Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra/Capítulo I

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Capítulo I[editar]

Nadie, a quien la naturaleza no haya negado enteramente la facultad de observar, puede pasar un mes en Londres sin advertir la gran diferencia que hay entre el caminar hacia el oriente y hacia el poniente de aquella ciudad inmensa. Tres o cuatro millas en la una y la otra dirección bastan para trasladar al extranjero, no tanto de una ciudad a otra, cuando de un mundo a otro. Si, tomando la gran catedral de San Pablo por punto central, nos dirigimos al término occidental (West End), a cada paso se nos presentan edificios, no diré más grandiosos que algunos de la ciudad de Londres propiamente así llamada, mas que respiran gusto, que anuncian en su interior los placeres de la civilización y de una riqueza no expuesta a vicisitudes. Aun las casas de los particulares y de la clase inferior mediana muestran más quietud y más limpieza. Si seguimos en la misma dirección hasta lo que llaman la Campaña (The Country), bien que tenga muy poco derecho a tal nombre, pronto nos hallaremos respirando un aire más puro, gozando de una luz más libre, y, en medio del incesante bullicio, que ni en los caminos reales se disminuye sino a distancia de algunas leguas, no podremos menos de gozar de algún reposo. Las varias villas, que se unen unas con otras formando una anchísima calle, se componen de casas limpias, ventiladas y cómodas, hallándose entre ellas no raras veces habitaciones que son verdaderamente palacios.

Muy al contrario sucede en los caminos que se extienden al Este y Nordeste y en las calles que desembocan en ellos. Al oriente de San Pablo, el bullicio del comercio, que empieza a sentirse mucho antes, se aumenta con tal fuerza que los que se hallan débiles o no están acostumbrados no podrán evitar sus malos efectos. A poco de haber empezado el camino, el cansancio se apodera de los miembros y el cuerpo titubea de modo que podría temerse caería a tierra si la multitud dejase espacio abierto para la caída. El ir acompañado es imposible, y mucho más lo es el hablar con un conocido. El que quiera ganar terreno tiene, por necesidad, que emplear los codos (no las manos, porque los ingleses no sufren que nadie los toque con ellas) usándolos como cuña. Pasando la Bober o Lonja, a pesar de las extraordinarias mejoras que han recibido las calles y edificios, casi a cada paso que damos vamos entrando en una región desagradable, mucho más húmeda y nebulosa que la que hemos pasado, lodosa en extremo y obscura por la estrechez de las calles y la altura de las casas. ¡Pobre del habitante meridional de Europa que por la primera vez se ve obligado a tomar aposentos en alguna de estas cavernas! Apenas habrá entrado de puertas adentro cuando se sentirá sofocado a falta de aire vital; la mitad o más de la atmósfera es agua y, lo que es peor, estancada.

Como amarga burla, el extranjero oye hablar de la campiña; y casi ahogado en las calles, siente un vehemente deseo de mudarse a alguno de los varios pueblos que, con distintos nombres, son una continuación de la ciudad de Londres por aquel lado, Pero ¡qué campiña encuentra! A los lados de los caminos reales se hallan, es verdad, algunos árboles miserables y enanos que jamás se cubren de verde. Las hojas enfermizas se desarrollan casi amarillas y caen pocas semanas después, como si muriesen de tristeza. Los maestros albañiles que hará cosa de cincuenta años se fueron, empleados por varios «especuladores» (así se llaman aquí ciertas gentes que con pocos medios se devanan los sesos a fin de ganar dinero, sea por mal o por bien), para plantear varias manzanas de casas, picándose de ser hombres de gusto «rural», que es aquí la manía, no se olvidaron de hermosear (¡mal año sobre tal hermosura!) las fachadas más teatrales con agua. ¡Agua, donde la tierra está casi anegada, no es el mejor vecino! Pero nuestros albañiles poéticos no se metieron en estas reflexiones; de lo cual resulta que delante de las aceras principales de estos sitios se ven albercas socavadas en que el agua pluvia se estanca, cubriéndose con una vegetación que amenaza calenturas intermitentes con su hediondo verdor.

Infinitamente más lamentable es la condición de las pequeñas calles que cruzan a ambos lados del camino. Las casas parecen de cartón, tan débiles y sutiles que no pocas veces se pone por condición al arrendador que no permitirá que se baile en ellas, no sea que el edificio se venga abajo. Recién edificadas estas casucas, tienen un aspecto que convida a los que no las entienden; pero como están construidas de modo que no pueden durar más que veinte o veinticinco años, tiempo del arrendamiento del solar, pasado el cual el edificio sería del señor solariego, muy pronto pierden sus atractivos, mostrando una vejez anticipada. La solidez de las casas en el Mediodía de España da muchas ventajas aun a las más pobres, comparadas con estos edificios de Alcaicería. Como constan de yeso y tablas, es imposible mantenerlas libres del polvo que continuamente se desprende de las paredes. El único paliativo son los tapetes, que generalmente cubren los entablados de las escaleras y salas. Pero, como las familias no pueden mantener este lujo, las más de estas casas, especialmente las de alojamiento para personas menesterosas, o enteramente carecen de tapicería o está tan vieja y atraillada que más parece trapos que otra cosa. Desde la puerta se empieza a ver la miseria que ocupa estas pobres mansiones. Tres o cuatro pequeñuelos, sucios, mantecosos y casi negros de hollín, se ven jugando a la entrada con un bullicio intolerable. Quien quisiere entrar tiene que hacerse lugar a empujones, porque el espíritu de independencia se manifiesta muy temprano en estos rapaces que no conocen ley ni rey. Si el que viene a preguntar por algún desgraciado a quien su mala fortuna obligó a tomar asilo en una de estas casas llama a la puerta con perseverancia, tal vez le saldrá al encuentro una figura de mujer tal como es difícil encontrarla en otras partes del mundo. Londres y sus alrededores reúnen los extremos del refinamiento y la grosería. Mujeres más honradas ni más delicadas no se pueden imaginar que las que esta inmensa capital presenta. Pero aquí hablo de las criadas que se ven en estos alojamientos inferiores. Casi descalzas, desgreñadas, aunque con una escofireta que parece haber servido de aljofifa, el cutis dando indicios de blancura que se entreluce bajo una concha de suciedad, las greñas rubias mas nunca peinadas, y los ojos azules incapaces de ternura femenil. Tal es generalmente el aspecto de estas infelices, a cuya vista los santos del desierto se hubieran visto libres de las molestias de su mayor enemigo. Pero ¿a qué me canso en pinturas generales? Más vale entrar de una vez en el asunto y dejar que las cosas se presenten individualmente a la vista.

Una multitud de españoles emigrados habían tomado refugio en la parroquia de Clerbeneweh, que es uno de los pueblecitos circunvecinos que Londres ha incorporado consigo. Algunos años ha sería probablemente uno de aquellos puntos a que los habitantes del centro de Londres se refugian de cuando en cuando para evitar el aire mefítico de los cuarteles mercantiles. Mas, aunque hasta el día de hoy una plazuela cenagosa conserva el nombre de Prado de Clerbeneweh (Clerbeneweh Gren), no queda en todo el distrito la menor traza de campiña.

Llamado por ciertos negocios a este barrio, muy rara vez visitado por mí, me apresuraba una tristísima mañana a fines de noviembre para volver cuanto antes al término occidental, donde mi buena fortuna me ha permitido habitar siempre que mi residencia ha sido en Londres. Siendo muy poco el tráfico de este arrabal y siendo el tiempo menos propicio del año para salir al raso, muy pocas personas cruzaban por el lodo para pasar de una parte a la otra de la plazuela. Pero, a pesar de la niebla lloviznosa que casi ocultaba los objetos, a no larga distancia descubrí una señora conocida mía por muchos años, una de las personas más amables y virtuosas que he visto en el mundo. Viuda con varios hijos y sin más que muy moderados medios de subsistencia, Mitris Christian es un modelo de elegancia sin afectación y de economía con decencia. Pero ¿quién podrá describir justamente su bondad, su beneficencia? No teniendo abundancia de medios pecuniarios con que asistir a los infelices, Miss Christian consagra el tiempo que los cuidados de su familia le dejan a visitar una clase de pobres que abundan especialmente en Londres y sus arrabales, y que por sus circunstancias merecen el nombre de «pobres vergonzantes». Con este humanísimo objeto, varias señoras de la clase mediana, clase que comprende muchas de las familias más instruidas y amables de Inglaterra, se reúnen en varias partes de la capital y sus contornos para visitar por turno a los necesitados de ciertos distritos, sin distinguir católicos de protestantes, procurándoles cuantos alivios están al alcance de las asociadas y, cuando falta el dinero, asistiéndoles por lo menos con su presencia y el consuelo que la simpatía verdadera sabe comunicar al corazón afligido.

-¿Por aquí esta horrible mañana? -exclamé al ver a mi buena amiga.

-¡Oh, cuánto me alegro de encontrar a Vd.! -me respondió con visible contento-. Nadie puede serme más útil que Vd. en este instante.

-Aquí estoy, pues, para lo que Vd. me mande.

-Bien está, amigo mío. Venga Vd. conmigo, que no tendremos que ir a mucha distancia. En una de estas calles miserables he hallado una familia española en el estado más triste que se puede imaginar. Aunque yo hablo francés tal cual y estos pobres extranjeros lo entienden mal que bien, su acento español y el mío inglés no nos dejan entendernos. Venga Vd. a servirnos de intérprete, aunque sé bien que no podría Vd. ver esta desgraciada familia sin enternecimiento.

-Vamos sin tardanza -dije yo-, aunque bien sabe Vd. que no sólo me penetran el alma los males de otros, sino que no teniendo dineros con qué aliviar a los necesitados, ni salud para emplearme en su servicio, las miserias humanas me oprimen sobremanera. Pero vamos a verlos.

Entramos en una de las casas que describí poco ha, y no es menester decir que sobre la puerta se pudiera haber escrito con verdad: «Aquí habitan desgraciados». Subimos al segundo alto por una escalera cubierta de inmundicia, respirando un aire tan infecto como el del peor hospital del mundo. En un pequeño aposento, sin nada que cubriera las tablas, sin cortinas, con una pequeña mesa de tabla no acepillada y con sólo dos sillas que amenazaban ruina al tiempo de sentarse en ellas, descubrimos una joven como de catorce años, bellísima, aunque macilenta y pobremente vestida, que apoyándose con los codos sobre la cornisa de una chimenea sin fuego procuraba apoyar su cabeza, mostrando, sin quererlo, que la fatiga, la falta de sueño y, lo que es peor, la falta de alimento, la oprimían demasiado. Al lado opuesto de la puerta, y expuesta a los repetidos soplos del aire húmedo y frío que subía por la escalera desde la calle (no habiendo puerta cerrada en la casa), estaba una camilla de esas que se ocultan durante el día en un cajón con la apariencia de una cómoda. Aun cuando nuevas, estas camas son totalmente incómodas por su estrechura y falta de firmeza, pues al menor movimiento crujen, como si se fueran a hacer pedazos. Mal cubierto con un cobertor raído, yacía en este miserable lecho un hombre como de cincuenta años, con todas las señales de moribundo: los ojos sumidos, la nariz afilada, la boca medio abierta y una palidez mortal difundida por todo el rostro. Casi igualmente moribunda, al menos en la apariencia, estaba a su cabecera una mujer como de treinta años, delicada en extremo, con ojos que habían sido hermosos y cabellos tan negros como los ojos, que quince años antes no se podían mirar con indiferencia.

Levantóse tímidamente cuando nos vio entrar; pero tanto la joven como su madre (pues la mayor lo era) venían apresuradamente a tomar las manos de Mistris Christian, quien con un inefable amor les besó cariñosamente la boca, como es la costumbre en este país, sacándoles con su ternura las lágrimas a los ojos. Nombróme después, dirigiéndose al enfermo; pero como mi nombre es inglés no le hizo mucha impresión. Mas cuando en su lengua nativa le dije: «Paisano, ¿qué males son estos? ¿Cómo está Vd.?», los ojos que hasta entonces estaban sin lustre y socavados parecían ahora centellas que querían salirse de sus huecos.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó, alzando las macilentas y trémulas manos-. ¡Bendito sea Dios, que me ha hecho oír el acento de mi patria en este miserable destierro! Es verdad que lo oigo por la boca de estas infelices compañeras de mis males, pero temí no escuchar una voz consoladora antes de la muerte que siento muy cercana.

En esto, las dos españolas prorrumpieron en un llanto desconsolado que les movió el recuerdo de su país.

-¡Ánimo -dije yo, aunque la garganta se me anudaba-, ánimo, señoras y paisanas mías! Según veo, el lamentar no puede servir de nada. Díganme Vds. su situación, que, aunque yo de por mí no valgo mucho, veremos lo que se puede hacer por Vds. Los ingleses son generosos.

-Sí, lo son, lo son -exclamó la madre-. ¡Oh, aquí hubiéramos muerto de hambre! Pero ¿qué vale el vivir, si lo que más amamos en el mundo, si mi buen marido, el padre de esta niña que ven Vds. postrado en esa cama parece que va a exhalar el último aliento, cuando la enfermedad y los recuerdos de sus desgracias se unen a oprimir su pecho, que, por otro lado, una calentura continua está devorando de hora en hora? ¡Oh, señor paisano, persuádale Vd. que se esfuerce a vivir y no nos deje!

La niña, que se acercó a su cama, se echó al cuello de su padre, abrazándolo tiernamente y diciendo, entre lágrimas y sollozos:

-¡No nos deje Vd., papá, por amor de Dios, no nos deje!

Esta escena agravaba tan visiblemente el peligro del enfermo que, haciéndome violencia para no aumentar el llanto general con el mío, separé las españolas de la cama y, hablando algunas palabras en inglés a Mistris Christian, que no quitaba el pañuelo de sus ojos, me volví a los desgraciados, suplicándoles me diesen alguna cuenta de sus infortunios, a fin de ver si podía encontrarles algún alivio. El ama de la casa, que aunque pobre y de una clase que no se muestra generalmente compasiva, probablemente más por falta de medios que por falta de humanidad, entró a este punto diciendo que el doctor (así llama la gente común los médicos, cirujanos o boticarios) venía a ver al enfermo. Un momento después se presentó a la puerta Mister Powell (que así lo nombró la patrona), pero, volviendo atrás un momento y haciendo señas a la patrona que saliese, la estrechez de la entrada al fin de la escalera no le permitió separarse tanto que no oyésemos el crujir de un lío de papel que el Doctor se esforzaba a sacar de la faltriquera de su casaca.

-Sin duda -me dijo la señora española- ese buen caballero le trae a mi marido uno de sus regalitos.

Así era verdad, como la patrona me dijo después. Este hombre singular, a quien la gente ha dado el sobrenombre del buen Powell (good Powell), había traído una perdiz para el enfermo, sin considerar ni el bulto más que mediano que el lío, sobrepuesto a unas ancas de descomunal altura, levantaba a la popa de su no muy alta persona ni el olor poco agradable que la perdiz muerta, más de una semana, según costumbre, le dejaría en los vestidos. Dos o tres minutos después se presentó nuestro Doctor con una cara, si no bella, tan risueña y benigna que ningún hombre de bien podría mirarle sin desear tener a su dueño por amigo. Haciendo una inclinación o cortesía general, que seguramente no le enseñó el maestro de baile, tomó las manos de las dos españolas, aunque poco acostumbradas a esta especie de saludo, y, medio en francés, medio en inglés, sin la menor aprehensión de parecer ridículo, les dijo que se alegraba de verlas aunque sentía que el enfermo no había podido levantarse, como hasta aquel día lo había hecho.

-Ahí tiene Vd. un intérprete, Mister Powell -dijo la señora Christian, señalando hacia mí.

-Me alegro, me alegro -dijo el Doctor, extendiendo su mano derecha-. ¿Español también?

-Sí, señor -dije yo.

Pero oyendo mi acento: -¡Ah, lo veo: español adobado en inglés! ¡Ha, ha! No es mala mezcla. Ahora bien, hágame Vd. el favor de preguntar al enfermo lo que yo vaya diciendo, y dígame Vd. sus respuestas.

Largo fue el interrogatorio, y tal sus resultas que, al paso que yo respondía, nuestro buen Powell unía las grandes cejas negras que sobresalían cosa de media pulgada inglesa ante los ojos y hacían un contraste no desagradable con la blancura sonrosada de sus gruesos carrillos.

-No hay esperanza -me dijo en inglés, añadiendo en voz más alta y en su francés anglicano: -Et bien, Mesdames, nous verrons; au revoir, au revoir. Swill send you, cela veut dire, je vous enverrais de la médicine.

Y dándome la mano otra vez y con otra cortesía general salió de la sala.

-Una palabra con Vd. -dijo, haciéndome una seña.

Salí a la escalera, y, bajando dos o tres escalones, continuó:

-Veo que Vd. está naturalizado entre nosotros, y por tanto podría Vd. hacer alguna cosa por esta familia desdichada. Lo que hay que hacer no es poco, porque estoy convencido de que no sólo el padre sino la madre de esta inocente niña extranjera tienen poco que vivir. El pobre enfermo está a los últimos momentos; su esposa tiene una tisis incurable y muy adelantada. En este clima y en una situación tan desdichada el progreso de la enfermedad será rápido. Veamos pues, cómo hemos de disponer de la huérfana, pues no tardará mucho en serlo. Yo, como Vd. ve, soy un cirujano-boticario, ni muy pobre ni muy rico. Tengo lo suficiente para mí y para una hermana, de estado honesto, que vive conmigo. Si no hallare Vd. mejor acomodamiento para la Luisita (que así creo que se llama), en mi casa no le faltará un cubierto y mi hermana le dará parte de su cama, a estilo del país.

En esto, sacó sus tarjetas y me dio una en que estaba grabado: Mr. Powell, 23 Clerkenwel Green. En retorno le di mi dirección.

-¡Adiós! -me dijo, encargándome que me informase de lo que tenía que decir al enfermo, y que a la primera ocasión fuese a tomar té con él y su hermana para darles cuenta de aventuras que no podían menos de ser tristes.

Subí otra vez y, sentándome a la cabecera, dije:

-Ahora bien, paisano, procure Vd. comunicarme lo que guste, sin fatigarse, pues la debilidad es grande.

-Grandísima -me respondió-, y tal que temo que esta sea la última vez que pueda hablar de seguida por algunos minutos. No hay tiempo para preámbulos. Mi nombre es Miguel de Bustamante, abogado de la cancillería de Valladolid. Un pleito muy reñido y de grande importancia, que, a influjo de uno de los pleiteados se había llevado al Consejo de Guerra, me detuvo en Madrid con mi mujer e hija los tres años anteriores a la desaforada tormenta política de cuyas resultas aún está gimiendo España. Uno de los miembros del dicho Consejo, hombre como hay pocos en nuestra patria, pero al mismo tiempo uno de los españoles más maltratados en la revolución, me honró con su amistad. ¿Conoció Vd. por acaso al señor Sotelo?

-¡Sí, lo conocí! -respondí yo saltándoseme las lágrimas-. Él fue uno de los más tiernos amigos que tuve en España. ¡Oh, qué memoria despierta Vd. en mi pecho! Sé todos sus infortunios. ¡Qué expiación tan grande le debe España! Pero prosiga Vd., y no se empeore con estos tiernos afectos.

-Bien. Sepa Vd. que yo acompañé a nuestro amigo en su desgraciada misión a la Junta Central. Deshonrados con el nombre de traidores, nos volvimos a Madrid, desde donde yo resolví pasar a Francia. Nuestro amigo creyó de su deber quedarse en España, resuelto a ponerse en manos de las autoridades españolas. Cuando, como ya se preveía, las tropas francesas se retiraron de Madrid. No tengo que decir a Vd. que aquel ilustre magistrado, cuyo nacimiento, parentela y, más que todo, cuyos talentos merecían la mayor consideración, se vio encerrado en la cárcel como facineroso, estuvo a la muerte en un hospital rodeado de sus pequeños hijos, y al fin, habiendo bebido el cáliz de amargura hasta las heces, se tuvo por feliz en que lo dejasen ganar su vida como abogado.

»Yo tenía un cierto patrimonio, que, reducido a contante y puesto en las rentas francesas, no me permitía el temer verme algún día destituido. Pero un aventurero inglés con quien trabé amistad en París empleó sus talentos, para lo cual eran grandes, en rodearme con lazos de que al fin no pude escapar. Llenóme de temores acerca de la responsabilidad de los fondos de Francia y me persuadió que si bajo su dirección transfiriese mi dinero a Inglaterra él sabría emplearlo de modo que mi renta anual se doblase. Cedí y vine con él a Inglaterra, de donde poco después determiné visitar en secreto a Cádiz, el tiempo que las armas de los Borbones franceses se iban a emplear en restablecer la autoridad de los Borbones españoles. El objeto con que fui a Cádiz, dejando a mi mujer e hija en París hasta mi vuelta a Inglaterra, fue el recobro de cierta suma de dinero que estaba en las manos de uno a quien yo contaba entre mis más fieles amigos. Tanta confianza tenía en él que me puse en sus manos, no obstante el riesgo que corría por parte de los patriotas, que me tenían por afrancesado. Entré en Cádiz con nombre fingido y fui incontinenti a abrazar a mi amigo. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que mi venida se esperaba por algunos que me querían mal, que no había un momento que perder si quería conservar mi libertad y acaso la vida. Haciéndome firmar un papel por el cual ponía en su poder ciertas haciendas que eran mías en Castilla y con achaque de que él las recobraría como deuda reconocida por mí (único motivo de mi viaje a Cádiz), me apresuré a ir con gran secreto al paquete inglés que iba a hacerse a la vela aquella noche, asegurándome al mismo tiempo que me enviaría sin tardanza el saldo de nuestras cuentas. Volví a Londres sólo para tomar dinero con que pasar a Francia por mi mujer e hija. Pero ¡quién podrá describir mi desesperación cuando, preguntando por mi amigo, me dijeron que había salido cosa de dos semanas antes para la Jamaica! Pregunté con manifiesta agitación a sus banqueros si el señor Earle había dejado algunos fondos a mi crédito. A esto me respondieron que no había dejado ni un chelín en Londres, que había vendido cuanto se hallaba a su nombre en los fondos y al parecer había salido del país con determinación de no volver. Imagínese Vd. mis ansias y temores. Este falso inglés no tuve la menor duda que me había robado la mayor parte de mis haberes. Seguirlo a Jamaica en mis circunstancias presentes era imposible. Añádase a esto que yo no poseía ningún documento legal que probase la deuda. Sus cartas las reconocían, pero el recobro debía ser costoso y muy difícil. Escribí, pues, al momento al depositario de lo que me quedaba en España. Su nombre era Acosta. Le supliqué me mandase algún dinero a cuenta, pero no tuve respuesta. Mis ojos se abrieron de repente sobre el abismo en que iba a sumergirme. Apenas me quedaban medios de mantenerme en Londres. ¿Qué había de hacer? Mi mujer e hija en París pidiéndome socorros... ¿cómo iría por ellas y adónde las depositaría aquí?

Vendí la única prenda de valor que tenía conmigo, una repetición de oro, y, perdiendo enormemente en la venta, como sucede siempre que los compradores conocen que el vendedor no tiene otros recursos, tomé unas doce libras esterlinas y marché a París. El alma se me partía al informar a mi pobre mujer de nuestro estado presente. Esa pobre niña, que por su desgracia tiene más reflexión que la que promete su edad, se impuso en un momento y comprendió la extensión de sus desgracias. Cuantos adornos poseían las dos, algunas pequeñas joyas, zarcillos y otras cosillas de esta clase, todo se vendió. Recogimos el dinero y nos volvimos a Londres. Pero el viaje consumió la mayor parte de nuestro haber. Mi objeto era ver si podría encontrar medios legales de recobrar mi caudal. Consulté a un abogado, y la consulta se llevó otra porción de mis medios pecuniarios. La fatiga de estos viajes, la aflicción causada por tales traiciones, la desesperación con que veía el porvenir, todo contribuyó a postrarme en esta cama. Esputos de sangre y una tos intolerable eran indicios muy claros de la naturaleza de mi mal. Mi pobre esposa apenas estaba mejor que yo. Al paso que nuestras enfermedades crecían, menguaba nuestro dinero. La patrona instaba por el alquiler, pues, aunque su corazón no es duro, su pobreza le impide ser compasiva. Poco a poco todas nuestras prendas pasaron a las manos de los usureros que aquí devoran a los pobres bajo el nombre de empréstitos. Al principio de la enfermedad, la patrona hizo venir a ese médico, hombre compasivo, que desde el punto que entendió nuestra situación, lejos de esperar recompensa por sus visitas o por las medicinas que nos envía, no pasa día alguno sin que nos traiga algún regalito. Él y esa buena señora Christian, que nos encontró aquí de resultas de la caridad con que busca a los necesitados, han impedido el que nos muramos de hambre. A no mucha distancia se hallan españoles refugiados, pero los odios entre los llamados patriotas y los supuestos partidarios de los franceses no nos dejan aún en nuestro común destierro. El gobierno inglés no nos reconoce. En una palabra: el cielo y la tierra parece que nos abandonan. Yo siento que mi fin está cercano.

El infeliz había interrumpido su relación con frecuentes paroxismos de tos, que casi lo ahogaban.

-Si es que una Providencia benigna ha traído a Vd. para ser mi último alivio...

-No lo dude Vd. -respondí conmovido.

-... prométame, puesto que Vd. se halla arraigado en este país, que no desamparará a estas infelices.

Mistris Christian, que había entendido lo más importante de la conversación y que infería el resto por la impresión del rostro del pobre enfermo y por las lágrimas que corrían sin cesar de los ojos de la madre y de la niña, se levantó y, dando la mano al infeliz Bustamante, le aseguró en francés que cuanto estuviere en poder nuestro tanto se haría por ellas. Yo le hice la misma protesta y, despidiéndome por ahora, acompañé a la señora Christian hasta su casa, informándola entre tanto de las circunstancias que su poca inteligencia de la lengua no le había dejado entender. Los lectores benévolos no necesitarán que se les diga que desde este momento la señora mi amiga, el médico Mr. Powell y yo visitamos diariamente a la infeliz familia y, aunque no nos hallábamos con medios de atender a las muchas necesidades que se acumulaban de hora en hora, ni el hambre ni el frío pudieron desde este momento poner el colmo a los males de estos desgraciados.