Melchor Cano (Retrato)
FRAY MELCHOR CANO.
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Aunque la patria de Melchor Cano, ó Canus, ha sufrido algunas contestaciones, es indisputable que este varón eminente por su sabiduría nació en Tarancon, pueblo de la Diócesis de Toledo, hacia el año de 1505. Hijo de un padre bien reputado en la Corte de Cárlos V, aun mas que por sus buenos servicios, por su amor á las ciencias, halló en él toda la disposición que deseaba, para que, á pesar de otras miras de interés de su familia, le dedicase al estudio, cuya carrera se conformaba mejor que ninguna otra con su inclinación al claustro, por el que desde muy niño se había decidido, y al que se retiró de edad de diez y ocho años, tomando el hábito de Religioso Dominico en el convento de S. Esteban de Salamanca.
Los exercicios del noviciado y aquellas ocupaciones indispensables á un Religioso en los primeros años de serlo, templaron el calor con que Cano se había empeñado en el estudio desde el instante mismo en que se dedicó á él; pero pasado este tiempo volvió á sus tareas literarias con igual intensión, la que se había visto precisado á interrumpir, y recuperó con ventajas la pérdida que involuntariamente había hecho. Era difícil sobresalir en las escuelas de Salamanca quando las freqüentaba Cano; sin embargo este singular ingenio logró fixar la atención de sus mas sabios profesores, y que su inmortal maestro Fr. Francisco Victoria, también Dominicano, notando la delicadeza de su talento, y la juiciosa crítica con que sabia desviarse de las opiniones vulgares, le anunciase á los Prelados de su Orden como una de sus mejores lumbreras.
Fuera ya Cano de la clase de discípulo, y libre de la precisión de seguir el método que prescribe la enseñanza pública, chocó abiertamente contra muchas preocupaciones teológicas; rectificó no pocas ideas que la variedad de opiniones habia confundido con errores los mas groseros; se dedicó al estudio escabroso de las lenguas orientales; formó el plan de su grande obra de Locis theologicis, que después de su muerte publicó el Arzobispo Inquisidor general D. Fernando Valdés, y se hizo digno, por la publicidad de su mérito, de suceder en la cátedra á su mismo maestro Victoria en el año de 1546, en que falleció este célebre Doctor.
Si la fama de Cano se habia esparcido justamente antes de ser catedrático, revestido de este carácter, que sostuvo con dignidad, voló su nombre por todas las escuelas de Europa: de todas se le consultaba en materias de dogma, y sobre la inteligencia de muchos pasages difíciles de la Biblia y de sus intérpretes; se le consultaba asimismo por el Gobierno sobre los mas delicados asuntos políticos; y por último, convencido este de la importancia de los conocimientos de Cano, en donde quiera que hiciese uso de ellos, le envió entre otros sabios Españoles al Concilio que por entonces se celebraba en Trento. Algunos atribuyen esta misión á una separación política por las rivalidades que suscitaron entre Cano y Fr. Bartolomé Carranza, hombre también eminente en su misma Orden, y que después fue Arzobispo de Toledo, el espíritu de partido y la imprudente emulación de los discípulos y apasionados de uno y otro; pero sea el que fuese el motivo, Cano fué recibido en el Concilio con asombro, y su eloqüencia y doctrina arrebataron la admiración de los Padres que le componían, según el testimonio del Cardenal Sforza Pallavicini y de otros muchos, que seguramente no son sospechosos.
Vuelto Cano á España y á su cátedra, se aumentó su reputación á medida de las luces que habia adquirido en sus viages: la Universidad halló en sus adquisiciones científicas un verdadero tesoro, y Felipe II, que ya reynaba, le confió muchos de los negocios mas graves del Estado. Tenia Cano, entre otras qualidades, una comprehension vehemente y pronta, y una facilidad extraordinaria en explicarse con energía: el estudio que habia hecho de los mejores retóricos de la antigüedad, y cuya imitación le han censurado algunos con inmoderada crítica, hacia brillantes sus producciones, y todo contribuía á engrandecer su mérito, ya que en sus dictámenes se le oyese como á un oráculo. No obstante, no fué feliz en todos los que dió, por mas que fuesen apoyados de otros sabios: alguno le desconceptuó con la Corte de Roma; y Paulo IV, resentido de sus efectos, le hizo entender lo desagradable que le habia sido, y no bastó la autoridad de Felipe II para reconciliarle con él. Este gran Rey, no porque Cano hubiese lisonjeado sus ideas dándolas mayor valor con su doctrina, como no han faltado escritores que lo hayan dicho, hablando de la liga de Paulo IV con Henrique II de Francia y con los Suizos contra España, sino por premiar su verdadero mérito, le honró con la Mitra de Canarias en el año de 1552, de la que hizo renuncia, vista la resistencia de aquel Sumo Pontífice á conformarse con esta elección.
Renunciada la Mitra por la razón expuesta, aunque algunos creen que fué por no separarse de España, el Capítulo de la provincia de Castilla de su Orden le nombró Provincial: admitió Cano con gusto esta prelacia, y desde este momento se propuso perfeccionar su obra de Locis theologicis, que entre otras que compuso, todas llenas de erudición y doctrina, es acaso la mas sabia y mas bien escrita de su especie, y la que nunca será bastantemente ponderada, por mas que sus impugnadores pretendan deprimirla. Trabajó en efecto en ella; pero antes de concluirla, según su plan, murió en Toledo el año 1560. Los varios accidentes de su vida han hecho dudoso el carácter de Cano, no su mérito científico.