Luchana/XXXVII

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XXXVII

Vio el sordo soldados y ordenanzas en la cocina, oficiales que sin cesar subían y bajaban por la escalera principal, a la cual se asomó, por matar el tiempo, esperando a su amiga. Esta reapareció, diciendo: «No vuelvo más arriba. Los ayudantes no la dejan a una vivir... Vean qué cardenales tengo en este brazo. Un asistente me ha dicho que el General está malo y no come nada... que tengamos caldo para las doce... Tú, Casiana, dame a mí un poco de guisado, que estoy desfallecida... Echa, echa más, que comerá conmigo el pobre Churi... ¿Verdad, hijo, que tienes gana? ¡Pobre sordito!... Siéntate aquí, cuéntame...».

Tan viva de genio era la tal Saloma, que a veces parecía no estar en sus cabales. Dejándose llevar de su vena comunicativa, sin parar mientes en la sordera de Churi, le refirió, mientras comían, sucesos militares de notoria actualidad. «Mira, hijo, aquí estamos desde primeros del mes queriendo socorrer a Bilbao, y quedándonos con las ganas de hacerlo. Tan pronto vamos por la orillita de acá como por la de allá, y en ninguna tenemos suerte. En Castrejana no hicimos más que perder mucha gente, y nos volvimos para acá con las orejas gachas. Allí enfrente, en Azúa y Lejona, no hemos hecho más que apuntar. Gracias que los ingleses, hombres de mucho tino, han armado en el Desierto un altarito que le dará que hacer al servil. Ahora parece que operamos por allí, y todo será que tomemos el puente y casas fuertes que esos perros han hecho en Luchana... Baldomero tiene ganas tremendas de darles una buena entrada de palos... pero yo le digo: 'Baldomero, ándate con tiento y no te comprometas... Tira primero tus líneas, mide terrenos y distancias... Es malo echar carne a la pelea sin haber antes medido bien...'. Pero él no me hace caso... Es tan caliente de su natural, que si no tuviera armas, a bocados les embestiría... Aquí tenemos a D. Marcelino Oraa, que tan pronto va como viene. Al otro lado están las tropas acampadas de mala manera, mal comidas, muertas de frío. Dime tú si así se pueden ganar batallas. Yo digo que no; Baldomero sostiene que la sangre española no necesita más que de su mismo fuego para pelear y vencer».

Por amabilidad, a todo asentía Churi con cabezadas, sin entender una jota. Dígase pronto, para evitar malas interpretaciones, que aquel Baldomero, a cada instante nombrado por la arrogante Saloma, era un sargento de Guías, que tenía el honor de llamarse como el ilustre caudillo del Ejército del Norte; y añádase que descollaba por su arrojo, obteniendo cruces, y hallándose muy cerca de ganar el grado de alférez. D. Marcelino Oraa, de quien había sido asistente, teníale en gran estimación, y el mismo Espartero le conocía por su nombre (Baldomero Galán) y le distinguía.

«Pues para que te enteres mejor -dijo-, los ingleses nos ayudan como unos caballeros. Tienen talento para el ramo de cañones, y un ojo para la puntería que da gloria verlo. Baldomero dice que con ellos serviría más gustoso que con los de acá, porque pagan bien, comen mejor, y son muy puntuales en todo... Yo le digo: 'Aprende de esos a echar líneas y tomar medidas antes de batirte... Fíjate en que no mueven una pata sin pensarlo mucho, y examinan bien el pedazo de suelo donde van a ponerla'. Y él me replica: 'Sí, mujer, tienes razón: son de mucho estudio; pero acá uno es riojano, y antes de ponerse a estudiar, se le enciende la sangre y allá va el coraje sin sentirlo'».

Satisfecha su hambre, Churi sentía también vivas ganas de comunicar a una persona grata sus acerbas penas. Diose por enterado, sin entenderlo, de lo que Saloma le había dicho, y continuando la conversación sin lógico enlace de ideas, le dijo en un vascuence mal castellanizado que es forzoso traducir: «Efectivamente, Saloma Ulibarri, yo no te olvido; y en cuanto determiné dejar a mi pueblo y a mi familia para siempre, he pensado en ti; y vengo a decirte que si estás en volver pronto a tu tierra de Navarra, como me dijiste la última vez que nos vimos, yo me voy contigo...».

-Aquí me tienes pendiente de las operaciones -replicó Saloma-. Por mi gusto ahora mismo me ponía en camino para mi Aragón de mi alma, pues casi soy más aragonesa que navarra. Pero todo depende del punto a donde destinen a Baldomero, que ya va para alférez. Si en estas acciones lo gana, pedirá que le manden al Centro... Yo también hipo por el Centro. Estoy harta de estas tierras frías y babosas... con tanto llover y tanto comer pescado y alubias... Quiero ver mi Ebro, mi tierra que abrasa, mi cielo de allá que es la alegría del mundo... ¿De veras te vendrás con nosotros?... ¡Ah!, Churi, tú has hecho en tu casa alguna travesura muy gorda...

Por esta vez coincidió casualmente el primer concepto de Churi con el último de Saloma. «No soy culpable -le dijo-, sino desgraciado; tan desgraciado, que de lástima que me tengo no me determino a quitarme la vida. Me voy, sí».

Súbitamente saltó el sordo con una pregunta que no parecía congruente. «Dime, Saloma, ¿sabes si está por aquí un caballero joven que le llaman D. Fernando Calpena... paisano, a no ser que se haya hecho militar de poco acá... guapo, noble, fino?...». Al pronto no dio lumbres la moza. ¡Había tanta gente en el Cuartel general, militares de distintas armas y procedencias, asesores, físicos, paisanos armados...! Rebuscaba en sus recuerdos, y al fin dio con la persona que entre la turbamulta buscaba. «¿Don Fernando dices? Sí, sí: un joven de buena presencia, ojos bonitos... muy amigo del General en jefe... Sí... D. Fernando no sé qué... Arriba está. En uno de los desvanes de esta casa se aloja con el Sr. Uhagón, un paisano de ayer, hoy capitán... ¿Es amigo tuyo ese señor?».

-Como amigo no es... Pero tengo que escribirle una carta que tú le entregarás... Papel y pluma que me traigan.

Algo tardaron en darle lo que pedía, y él, en tanto, deleitábase contemplando la hermosura lozana y picante de Saloma la navarra, como allí le decían. Bueno es advertir que en anteriores meses, y antes de que se iniciara en Bermeo la pasión ardiente que a tan lastimoso estado le había traído, padeció el pobre Churi el mal de amores, prendándose de Saloma con ansias y desvelos de calidad poco espiritual. Fue un desvarío juvenil, que se extinguió entre cenizas, después de mucho requebrar y pretender con resultado nulo. ¡Era desgraciado el hombre! Todo por la maldita sordera, por aquel tabique de silencio que, levantado entre él y la humanidad, le impedía gustar las dulzuras del querer... Mal curado de afición tan secundaria y superficial, cayó en la enfermedad honda que le cogía el cuerpo y el espíritu, lo divino y humano. Desapareció de su mente Saloma con su gallardía incitante y su graciosa labia; la pasión integral y soberana eclipsó la parcial y plebeya. Quedaba, siempre la cariñosa y leal amiga, que departía con él afablemente, le daba de comer y le agasajaba y atendía, condolida de la inferioridad a que su sordera le condenaba.

Casi toda la tarde hubo de emplear el sordo en su trabajo de escritura, porque excesivamente severo consigo mismo, nada de lo que escribía le contentaba, y unas veces por no acertar con el pensamiento que expresar quería, otras porque su torpeza caligráfica le hacía incurrir en garrafales errores, ello es que, rompiendo papel y trazando caracteres muy gordos, se le iban las horas. Por último, cuando ya obscurecía, quedó terminado aquel monumento, que leía y releía, buscándole faltas, añadiendo o raspando comas, sin llegar nunca a la deseada perfección.

«Tómate todo el tiempo que quieras, hijo -le decía Saloma-, y pluméalo bien, despacito, que el señor para quien es la carta se fue esta mañana al otro lado y no sabemos cuándo volverá».

Cansado de la penosa escritura, tanto como del viaje, el pobre Churi no se podía tener de sueño y quebranto de huesos. Saloma le dio un camastro en la casa de Portugalete (donde tenía su establecimiento de comidas, asociada con Casiana y los hermanos Anabitarte, vinateros), y en él cayó como una piedra el sordo, que si no lo fuera, no habría dejado de sentir aquella noche el horroroso temporal. El oleaje y remolinos de la barra daban espanto a la vista; el bramido de la mar unido al del viento ahogaban todos los ruidos de tierra, sin excluir los cañonazos de las baterías del Desierto contra Luchana. En toda la noche pudo la navarra pegar los ojos pensando en su pobre Baldomero acampado al raso o al abrigo de cualquier paredón, allá en las posiciones del ejército en la orilla derecha. ¡Y que esto pasara un cristiano por los derechos de Isabelita, de Carlitos, o del demonio coronado!...

Amaneció nevando. Las nueve serían ya cuando Saloma despertó a Churi, que no se hartaba de dormir, insensible al fragor de la Naturaleza. «Arriba, hijo, que es tarde. ¡Pues no lo has tomado con poca gana! Ya tienes ahí a tu caballero de Madrid. Con el alférez Ordax ha pasado de las Arenas acá en un chinchorro, porque el puente de barcas se ha roto con la furia de la mar. ¡Esa es otra!... Levántate pronto, gandul, y si quieres verle, vente conmigo allá, y te arrimas a la escalera, que el D. Fernando ha entrado en la casa de Azcoiti, donde se alojan los de artillería, y pronto ha de ir a mudarse de ropa. Está caladito... Dame el documento y se lo llevaré cuando se mude, que no está bien que entre yo en su cuarto mientras el hombre se aligera de vestido».

Al poco rato de esta conversación, veía Churi entrar al Sr. de Calpena y subir presuroso. Era él, el mismo: ya se le podía soltar el cohete sin ningún cuidado. Y a la media hora volvía Saloma a la cocina y daba al sordo cuenta de su comisión en estos o parecidos términos: «¡Ay, hijo, qué jicarazo se ha llevado el pobrecito señor con tu carta! Se quedó al leerla más blanco que el papel en que la escribiste. Me preguntó que quién eras tú, y de dónde venías, y yo, naturalmente, le dije que eres de los ricos de Bilbao, buen chico, muy marinero, sólo que un poco impedido de la audiencia... Ahora toma tu desayuno y arrímate al fogón, que el día no está para rondar por el pueblo».

Solo en su desván, y ya vestido de ropa seca, no apartaba D. Fernando su pensamiento ni sus ojos de la carta que había recibido; y entre dar crédito a la tremenda afirmación que contenía, o conceptuarla maligna impostura, transcurría veloz el tiempo sobre la cabeza del joven sin que este lo sintiera. «Anoche casó Aura con Zoilo Arratia», decían en substancia los garabatos del papel, trazados en letras gordas, como para suplir con el tamaño la torpeza de la escritura. En vano su amigo Uhagón (amistad reciente y cordialísima formada en aquellos meses) entró a decirle que si el temporal arreciaba, no habría más remedio que suspender las operaciones. A todo callaba Calpena; él, tan decidor, tan entusiasta de aquella campaña, tan unido al ejército, que la acción de este y la suya propia habían venido a ser una sola acción, no decía nada, no comentaba, ni opinaba siquiera. «¿Qué piensas?» le preguntó su amigo. Y él, encerrando dentro de su alma una tempestad más horrorosa que la que andaba por los aires, se levantó y dijo: «Pienso... que hacen bien los carlistas en no dejar en Bilbao piedra sobre piedra... pienso que la Humanidad es una vieja celestina, y la Naturaleza una mujer frágil...».