Mendizábal/XXVII

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XXVII

Salió D. Fernando Calpena del ensayo de Antony con un grave aumento de la locura que ya por sus exaltados amores padecía, y al despedirse de su amigo Juan Eugenio en la esquina de la calle de las Huertas, le dijo que ni se había escrito ni se volvería a escribir un drama tan excelente, verdadero Evangelio de los desheredados a quienes oprime la balumba del artificio social. El carpintero-poeta, cuya mente conservaba un excelso reposo, no expresó nada en contra de tan radical opinión; pero algo tenía que decir, sin duda, sólo que se lo reservaba para más adelante, cuando los años y la experiencia le dieran la autoridad de que entonces carecía. No hizo más que mirar a su amigo con aquella expresión de intensísima agudeza que conservó hasta su vejez, y apretarle las manos. Al separarse le dijo: «Tendré copiado el acto tercero el sábado, y en seguida podrás leerlo. Aparece Isabel en la primera escena, vestida para la boda... luego entra D. Rodrigo... En fin, ya lo verás. Adiós». Y echó a correr hacia su casa, con pasito corto y vivaracho. Era pequeñín, todo nervios, con una cara ratonil, graciosa y llena de inteligencia, unos ojuelos que despedían lumbre, y una boca como la de los ángeles feos, que también los hay, según dicen. Calpena le miró alejarse, y, melancólico se decía: «¿Por qué Dios no me dio a mí su talento?... Bien podía habérmelo dado, sin quitárselo a él... bien podía...».

La transformación moral del enamorado joven se traslucía claramente en lo físico: había enflaquecido; sus ojos, que antes eran hermosos y alegres, brillaban después de la crisis con mayor hermosura, y su alegría era extraña combinación de zozobra y delirio. Hablaba con más viveza, amontonando ideas sobre ideas, empleando con frecuencia imágenes felices. Vestía con elegante descuido, olvidado ya del atildamiento presuntuoso que hacía de él un perfecto estatuista en capullo. Dejaba crecer la negra melena y la mantenía crespa, indómita, dando a los rizos y mechones libertad para estirarse o encogerse como quisieran. Había llegado a adquirir, con estas y otras costumbres nuevas, un sello propio, personal, que le distinguía y señalaba entre sus amigos. Estos eran cada día en mayor número desde que se lanzó a la independencia, y los tomaba conforme le iban saliendo, aristócratas o plebeyos: se mezclaba en la turbamulta humana con indecible gozo, ávido de vivir, de ver, de apreciar y discernir, de ejercitar, en fin, toda la energía intelectual y moral que a raudales brotaba de todas las honduras de su alma renovada.

Hizo en aquellos días conocimiento con los Madrazos, Federico y Perico, el uno precoz artista, el otro escritor y poeta, ambos excelentes muchachos, entusiastas, locos por el arte y la belleza; con Ochoa, inseparable de aquellos y co-fundador de El Artista, para el cual unos escribían y otros dibujaban; con Villalta, con Trueba y Cossío, político audacísimo al par que escritor bilingüe, pues lo mismo escribía en inglés que en español; con Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio, uno de los jóvenes más despiertos y más inteligentes de aquel tiempo; con Revilla, Gonzalo Morón, Larrañaga y otros que en la literatura, en la crítica y en la política empezaban a bullir; con ambos Escosuras, con ambos Romeas, con Guzmán y Latorre; y al propio tiempo intimó más con Espronceda, Mesonero, Roca de Togores, Ventura, y otros que ya conocía. Aquella juventud, en medio de la generación turbulenta, camorrista y sanguinaria a que pertenecía, era como un rosal cuajado de flores en medio de un campo de cardos borriqueros, la esperanza en medio de la desesperación, la belleza y los aromas haciendo tolerable la fealdad maloliente de la España de 1836.

Más firme cada día en la fe de sus amores, veía Calpena en Aura algo más que una mujer bella, veía la mujer misma, con todas las cualidades propias del sexo en grado superior. Por perfecta la tenía desde la punta del pie a la última mata del cabello; perfecta era también en su inteligencia, que exhalaba rayos; en su voluntad ardorosa, rebelde a los términos medios; en sus caprichos, que escondían una profunda psicología; en todo, Señor, en todo, pues si Aura reía, toda la Naturaleza se alegraba con ella, y si lloraba, Cielo y Tierra se cubrían de tristeza.

Pues, señor: bastantes días habían pasado desde el ensayo del Antony; bastantes, sí, porque ya se había estrenado el revolucionario drama de Dumas, cuando ocurrió lo que ahora se referirá. Ello fue al principiar Febrero, pasadas las tremolinas parlamentarias de fin de Enero, cuando se discutió la ley electoral y derrotaron al Gobierno, y el señor de Mendizábal, entre la espada y la pared, no tuvo más remedio que disolver los Estamentos y convocar nuevas Cortes. Y como el diablo, cuando no tiene que hacer, se entretiene en coger moscas, D. Juan de Dios, libre de la fatiga del Parlamento, que tan agobiado le traía, se dedicó a remover el personal de su Ministerio: todo era traslaciones, cesantías, empleados que venían no se sabe de dónde; otros que se iban a sus casas a mascar el vacío, como dijo un cesante de aquel tiempo... En fin, que una tarde, hallándose Calpena en su oficina aburridísimo, esperando ansioso la hora, antes que esta llegó un antipático, maldecido papel... ¡Ay!, era nada menos que su traslación a Cádiz, a las secciones recientemente creadas para la Liquidación de Créditos. El efecto que esto le hizo fue deplorable: vio en ello la malquerencia de un oculto enemigo, y echaba pestes contra los malos Gobiernos y contra el propio D. Juan de Dios, a quien desde aquel día retiró su admiración y cariño.

En aquel estado de amargura y rabia le encontró Hillo una mañana, cuando de vuelta de misa disponíase a endilgar la ropa corta para echarse a la calle.

«¡Pero, chico -le dijo-, si estás de enhorabuena! Vas a Cádiz, la cuna de nuestras libertades, como decís los patriotas, y allí vivirás como un príncipe, y harás conquistas, y beberás la rica manzanilla, y tienes ancho campo para conspirar con los Riegos de ogaño por la Constitución del 12».

-Ni usted sabe lo que se dice, ni yo voy a Cádiz -replicó Fernando de malísimo talante-. Pensaré de hoy a mañana lo que debo hacer, y se lo diré a usted... Veo la mano, sí; veo la mano que en las tinieblas me ha descargado este golpe de maza... Pero no caeré, no: si creen que voy a desplomarme, a rendirme y a pedir perdón, se equivocan. Abur.

Se marchó con esta seca despedida, y Don Pedro no volvió a verle hasta el día siguiente. No pocas noches dormía fuera de casa. Leyendo dramas o charlando de literatura en casa de algún amigo, se le pasaban las horas insensiblemente, y sorprendido por la aurora en esta febril tarea, se quedaba dormidito en un sofá o en el santo suelo, ya en el hospedaje de Álvarez, ya en el de Pepe Díaz. También D. Pedro andaba un poco salido: entre diez y once de la mañana se vestía de paisano y se lanzaba a divagar callejero; por tarde y noche frecuentaba los cafés, y hacía en unos y otros diversas amistades. En el de Solís encontró a Calpena con un chicarrón que iba cargado de dramas: le vio desde lejos, se acercó en el momento en que salía, le fue siguiendo, y, por fin, le dio alcance en la calle del Turco.

«Voy contigo -le dijo poniendo en práctica las instrucciones últimamente recibidas-. Tenemos que hablar. ¿No sabes lo que ocurre? Pues que mañana nos largamos».

-¿A dónde, mi reverendo amigo y capellán?

-A Cádiz: tengo yo también allí un asuntillo. ¡Qué oportunidad!, me acompañas y te acompaño.

-Irá usted solo. Mejor va uno solo que mal acompañado. Yo, Sr. D. Pedro Hillo, no salgo de Madrid... Y no me ponga usted la cara fosca y patibularia, porque como no es usted mi padre, ni mi tío, ni menos mi abuelo, y tan sólo es un amigo muy apreciable, yo no estoy en el caso de que usted me riña.

-Hombre, reñirte no -repuso Hillo con mansedumbre-. Somos tan sólo amigos, dices bien, y ninguna autoridad tengo sobre ti, como no sea la que me dan los años. ¡Triste autoridad!... Bueno, bueno: no quieres ir a Cádiz. Ergo, ¿renuncias a tu destino?

-Renuncio, sin ergo; presento la dimisión... le digo al Sr. Mendizábal que vaya él si quiere...

-Pues, hijo, siento hacerte una observación que te va a saber muy mal... pero qué remedio, es mi deber hacértela, para que medites el caso, y resuelvas tu libérrima voluntad... Ya leo en tu cara que lo has adivinado. Palideces...

-Palidezco de verle a usted tan meticuloso, empleando rodeos y perífrasis para decirme algo que podrá ser amargo y triste, pero que no me anonada, no señor, no me anonada...

-¿Sabes...?

-Y si no sé, sospecho... Vaya, suélteme usted pronto el rayo.

El bigardón que llevaba a cuestas mediano fardo de dramas y tragedias en cuatro y cinco actos, con prólogo y epílogo, comprendiendo que trataban de asunto delicado, se largó, dejándoles en su grave contienda en medio de la calle.

«Pues lo que debía suceder ha sucedido. La deidad próvida, la dulce enmascarada, nuestra grande amiga, nuestra...».

-Hombre, acabe usted de una vez. Total, que se ha incomodado porque no quiero ir a Cádiz. ¿Y cómo sabe mi resolución?

-No la sabe, la teme, y dice en su última carta que si no vas no cuentes más con ella.

-Creo -dijo Calpena con gravedad- que no falto a la gratitud respondiendo que no acepto la protección en esa forma despótica, altanera. Se obedece ciegamente a una madre, a un padre, aun cuando la obediencia nos destroce el corazón; pero ¿quién puede exigir que sacrifiquemos la libertad, dignidad, vida, a los caprichos de un fantasma? ¿Que no es fantasma dice usted? Pues que se quite la gasa, el capuchón... Abandonado estuve, abandonado estoy... ¿Qué me ha dado el fantasma? ¿Me ha dado un nombre? ¿Me ha dado algo más que algunos trajes y algún dinero? ¡Y a cambio de estos beneficios, pide que me convierta en un párvulo sin voluntad, sin iniciativa para nada! Amigo Hillo, antes que el bienestar adquirido con una pasividad humillante, pueril, ridícula, quiero una pobreza con dignidad... No, no entra en mis ideas vivir de lo que se me arroja en mitad de la calle; soy joven, no me falta inteligencia: quiero vivir por mí y para mí...

-Todo eso está muy bien -dijo el clérigo-. Quieres trabajar, lucir tus facultades. ¡Magnífico! Pero, tonto, si con la protección del fantasma lo harás mejor que solo y abandonado. ¿A qué luchar desesperadamente para sucumbir...? En cambio, con la base de tu destinito...

-No sea usted inocente, D. Pedro. ¡El destinito!, ¡vivir amarrado al pesebre de la administración! ¿Pero no comprende usted que el que una vez prueba las facilidades de ese pesebre, ya está enviciado para toda la vida, ya no se pertenece, ya es una máquina que los ministros paran o echan a andar, según les acomoda? No, no me digan que sea máquina... En los empleos tiene usted la explicación de la inercia nacional, de esta parálisis, que se traduce luego en ignorancia, en envidia, en pobreza...

-Muy bonito como teoría... pero...

-De esto hablamos anoche largamente Larra y yo, y renegamos de los empleos, que son como el opio o el hastchís para esta nación viciosa, indolente. Por mi parte, digo que antes comerán en un mismo plato constitucionales y facciosos, antes se volverán chaquetas las levitas de D. Juan Álvarez, que yo resignarme a ser toda mi vida funcionario público.

-Has empleado lindamente la figura que llamamos imposible o adynaton.

-Déjese ya de retóricas, D. Pedro. ¿Cree usted que están los tiempos para retóricas? Eso pasó. Aquí vendrá un desquiciamiento si no vienen nuevas ideas, aire nuevo, a regenerarnos...

Y abriendo los brazos en plena calle, parados uno frente a otro, dijo a su amigo: «Déjeme usted ser libre, déjeme usted probar mis fuerzas... No quiero protección anónima. Si conoce usted a la divinidad encapuchada, dígale que quiero pertenecerme, pensar por mí mismo y poner en ejecución lo que pienso... ¿Que me estrello?, bueno: Pues estrellado y con media vida, podré decir: '¡Viva la independencia! ¡Viva la dignidad humana!'».