Luchana/XXXV

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XXXV

Prudencia les mandó llamar, añadiendo al mensaje que Ildefonso se había tranquilizado, recobrando el uso de la palabra. Acudieron los tres allá, y nada dijeron aquella noche del caso de la niña; mas al siguiente día, apenas efectuada la mudanza, y reunido todo el cotarro en casa propia, estimó Sabino de gran oportunidad someter al eximio criterio de su hermana el nuevo problema que los chicos planteado habían sin encomendarse a Dios ni al diablo. No tuvo tiempo la señora de Negretti de expresar su estupor y disgusto, porque fue preciso acudir a la niña bonita, que cayó primero con un síncope, después con un acceso nervioso y convulsivo, seguido de aplanamiento, delirio y congojas.

No decía más que: «No quiero... Luchu muerto no... Esperar, esperar...». Atendiéndola cariñosa, Prudencia sentía la chafadura de su amor propio, y no se conformaba con que su idea se desviase tan visiblemente de la línea por donde ella con toda previsión y talento quiso encaminarla. ¡El pobre Martín chasqueado, y ella desconceptuada como directora y gobernante! Era una jugarreta de la realidad, que tenía la maldita maña de resolver las cosas por sí y ante sí, haciendo mangas y capirotes de la lógica y el sentido común... Pero, en fin, del mal el menos. Siempre resultaba lo substancial de su proyecto: que todo quedara en casa y que el gandul de Madrid se fuese, si acaso venía, con las orejas gachas. A medida que la nueva inesperada solución iba haciéndose hueco en el pensamiento de la mujer práctica, reconocía esta las cualidades de Zoilo, y con mayor benevolencia le juzgaba. No podía menos de alabar el garbo y audacia con que había tomado la delantera al sosaina de su hermano, demostrando una resolución enteramente varonil. Era un hombre, era un bilbaíno neto. Con su arrojo en la guerra y aquella franqueza gallarda para apoderarse de la niña y hacerla suya, sin pedir permiso a nadie ni andar en melindres, se había puesto de un golpe a la cabeza de todos los Arratias, y parecía dispuesto a no abandonar la bien ganada supremacía.

Aprovechando los ratos de sosiego de Aura y la relativa tranquilidad de Ildefonso, llamó Prudencia a D. Apolinar y celebró con él una conferencia en el comedor, a puerta cerrada. Era forzoso casar a los chicos inmediatamente, porque habían demostrado tal impaciencia que se hacía indispensable arrojar sobre aquel amor la capa del matrimonio. Si así no se hiciera, podrían sobrevenir escándalo y deshonra. Mostrose conforme D. Apolinar, para quien no había plato de más gusto que casar a alguien, y propuso explorar el ánimo de la niña y echar un parrafito con ella. Poseía el tal clérigo una singular delicadeza para meter sus dedos en la boca de las señoritas más vergonzosas y pudibundas; pero en aquel caso no sacó las revelaciones que obtener creía. Afligidísima y con más ganas de llorar que de confesarse, Aura sólo dijo que a Luchu, sí..., le quería... que Luchu era un hombre, y que con su voluntad era capaz de mover las montañas... Pero que ella no quería casarse hasta que no pasara mucho tiempo, mucho, pues había un compromiso antiguo, que en conciencia debía respetar... Su amor primero no se le había salido aún del pensamiento. Desalojaba poquito a poco... pero aún tenía dentro la cabeza... o los pies... No podía ella discernir si eran los pies o la cabeza del otro amor lo que todavía no se le arrancaba... De aquí provenían sus dudas, su desazón del alma y del cuerpo, su falta de resolución... su miedo de precipitarse... sus ganas de reposo y de un largo veremos...

Prudencia, enemiga declarada de los veremos, protestaba contra estas vacilaciones; pero ni ella ni D. Apolinar pudieron reducir a la hermosa niña. ¡Vaya que era terca! A solas otra vez la señora y el clérigo, resolvieron prepararlo todo para las bendiciones, pues bien podía ser que los aplazamientos de Aura fuesen un coquetismo intenso, de arte sutil; que los nervios engañan y se engañan, dando por abominable lo que más ardientemente desean. La noticia de la espantosa lucha entablada en las tenebrosas galerías, abiertas por sitiadores y sitiados entre Uribarri y la casa de Quintana, por bajo de San Agustín, desvió de aquel asunto las ideas de tía y sobrina, y no quedó en sus almas más que el terror. Aura, delirante, tan pronto se sumergía en un duelo lúgubre, como quería lanzarse a la calle, ansiosa de llegar hasta el lugar trágico, y oír los tiros, y ver sacar los muertos, y apurar la impresión directa de la catástrofe, como se apura un tósigo que pone fin al humano sufrimiento. Su romanticismo causaba extrañeza a la tía y al cura, que lo conceptuaron fenómeno patológico. «No quiero dudas -decía-. Vivir o morir... Ni a media vida ni a media muerte quiero verme... Si ha de hundirse todo Bilbao en un segundo, sea... Así acabaremos de dudar».

Con estos temores y sobresaltos, Aura desbordando su imaginación, Prudencia y el cura encomendándose a la Virgen, Negretti a ratos solo, a ratos con su mujer, sumido en una meditación cavernosa, pasaron toda la tarde, hasta que llegó Valentín con mejores noticias, dando a entender que se había conjurado el peligro. Venía el pobre navegante fatigadísimo, tiznado y lívido el rostro, tan fieramente dominado por su crónico reuma, que con gran trabajo tiraba de la pierna derecha para servirse de ella. Dejose caer en una silla, los brazos colgando, el sombrero echado atrás... aguardó un ratito hasta que sus pulmones y su laringe pudieron funcionar regularmente. «No he visto caso igual -les dijo entre toses-; yo me asomé a la contramina, y salí horrorizado. A las ocho y media de la noche la empezaron con dos ramales. Había que ver a los chicos de tropa y milicia trabajando como los topos. Los viejos, entre los cuales estuve más de dos horas maniobrando de espuerta, sacábamos la tierra. A la madrugada, uno de los dos ramales de acá se encontró con el de ellos. El obscurantismo venía hocicando en la tierra y escarbando con las uñas desde la fuente de Uribarri, para buscar el tamborete de la casa de Quintana, que querían volar... Pero no contaban con que también aquí tenemos topos, no de los serviles que no ven, sino de la Libertad, muy despabilados... Cuando el boquete de acá y el de allá se juntaron, el sargento de zapadores, Elizagárate, agarró la pala facciosa, y dio un achuchón tan fuerte, que del palazo destrozó la barriga del minero de allá... Sólo dos hombres podían trabajar en el frente de la galería, ancho de tres pies por una parte y otra. Abriendo hueco a todo escape, los de acá se precipitaron al otro lado: Zoiluchu reventó a uno con la pala y mató a otro de un pistoletazo. El agujero, que ya era corto, acortose más con los dos cadáveres. ¿Pasarían ellos acá o nosotros allá? Y entre tanto, si la tierra se hundía, pues bien podía ser, allí quedaban todos sepultados... Yo llegué hasta cerca del boquete de comunicación y me entró tal miedo, que salí despavorido. Denme a mí agua y ventarrón: ni a la una ni al otro temo; pero con la tierra jonda no juego... Me espanta verme en el sepulcro antes de morirme... Cuando salí al aire, me pareció que resucitaba. No hay quien respire allá dentro... Y a la luz de las linternas ve uno brazos que le cogen y le enganchan la ropa... Son raíces de árboles...».

Tomado aliento, refirió después cómo ahumaron las galerías con pimiento quemado para ahuyentar a los sitiadores. Los topos de allá se escabulleron, y cuando se iba disipando aquella pestilencia asfixiante, los de acá lanzáronse por la mina, respirando a medias. Contaban que llegaron hasta la boca, y que halláronla cerrada con sacos de tierra, como si quisieran defenderla. Luego se han escalonado los nuestros a lo largo del tubo, esperando a ver si se atreven a hocicar otra vez. Si se atrevieran, ¡Dios sabe lo que pasaría!... Pero avisados como estamos, no podrán ellos cargar la mina; nos hemos salvado, aunque queden las galerías cegadas con carne y huesos de valientes... Por fin, con las precauciones tomadas, piensan todos que si hemos sabido cortar los vuelos del águila y cogerle las vueltas al gato, también sabremos taparle los agujeros al ratoncito faccioso.

A punto que tomaban una frugal cena, dando un huevo a Negretti, y otro a la niña, con sopita de vino, entró Sabino sofocado y gozoso. Después de pasarse todo el día de iglesia en iglesia, implorando la Divina Misericordia, se había personado en la Cendeja, donde acababa de tener la satisfacción de ver vivo y sano a su hijo Zoilo. A Martín no le había visto; pero por Pepe Iturbide sabía que continuaba en las Cujas sin novedad. «Gracias sean dadas al Señor», dijo Valentín; y Aura, con las felices nuevas, parecía recobrar la animación y el contento. Pasaron la noche tal cual, y al día siguiente muy temprano, continuando Prudencia en los arreglos de casa, dispuso una variación que le parecía pertinente. En la alcoba grande, donde antaño dormían sus padres, que después ocupó ella con Negretti, por temporadas, y que últimamente servía de dormitorio a Valentín, creyó que debía instalar a su sobrino. Preparó, pues, la pomposa cama matrimonial, y aunque despertó Aura con ganitas de levantarse, no consintió su tía que se diese de alta tan pronto. Desplegando exquisita amabilidad y dulzura, la trasladó de habitación y de lecho, diciéndole: «No, hija, no: estás desmadejada... bien conozco tu naturaleza... y sé que necesitas largo reposo para recobrar tu equilibrio. Te paso a la alcoba grande, para que vayas entendiendo que lo mejor de la casa debe ser para ti, y que todos nos desvivimos porque esté contenta y a gusto la perlita de la familia. Aquí tienes buena luz, por si te aburres y quieres leer un ratito. O te traeré tu costura, tu labor de gancho... Pero levantarte, ¡ay!, no lo pienses, que estás muy débil, y tendrías que volver a acostarte...».

Asombrada de tanta finura y obsequios tantos, Aura se dejaba querer. Donde quiera que la pusieran, allí se estaba con sus cavilaciones, con sus dudas, con su cruel ansiedad. Llegó sobre las nueve el bendito Don Apolinar, y sin sentarse, preguntó a los tres hermanos, por dicha reunidos en el comedor, que se resolvía sobre el grave caso de conciencia. No habían aún manifestado su opinión por la autorizada voz de la hermana, cuando sintieron ruido en la tienda. Eran Zoilo y José María que acababan de entrar. Propuso Sabino que sus hermanos con el señor sacerdote pasasen a platicar con la niña en la alcoba grande, mientras él hablaba dos palabritas con su hijo menor, pues su conciencia no estaría tranquila mientras no dilucidase con él, en el sagrado recinto del hogar de Arratia, un grave punto de moral... La moral, la sana conducta, la observancia rigurosa de las leyes divinas y humanas, habían sido siempre norma de la honesta familia, desde el primer Arratia venido al mundo, hasta la ocasión presente. Llevose a Zoilo al rincón último de la trastienda, y con gravedad y dulzura, hablando como padre y como amigo, le dijo: «Motill, empiezo dándote un abrazo por tu comportamiento militar. Bilbao te glorifica, y tú, honrando a Bilbao, honras a los tuyos... Pero hay otro terreno, muy distinto del de la guerra, donde no te has conducido con la pureza y dignidad de un Arratia».

-¡Qué dice usted, padre! -exclamó Zoilo, que en su fogosidad no podía contener sus sentimientos dentro de formas comedidas.

-Digo que tu conducta con la niña desmerece de lo que ordena el decoro de nuestra familia... Si la querías, ¿por qué no te clareaste, para que nosotros inclinásemos su ánimo...?

-Porque yo me basto y me sobro para... inclinar ánimos.

-Pero luego has cometido una falta mayor, por la cual quiero reñirte... con blandura, no creas... -dijo Sabino, que ante la arrogancia del miliciano se achicó más de la cuenta-: quiero hacerte ver que has ofendido a Dios... supongo que en un momento de extravío, de... No te riño... Se te perdonará si confiesas...

-¿Qué?

-Que por precipitar tu casamiento con la niña y hacer inútiles nuestros planes con respecto a tu hermano, has...

La mirada fulgurante de Zoilo le confundió. No pudo expresar su pensamiento ni aun con los eufemismos que el delicado caso requería. Comprendió el chico lo que su padre, turbado y balbuciente, quería expresar; y con entera y clara voz, poniendo a su indignación el freno de las razones corteses y del tono respetuoso, le soltó esta andanada: «Si lo que usted me dice, o quiere decirme, me lo dijera otro que mi padre... si no fuera mi padre quien tal infamia supone en mí, ni tiempo le daría tan siquiera para arrepentirse de su mal pensamiento. Soy tan honrado como mi mujer, como la que será mi mujer, y no permito que en la honra de ella se ponga la menor tacha, ni en la mía tampoco. Ni una palabra más, señor padre... ¿Para qué es decirlo?».

-¡Pero si no te reñía...! Ven acá, no seas tan bravo... Era un sospechar, hijo; era interrogarte... y no me opongo, no me opongo a que te cases mañana mismo si quieres.

-¿Cómo mañana? -dijo Luchu volviendo atrás y deslumbrando de nuevo a su padre con las centellas de sus ojos-. ¿Qué es eso de mañana?... Esta noche a primera hora me caso. Así lo he dispuesto. Y por si Don Apolinar no quisiera hacerme ese favor, ya tengo hablado al capellán de Toro, que nos casará por lo militar, con cuatro palotadas... Vamos arriba.

No le sorprendió que Aura, a quien en su mente y en su voluntad tenía ya por esposa, ocupase la alcoba de respeto y el grandioso tálamo de cuja monumental, representación del nido histórico de Arratia. Cuando entró, las miradas de los que estaban en la habitación rodeando el lecho, se fijaron en él, y las suyas se clavaron en la hermosa joven, que agazapadita, temblando de frío (que en aquel instante la acometió), velaba entre el embozo su lindísima cara, no dejando ver más que los soles de sus ojos y su negra cabellera desordenada. Le miró Aura, calladita, y él, por la presencia de la familia y del cura, no se abalanzó a remediar la destemplanza de su esposa con besos ardientes. El primero que rompió el silencio fue D. Apolinar con esta juiciosa observación: «Opina la señorita que debemos esperar».

-Sí, esperaremos -opinó Zoilo con resolución, dando algunos pasos hasta llegar al lecho y poner su mano en el bulto que hacían los pies de Aura-. Esperaremos unas horas. Esta tarde, Sr. D. Apolinar, nos casará usted si quiere, y si no quiere lo hará el capellán de Toro.

-Por mí no queda -balbució el clérigo.

-Pues, como decía, digo que hoy al anochecer nos casamos. Mi prima no tiene más enfermedad que un poco de susto... Aura, te levantarás al mediodía.

Nadie se atrevió a replicar a esto, pues el modo de decirlo excluía toda réplica. Atónita miraba la niña al que con tan tiránicos modos imponía su autoridad en cosa tan grave; y aunque le andaban por el magín fórmulas de protesta, estas se tropezaron con sentimientos muy vivos y estímulos que quitaban toda eficacia a las ideas. Hallábase bajo el poder magnético, psicológico o lo que fuese; la tremenda atracción la sacaba de su órbita para llevarla a otra más amplia, de más rápido movimiento. No tenía voluntad, se entregaba, se sometía... Luchu la arrebató como se coge un fuego chico para unirlo a un fuego grande, formando una sola llama.

Valentín se creyó en el caso, como el mayor de la familia, de obtener de Aura una contestación terminante. «¿Qué dices a eso, niña? ¿Te parece bien?».

La niña se fue eclipsando entre las sábanas... Como el sol que se pone, se ocultaron sus ojos; después su frente: no quedó fuera más que un crepúsculo... los cabellos negros esparcidos en las almohadas, como entre nubes. Prudencia se acercó y la oyó suspirar fuerte, allá entre los pliegues tibios de la ropa de cama.

«Esto es hecho -dijo en alta voz; y por lo bajo-: En estos casos, quien suspira otorga».