezas. Y cuando Zoilo le contara sus actos de heroísmo, ella disimularía su admiración, y se haría la indiferente, pues no era discreto ni decoroso que la viese tan entusiasmada... ¡Qué diría, qué pensaría!...