Mendizábal/XIX

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XIX

En el mismo instante vio D. Fernando, en el hueco de la puerta, una mujer, una joven, que más que persona humana le pareció divinidad bajada del cielo. ¿La había visto antes alguna vez? Creía que sí, creía que no. ¿Y cómo había vivido tanto tiempo sin verla? ¿Y qué habría sido de él, si por torpeza de su destino no la hubiese visto cuando la veía? Esto pensaba en la perplejidad casi estúpida de que fue acometido su espíritu ante aquella visión celeste. La que respondía por Aura se quedó también suspensa, y pensaba que no veía por primera vez al sujeto, cuyo nombre pronunció la Zahón presentándole.

«Vete adentro: deja la mantilla; deja la sombrilla con que has apaleado al pobre Lopresti, y vuélvete acá... -le dijo la señora-. No hagas la de otras veces, que tengo que ir a buscarte. Ya ves que no puedo moverme».

Fuese la joven, y tal era su turbación, que ni acertó a saludar con una ligera inclinación de cabeza a la persona que acababa de serle presentada. «¡Qué estúpida soy -se decía, corriendo hacia su cuarto-, y qué grosera y qué desmañada! No he sabido saludarle... Verdad que él no me saludó tampoco, y se quedó como un santirulico que está en oración... ¿Cómo ha dicho Jacoba que se llama? Pues ya no me acuerdo... Yo le conozco... No, no le he visto nunca: no hay más sino que yo sabía que le vería pronto... ¡Y ahora qué vergüenza me da de volver!... No vuelvo... ¡Pero si tardo, y el hombre se cansa, y se va, y no vuelve más, y no le encuentro en ninguna parte...!».

En tanto Calpena, mal repuesto de su trastorno, apenas podía enterarse de lo que Maturana y la Zahón le decían. Miraba para dentro de sí: en su mente había quedado impresa la imagen fugitiva... ¡Qué ojos, qué boca, qué talle! Quería recordar pormenores; cómo eran estas o aquellas facciones, y no podía. La imagen se borraba con el análisis; llegó un instante en que sólo quedaba de ella una vaguedad, un rastro, algo como una herida, o como una sombra que doliera. Pero de improviso volvió a presentarse ante los turbados ojos de Calpena, no precedida de ningún rumor de pasos ni de voz alguna. Entró como fantasma, trayendo consigo una luz ideal, y para mayor asombro y arrobamiento de D. Fernando, se presentaba risueña, mostrando unos dientes dignos de morder un cachete al Padre Eterno. Así lo pensó Calpena, que también se sonrió al verla, y salió como a recibirla, brindándole un asiento...

«No me siento; gracias» -dijo Aura, y pasó... Fue a recoger algo al otro lado de la pieza. Cuando regresaba con una cestilla de labores, recibió de lleno el galán todo el brillo, toda la expresión, toda la intensísima divinidad de los ojos negros de la damisela. El infeliz no dijo nada, miró a la mesa, y cogiendo la silla que cerca tenía, dio un golpecito en el suelo, diciendo o pensando así: «¡Qué rayo de Dios!... Tempestad, locura... Si esta mujer no me quiere, me mato... vaya si me mato. No puedo vivir».

-Aura -dijo Doña Jacoba dándole un manojo de llaves-. Saca de aquel armario la cajita de perlas, y dásela a D. Carlos para que me haga el apartado...

Y mientras Aura traía las perlas, Calpena se decía: «Esto es sueño. Tal mujer no existe. Es la que traigo en mi imaginación desde qué sé yo cuándo... Lo que ahora me pasa es como el morir, como el nacer. No sé si muero o nazco... ¡Vaya una mano! Si me diera una bofetada, vería yo a Dios en su trono... ¡Y qué cuerpo, qué flexibilidad, qué gallardía! Ese traje que antes me pareció verde, ahora es azul, obscurito como un cielo sin luna, y esas motitas son como estrellas, que en los pliegues se esconden, se apagan... El espacio entre el borde del vestido y el suelo parece, cuando anda, un espacio que ríe, una boca que habla... No sé... estoy loco... Si la jorobada no repite su invitación, me convido yo mismo. Si me apalean para que me vaya, no me voy».

-Oye, mujer -dijo Doña Jacoba poniendo las perlas sobre un tablero con bordes y forrado de bayeta, previamente colocado ante sí por D. Carlos-, ¿cómo es que no subieron tus amigas las de Milagro?

-Me dejaron en la puerta. Era tarde, y como las de Fonsagrada tenían prisa...

-¿Iban con ellas los dos chicos de la Guardia Real?

-Sí... y también tenían prisa. Les han mandado recogerse temprano en el cuartel. Parece que hay run-run de revolución.

-Todos los días dicen lo mismo, y nunca pasa nada. ¿No sabes, Aura? He invitado a cenar a este Sr. Calpena, y no quiere, digo, no puede... Convéncele tú.

-¿Y qué caso ha de hacer de mí? -dijo Aura queriendo mirarle y sin poder levantar los ojos-. Estará invitado en otra parte... comprometido en casas ricas...

-Si mil compromisos tuviera -manifestó Calpena haciendo por tragarse el nudo que tenía en la garganta-, los dejaría todos por la satisfacción, por el honor, por el placer de pasar algunas horas en tan amable compañía.

-Gracias -dijo Aura, echándole toda la mirada y clavándosela con ímpetu, hasta con ensañamiento.

Y la voz de Aura al decir gracias, o al decir otra cosa cualquiera, se le metía a Fernando dentro del sentido como una lanceta, y le inoculaba un goce inefable, una turbación honda, ganas de dar gritos y de tirarse al suelo... «¿En qué consistirá -pensaba-, que me parece que la he conocido toda mi vida? Si me equivoco respecto a esta mujer; si no es la que yo soñé, la que ha venido al mundo para mí, que me parta un rayo, o que me asesinen esta noche al volver de una esquina. ¡Esta mujer para otro! No puede ser... Quien me lo diga miente... y si yo lo dudara o lo temiera, estaría loco».

Mientras doña Jacoba daba órdenes a Lopresti, Aura y Fernando cambiaron palabras insignificantes, sentados uno frente a otro, en el lado de la mesa o mostrador opuesto al que ocupaba D. Carlos. Entre este y la pareja estaba la luz, con enorme pantalla verde.

«¿También usted, señorita, entiende de pedrerías, y sabe distinguir los brillantes legítimos de los falsos?».

-No sé nada... Para mí como si fueran cuentas de vidrio. No entiendo nada de esto. Y usted, ¿sabe...?

-Yo no... -dijo Calpena sintiendo un impulso violentísimo de manifestarse-. No sé más sino que... No crea usted que voy a llamarla piedra preciosa, diamante, perla o cosa tal... Eso es no decir nada. Lo que digo... Digo que cuando la vi a usted entrar... creí que no era usted persona de este mundo.

-¿Pues de qué mundo?

-Del otro, del Cielo...

-¿Pero usted cree que si yo hubiera estado en el Cielo iba a dejarme caer aquí? ¡Qué tontería!

-No haga usted caso -dijo la Zahón-. Esta niña es una revoltosa sin juicio. Ya es tiempo de que vaya sentando la cabeza.

-Soy muy mal criada -afirmó Aura con graciosa ingenuidad, sin el menor dejo de falsa modestia-. Vamos, que no tengo educación... No he tenido quien me eduque ni quien me enseñe nada... Y ahora trato de educarme yo misma; pero, la verdad, no sé por dónde empezar.

-¡Qué deliciosa modestia!

-¡Modesta yo! No, señor: ya verá usted cómo no lo soy. Algún mérito me parece a mí que tengo, y como lo sé, lo digo.

-La sinceridad es la primera de las virtudes -afirmó Calpena fascinado por los ojos negros de Aura, que no podían ser contemplados de cerca. La ardiente admiración del joven veía en ellos tan pronto una inmensidad de dulzura que atraía, como una inmensidad de peligro que rechazaba. Dulzura o peligro, el hombre sentía un irresistible impulso de comérselos, de apropiarse toda su luz, toda su pasión. ¡Y qué perfecta armonía entre los ojos y lo demás del rostro, en el cual sólo se veían perfecciones! El color era moreno suave, blancura encendida más bien, como si en sus mejillas se reflejasen llamaradas lejanas... La frente dominaba tan hermoso conjunto con su pureza de alabastro caldeado.

«Déjeme usted que admire -dijo Calpena en tono y actitud de devoción- esas cejas divinas, esas pestañas que hablan y esos labios que miran... No sé lo que digo».

-Diga usted de una vez que soy muy bella... ¿Por qué no se ha de decir lo que es verdad? Ya ve usted cómo no conozco la modestia. El ser bonita no tiene ningún mérito, porque así ha nacido una...

-Aura, por Dios, no tontees... -indicó Doña Jacoba levantándose con gran esfuerzo-. Voy a ver qué hace ese pelmazo.

-¿Quieres que vaya contigo?

-No, hija: quédate aquí acompañando a estos señores... Puedo andar sola.

Ponía D. Carlos toda su atención en las perlas que examinaba cuidadosamente, y luego las distribuía entres grupos. Aura y Fernando se creían solos.

«¿Qué? -dijo ella viendo al galán suspenso y como asustado-; ¿se enfada usted porque yo misma me alabo y digo que soy hermosa?».

-No; la sinceridad... Todo en usted es extraordinario, inaudito, sin igual.

-No me haga usted caso. Soy muy mal educada... La buena educación pide que cuando una se siente discreta diga: «soy tonta», y que cuando somos bonitas, sostengamos que no valemos nada.

-No es eso buena educación: es gazmoñería, y falsa humildad, máscara de la soberbia.

-A mí me han hecho creer que la verdadera finura consiste en rebajarse y elogiar a los demás.

-¿Aunque no se sienta el elogio?

-¡Ah!, no: eso sí que no puedo hacerlo yo. Por nada del mundo le diría yo a usted, por ejemplo, que me agrada, si no lo sintiera.

-Luego usted me dice que no le soy desagradable.

-Yo no pensaba decírselo... Si lo he dicho sin querer, dicho se queda.

Se le encendieron las mejillas, y después de una pausa, en que Fernando, absorto, no sabía qué expresar, rectificó la joven su atrevido concepto: «La culpa tiene usted por hacerme caso y darme conversación. Se me escapan las tonterías cuando menos lo pienso. Bien dice Jacoba que no tengo vergüenza...».

-Eso no es verdad.

-Quiero decir que soy muy descarada... Y no sabe usted los disgustos que he tenido en Madrid por esta mala costumbre mía de decir todo lo que siento. Mis amigas me critican, y algunas se han negado a salir de paseo conmigo. Otras, en cuanto me han oído hablar dos veces, se han resistido a recibirme en su casa. Vamos, que me tienen por una salvaje, y lo soy, aunque lo disimulo vistiéndome, ya usted ve, como las mujeres civilizadas... Eso lo sabe una sin que se lo enseñen... Pero... mire usted qué cosas tan raras me pasan a mí: esta noche es la primera vez que siento pena de ser como soy. Al decirle lo que le dije, ¡me subió un calor a la cara...! Me figuré que usted se enfadaba conmigo, que me iba a querer mal por mi desvergüenza...

-No, no, eso no. Es sinceridad, y yo la admiro y la aplaudo... ¿Pero por qué no hemos de ser todos así? ¿Qué educación es esta que nos impone la mentira en todos los actos?

-Pues ahora me confunde usted más -dijo Aura con una ingenuidad y una sencillez que acabaron de enloquecer a Calpena-. Porque yo empezaba a querer educarme procurando hacerme la vergonzosa, y usted sale ahora diciéndome que cuanto más desvergonzada mejor.

-No, cuanto más sincera... Lo que usted debe hacer es no empeñarse en cosa tan difícil como la educación por sí misma. No acertaría usted. Lo mejor es que confíe ese cuidado a otra persona: a mí, por ejemplo.

-¿Pero cómo me va usted a educar, si no está siempre conmigo?

-¡Oh!... eso se arreglaría de un modo muy fácil...

-¿Cómo?

-Estando...

-¿Siempre conmigo? Pues le juro a usted que no me disgustaría. En decir esto no veo yo que haya maldad.

-Ninguna...

Al llegar a este punto, miráronse los dos largo rato sin pronunciar palabra. ¿Les estorbaba el viejo diamantista, aunque sólo en presencia corporal, por tener todo su espíritu aplicado al examen y selección de perlas? Calpena, perdidamente enamorado de aquella mujer con súbito incendio pavoroso, pensaba en el singular caso, en la inaudita sorpresa que le ofrecía su destino. Era en verdad estupendo que siendo él un misterio vivo, y encontrándose en el mundo, en su florida edad, rodeado de sombras, le saliese al paso, en aquella ocasión suprema de su amor primero (el cual, por la fuerza con que venía, debía de ser único), un enigma tan extraño como el suyo propio. «Ya sospechaba yo -se dijo- la existencia de esta mujer tan hechicera y seductora; ya me anunciaba el corazón que en nuestras sociedades puede encontrarse un ser tan bello, tan ingenuo, en toda la hermosura libre y silvestre de quien no ha pasado por los absurdos tamices de la educación corriente. Esta mujer superior, este admirable pedazo de la Divinidad, aunque sin pulimento, para mí estaba guardada; para mí, que he venido al mundo en algún torbellino de las pasiones humanas, y tengo por ley de mi destino la misión ¿por qué no ha de ser misión?, de venir a chocar con otro misterio como el mío, con otro enigma, y fundirnos misterio con misterio, y...». De buena gana habría roto el silencio soltándole estas preguntas, expresión de la ansiedad de un amor investigador, receloso, policiaco: «¿Quién eres tú?... ¿De dónde has salido tú?... ¿Quiénes son tus padres?... ¿Por qué estás en esta casa?».

El silencio fue interrumpido por Maturana, que, mostrando entre sus dedos una gruesa y hermosa perla, se volvió a los que ya es forzoso llamar amantes, y en tono grave les dijo: «¡Qué hermosura, qué redondez, qué oriente!... ¡Y que este prodigio de la Naturaleza haya salido de los profundos abismos de la mar!... ¡Y que esto sea, como dicen, una enfermedad de la ostra... un tumor, según otros, producto de la baba con que el pobre animal se cura de los golpes que le dan los crustáceos! ¡Y cosa de tanto valor no es, en su origen, más que una baba!... ¡Misterios de la vida, del tiempo!...».