Mendizábal/XVII

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XVII

Exactísimos eran los informes de Edipo, y cuando llegó D. Fernando a su casa, díjole la chica de la patrona, al abrirle la puerta, que un señor que había estado tres veces por la mañana, le aguardaba sentadito en la sala, al parecer dispuesto a no moverse de allí mientras no lograra su objeto. Minutos después hallábase Calpena frente a un sujeto como de sesenta años, acartonado y pequeñito, que llevaba muy bien su edad; mejor afeitado que vestido, pues su levita era de las contemporáneas de la paz de Basilea; el pelo entrecano y nada corto, con ricitos en las sienes, y un mechón largo cayendo hacia el cogote, como si aún no se hubiese acostumbrado a prescindir del coleto; los ojos reforzados con antiparras de cristales azules montados en plata; el perfil volteriano, el habla cascada y lenta.

«¿Con que es usted...? Bien, hijo, bien. Pues me escribió mi sobrino Felipe; pero hasta ayer no he llegado de mis correrías por el extranjero... Aquí me tiene el Sr. D. Fernando a su disposición. La verdad, poco puede hacer por usted este pobre viejo, pues desde que salí de Palacio... ya sabe usted que era yo primer diamantista de Su Majestad... llevo una vida... Sentémonos, si usted quiere... Pues perdí aquella plaza, después de treinta años de honrados servicios... y no he tenido más remedio que buscar en el comercio un modesto pasar... Ello fue... no sé si estará usted enterado... por malquerencia de esa farolona de la Carlota... la mujer del Don Francisco... otro que tal... En fin, más vale no hablar... Y usted, ¿qué me cuenta? ¿Qué tal le va por Madrid? ¿Ha conseguido que le coloquen? Ay, señor mío, esto está perdido con tantas libertades, y la dichosa Pragmática Sanción, que fue la manzana de la discordia... Al Rey le mataron a disgustos, puede usted creerlo... Y a mí... toda la inquina que me tomaron fue por la amistad que me tenía el Príncipe de la Paz primero, y después el señor Duque de Alagón... No sé si sabrá usted que D. Pedro Labrador me llevó consigo al Congreso de Viena; sí señor... Pero estas son historias marchitas, y usted es joven, vive en lo presente, y le aburrirá esta manía que tenemos los viejos de revolver la hoja seca del pasado... En fin, vamos al asunto».

-Ello es que yo -dijo Calpena un tanto impaciente por despachar pronto- no he podido entregar...

-Ha hecho usted perfectamente. Encargos de cierta naturaleza no deben entregarse sino en la propia mano de la persona a quien van dirigidos. La mayor parte del contenido de la cajita que confió a usted Aline es para mí; el resto, para Jacoba. Esta se halla enferma con un dolor tan fuerte en la cadera, que no puede moverse.

-Iré yo a su casa, si a usted le parece bien.

-Tan bien me parece, que traigo esta comisión, con la cual mato dos pájaros de un tiro. Cumplo con Felipe, ofreciendo a usted mis servicios, y cumplo con Jacoba, llevándole el encargo, y el portador y todo, para que llegue más seguro.

Deseando abreviar, Calpena sacó la cajita, y propuso al Sr. de Maturana marchar sin pérdida de tiempo. No deseaba otra cosa el antiguo diamantista, y se echaron a la calle, no sin que en el portal recomendase D. Carlos a su acompañante que tuviera mucho cuidado con lo que llevaba, pues Madrid estaba infestado de rateros, y al menor descuido le dejarían con las manos limpias. Procuró Calpena tranquilizarle, y asegurando bien el bulto bajo el brazo derecho, avivó el paso. Poco hablaron por el camino, y en cinco minutos se plantaron en la calle de Milaneses. «Amiguito, vaya un paso que tiene usted -dijo el vejete, fatigadísimo, al entrar en el portal-. Ya se ve... un paso de veinticinco años. Subamos ahora despacito, que por aquí no hay peligro y no vamos a apagar ningún fuego. Esta maldita escalera no tiene pasamanos, y usted me ha de permitir que le coja del brazo. Pásmese usted. En esta casa...».

Se paró en el rellano, donde apenas cabían los dos. La escalera, que arrancaba casi en la misma puerta de la calle, ascendía obscura, desigual, angulosa, como los senderos de la traición, y sus escalones patizambos ofrecían al confiado pie celadas espantosas.

«En esta casa... no, en la de al lado, trabajamos juntos, cosa de un mes, Leandro Moratín y yo. Y enfrente, en el que entonces era número 14 de la manzana 71, tuve yo el gusto de cobrar el primer dinero que gané en mi vida. Fue por unas arracadas que hicimos para la infanta doña María Josefa, el año 90... Ea, cinco escalones más y llegamos».

Tiró Maturana de la campanilla, y al poco rato rechinó la tapa de la mirilla con cruz de hierro. Vio Calpena unos ojos; el viejo no dijo más que «yo», después de lo cual empezó a sonar un claqueteo de cerrojos, al que siguieron vueltas de una llave, luego roce de cadenas, el caer de una barra, y aun después de todo este estruendo carcelario la puerta tardó un ratito en abrirse. ¿Era un hombre el que abría, era una mujer? Fernando no se enteró, porque si el aspecto podía pasar por varonil en la penumbra del pasillo, femenina era la voz que dijo: «D. Carlos, no le esperaba tan pronto. La señora duerme, y yo estaba en la cocina echándome unas piezas a la chaqueta... Pasen, pasen. ¿Despierto a Doña Jacoba?».

-No, déjala que descanse. Aguardaremos. ¿Y Aurorita, qué hace?

Replicó el mancebo (pues hombre era por la facha, aunque la voz de tiple lo contrario declarase), que la tal Aurorita había salido de paseo con la señora y niñas de Milagro, y con otras cuyo nombre no recordaba, hermanas de un sargento de la Guardia Real; y en tanto, abría la puerta de la sala, que más bien era tienda, por las dos mesas, con trazas de mostradores, que en ella había, y los armarios de forma pesada y robusta, cerrados con fuertes herrajes, guardando con avaricia sigilosa tesoros o secretos. Dos o tres sillones de vaqueta, de un uso secular, claveteados y lustrosos, y un par de sillas, eran los únicos muebles que en tan extraña sala brindaban comodidad al visitante. Acomodose Maturana en un sillón, y Calpena en una silla, dejando al fin sobre la mesa su enojosa carga, y aguardaron silenciosos, hasta que el diamantista, sacando su tabaquera de concha, tomó un polvito, después de ofrecer al joven, que hubo de excusarse graciosamente. La conversación se reanudó en el mismo punto en que había quedado al subir la escalera. «La buena señora -dijo Maturana oliendo el rapé con la mayor finura y encandilando los ojuelos-, se empeñó en que todo había de ser zafiros... y mi padre y mis tíos estuvieron tres meses y medio buscándolos de gran tamaño... Y que escaseaban en aquel tiempo los zafiros y se pagaban bien, como ahora las esmeraldas».

-Escasean las esmeraldas... ya -dijo Calpena, sólo porque la cortesía le obligaba a decir algo.

-Se han pagado en los últimos años a doce y catorce duros quilate, las de buen tamaño... ya ve usted. Algo bajaron de precio cuando D. Pedro de Portugal vendió su soberbia colección, en los apuros de la Regencia en la Islas Terceras... Y a propósito... Este recuerdo de D. Pedro y Doña María de la Gloria (que por cierto ha recuperado parte de las esmeraldas y aguamarinas de la Corona de Portugal); este recuerdo, digo, me trae a la memoria al Sr. de Mendizábal... ¿Es cierto que usted...? Si es impertinente mi pregunta, no digo nada.

-Hable usted.

-Es que... me habían asegurado que es usted el ídolo del señor Ministro; el niño mimado, vamos...

Apresurábase D. Fernando a desmentir tan absurda especie, que no por primera vez oía, y cuyo origen atribuyó a las hablillas y murmuraciones oficinescas, cuando sintieron ruido y voces en las habitaciones inmediatas. Maturana se acercó a la puerta, y entreabriéndola, dijo: «¿Qué es eso, Lopresti? ¿Se levanta la señora?». Y la voz de tiple contestó desde dentro: «Allá va...». Momentos después, entraba en la sala Doña Jacoba Zahón, apoyada por la izquierda en el fámulo, por la derecha en un grueso bastón, y con difícil paso, marcado por lamentos y suspiros, llegó hasta soltar sobre un sillón la dolorosa carga de su cuerpo. Antes de saludar a Calpena, despidió al de la voz aguda con expresiones displicentes de ama de casa que gasta mal genio: «Entretente ahora con tus costuras, y olvídate de tus obligaciones, como ayer, que nos diste de cenar a las nueve de la noche... ¡Ah, si yo recobrara mi salud y pudiera estar en todo, cómo te haría andar derecho!... Anda... holgazán, lávame los pañuelos... A las seis, el vinito con la medicina...».

Volvió después su rostro hacia Calpena, y le saludó con graciosa sonrisa, mostrando al joven su senil y enfermiza hermosura, que enormemente contrastaba con su desgraciado cuerpo. Ofrecía su cabeza un exactísimo parecido con la de María Antonieta; mas por el color exangüe y la extremada delgadez del interesante rostro era la cabeza de la infeliz Reina después de cortada, tal como nos la ha transmitido la auténtica mascarilla de cera existente en un célebre Museo. D. Fernando sintió frío al contemplar aquel rostro tan fino y transparente, de un perfil distinguidísimo, apagados los ojos, lívido el labio, mostrando una dentadura en buena conservación. El cabello era gris, y para que resultara mayor la terrible semejanza con la decapitada Reina, se sujetaba dentro de una escofieta blanca. El cuerpo no debiera llamarse feo, sino monstruoso: cada hombro a diferente altura, corvo el espinazo. Se envolvía en una cachemira muy usada, bajo la cual aparecían la falda de estameña obscura, y los zapatos de paño, holgadísimos, pertenecientes sin duda a su difunto esposo. A la cara correspondían las manos, también de cera, finísimas, bien marcadas las falanges bajo una piel sedosa, las uñas no muy cortas, pero limpias: lucía en sus dedos una sortija negra, con un hermosísimo ópalo de fuego de gran tamaño.

«Usted me dispensará, Sr. Calpena -dijo con voz dulce, musical, que casi daba tonos de italiano al español correctísimo que hablaba-, que haya tardado tanto en avisarle... Que hoy, que mañana... Pero la carta de Aline llegó cuando yo me hallaba en lo peor del ataque. Esta maldita ciática me tenía en un grito. Y el año pasado las paletillas... después todo el esqueleto... Ay, si le dijeran a usted, Sr. de Calpena, que yo he sido una mujer esbeltísima, se echaría a reír... Vea usted los estragos del reuma en estos pobres huesos... Pues sí, Aline me decía... Y ayer el amigo Maturana, al llegar de su viaje, me decía... En fin, que celebro infinito ver a usted en mi casa, y le agradezco la atención de traerme por su propia mano la caja».

Por iniciativa de Maturana, se procedió a la apertura del paquete, rompiendo los hilos que sujetaban el papel que lo envolvía. En tanto Jacoba continuaba: «Por el amigo Milagro he tenido noticias de usted, y sé que está en gran predicamento con el Sr. de Mendizábal... No, no lo niegue. Ya sé que es usted la misma modestia... Pues el señor D. Juan, en la posición que hoy ocupa, no se acordará de mí. ¡Cuántas veces le vi en mi tienda, calle de la Verónica, esquina a la de la Carne, donde estuvimos tres años antes de pasar a la calle Ancha! Era entonces un muchachón de lo más alborotado que puede usted imaginarse, un busca-ruidos, un métome en todo; ayudaba a los patriotas levantiscos que armaban un tumulto a cada triquitraque. Bien me acuerdo, bien. Juanito Álvarez hizo la contrata de víveres el año 23, cuando tuvimos allí prisionero al Rey. ¡El Rey! ¡Ah!... me parece que le estoy viendo, con su traje de mahón, asomado a los balcones de la Aduana, mirando al mar con un anteojo muy largo, en espera de barcos franceses o ingleses que vinieran a liberarle... Mendizábal empezaba entonces sus negocios en gran escala, y, si no recuerdo mal, algo traficó en pedrería con Londres y Amsterdam. Por si había conspirado o no había conspirado, le condenaron a muerte, y salió de Cádiz escapado para no volver más... Ya, ya se acordará él de los Zahones, y de los refresquitos de sangría que le hacíamos en casa, cuando volvía de Rota con Jenaro Negretti. En Rota tenían ambos sus novias, las de Urtus, dos hermanas lindísimas. La una murió de calenturas, y la otra casó con un hermano de este, Cayetano Lopresti, maltés, que está en mi servicio desde el año 25... ¡Cómo se pasa el tiempo! ¡Ay, D. Carlos!, ¿qué me dice usted de este correr de los años? El 23, cuando fue a Cádiz con la Corte, usaba usted todavía coleta, y los chicos de la calle le hacían burla... ¿se acuerda?».

Más atento a lo que iba sacando del cajoncillo que a las tristes remembranzas de su amiga, Maturana no contestó. Fijose también Doña Jacoba en lo que el viejo ponía con religioso respeto sobre la mesa, y alargó su mano para cogerlo y examinarlo.

«Ya... -dijo-, las peinas que tanto ponderaba Aline... El carey es finísimo; los diamantes valen poco... Andanada de veinticinco. Viene bien para completarle a la de Castrojeriz las arracadas que quiere tomar, rostrillo y cinturón para la Virgen de Valvanera».

-¿Tiene bastante ya? -preguntó maquinalmente Maturana, mirando con lente un joyel montado en plata.

-Tiene... ¡Oh, sí!... con lo que le vendió la Concha Rodríguez y este, habrá bastante.

-Si no... Yo he traído como unos veinte diamantes de desecho... muy propios para Vírgenes y Niños Jesús... Vea usted, Jacoba, vea qué hallazgo...

-¿Qué?... ¿qué es eso?

-Esto es un joyel de los que se usaban en los peinados Pompadour, convertido en alfiler de pecho con poco arte: conozco esta prenda como a mis propios dedos. No me equivoco, no: es la misma. Esmeralda hialina del Perú, superior, con cerco de brillantes en plata. Catorce brillantes, dos de ellos de bajo color, y otro con pelo... Es la misma joya, la que perteneció, con otras del propio estilo, a la Vallabriga, la esposa del Infante D. Luis... Todo se vendió en París el año 8; luego hubo algún descabalo, porque Montefiori cedió en Metz los pendientes de este mismo juego... Juraría que este joyel lo compró el corredor de Aline en Alsacia: los judíos alsacianos poseían mucha piedra procedente de España, no sólo de la Grandeza, sino de la de Godoy y Pepita Tudó.

-Es muy lindo... Lástima no tener las otras piezas -dijo la Zahón, examinándolo sin lente, con ojo muy perito-. Esto viene para usted. Para mí ha de haber un saquito con varias piedras sueltas: venturinas, turquesas, algunos brillantes...

-Aquí lo tiene usted -indicó Maturana, vaciando el saquito en la palma de su mano-. ¡Caramba, qué hermoso brillante!... Talla de Amsterdam, sesenta y cuatro facetas... Vea usted qué tabla y qué culata... Este otro amarillea un poco. No daría yo por el quilate de este ni tampoco cincuenta duros... Las turquesas me gustan, y si usted quiere me quedo con ellas. Tengo yo dos hermanas de estas, tan hermanas, que no dudo en asegurar que proceden de Venecia, como las mías, y que pertenecieron a una dama italiana, no me acuerdo el nombre, de la cual se dijo si tuvo o no tuvo que ver con Massena... Estas rosas valen poco... Todo es género corriente recogido en el Bearnés y Languedoc...

Pasando de la mano del viejo a la de doña Jacoba, esta lo examinó fríamente, diciendo: «El brillante bueno no tendrá menos de cinco quilates y tres cuartos».

-Lo tomará la de Gravelinas, que ya reúne seis iguales, con el último que yo le vendí.

-No quiero nada con la Duquesa, que aún me debe la mitad del collar de perlas. Lo reservo para un parroquiano que sabe apreciar el artículo, y es caprichoso, espléndido...

-Ya sé quién es. Mucho ojo, amiga Jacoba. No cuente usted con las esplendideces de los que tienen su fortuna en América, en negros y caña de azúcar. A lo mejor, saldrán estos señores exaltados con la supresión de la esclavitud, y la plumada de un ministrillo dejará en cueros a más de cuatro que apalean las onzas... Y usted, Sr. Calpena, ¿se aburre viéndonos examinar estas baratijas?

-¡Oh!... es muy bonito -dijo Fernando-; ¡pero cuántos años de revolver piedras entre los dedos para llegar a adquirir esa práctica, ese conocimiento...!

-La costumbre... -indicó la Zahón-. Desde muy niña ando yo en este comercio... y créalo usted, si dejara de ver piedras y de sobarlas y de jugar con ellas, me moriría de fastidio. Ya mis dedos las conocen solos, y casi no necesito mirarlas para saber lo que valen.

-Yo también, desde que me destetaron, Sr. D. Fernando, o poco después, manejo estos pedazos de vidrio.

-Para mí, lo parecen.

-Y lo son: vidrio fabricado por la Naturaleza en el horno de los siglos... ¡Ah!... ¡oh!, atención. Aquí viene lo bueno.

Al decir esto, sacaba un objeto estrecho, largo como de una cuarta, envuelto en finísimas túnicas de papel de seda. Era un abanico, obra estupenda del arte francés del siglo pasado. Desplegando cuidadosamente el varillaje de calado nácar, obra de mágicos cinceles, y el país pintado en cabritilla, ideal escena de marquesas pastoreando en jardín de amor, entre sátiros, pierrotes y caballeros con pelliza, Maturana lo mostró abierto, sutilmente cogido por el clavillo de oro, a los asombrados ojos de Doña Jacoba y Calpena, quienes se maravillaron de obra tan bella y sutil.

«Esta es una de las piezas más admirables que existen en el mundo, en el ramo de abaniquería -dijo el diamantista, ronco de entusiasmo y del gozo que le producía el arrobamiento de los dos espectadores-. Fíjense en esas varillas, que parecen hechura de los ángeles, y no tienen el menor desperfecto; fíjense en la pintura, en esas caras, en los ropajes y en el paisaje del fondo... observen las ovejitas, que no parece sino que oye uno sus balidos... Pues si notable es esta pieza por su arte, no lo es menos por su historia, que voy a contar».

Envolvió de nuevo el abanico en sus fundas finísimas de papel, y poniéndolo sobre la mesa, protegido por su mano izquierda, se lanzó con vuelo atrevido a los espacios de la Historia.